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Capítulo 15

15 – El nuevo amanecer de Carfax


Habían transcurrido tan solo dos horas desde el final de la batalla cuando Diane fue convocada en la tienda de Barak Zane. Normalmente aquel tipo de reuniones se celebraban una vez finalizadas las tareas de recolección de cadáveres, localización de heridos y persecución de supervivientes. En aquella ocasión, en cambio, varias patrullas de Luther Ember aún estaban dando caza a los últimos cuando la cronista recibió el mensaje.

Las cosas no habían ido bien para la compañía. Aunque Carfax había logrado repeler el ataque y alzarse finalmente victoriosa, el número de bajas había sido extraordinariamente alto. Tanto que, por lógica, era de esperar que la compañía jamás pudiese llegar a recuperarse. De los trescientos noventa y nueve que habían sido pocos meses atrás, habían pasado a ser trescientos setenta tras las muertes de los niños y las nuevas incorporaciones. Un número alto en comparación con otras compañías, pero bajo teniendo en cuenta la numerología propia de Carfax. Por desgracia, tras lo sucedido, las bajas se habían disparado de tal modo que era prácticamente imposible recuperarse. Quizás, con un poco de suerte, Carfax volviese a contar con cien hombres a su disposición, pero era complicado.

Con una desagradable sensación de pérdida oprimiéndole la garganta, Diane acudió a la llamada. A aquellas alturas de la batalla, aunque aún no hubiese aparecido el cuerpo, se daba por sentado que además del sesenta por ciento de las mujeres, los niños, recolectores y la mayor parte de los guardias, Carfax había perdido a uno de sus cronistas. Un cronista muy querido para todos, pero sobre todo para ella.

Sin la presencia de Adam en la reunión Diane se sintió perdida. Barak quería hablarles de la necesidad de replantear desde cero la estructura de la compañía, pero sus palabras carecían de sentido alguno para los presentes. Ciertamente Carfax estaba muy dañada y tendría que ser remodelada desde cero, pero mientras el miedo siguiese cundiendo, los guardias estuviesen desperdigados y no se tuviese un parte de bajas, nada tendría sentido. Incluso así, la cronista escuchó atentamente a su superior. Más que nunca la compañía necesitaba líderes fuertes para tirar de las riendas y ellos eran piezas claves.

—Necesitamos que se sientan protegidos —explicó Barak con determinación—. Los supervivientes deben sentirse seguros en la compañía; de lo contrario estaremos perdidos.

Aunque tuviese razón, Diane no podía evitar sentir cierta animadversión hacia las palabras de Barak. Durante la batalla, el líder de Carfax había luchado como cualquier otro, primero en la retaguardia y después en primera fila, pero para la mujer su actuación no había sido suficiente. Como guardián y señor de la compañía, Zane debería haber evitado que Adam desapareciese. Debería haber previsto aquel movimiento e impedirle que partiese tan alegremente como últimamente había estado haciendo. Sí, debería haberle metido en vereda. Lamentablemente ya era demasiado tarde para él y el resto. Las bajas se contaban a decenas, y a no ser que hubiese un milagro, nadie esperaba su regreso.

Ni tan siquiera ella.

—Quizás haya llegado el momento de que todos los carfaxianos tomen las armas —respondió Diane tras unos segundos de silencio. A su lado, Luther Ember y Zachary Frost se movieron en sus asientos, incómodos. A ninguno le gustaba aquella posibilidad—. Sé que no os gusta la idea, pero si realmente va a descender nuestro número y, visto lo visto, todo apunta a que así va a ser, alguna medida drástica tendremos que tomar. Ya no quedan ni recolectores ni apenas civiles. Tampoco niños ni ancianos: todos los supervivientes son hombres relativamente jóvenes capaces de empuñar un arma. ¿Por qué no convertirles entonces a todos en guerreros?

—Porque esto no es un ejército —respondió Zachary con su habitual tono comprensivo.

Un tono que, aunque normalmente lograba apaciguar los nervios de Diane, en aquel entonces encendió aún más su ira. ¿Cómo era posible que estuviese tan tranquilo después de que Adam hubiese desaparecido? ¿Es que acaso no le importaba?

