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Capítulo 21

21 – Danzas de fuego


Atravesar el pantano resultó ser una agonía para la que ninguno de los supervivientes estaba preparado.

Hasta entonces, la supervivencia se había basado en su totalidad en la capacidad física de los individuos. A lo largo de todos aquellos años todos habían tenido que mostrar su destreza, su resistencia y su fuerza. También su astucia y su inteligencia, por supuesto, y la fuerza de voluntad y coraje, pero únicamente en contadas ocasiones. El haber convivido en grupo había logrado facilitarles el tener que tomar decisiones que en solitario les habría resultado realmente complicadas. A pesar de ello, los dilemas morales no habían sido un punto sobre el cual habían incidido demasiado. A lo largo de su historia Carfax se había visto obligado a tomar decisiones que habían dañado moralmente a todos, pero al no haber sido ellos individualmente los creadores de dichos sucesos, sus conciencias habían logrado mantenerse al margen.

Se podría decir que, en el fondo, aquel viaje había sido una carrera de fondo.

No obstante, llegados a aquel punto en el que las habilidades físicas y psíquicas estaban más que probadas, era la personalidad del individuo y su moralidad la que se convertía en el auténtico objetivo. El Fabricante les conocía bien, mucho más bien de lo que ellos mismos querían creer, pero aún deseaba saber más antes de abrir sus puertas.

Con Adam a la cabeza, el grupo se había internado en el pantano. Todos tenían sus propias sospechas sobre lo que les aguardaría en el último tramo del viaje, unos más acertados y otros menos, pero ninguno había acertado. De hecho, de haberlo logrado seguramente no habrían querido adentrarse. Por desgracia, una vez dentro, ya no había marcha atrás.

El tiempo se acababa.

La mente privilegiada de Diane no tardó más que unos instantes en darse cuenta de que ya no estaba en el pantano. Sí, su cuerpo físico, o la recreación que éste era de su auténtico ser, avanzaba por las aguas en compañía de las marionetas que eran sus compañeros, pero ella, Diane, la auténtica Diane, estaba muy lejos.

Su mente había volado en el espacio y en el tiempo hasta llevarla a un elegante salón de acristalado en el que se celebraba una fiesta. Los invitados, todos ellos vestidos con ropas de lujo, maquillados, peinados y perfumados, iban y venían con copas de oro en las manos mientras conversaban y reían animadamente, al margen de cuanto les rodeaba.

Aquellas gentes poseían todo cuanto el hombre podía desear: cultura, ropas limpias y personas con la que divertirse; bebidas de las que deleitarse y comida que llevarse a los labios; lugares en los que sentirse protegidos, opciones entre las que elegir, y un futuro por el que luchar.

Eran libres. Libres y felices... aunque no del mismo modo en el que ella había sido cuando había jugado con Adam a las cartas o había divagado con Zachary sobre el futuro. No. Su felicidad era artificial, al igual que lo eran los perfumes que emanaban de sus caros y estúpidos peinados, sus preciosos y elegantes vestidos, o los líquidos que llenaban sus exquisitas copas.

Aquellas personas se creían felices, pero únicamente porque no habían sabido realmente lo que era la auténtica felicidad. No obstante, incluso así, Diane les envidiaba. Convertirse en una marioneta más de la falsa y artificial sociedad que aquella escena retrataba no era un coste demasiado elevado teniendo en cuenta todo aquello que ganaba.

Mientras observaba el ir y venir de la fiesta, Diane se preguntó cómo sería el vivir sin miedo. A lo largo de los años había intentado imaginarlo; fingir que era capaz de cerrar los ojos sin temor a no poder despertar. Sin embargo, jamás lo había conseguido...

Hasta ahora.

Diane sabía que tenía la copa a mano. Es más, podía verla y sentirla acariciándole los dedos. Podía percibir el perfume de su cabello negro peinado y lavado, el esplendor de su bello vestido de encaje y el sabor de los dulces en la garganta. Hombres y mujeres ansiosos por escucharla y alabarla aguardaban entre los invitados, sonriéndola con sus bellas dentaduras resplandecientes. Bebidas de sabor inigualable, comida propia de reyes, un hogar cálido y acogedor, y una cama blanda y segura en la que poder yacer el resto de sus días...

