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Capítulo 14 - Primera parte

14 – Aullidos en la niebla


—¿Qué demonios significa que la han cogido? ¿Toda esa sangre...?

—¡No hay tiempo! ¡Tenemos que volver al campamento cuanto antes! Eran muchos, Maxwell, y venían hacia aquí. Ellos...

Aunque había algo en el modo en el que el joven recolector le miraba que le hacía dudar, Maxwell no descartaba la posibilidad de un ataque. Teniendo en cuenta la situación, el alejarse para inspeccionar la zona había sido una auténtica tontería. No había pensado que algo así pudiese suceder. Después de todo lo que habían superado, que Cooper muriese de un modo tan vil era desconcertante. No obstante, el chico no tenía por qué mentir. Al fin y al cabo, ambos eran carfaxianos y, para más INRI, recolectores. A pesar de ello, había algo que le hacía dudar. Quizás fuese el modo en el que le miraba con aquellos ojos desorbitados, o quizá las salpicaduras de sangre de su cara y ropa; Maxwell no lo sabía, pero dudaba de él, y no era el único. A su lado, Layla miraba al recolector con recelo.

—¿Pero estás segura de que está muerta? Quizás solo fuese algún golpe, o...

—Está muerta —aseguró el muchacho volviendo la mirada atrás. Los ojos le llameaban de puro terror—. Lo he visto con mis propios ojos, Maxwell. Te lo juro por mi alma. Tenemos que irnos.

Irse. A Maxwell le horrorizaba la idea de irse dejando a aquella pobre niña atrás. Después de lo que habían pasado juntos, imaginársela muerta resultaba desmoralizador. En ella había encontrado una buena persona a la que apreciar y defender; alguien en quien confiar. Alguien por quien aceptar aquellas precarias condiciones de vida y seguir adelante... tal y como ya le habían dicho en tantas otras ocasiones, la vida en Carfax era cruel. Demasiado cruel. Tan cruel como para dejar morir a una de las pocas personas que le quedaban y, a la vez, obligarle a salvar la vida a otra que apenas le importaba.

Porque al chico no podía dejarle morir, eso estaba claro. Teniendo en cuenta como se había esforzado Cooper por sacarle de esa zanja, sería imperdonable abandonarle. Claro que volver en busca de su cadáver y así asegurar su muerte era muy tentador. Una vez alguien le había dicho que únicamente debía creer en aquello que pudiese ver, y Clive se lo había tomado muy en serio. Lamentablemente tenía que mantener la mente fría. A su cargo tenía dos almas y no podía permitir que les pasase nada.

—Te llevaré al campamento —decidió—. ¿Puedes correr bien? ¿Estás herido?

—Tranquilo, estoy bien.

—Entonces vamos; no perdamos ni un segundo más.

Más tarde, en cuanto ya estuviesen Layla y Bennet a salvo, volvería, pero eso sería más adelante. Primero tenía que llegar a Carfax y, para ello, después de ver el cruento enfrentamiento que se daba en las afueras, necesitaría suerte.

—No te separes de mí.

Luther ya no podía más. Después de varias horas de completa tensión y largos minutos de incesante enfrentamiento en el que decenas de muchachos surgidos de la niebla habían muerto a sus pies tras intentar apuñalarle y dispararle, el capitán de la guardia empezaba a temer que su corazón no pudiese aguantar toda la batalla.

A su alrededor estaban muriendo hombres buenos. Los esfuerzos por mantener el cerco estaban llevando a los hombres a sus límites, y por mucho que intentaban defenderse, de vez en cuando el enemigo ganaba la batalla y acababa con sus vidas. A pesar de ello, Luther se sentía muy orgulloso de todos. Sus esfuerzos y sacrificios iban mucho más allá de la cordura y la lógica humana. Aquellos hombres se enfrentaban al enemigo conscientes de que probablemente morirían por una compañía que pronto les olvidaría y sustituiría, y sin embargo no dudaban. Luchaban con fervor y así seguirían hasta que la muerte les llevase.

Entre ellos, Luther era el que más muertes llevaba en su cuenta. La presencia de Barak parecía atraer al enemigo, y dado que Ember se encontraba varios metros por delante defendiendo a su superior, el número de enfrentamientos en el que se veía obligado a participar era elevadísimo. Por suerte, lo prefería. Su vida no significaba nada sin aquellos hombres. Así pues, si alguien tenía que morir, prefería ser él mismo.