Se obligó a si misma a relajarse. Carfax necesitaba a una cronista con la mente abierta, serena y tranquila, no a una mujer dolida fuera de quicio.

—Sigue siendo una compañía —prosiguió el cronista—, y como tal debemos tratarla. Es innegable que la situación es muy complicada, pero no debemos adelantarnos a los acontecimientos. Es probable que muchas de las almas hoy perdidas regresen dentro de otros cuerpos y no todos van a ser hombres y mujeres preparados para la guerra.

—Carfax solo debería aceptar gente preparada —defendió Diane con frialdad. De haber sido una compañía formada por combatientes, las cosas habrían sido muy distintas—. Tiempo atrás eliminábamos a todos aquellos que no podían servir a la causa, ¿por qué no volver a hacerlo? Si tan dramática es la situación, tomemos medidas acorde a ello. Va a ser la única manera de sobrevivir.

—¿Seleccionar a los nuevos carfaxianos? —intervino Ember con sorpresa. Su mirada cargada de cansancio y tristeza estaba fija en Diane—. Con todos los respetos, mi señora, dudo que Carfax lo vaya a aceptar.

—¿Y acaso eso importa? —Diane apretó con fuerza los puños—. Carfax ya ha hablado demasiado; si lo que ahora queremos es sobrevivir, tendrán que dejarnos trabajar. De lo contrario...

De lo contrario estarían perdidos, pensó sombríamente. La subsistencia de la compañía pendía de un hilo, pero solo ella parecía verlo. Sus compañeros, a pesar de gozar de los mismos privilegios mentales que ella, eran incapaces de ver más allá de los números, y muestra de ello era la sorpresa que sus ojos reflejaban. Sí, Carfax había perdido mucho, pero mientras hubiese alguien a quien gobernar ellos tendrían más que suficiente. Eran, en el fondo, unos estúpidos incapaces de ver más allá de sus propias narices; hombres que se ocultaban tras la muralla humana que era la compañía para lograr alargar la vida el máximo posible. Ella, en cambio, era diferente. Ella necesitaba mucho más que jugar a sobrevivir y sabía que aquél era el momento de luchar por ello. Ya estuviesen cerca o lejos de su objetivo, Carfax no podía perder el rumbo.

Diane apoyó ambas manos sobre la mesa alrededor de la cual estaban reunidos, quedando así su rostro iluminado desde abajo gracias a la suave llama roja de la vela que había sobre ésta. Aunque las medidas que proponía eran duras, Carfax no podía permitirse el no escucharla. No ahora que Adam ya no estaba con ellos para explorar el terreno ni había gente suficiente como para vigilar el perímetro.

Más que nunca, Carfax necesitaba tener las espadas preparadas y los cargadores llenos de balas, y para ello solo había una manera.

—Llevo años guiando esta compañía, Zane —dijo con lentitud, midiendo absolutamente todas y cada una de sus palabras—. Y seguiré haciéndolo hasta el final de mis días, pero para ello necesito que me des seguridad: que me des una estabilidad. Necesito sentirme protegida, y te aseguro que estando rodeada de niños, ancianos y civiles no lo vas a conseguir. Hasta ahora lo he aceptado porque consideraba suficiente el número de guardias que nos salvaguardaban; ahora, en cambio, las cosas han cambiado.

—Aún no sabemos hasta qué punto han cambiado, Diane —respondió Barak tratando de mostrarse sereno a pesar de la evidente tensión que reflejaba su rostro—. No debemos tomar medidas precipitadas.

—Además, ¿quiénes somos nosotros para elegir quien tiene derecho o no a sobrevivir? —intervino Zachary con perplejidad—. ¿Es que acaso nos hemos vuelto locos? ¡Los hombres aprendemos de nuestros errores! ¿Es que acaso habéis olvidado que abolimos...?

A pesar del respeto que siempre le había profesado, Diane no pudo evitar estrellar los puños sobre la mesa presa de la rabia y la frustración. Estaba harta de lecciones morales, de luchar contra lo imposible y vivir encerrada en un mundo en el que era poco más que un muñeco; estaba harta de acostarse cada noche con la sensación de que posiblemente la asesinarían mientras dormía.