Prácticamente podía sentir la suavidad de sus sábanas limpias y blancas envolviéndola.

Sin embargo, el coste seguía ahí, acechando al otro lado de las paredes de cristal. Ciertamente en el corazón de aquella fiesta aguardaba todo aquello por lo que llevaba años luchando, no obstante, más allá de los cristales, a miles de kilómetros de distancia, la marioneta que había sido hasta entonces seguía avanzando silenciosamente, sucia, vestida con poco más que harapos y mal oliente... pero acompañada.

Cheryl y Adam seguían ahí abajo, y ahí seguirían el resto de la eternidad puesto que las puertas de la ciudad ya se habían abierto para ella, y no volverían a abrirse nunca más...

Claro que, aquello podía cambiar. Diane podía volver a tentar a la suerte y abandonar aquel lugar con el que siempre había deseado para seguir avanzando por la sucia realidad que compartía junto al resto de sus camaradas. Aquella realidad que no prometía nada a parte de dolor y más sufrimiento...

O podía seguir bebiendo de su copa. Una deliciosa y dulce copa de sabor mentolado.

—Buena elección —se dijo sin apenas necesidad de meditar.

Diane giró sobre sí misma y contempló la imagen que la pared acristalada le ofrecía. Aunque la luz amarillenta del pantano no era la más adecuada para las circunstancias, el vestido blanco le sentaba de maravilla.

Cheryl dormía.

La niña no sabía cuándo se había acostado ni cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero cuando abrió los ojos, una suave luminiscencia blanca bañaba toda la tienda. Cheryl se incorporó con lentitud, desorientada, pero pronto su preocupación y dudas se esfumaron al ver que, situados a cada lado, los padres que siempre había deseado tener dormían plácidamente.

Había vuelto a la tienda de los Ember. Él, fuerte y decidido, dormía apaciblemente con el rostro girado hacia las dos mujercitas a las que tanto adoraba. Ella, en cambio, estaba boca arriba, sonriendo a la par que daba las gracias al Fabricante por haberle entregado aquella magnífica familia.

Y Cheryl... Cheryl simplemente era feliz.

O debería haberlo sido.

Aunque era tentador permanecer allí el resto de la eternidad, protegida y amada, había algo en la mente de la niña que le impedía sucumbir a la felicidad absoluta que aquella escena le ofrecía. Era algo que hacía relativamente poco que albergaba en su alma, pero que desde que había surgido jamás la había abandonado.

Era un sentimiento oscuro y venenoso. Demasiado venenoso para una niña tan pequeña, pero que una vez aferrado a su pecho jamás la abandonaría hasta que su mente considerase que había llegado el momento de olvidar.

La niña se incorporó. Aunque su lugar estaba allí, entre los Ember, había algo que tenía que hacer. Algo que no podía esperar ni un segundo más.

Extrajo el cuchillo que Diane le había entregado y salió de la tienda. Al cruzar la puerta pudo ver en el reflejo de uno de los espejos que su rostro y cabello volvían a ser los mismos que habían sido antes del ritual de iniciación. Volvía a ser una niña; no una niña hermosa, ni muchísimo menos, pero sí una niña normal y corriente, tal y como debería haber sido.

Una niña...

Tentada, pero no corrompida, Cheryl salió al exterior con el cuchillo en la mano. La niña volvía a estar en mitad de Carfax, rodeada de sus gentes y sus posesiones. Unas gentes que, aunque siempre la habían despreciado e ignorado, en aquel entonces la sonreían y saludaban como si fuese una más. Guardias, médicos, recolectores...

Cheryl se miró instintivamente el antebrazo. La serpiente de Carfax ahora ardía con fuerza allí donde antes el gélido Sol Púrpura había permanecido oculto.

No solo le ofrecían ser quien deseaba ser y estar con quien deseaba estar, sino que además le ofrecían pertenecer allí donde realmente deseaba pertenecer. Podía empezar desde cero... pero a cambio únicamente tenía que perdonar.

Olvidar y perdonar. Simplemente eso.

Lamentablemente, su corazón estaba demasiado envenenado como para poder permitir que sus recuerdos fuesen sacrificados.