Pero no iba a ponérselo fácil. Después de tantos años de conflicto y supervivencia Ember se había convertido en un combatiente experto cuyo único punto débil era el paso del tiempo. El paso de los años le había ayudado a incrementar su paciencia y sabiduría, pero también le había ralentizado y debilitado. Por suerte, incluso así, seguía siendo capaz de enfrentarse a la compañía de niños salvajes que tenía ante sus ojos.

—Esto no parece tener fin. —Escuchó decir a su fiel camarada y amigo Orace Green. Aunque en un inicio les había separado una gran distancia, hacía minutos que luchaban juntos, espalda contra espalda, protegiéndose mutuamente—. Es como si se multiplicasen.

Lejos de responder, Luther empleó su turno para variar el objetivo de su arma y disparar directamente a la cabeza a uno de los niños que, surgidos de la nada, estaba a punto de abalanzarse sobre Orace con un puñal entre los dientes. Inmediatamente después, consciente de que una sombra se cernía sobre él, el capitán giró sobre sí mismo y, empleando la culata del arma como un bate, derribó de un golpe directo en la frente a una chiquilla que venía armada con una espada curva entre manos. Una vez en el suelo, silenció sus lamentos con un disparo entre los ojos.

—¡¡Están entrando por el sur!! —Ambos guerreros volvieron la vista atrás cuando, surgido de la niebla, un guardia desarmado y con la cara embadurnada de sangre empezó a chillar—. ¡¡Están entrando por el sur!! ¡Ha caído la guardia! ¡Ha caído...!

Un disparo en la garganta surgido de la niebla hizo callar al guardia. Luther giró sobre sí mismo, dispuesto a acabar con el asesino, pero antes de poder localizarlo un disparo procedente del arma de Barak lo silenció para siempre.

Aunque el conflicto estaba acabando con la vida de muchos, Carfax no iba a darse por vencida jamás mientras hubiese un hombre con vida.

Luther se tomó únicamente un segundo para lamentar la muerte de Roy Van Der Horn, el guardia encargado de controlar la zona. Si era cierto lo que había gritado James Tourné, tanto él como el resto de su equipo debían haber caído.

—Luther. —Escuchó que le llamaba Barak mientras se acercaba a la carrera. Además de combatir como cualquier otro, el cronista informaba a la guardia del avance del enemigo revelando su localización exacta y el número de efectivos que había operativos—. Luther, necesito que cubras esa posición. Yo me encargo de esto, ¿de acuerdo?

—Green puede ocuparse, mi señor —respondió el capitán con rapidez—. Usted no debería adelantarse tanto. Le necesitamos atrás.

—A Green le necesito en la zona norte; Zachary está teniendo problemas. Tú encárgate de levantar un muro en el sur, ¿de acuerdo? ¡Date prisa, hermano! ¡El tiempo se acaba!

Y las balas. Y las vidas.

Con el peso de toda la batalla a las espaldas, Ember asintió y se adentró en el campamento dirección sur. Con cada minuto de batalla transcurrido el guardia sentía como se le sumaban años y años de vida. Cada vez se sentía más agotado físicamente, cansado psicológicamente, y más viejo.

Mucho más viejo.

Por desgracia la batalla no iba a ofrecerle ni un instante de descanso para que recuperase el aliento, por lo que Ember ni tan siquiera se planteó la posibilidad de parar a coger aire. Ya tendría tiempo de descansar una vez estuviese muerto.

El camino a través de la niebla le llevó hasta un majestuoso edificio catedralicio en cuyo interior centenares de velas encendidas llenaban de un fulgor amarillo la sala principal.

Adam era consciente de que muy pocas personas eran capaces de reconocer aquel lugar. Aunque para muchos su falta de conocimientos sobre ciertas edificaciones y objetos denotaba una incultura únicamente explicable con un retraso evolutivo, lo cierto era que el auténtico motivo de su desconocimiento era que Adam Merrick estaba demasiado evolucionado como para haber vivido aquellas antiguas y oscuras épocas del hombre. Él procedía de un futuro inhóspito en el que nada ni nadie se asemejaba al mundo anteriormente conocido. Eran tiempos complicados y duros en los que la supervivencia era una necesidad y no un arte; tiempos en los que la sangre teñía de carmín los ríos y en los que las capas y capas de polución y radiación impedían que el brillo del sol alcanzase la superficie. Afortunadamente para ellos, hacía ya muchos siglos que el hombre se había visto obligado a abandonar la superficie y adentrarse en el subsuelo terrestre, así que ya nadie se preocupaba por aquella vieja y triste fuente de energía.