Estaba harta de vivir, si es que a aquello que hacían se podía considerar como tal, y de despertarse cada amanecer con la falsa esperanza de que aquel viaje llegaría a su final. Diane estaba harta de luchar por aquellos hombres que ni tan siquiera la miraban a la cara, que la despreciaban y odiaban; estaba absolutamente harta de todo, pero sobretodo y ante todo estaba harta de que gente a la que quería muriese por culpa de otros que no lo merecían.

Diane estaba harta de Carfax. Aborrecía a sus gentes y sus estupideces; sus debilidades, sus rituales sin sentido y la sorprendente facilidad que tenían para despreciarles. Estaba tan harta que incluso empezaba a sentir odio.

—¡Al infierno contigo y tu moralidad, Zachary! —gritó fuera de sí—. ¿Es que acaso aún no te has dado cuenta de que tu puta honradez y decencia está acabando con la compañía? ¡Mientras unos mueren luchando, otros lo hacen llorando!

—¿Y qué pretendes entonces? —replicó Zachary alzando el tono de voz mucho más de lo que jamás había hecho—. ¿Matar a inocentes porque no saben disparar? ¿Porque no son capaces de asesinar a sangre fría? ¿Porque rechazan la violencia? Diane, ¡no somos salvajes! Somos hombres y como tales debemos comportarnos.

Hombres. La simple palabra logró dibujar una sonrisa cruel en los labios de la mujer. Ciertamente eran hombres, sí, y como tales se comportaban. Eran estúpidos, piadosos y débiles; el único animal capaz de tropezar con la misma piedra mil veces y dejarse matar por temor a que la conciencia les torturase.

En el fondo tenían lo que merecían.

Muy lentamente, sintiendo como las ideas empezaban a fluir con extrema sencillez en su mente, Diane se fue calmando. Aunque había intentado comprenderles durante mucho tiempo, era evidente que después de lo ocurrido no podía seguir apoyándoles. No después de la muerte de Adam. Si lo que realmente deseaban era seguir adelante en aquellas condiciones adelante, que lo hiciesen, pero sin ella.

Diane se negaba a seguir bordeando la muerte.

—Lo que vamos a ser es hombres muertos como no tomemos medidas —dijo con lentitud—. Y no estoy dispuesta a ello. Zane, toma tú la decisión. Yo ya he expuesto mi opinión: en tus manos está decidir qué hacer con nuestro futuro.

Con una desagradable sensación de vacío en el estómago, Diane abandonó la tienda de campaña. A sus espaldas, casi tan perplejos como pensativos, dejaba a sus compañeros y a un Ember más pálido y silencioso de lo habitual.

Mientras se abría paso entre las tiendas derrumbadas, los cuerpos amontonados y los sollozos y lamentos de los heridos, Diane se preguntó qué sería de ella. Sabía que sus palabras habían sido mucho más duras de lo que posiblemente sus compañeros mereciesen, pero no podía evitarlo. Había algo en ella que deseaba gritar, romper y estallar, pero no podía dejarlo escapar. No mientras hubiese gente a su alrededor que pudiese verla y descubrir que, como cualquier otro, Diane Russ también tenía debilidades.

La cronista se abrió paso con rapidez hasta la tienda vacía de Adam. El joven no había regresado, ni probablemente lo hiciese jamás, pues según decían yacía muerto junto al resto de fallecidos durante las tareas de recolección. El muy estúpido había decidido ir con los recolectores.

Se preguntó si no debería haberle acompañado. Diane era consciente de que en los últimos tiempos le había preocupado algo, pero jamás se había molestado en preguntarle al respecto. Aunque eran buenos amigos, cada uno tenía su propia intimidad y ella siempre se había mostrado muy estricta en aquel sentido. Ahora, sin embargo, se arrepentía de ello. Tratándose de su único amigo real, ¿acaso no debería haberse interesado más por sus inquietudes y preocupaciones?

Ni tan siquiera sabía si quería que incinerase sus restos o prefería ser enterrado. No obstante, fuese cual fuese su decisión, se negaba a dejar su cadáver abandonado a su suerte.