La niña buscó con la mirada por el campamento hasta localizar lo que con tanto anhelo buscaba. Guardó el cuchillo en la cinta del pantalón, tomó aire y, con un paso tan alegre como la extraña sonrisa que sus labios dibujaron, dejó atrás el campamento hasta alcanzar el ruidoso río junto al cual Bonnie Green leía.

Allí nadie la escucharía gritar.

Los aullidos de Layla le despertaron.

En realidad, Maxwell no se había llegado a dormir, por lo que, en el fondo, no tuvo que despertarse. El carfaxiano giró sobre sí mismo, y al volver la vista atrás descubrió que ya no había pantano alguno. El paisaje había cambiado radicalmente convirtiendo las fétidas aguas estancadas y los caminos lodosos en el porche de una magnífica casa de madera perdida en mitad de un campo de maíz.

Maxwell contemplaba la inmensidad de sus campos sentado desde una mecedora. Apoyada contra la pared de su tranquila y bonita morada, su amado rifle siempre fiel aguardaba su turno de entrar en acción mientras que Layla, su fiel y amada Layla, que por cierto debería haber estado tumbada a sus pies, no estaba.

Eso sí, ladraba. Layla ladraba y gruñía desconsolada al otro lado de la casa. 

Desconcertado inicialmente por el cambio de lugar, Maxwell necesitó unos instantes para poder reaccionar. Mientras avanzaba tras Adam, el guardia había sentido un extraño cosquilleo en la punta de los dedos que le había hecho sospechar que algo iba a suceder. Sin embargo, ¿cómo imaginar que iba a ser catapultado a otra realidad?

Más ladridos. Maxwell se incorporó con rapidez y recogió el rifle del suelo. A continuación saltó la balconada que daba al exterior de la casa y la rodeó. Los gemidos y ladridos parecían proceder del interior del campo de maíz situado en la parte trasera de la vivienda. Maxwell corrió hasta su entrada y, ayudándose de los brazos y el arma para abrirse paso, se adentró en el océano de espigas y ramas.

Varios minutos después, ya zambullido de pleno en aquella oleada dorada y verde, alcanzó un pequeño desnivel en cuyo epicentro había un gran agujero. Se detuvo en el borde y buscó. En lo más profundo de sus fauces se encontraba Layla, ladrando y gimiendo de puro terror mientras intentaba trepar inútilmente por las empinadas paredes.

Sus garras sangraban de tanto arañar la piedra de las paredes enloquecida.

—¡¡Santo dios!! —exclamó al ver la escena.

Maxwell se dejó caer de rodillas al suelo y estiró todo lo que pudo los brazos para intentar coger a la perra. Sin embargo, la distancia que les separaba era superior.

Ni tan siquiera consiguió rozarla.

Desanimado aunque no derrotado, Maxwell hizo un rápido cálculo de la distancia que le separaba de la perra para intentar pensar en una solución. Ciertamente no había demasiadas alternativas, pero mientras Layla siguiese tan enloquecida no podría abandonarla.

Estaba perdiendo demasiada sangre.

Intentó serenarse. Si la perra le veía tan desesperado como ella, sus miedos provocarían que siguiese lacerándose las patas. Claro que era complicado mantener la calma. Ver tanta sangre le angustiaba, y más aún cuando era la de su querida Layla.

—Tranquila —la animó tratando de mostrarse lo más tranquilo posible—. ¡Tranquila Layla! ¡Quieta! ¡Vamos chica, quieta! ¡Te sacaré! ¡Quieta!

A pesar de los intentos, la perra no obedeció. Ahora que la sangre de las patas ya le había salpicado parte del cuerpo y la cara, el animal luchaba fuera de sí por su supervivencia.

Consciente de que el tiempo jugaba en su contra, Maxwell salió corriendo dirección a la casa. Tratándose él de un hombre prevenido, era de suponer que tuviese algo con lo que sacar a la perra del agujero. Lamentablemente, cuando entró en la vivienda descubrió que tan solo estaban los cimientos. Ni habitaciones, ni salón, ni despensa.

Solo había polvo.

Desesperado, Maxwell buscó por los alrededores. Recorrió los campos y las parcelas colindantes a la carrera, pero no encontró nada aparte de trigo y su rifle. Todo lo demás parecía haber desaparecido. Así pues, consciente de que se le acababan las opciones, decidió regresar junto a Layla. Su querida Layla. Se arrodilló junto al agujero, el cual parecía más profundo que antes, y contempló con horror como la laceración de las patas de la perra era tal que se le veía hasta el hueso.