Y él había vivido allí, aunque no lo recordase y hubiese acontecido en otra vida, otro lugar y otra era. Adam Merrick había sido uno de aquellos supervivientes, y ahora que al fin veía edificaciones significativamente parecidas a las que su memoria había almacenado, no podía evitar sentir cierto anhelo.

Al fin podía entender cómo se sentía Diane cada vez que encontraban un punto de encuentro familiar.

Adam rodeó el edificio en silencio. Aunque sabía que tenía que ser cauteloso, pues el enemigo podía acechar en cualquier rincón, el cronista no podía evitar que el deseo de acercarse y tocar aquella porción de historia le tentara. Aquellos altos muros de piedra y hierro parecían estarle llamando.

Muy lentamente fue inspeccionando la zona. Al igual que el resto de cementerio de piedra que lo rodeaba, el edificio que tenía ante sus ojos era blanco como la cal y estaba medio derruido. El metal que servía como apoyo a sus columnas y los cimientos estaba corroído, y todas las imágenes y escenas antes grabadas sobre la piedra habían sido consumidas por el tiempo. A pesar de ello, el edificio seguía siendo imponente gracias a sus altísimos muros, a las intrincadas torres coloridas de cristal unían entre si los distintos pisos y las estatuas que ensalzaban el humanismo en una época en la que los ídolos paganos habían ardido junto a los dioses.

Adam reconocía el lugar como uno de tantos edificios de culto a la ciencia y el arte en el que los hombres se reunían para debatir y progresar en sus estudios. Aquellos lugares eran considerados prácticamente sagrados, y en ellos el hombre sabio era casi tan admirado y respetado como a un dios. Eran lugares de paz y armonía; de aprendizaje y entendimiento.

Eran, sin lugar a dudas, los oasis ocultos en mitad del desierto que una sociedad tan maltratada y dañada como la suya había logrado crear a base de esfuerzo.

Tras rodear la zona sin hallar a ningún enemigo a la vista, Adam decidió dejarse llevar por el instinto y adentrarse en el glorioso edificio. Algo en lo más profundo de su alma le señalaba aquel lugar como el epicentro de su desgracia, pero no era capaz de concretar. ¿Sería aquella la base del enemigo? ¿O quizás hallaría algo en su interior capaz de revolucionar cuanto conocían hasta el momento?

Adam no esperó más. Empujó las pesadas puertas de acceso con la espalda y, una vez abierto un pequeño resquicio, se coló en el interior de la monstruosa estancia que, iluminada con centenares de velas, le daba la bienvenida.

La Biblioteca era un lugar austero de colosales dimensiones repleto de columnas en el que miles de minúsculas memorias en forma circular aguardaban a ser estudiadas en el interior de archivadores colgantes de metal y cristal. Para el estudio de las memorias era necesario emplear un moderno sistema de reproducción consistente en unas placas lectoras de un material parecido a la cerámica en cuyo interior se introducían las piezas. Una vez dentro, el sistema descomprimía la información y la reconstruía para que la mente humana pudiese absorberla con relativa facilidad.

En aquella Biblioteca ya apenas quedaban sistemas de lectura. Localizados comúnmente en el centro de la sala y repartidos en distintos púlpitos individuales, los sistemas de reproducción eran considerados como auténticos tesoros por sus usuarios; máquinas gracias a las que podían entrar en comunión con la ciencia y expandir así la mente humana.

Lamentablemente, en aquel lugar nada había sido respetado. Todos los sistemas de lectura habían sido reducidos a ceniza, las memorias estaban aplastadas y desperdigadas por el suelo, y los bellos y anteriormente ornamentados ventanales, rotos. Los bancos estaban volcados, la madera quemada, las columnas destrozadas y las paredes repletas de manchas y golpes que ponían en seria duda el aguante de los cimientos.

La imagen de la destrucción logró estremecer al cronista. Era como si un torbellino hubiese entrado en la Biblioteca y hubiese arrasado con todo; como si alguien les hubiese castigado por haber alzado aquel altar a la ciencia y únicamente hubiese dejado en pie las velas para que la destrucción pudiese ser vista por todos.

Apretó los puños bajo las amplias mangas de su túnica. La visión de la destrucción era dolorosa, pero al menos ahora tenía algo con lo que confirmar que él también tenía una época de procedencia. Marchita y castigada hasta la destrucción, sí, pero al menos real.

Adam se adentró unos cuantos metros más en la Biblioteca. Se agachó para recoger una de las esferas de memoria rotas. Incluso partida, la aleación de metal y cristal del que estaba compuesta seguía emitiendo una suave luz azulada que ponía en evidencia el poder de aquella pieza. Devolvió a su lugar la esfera y siguió avanzando en busca de una completa. Dudaba poder encontrar ninguna entera en mitad de aquella marabunta de escombros y destrucción, pero no quería perder la esperanza.