Siguiendo las costumbres de Carfax, Diane prendió fuego a la tienda y las pocas posesiones que aún quedaban en su interior. La cronista no creía en una segunda vida en otro plano existencial ni en nada parecido a un paraíso o infierno, pero dado que a Adam le encantaban los rituales de Carfax decidió despedirle tal y como decía la tradición. La mujer aguardó pacientemente a que ardiese toda la estructura en el suelo, sentada con las piernas y los brazos cruzados. La tradición decía que debía beber en su honor, pero ella no se sentía con ánimos para ello. Ni quería beber ni cantar; ni rezar ni llorar. Diane no quería hacer absolutamente nada por lo que, convertida en una estatua de piedra, permaneció inmóvil durante casi diez minutos, con la mirada fija en las llamas.

Una vez finalizada la quema, la cronista se incorporó, comprobó que llevaba consigo las armas y se encaminó hacia las afueras del campamento. A su alrededor los pocos carfaxianos que habían sobrevivido intentaban recuperar las piezas del puzle que habían conformado sus antiguas vidas sin éxito. Rezaban, lloraban, maldecían, gritaban...

Perdían el tiempo.

A punto de alcanzar las afueras del campamento, unos pasos apresurados lograron captar la atención de la cronista. La mujer volvió la vista atrás, sorprendida de que alguien decidiese mostrar el suficiente interés en ella como para perseguirla, y se detuvo. Pocos segundos después, con el rostro aún lívido y la mirada quebradiza, Luther Ember se detuvo ante ella.

Diane no pudo evitar sentir cierta lástima por él al recordar el estado en el que había quedado su esposa en el incendio.

—Va en busca de Merrick, ¿verdad? El cronista.

—Es posible.

—Quisiera acompañarla; muchos de mis hombres están ahí fuera y no estoy dispuesto a abandonarles. Puede que haya alguno vivo. Además, los caídos merecen un descanso digno.

—Lo más probable es que estén todos muertos.

—Entonces no irán muy lejos.

Se mantuvieron la mirada durante unos instantes. Cualquier otro carfaxiano habría corrido en busca de su esposa, desquiciado y enloquecido de dolor. El capitán, en cambio, era tan consciente de la realidad en la que vivía que ni tan siquiera se lo planteaba. Su esposa estaba muerta, y por mucho que la buscase y fantasease con la posibilidad de que hubiese hallado el modo de sobrevivir sabía que únicamente se estaría engañando a sí mismo. Al fin y al cabo, era una civil. Sus hombres, en cambio, habían sido entrenados para sobrevivir. Con un poco de suerte quizás hubiesen logrado tener alguna oportunidad.

—Creía que después de todo lo que he dicho ahí dentro no querría ni mirarme a la cara.

—En cualquier otra circunstancia probablemente lo hubiese hecho. Sin embargo yo no olvido donde estoy, señorita... aunque parece que soy el único.

Nuevamente se hizo el silencio entre ellos. Aunque nunca había dudado sobre ello, ahora más que nunca Diane comprendía porque aquel hombre había sido elegido como capitán de la guardia.

Esbozó una leve sonrisa, embriagada por la oleada de sentimientos encontrados que aquella simple frase había logrado despertar en ella. ¿Sería posible que, en el fondo, aún hubiese esperanza para Carfax?




—¡Han vuelto! ¡¡Han vuelto!!

Maxwell apenas acababa de llegar a su tienda de campaña acompañado por un agotadísimo Bennet Priest y una sedienta Layla cuando los gritos de júbilo de Katia Petrov, una de las dos gemelas recientemente adquiridas por la guardia, alcanzaron sus oídos. Al igual que ellos, alguien había logrado volver de entre los muertos, y por el modo en el que todos los supervivientes se alzaban, entusiasmados, era de esperar que se tratase de alguien importante.

Alguien como, por ejemplo, Adam.

Aunque Clive fantaseaba con la posibilidad de que fuese el cronista el afortunado, en lo más profundo de su alma deseaba que fuese la recolectora. Dejarla atrás sin tan siquiera asegurarse de que había fallecido había sido algo muy complicado para él. Algo por lo que aún se culpaba y por lo que seguramente, aunque encontrase en cuerpo, se martirizaría el resto de la existencia.

—Pero iré a por ti, princesa —se dijo a sí mismo—. Tranquila que, estés como estés, te traeré de vuelta.