Era horrible. Los lamentos y ladridos de Layla eran demoledores, pero no tanto como el amargo sabor a sangre que inundaba el ambiente. La perra aullaba socorro, ansiosa de que su dueño y gran amigo acudiese a su rescate. Lamentablemente, Maxwell no sabía cómo. Si bajaba, dudaba poder volver a subir... pero dejarla allí tampoco era una opción viable.

El rifle empezó a arderle en las manos. Ver el sufrimiento de Layla le estaba haciendo enloquecer, pero no se atrevía ni tan siquiera a plantearse la opción de liberarla de su cautiverio sin antes haberlo intentado todo. Tenía que haber algún modo de sacarla... ¿pero cuál?

Con el canto enloquecido de Layla de fondo, Maxwell buscó durante largo rato posibles soluciones. A su disposición apenas tenía materiales con los que trabajar... pero  incluso así había formas. Aunque le costaba, Maxwell encontraba soluciones con las que salvarla. Soluciones extrañas e inesperadas, pero soluciones después de todo. Por desgracia, el agujero disminuía o ampliaba su tamaño para impedir que lo consiguiese.

Era como si, en el fondo, alguien no quisiera que la salvase.

A pesar de ello, Maxwell insistió hasta que, pasada un par de horas y viendo el estado en el que ya se hallaba Layla, no pudo más que dejarse caer de rodillas al suelo, al borde del llanto. Más allá del borde del agujero la perra seguía raspándose ya los huesos de las patas contra la pared mientras aullidos descorazonadores escapan de sus fauces.

No había ni solución ni alternativa. Layla estaba perdida, y Maxwell sabía que sin ella, él también lo estaría.

Muy lentamente, Maxwell volvió a cerrar los dedos alrededor del rifle. Sabía lo que tenía que hacer... lo sabía perfectamente. Abrió el cargador y observó con tristeza que en su interior había únicamente una bala.

Estaba preparada.

El hombre se incorporó. El ser deformado y enloquecido que ya moraba en el interior del agujero no parecía ser Layla, pero sabía que ella. Lo sabía en lo más profundo de su corazón. Su querida Layla...

Lentamente, Maxwell se colgó el rifle a las espaldas y descolgó las piernas por el agujero. A continuación, se dejó caer consciente de que jamás podría salir.

En el fondo, ¿acaso importaba?

Lo más sencillo hubiese sido disparar desde el borde del agujero. Hubiese sido doloroso, sí, pero comprensible. Sin embargo, Maxwell no concebía una vida así. Su camino había sido iniciado de la mano de Layla, y finalizaría del mismo modo.

Aquella era su elección.

El pantano ya llegaba a su fin. Adam empezaba a sentir como al fin los pies se desprendían del lodo y las aguas fétidas quedaban atrás cuando, procedente del interior del perverso lugar escuchó una voz pronunciar su  nombre.

Hacía años que no le llamaba de aquel modo. Normalmente, como mandaba la tradición, los carfaxianos le trataban de cronista. Sin embargo, ella había empleado su propio nombre, tal y como había hecho durante los primeros días en los que se habían c onocido, cuando ella era poco más que una recién llegada asustada a la que Adam había salvado la vida.

El cronista volvió la vista atrás, perplejo, y en mitad del mismo polvorín del que años atrás la había salvado, encontró a Erika. Tiempo atrás la muchacha había sido algo más joven y había permanecido oculta, aterrorizada. En aquel entonces, sin embargo, ante sus ojos estaba la misma mujer de la que se había despedido días atrás, tras ponerle el colgante alrededor del cuello: valiente y decidida.

Era sorprendente lo mucho que Carfax podía cambiar a las personas.

Perplejo ante su aparición, y aún más por su pronta recuperación, Adam acudió a su encuentro. El escenario seguía siendo el mismo que en el pasado, pero en aquel entonces no había intercambio de balas ni guerrilleros luchando entre sí. Simplemente estaban solos, aunque a la vez muy acompañados. Y es que, aunque era Erika quien le aguardaba allí, entre los escombros, Adam sabía que representaba a toda la compañía.

Erika le recibió con una amplia sonrisa. Tomó su mano como jamás había hecho, y seguramente jamás se habría atrevido a hacer aunque lo hubiese deseado, y se la estrechó.

—Me alegro de verte, Erika —saludó Adam un poco aturdido por los acontecimientos—. Tienes buen aspecto.

—No fue fácil, pero lo conseguí —respondió ella haciendo un ligero ademán con la mano en dirección a su cabeza—. No tenía otra opción: tenía que venir antes de que fuese tarde.

—¿Tarde? ¿Acaso ha pasado algo?

La chica retrocedió unos pasos a modo de respuesta. Erika se llevó las manos a la espalda, giró alrededor de Adam, logrando así arrancarle una sonrisa, y alzó el mentón.

De repente todo cambió, y Adam y Erika regresaron al silencioso Carfax que el cronista había dejado días atrás. Claro que ya no era el mismo, desde luego. Aquel era un Carfax en el que los cadáveres, amontonados en pilas por los escasos supervivientes, iluminaban la noche de una tonalidad blancuzca al arder.

Un Carfax que él no había llegado a ver, pero que reflejaba a la perfección la realidad que, muy lejos de allí, se estaba viviendo en aquel mismo momento.

Perplejo ante la visión, Adam enmudeció. Había contado con que algunos de los supervivientes fallecerían, pero no tantos. La imagen que tenía ante sus ojos era terrorífica. Y no solo por el número elevado de muertos, sino por el motivo. Y es que, aunque todos habían contado con muertes naturales, los cadáveres que ahí yacían habían tenido muertes violentas. Disparos, cuchilladas, huesos rotos, quemaduras...

—No quería morir —prosiguió Erika—. No así.

—No es posible —murmuró Adam como respuesta—. ¿Os han atacado?

La pila de cadáveres centelleó.

—No había casi nadie para protegernos... ¿qué esperabas? —Añadió Erika con desdén—. Pero eso ya no importa. Carfax ya no existe... yo, en cambio, sí. Yo no quería morir, así que escapé. ¿Es tarde ya?

—¡No! ¡Por supuesto que no! Nunca es tarde; prometí que volvería.

—Prometiste que volverías, ¿pero acaso creías que iba a quedar algo para cuando lo lograses? —Erika dejó escapar una sombría carcajada carente de humor—. Durante años nos han hecho creer que todos éramos Carfax, que formábamos parte del mismo grupo... pero era falso, Adam. Carfax eres tú. Nosotros... nosotros no somos más que adornos. Adornos a los que no deberías ni tan siquiera intentar salvar, cronista, puesto que ya estamos muertos. Nos condenaste al dejarnos atrás. Al abandonarnos provocaste nuestro asesinato.

Las palabras retumbaron con fuerza en la mente de Adam. Por un lado, sabía que la mujer que tenía ante sus ojos no era Erika. Quizás físicamente sí que fuese ella, la voz y el aura que desprendía eran las mismas... pero no era ella. Adam lo sabía. Erika ni tan siquiera en aquella situación se habría saltado la norma básica de no emplear su nombre de pila.

Ella no era así.

A pesar de ello, casi convencido de su falsa identidad, o al menos deseando que así fuera, Adam no pudo evitar que sus palabras le conmocionasen. Era inevitable tener dudas. ¿Sería cierto lo que acababa de decir? ¿Habrían dejado a Carfax morir abandonada mientras ellos buscaban gloria en solitario?

Sintió que la sangre le ardía en las venas. Erika se alejó de él con paso extrañamente blando, y pronto empezó a danzar alrededor de la torre de cuerpos ahora en llamas como si formase parte de ella.

Poco después, una segunda persona se unió a la mujer, le rodeó la espalda con sus brazos de fuego y culminó la unión con un suave beso en los labios.

—No me esperes, Adam —prosiguió Erika con el rostro de Ash apoyado en su garganta. Un corte horizontal cruzó de repente su piel, dibujando así una fina línea de sangre en su cuello—. Aunque pudiese intentarlo, jamás podría llegar hasta ti. ¿Y sabes por qué? Porque ya estoy muerta. Todos han muerto: ya no hay un Carfax al que regresar... así que no lo hagas. Nadie te estará esperando.