Como uno más del campamento, Maxwell se acercó a las afueras para divisar las dos figuras que, con paso lento y cansado, se aproximaban desde la lejanía. La niebla impedía que sus rasgos pudiesen ser fácilmente reconocibles, pero por el uniforme que ambos vestían era de suponer que eran guardias.

Más que nunca, Maxwell se sintió un carfaxiano más. Hasta entonces siempre había mantenido las distancias con la gran mayoría, pues no entraba en su naturaleza ser un hombre cercano, pero en aquel entonces, embriagado por el entusiasmo de poder recibir a un nuevo superviviente tal y como a él le habían recibido al atravesar la hoguera durante el ritual, Maxwell se sentía en comunión con aquel pueblo maltratado. Y es que, aunque posiblemente aquel día no fuesen más que simples desconocidos lo que el destino trajese sanos y salvos, confiaba en que llegaría el día en el que serían amigos o compañeros.

Layla fue la primera en reconocer a los recién llegados. La perra apoyó los cuartos traseros sobre el frío suelo de piedra y, convirtiendo su voz en un estruendoso saludo de bienvenida, aulló quebrando así el tenso silencio hasta que al fin la niebla dejó entrever que, en realidad, eran tres los supervivientes y no dos.




Aunque nunca había sentido especial afinidad por aquella mujer, Barak Zane no dudó en ir a visitar a la tienda médica a la recolectora en jefe, al segundo al mando de la guardia y al mejor explorador de todo Carfax.

Aquel tipo de acontecimientos eran los que daban sentido a su vida. Después de las crueles batallas en las que los hombres morían a centenares, el ver renacer a su pueblo de las cenizas le recordaba los motivos por los cuales valía la pena vivir. Unos motivos que, aunque después de lo ocurrido habían llegado a hacerle plantearse grandes cuestiones, ahora volvían con más fuerza que nunca.

Uno a uno, Zane fue estrechándoles las manos. Aquellos tres jóvenes eran buenos chicos; valientes y luchadores, inteligentes y tenaces. El vivo reflejo del espíritu de Carfax. Sin embargo, aunque su regreso invadía de alegría y orgullo al campamento, a muchos carfaxianos les hacía recordar que sus más queridos amigos y compañeros no correrían aquella suerte. Y es que, aunque seguramente hubiesen tenido que luchar duro para lograr sobrevivir, era evidente que el factor suerte había tenido una gran importancia en su regreso.

—Carfax os da la bienvenida, muchachos —exclamó Zane tras saludar a los tres—. No os voy a mentir: esta guerra se ha cobrado un gran precio en la compañía. La situación en la que nos hallamos es crítica, pero con el esfuerzo de todos lograremos salir adelante. Carfax es fuerte.

—Carfax es fuerte —repitió Leigh en apenas un susurro.

—Pero para ello os necesitamos rehabilitados. Todos y cada uno de vosotros sois piezas clave para el buen funcionamiento de la compañía, por lo que necesito que descanséis y os recuperéis lo más rápido posible. El enemigo aguarda ahí fuera y tenemos que estar preparados. ¿Puedo contar con vosotros?

Tras un breve intercambio de miradas entre los guardias, los tres se pusieron en pie. Ahora que el cronista les había dado poco más que un par de pinceladas sobre la nueva situación de la compañía, los tres carfaxianos sabían que no podían permitirse el lujo de permanecer en la retaguardia. Más que nunca la dramática situación les obligaba a estar al pie del cañón y ninguno de ellos quería quedarse atrás.

No obstante, no todos podían enfrentarse a lo que el futuro les deparaba en aquellas condiciones físicas.

Erika permaneció unos instantes en pie tratando de mostrarse lo más serena posible pero pronto las fuerzas la abandonaron. La cabeza de la mujer empezó a dar vueltas y en menos de diez segundos volvió a desplomarse sobre la cama donde hasta entonces había permanecido sentada, impotente ante su propia debilidad.

—Tiene un traumatismo importante —explicó Leigh mientras Ash se agachaba junto a la mujer para asegurarse de que, a pesar de todo, estaba bien—. Creemos que la han torturado.

Con la misma expresión que si de una planta recién pisada se tratara, Barak observó a la mujer. Ahora que tenía un claro ejemplo de civil inútil ante sus ojos comprendía más que nunca las palabras de Diane.