Y siguió danzando junto a Ash Engels hasta que, convertidos en fuego, desaparecieron en la columna de cadáveres de la que surgía el canto fantasmal que a partir de entonces siempre acompañaría a Adam.

"Carfax ha muerto."

Una suave claridad azulada entraba a través de las ventanas. Poco acostumbrado a ella, Leigh estiró el brazo para correr las cortinas. El día anterior, justo a aquellas horas, la mujer que ahora cuidaba de él le había propuesto que intentase enfrentarse a aquel nuevo reto para intentar acostumbrar a los ojos recién recuperados. Por desgracia la luz le dañaba aún demasiado la vista, por lo que Leigh no pudo aguantar demasiado. Se enfrentó a la claridad y, derrotado ante su poder cegador, corrió las cortinas.

Al siguiente día ni tan siquiera lo intentó. Tarde o temprano tendría que volver a hacer la prueba, por supuesto, pero no sería día. Aquella mañana tenía algo importante que hacer, y para ello necesitaba sentirse fuerte.

Algo realmente importante...

Ash.

Leigh desconocía la realidad que le rodeaba, la doctora se había encargado de ello. El muchacho, pues aunque horas atrás había sido un hombre, ahora no era más que un niño, estaba siendo asistido en lo que parecía ser un hospital, pero ni sabía dónde se hallaba, ni qué había pasado hasta entonces. Sus preguntas no eran respondidas, y por mucho que intentaba descubrir, su cuerpo no estaba lo suficientemente fuerte como para permitirle dar muchos paseos. A pesar de ello, era consciente de que, fuese lo que fuese Carfax, había acabado para él. Ahora había llegado el momento de recuperarse... y de olvidar.

Leigh no entendía muy bien qué era lo que la doctora quería decir con aquello de olvidar, pero no le gustaba demasiado. Aún no era capaz de comprender qué estaba sucediendo, y se sentía solo y abandonado.

O al menos lo había sentido hasta entonces. Ahora que había escuchado que Ash también había "despertado", su ansiedad se concentraba en el deseo de poder reencontrarse con su buen amigo. Una vez juntos, las cosas serían mucho más sencillas. Juntos podrían descubrir qué estaba pasando, y en caso de que el cambio vivido fuera positivo, cosa de la que no estaba del todo seguro, salvarían al resto de la compañía.

El niño que ahora era Leigh miraba cuanto le rodeaba sin comprender muy bien qué sucedía. Su mente identificaba el lugar en el que se encontraba como un hospital y los cuidados que recibía como positivos, pero aún estaba demasiado desconcertado como para poder decidir si estaba en un lugar seguro tal y como la doctora le aseguraba continuamente. El cambio era bueno en apariencia: le alimentaban adecuadamente y podía descansar en un lugar seguro. Lamentablemente, el niño no podía evitar dormir con un ojo abierto y sentir desconfianza de absolutamente todo cuanto le rodeaba. En Carfax, dormir sin nadie que hiciese guardia era totalmente descabellado. Allí, en cambio, parecía lo habitual. De hecho, era tan habitual que incluso le regañaban cuando intentaba mantenerse despierto más de lo adecuado...

Pero no le hacían sentir mal. Irónicamente, aunque aquellas regañinas le hiciesen sentir como un niño, a Leigh le gustaba la idea de que, por primera vez, fuese él el protegido.

Claro que todos aquellos pensamientos y situaciones habían sido eclipsados y olvidados en el momento en el que Ash había aparecido. La doctora había informado a Leigh que pronto podría disfrutar de la compañía de su buen amigo, y él, ansioso por reencontrarse con él, había olvidado todo lo demás.

La espera no se demoró mucho más de lo deseado. Un día después del anuncio de su aparición, la puerta de estancia donde Leigh se hallaba se abrió para dejar paso a un segundo paciente. El recién llegado, al igual que el propio Leigh, estaba en un estado físico crítico: el niño estaba demacrado y extremadamente delgado, como si no hubiese dormido ni comido durante días. No obstante, incluso en aquel estado, y con una edad que sin lugar a dudas no le correspondía, su identidad era innegable.

—¡¡Ash!! —exclamó Leigh con entusiasmo al ver al muchacho somnoliento de la camilla.

El recién llegado se incorporó al escuchar su nombre, buscó a lo largo y ancho de la sala circular donde se hallaban al dueño de la voz y, una vez localizado, parpadeó con perplejidad. Era innegable que aquel cuerpo no se correspondía al de su amigo... pero a la vez era innegable que era el suyo. De hecho, ahora que lo volvía a ver con su auténtica forma, le extrañaba que hubiese podido llegar a tener otra.

En el fondo, Leigh siempre había sido un niño...

¿Pero acaso importaba? En el fondo, ya fuese un recién nacido o un adulto, se alegraba de verle. Se alegraba tanto que empezó a reír de pura felicidad.

Ash extendió los brazos hacia su buen amigo, deseoso de poder tomar su mano y comprobar que era cierto que era él era el niño que le miraba desde la otra camilla, pero la debilidad de ambos muchachos y la distancia que les separaba impidió que pudiese producirse el contacto. Quizás más adelante. No obstante, incluso así, los dos niños se sonrieron con complicidad.

—Maldito seas, Leigh. A punto estuvo de darme un infarto cuando te vi en el suelo. Irina lloraba tan desconsolada... creía que no te volvería a ver jamás.

—Yo tampoco lo creía —respondió Leigh con alegría—. Esto es tan extraño... Le he hecho mil preguntas a la doctora, pero no me responde a ninguna. Solo dice que no debo preocuparme... que pronto olvidaré todo. Demonios, ¡pero quien dice que yo quiera olvidar! No entiendo nada de lo que pasa.

—Yo tampoco —admitió Ash con tristeza—. Pero lo que está claro es que aún queda demasiada gente en el campamento. Muchos otros murieron antes de que yo me desvaneciera, pero aún hay supervivientes. La mayoría de ellos están enfermos, pero tenemos que hacer algo. Erika...

El rostro de Ash se ensombreció al recordar a la recolectora. Lo último que recordaba de ella era haberla dejado en el mismo estado comatoso en el que había estado en los últimos días. Por mucho que había intentado despertarla hablándole tal y como le había recomendado el cirujano, no había servido de nada. A pesar de ello, Ash no había perdido la esperanza. Deseaba poder volver a verla... pero estando atrapado en aquel extraño lugar, sabía que no lo conseguiría.

Tenían que volver... ¿pero cómo?

—¿Tienes alguna teoría sobre dónde estamos? —preguntó Ash mientras barría la estancia con la mirada—. Hasta ahora me ha dolido demasiado todo como para poder incluso planteármelo, pero es evidente que no podemos estar demasiado alejado del campamento. El Fabricante es inteligente, pero siempre da opciones.

—La verdad es que no lo sé —admitió Leigh—. Dices que me viste morir... ¿estás seguro de ello? Quizás solo fue un desmayo.

—No lo creo; el cirujano certificó tu muerte... de hecho, yo mismo prendí fuego a tu cadáver. ¡Pero míranos! Esto me huele a una trampa. —El niño que ahora era Ash intentó incorporarse, ansioso por ponerse en pie, pero ni las fuerzas ni las decenas de tubos que tenía claveteados al cuerpo se lo permitieron. A sus espaldas, anclado a la cabeza de la cama, el sistema de soporte vital emitió un par de silbidos y aumentó la dosis de tranquilizantes—. Todo esto debe ser un sueño, o...

El niño se durmió a media frase. Desde su cama, Leigh se sobresaltó, pero rápidamente se dio cuenta de que, tal y como le había sucedido a él anteriormente, aquel sistema de soporte vital al que estaban anclados no parecía estar dispuesto a dejarles moverse demasiado.

Era una pena.

A pesar de todo, Leigh se alegró de saber que podría contar con Ash. La doctora decía que sería temporal, que pronto olvidarían, pero el muchacho creía que mentía. Él jamás podría olvidar nada de lo ocurrido. Ni quería ni podría. Además, no podía permitírselo: aún había demasiado gente en Carfax como para plantearse olvidar. Eso sí, a diferencia de Engels, él no creía estar siendo víctima de ninguna trampa ni sueño. Al contrario, Leigh tenía la sensación de que, en realidad el sueño había sido su etapa en Carfax...