—Es posible —dijo con sencillez—. Esperemos que se recupere. Mientras tanto, ¿puedo contar con vosotros, muchachos?

Con la preocupación grabada en el semblante, Ash asintió con gravedad. Gran parte de él se quedaría con ella, protegiéndola de una muerte no merecida mientras que el resto no tenía más remedio que regresar a la guardia, lugar del que jamás debería haberse separado.

Ahora más que nunca Carfax les necesitaba.

—Por supuesto, mi señor —respondió Engels con determinación—. No necesitamos más descanso que el de poder ver que nuestra compañía sigue en pie. Por favor, permítanos regresar cuanto antes al frente. El capitán confía en nosotros.

Y Zane comprendía el motivo. Aquellos dos muchachos eran auténticas joyas en bruto. Hombres valientes, fuertes y tenaces dotados con espléndidas aptitudes para la exploración y la batalla con los que se podía contar fuesen cuales fuesen las circunstancias. Eran, sin lugar a dudas, el prototipo de guerrero que una compañía necesitaba, y Luther lo sabía. El Capitán lo había sabido desde el primer día y en ningún momento había dudado de ello. Al contrario.

Ahora era su turno.

—Y no es el único. Muchachos, si realmente estáis preparados, seguidme: tengo una misión para vosotros.

Leigh y Barak salieron el uno junto al otro, solemnes. Ante ellos se alzaba un nuevo y esperanzador futuro por el cual estaban dispuestos a luchar. Ash, por su parte, se rezagó unos segundos para poder despedirse de Erika antes de partir. Fuese cual fuese el trabajo que el gran Cronista les había preparado, no deseaba iniciarlo sin antes prometer que, como siempre había hecho hasta entonces, volvería.

—Puede que esta vez no esté para sacarte, así que no te metas en grietas muy profundas, ¿de acuerdo? —exclamó con tono burlón logrando así que la chica sonriera—. Te vendré a ver todo lo que pueda.

—No pienso quedarme demasiado tiempo aquí... así que no te hagas ilusiones. —Cooper esbozó una leve sonrisa, visiblemente cansada—. Tengo aún demasiado por hacer.

—Como no.

Le besó la frente como despedida antes de partir. Inmediatamente después, consciente de que le esperaban, se unió a su compañero y al Cronista en el exterior.

Durante las siguientes dos horas Erika fue recibiendo todo tipo de visitas. El primero en acudir a su encuentro fue el Cirujano en jefe Edward Morrison, que, tras realizarle las comprobaciones y análisis pertinentes, decretó que debía descansar. Le suministró un par de potentes analgésicos, limpió la herida de la cabeza y, no sin antes obligarla a que se tomase un relajante muscular gracias al cual se quedaría dormida de inmediato, se retiró para dejar paso a otros tantos.

Recibió la visita de conocidos y amigos de la guardia. La mayoría de ellos estaban aún muy impactados por lo ocurrido, pero se alegraban de volver a verla. Además, todos traían consigo nuevas noticias y rumores, por lo que, combatiendo al sueño con uñas y dientes, Erika les sonsacó todo cuanto pudo.

Cheryl también acudió a verla poco antes de que se quedase dormida. A pesar de ser la primera en detectar la llegada de los supervivientes, la niña había preferido mantenerse un poco al margen de la compañía para reflexionar. A sus espaldas ahora pesaban las muertes de muchos incautos que en su intento por alcanzar el corazón de Carfax se habían cruzado de ella. Había matado, mutilado y degollado. No obstante, ninguna de aquellas atrocidades le inquietaba. De hecho, hacía rato que no pensaba en ello. El auténtico motivo de su inquietud y tristeza se encontraba en las profundidades de la cueva, tirada junto al resto de cadáveres calcinados. A pesar de ello, incluso con el triste recuerdo de su querida Isabel Ember en mente arrancándole sollozos y alguna que otra lágrima, la niña no dudó en ir a visitar a la mujer que había estado a punto de ser su salvadora.