¿O quizás había sido una recreación?

Fuera cual fuese la verdad, necesitaba descubrirla. Si realmente había sido un sueño, tendría que ver a todos sus compañeros para convencerse de que así había sido. Pero en caso de no serlo... en caso de tratase de una trampa, nada ni nadie podría impedir que regresara a por el resto de Carfax. Y es que, aunque algunos hubiesen sido capaces de hacerlo sin que la conciencia padeciese por ello, Leigh se negaba a abandonar a sus camaradas.

El sol arrancaba destellos dorados a las más altas torres de la ciudad. Ante ellos, más allá de las grandes puertas que mantenían sellada la ciudad, Arkarya les daba la bienvenida con sus grandes torres claveteando el cielo azulado.

Uno a uno, los cuatro fueron surgiendo de su viaje interior hasta acabar deteniéndose en el mismo punto: justo delante de la puerta. Tras de sí dejaban la estela de un viaje mental que seguramente jamás podrían olvidar, y gracias al cual a partir de entonces su mente podría abrirse con mayor facilidad al camino que les aguardaba. Y es que, aunque quizás no fuesen conscientes de ello, ahora que sus ideales y lealtades habían sido mostrados abiertamente al Fabricante, éste empezaba a jugar sus cartas.

Solo podía haber un ganador.

El primero en llegar fue Maxwell que, lívido y aún con las manos temblorosas, no pudo más que dejarse caer de rodillas al suelo y estrechar con fuerza entre sus brazos a Layla cuando encontró a ésta sentada frente a la puerta. La perra había logrado abrirse paso con rapidez entre las aguas hasta al fin alcanzar la muralla. Una vez allí, consciente de que tarde o temprano su amo acudiría a su encuentro, había decidido esperarle.

La siguiente en acudir a la llamada de la ciudad fue Diane. Ella, con el sabor del vino y los dulces aún en la garganta, no encontró a nadie esperándola, cosa que no le sorprendió en absoluto. En su viaje ella había preferido la prosperidad y un futuro prometedor antes que sus compañeros, por lo que, en el fondo, no esperaba otra cosa que verse a sí misma en el reflejo de las puertas. Así pues, simplemente dio un paso al frente, contempló su reflejo en el metal y sonrió ampliamente. A pesar de que con aquellos harapos no brillaba tanto como con el vestido de gala, Diane seguía siendo única.

Cheryl fue la siguiente en unirse. El viaje la había dejado agotada, pero su gozo era tal que no le importaba. Ahora que al fin había cumplido con su objetivo, podía intentar ver más allá. Un más allá en el que se sentía un tanto descolocada e intimidada, pero que en aquel entonces era el único camino posible.

La niña se frotó la sangre de las manos contra el abrigo antes de seguir. Sus compañeros también ofrecían un aspecto espantoso, sin embargo ninguno de ellos estaba manchado de sangre. Ella, en cambio, estaba empapada de pies a cabeza. Afortunadamente, concentrados como estaban en sus propios quehaceres, nadie se percató de las manchas.

Finalmente Adam cerró el grupo al aparecer entre la niebla con el semblante quebrado por la incertidumbre. El cronista aún estaba bastante desconcertado por lo ocurrido, pero sabía que no le quedaba otra opción que seguir adelante si lo que quería era poder volver a Carfax. Claro que, visto lo visto, empezaba a dudar si llegaría a tiempo. Si realmente se cumplía con el pronóstico de Erika, volver no tendría sentido. No obstante, incluso así, no tenía otra opción. El camino tenía que seguir, y únicamente lo haría si, de una vez por todas, atravesaban aquellas puertas.

Aquellas malditas puertas en las que, uniendo las dos hojas con su brillante esplendor grisáceo, se encontraba la cadena que días atrás había regalado a Cooper.

Adam fue el primero en atreverse a alcanzar la entrada. Cogió con fuerza la cadena y tiró de ella hasta arrancarla. A continuación, dejando libre las puertas para únicamente tener que ser empujadas para ser abiertas, volvió la vista atrás. Tras él, mirándole con expresiones indescifrables, sus tres compañeros aguardaban en silencio su decisión. Esperar o entrar.

Esperar o entrar.

La respuesta flotaba en el ambiente.

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