Tomó asiento en el borde de la cama y la saludó con una leve sonrisa. Más allá de los ojos vidriosos de la mujer herida, los cuales eran poco más que dos ranuras luchando por mantenerse abiertas, un alma sedienta de noticias del exterior ansiaba poder recuperar las riendas de su propio cuerpo y unirse al resto de supervivientes en las tareas de búsqueda y reconocimiento de cadáveres. Lamentablemente con aquella herida en la cabeza poco podía hacer aparte de mantenerse con vida.

—Dicen que nos vamos a poner en movimiento muy pronto —explicó la niña—. Que esto ya no es seguro.

—¿Tan pronto? —Cooper negó con suavidad—. Aún no podemos irnos; tenemos que recuperar las máquinas que utilizaban los miembros del Sol Púrpura.

—¿Máquinas? ¿Qué máquinas?

Aunque no sabía demasiado al respecto, pues Leigh apenas le había dado tiempo para explorar, la recolectora habló con tanto entusiasmo a la niña sobre su descubrimiento que ésta no pudo ocultar su interés. Erika Le habló de las distintas posibilidades plausibles, de la aparente facilidad con la que su cerebro se había adaptado a su funcionamiento y en el prometedor futuro que aguardaba a Carfax en caso de poder dominar la maquinaria.

Un futuro que, en caso de conseguirlo, dijese lo que dijese la marca de la niña que recientemente había vuelto a salir en su brazo allí donde anteriormente había estado la que quemada, podría convertirla en una carfaxiana más.

Permaneció a su lado un rato más, escuchando todo cuanto la recolectora recordaba de la localización exacta de la máquina. Inmediatamente después, dejándola prácticamente con la palabra en la boca, Cheryl se despidió de ella con un tierno beso en la mejilla. Más tarde, una vez hubiese logrado conseguir al fin su plaza de carfaxiana, volvería para agradecerle la confesión, pero antes aún habían muchas cosas por hacer.

Demasiadas.

Erika la observó marchar, sorprendida ante la repentina prisa de la niña. De haberse sentido con fuerzas suficientes le habría preguntado al respecto. No obstante, Erika ya tenía demasiadas dificultades para lograr mantenerse despierta como para interrogarla. Así pues, simplemente se acomodó en la cama, cerró los ojos y aguardó pacientemente a su siguiente visita.

Una visita que, sin lugar a dudas, jamás olvidaría.




—¡Me mentiste! —exclamó Maxwell con los ojos encendidos de pura furia cuando, tras casi dos horas de búsqueda, logró al fin encontrar a Bennet en compañía de una de las pocas mujeres que aún quedaban con vida: Chelsey River.

Priest reaccionó dedicándole una fugaz mirada repleta de odio y repulsión que por un momento logró dejar boquiabierto a Clive. El recolector podía llegar a resultar mucho más intimidante de lo que la mayoría de hombres creían. No obstante, pronto varió la expresión. Se incorporó con lentitud y, tras disculparse con Chelsey asegurándole que no tardaría en volver, acudió a la llamada del guardia.

Una vez el uno junto al otro, se alejaron unos cuantos metros a través de la ruina en la que se había convertido en campamento en busca de un mínimo de intimidad. Después de todo el sufrimiento, Clive no consideraba adecuado ni correcto que ninguno de aquellos pobres supervivientes tuviese que soportar la discusión que, sin lugar a dudas, iba a estallar de un momento a otro.

Ya en las afueras del campamento, en la parte oriental en la que tan solo quedaban los restos quemados de un grupo de ocho tiendas de campaña, se detuvieron. Los carfaxianos más cercanos estaban a más de cien metros, y por el modo en el que examinaban los escombros era de suponer que estarían lo suficientemente ocupados como para no prestar atención a la conversación.

Clive se cruzó de brazos. Aunque había ordenado a Layla que no le siguiese, podía sentir su presencia protectora por los alrededores, acechando.

—¿En qué coño estabas pensando? —preguntó al fin al ver que, ante él, Bennet Priest adoptaba una postura excesivamente arrogante teniendo en cuenta lo ocurrido—. ¡No estaba muerta!

—Cuando yo la vi lo parecía —respondió el recolector con enervante sencillez—. ¿Pero qué más da? Está viva, ¿no? Alégrate, viejo.

—Ten cuidado, chaval.

Los ojos del recolector chispearon de un modo extraño. Clive podía ver en su mirada una rabia contenida impropia de alguien que, al igual que él, apenas había sufrido en la batalla.

Decidió que era un tipo extraño. A pesar de su apariencia calmada e incluso amistosa, era evidente que aquellos ojos ocultaban una gran sombra. Una sombra que, al detectar la duda en el guardia, desfiguró su rostro hasta convertirlo en una fría máscara de furia iracunda.

Clive comprendió de inmediato que de un momento a otro aquel desequilibrado mentiroso perdería el control.

—Di la verdad: ¿qué coño pasó?

—¿Que qué pasó? —gritó Bennet dando un paso adelante para encarar así su rostro con el del acusante—. ¡Pues lo que te he dicho! ¡Maldita sea, ¿estás sordo?! La cogieron, y...

—¡Mientes! —le interrumpió con brusquedad suficiente como para que el recolector retrocediera un par de pasos, quizás intimidado—. Maldito hijo de perra, ¡estás mintiendo! Dejaste que la cogieran para poder huir, ¿verdad? ¡Era un lastre para ti!

—¿Y si fue así qué? —Bennet chasqueó la lengua—. No tienes ni puta idea.

—¿Por qué mentiste? ¿Tan acojonado estabas? —Maxwell apretó los puños con fuerza. La impotencia y desolación empezaban a abrirse paso rápidamente en su mente, insuflando a su paso grandes dosis de indignación—. De no haber sido por Engels y Middlebrook ahora mismo podría estar muerta, ¿eres consciente de ello? Y sería por tu culpa; por tu cobardía. ¡Tú la dejaste morir!

—¿De veras? ¿Tú crees? —Bennet dejó escapar una cloqueante carcajada achispada con lo que parecía un punto de demencia—. Dios bendito, cargaré con ello eternamente en la conciencia. Créeme, será un peso duro de soportar, pero...

Antes incluso de que fuese consciente de ello, el puño de Maxwell se estrelló con tal fuerza contra el pómulo derecho de Bennet que el recolector perdió pie y cayó al suelo de espaldas. Clive era un hombre tranquilo y paciente, de carácter apacible, pero aquella conducta le resultaba demasiado repugnante y vomitiva como para poderla pasar por alto. Aquellas palabras, aquellas formas... aquella ironía. ¿Es que acaso se había vuelto loco?

Nadie se iba a reír de él, y muchísimo menos después de haber cometido un acto tan atroz como era el dejar abandonada a su suerte a aquella pobre muchacha.

Casi tan perplejo como desorientado, y con la furia ascendiendo por su garganta como un lobo enloquecido y aullante en busca de su presa, Bennet se incorporó con rapidez. El golpe había sido sorprendentemente duro para proceder de un hombre con una estructura ósea como la de Maxwell, pero sospechaba que no había invertido toda su energía. No obstante, al igual que Clive no estaba dispuesto a permitir que se riera de él, Priest se negaba a que nadie saliese impune tras golpearle.

Nadie le ponía una mano encima sin pagarlo. Absolutamente nadie.

Era imperdonable.

El recolector hizo ademán de levantarse como un tifón, exudando furia y rabia enloquecida por igual. Apoyó las manos firmemente en el suelo y se impulsó, pero antes de lograr erguirse Maxwell cayó sobre él. Le tomó del cuello como si de una simple muñeca de trapo se tratase, le zarandeó repetidas veces y, una vez desorientado de nuevo, volvió a golpearle una y otra vez en la cara hasta que la boca y la nariz empezaron a sangrarle copiosamente.

—¡Cobarde de mierda! —le insultó Clive una y otra vez mientras le golpeaba repetidas veces—. ¡Eres un puto cobarde de mierda! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡¡Cobarde!!

Siguió golpeándole hasta que finalmente Bennet perdió la conciencia entre sus manos. Los golpes le habían deformado la cara y embadurnado de sangre la piel hasta el punto que apenas era reconocible, pero incluso así la repugnancia que seguía sintiendo por él era abrasadora. Tan abrasadora que, tras dejarle caer pesadamente al suelo, le pateó con saña, como si de una cucaracha se tratase.

—La próxima vez te mataré —le advirtió a pesar de saber que ya no le escuchaba—. Así que no vuelvas a cruzarte conmigo en tu asquerosa vida, cabrón.



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