Si al menos pudiese llevarse algo como recuerdo...

A punto de alcanzar el eje central de la estancia, la suave caricia del aire al ser expulsado a través de una garganta humana le hizo detenerse. La oscuridad y el ángulo de visión la había ocultado hasta entonces, pero alcanzado el corazón de la estancia su presencia era más que evidente. Adam giró sobre sí mismo y fijó la vista en uno de los bancos laterales. Allí, rodeada de velas y sentada cómodamente con una pierna a cada lado del banco de madera, una figura humana le observaba con una leve sonrisa cruzándole el rostro y una sofisticada arma de inyección entre las manos.

Leigh Middlebrook estaba a punto de volver a quedarse dormido en la silla a la que estaba atado cuando la puerta a través de la cual sus dos carceleras habían entrado para interrogarle un par de horas atrás volvió a abrirse. Consciente de que muy probablemente quisieran una nueva sesión de diversión a base de torturas y juegos macabros, el guardia se obligó a sí mismo a dejar la mente en blanco. Anteriormente le había servido para soportar los golpes sin quejarse, así que confiaba que volviese a funcionar.

Cerró los ojos y esperó. En esta ocasión, sin embargo, las chicas no se acercaron a él. Ciertamente eran dos las que acababan de entrar, pero solo una de ellas pertenecía al dúo maquiavélico de interrogadoras. La otra, una joven inconsciente y con el rostro embadurnado de sangre, podría haber sido cualquiera.

Leigh las observó con cierta curiosidad mientras la chica morena dejaba a la herida en el suelo. Parecía que lo hacía sin cuidado alguno, zarandeando el cuerpo de un lado a otro como si de una muñeca se tratase, pero en realidad la herida no estaba recibiendo ningún tipo de maltrato. La interrogadora simplemente estaba fingiendo, tal y como había hecho antes con él cuando, a pesar de castigarle con el látigo, apenas imbuía fuerza a los golpes.

Tras depositar a la joven en el suelo, le ató las manos y los tobillos. Leigh dudaba mucho que en el estado aparente en el que la chica se encontraba pudiese llegar a despertar, pero era evidente que no querían correr ningún riesgo.

Se preguntó para qué le estarían reteniendo. Él, en su lugar, ya las habría matado sin ningún tipo de reparo. Ellas, en cambio, parecían preferir mantenerle allí. ¿Sería posible que estuviesen planteándose la posibilidad de cambiarlos por otros prisioneros? ¿O quizás negociar con sus vidas? En caso de ser así, Leigh ya se daba por muerto. Nadie pagaría nada por él, y mucho menos liberaría a un enemigo para mantenerle con vida. En el fondo, no era más que un número más. Un número con grandes talentos y buenas amistades, por supuesto, pero nada más. En Carfax incluso el propio Luther Ember se convertía en un simple número en casos como aquél.

Unos minutos después de su entrada, ya con la nueva prisionera inmovilizada y el fragor de la batalla amenazando con alcanzar la localización, la chica volvió a abandonar la sala. Cerró la puerta tras de sí con firmeza y les dejó a solas.

Leigh aprovechó el momento para fijar la mirada en el cuerpo de la chica. La oscuridad y la sangre que le cubría la cara complicaban notablemente las labores de reconocimiento, y más desde su posición, pero incluso así las ropas y el cabello la delataban.

—¿Cooper? —preguntó con sorpresa al creer reconocer en ella a la dulce y amistosa recolectora—. ¿Cooper, eres tú?

A pesar de la insistencia, Erika no respondió. Después de los golpes y el maltrato recibido, la recolectora no lograba recuperar la conciencia. Afortunadamente, sus secuestradoras habían dado con ella antes de que Bennet acabase con su trabajo. De haber esperado unos cuantos minutos más, seguramente habría sido demasiado tarde.

—¡Eh, Cooper! —insistió Leigh arrastrando la silla hacia ella sin importarle en absoluto el ruido que pudiese generar—. ¡Cooper, despierta! Por tu alma, ¡¡despierta!! Ash se va a cabrear mucho cuando se entere... vamos, despierta por favor.

Le golpeó en la pierna todo lo que las cuerdas que mantenían sus tobillos atados a la pata de la silla le permitieron. Leigh y Erika se conocían desde hacía bastante tiempo. Entre ellos siempre había habido muy buena relación gracias a la estrecha amistad que a ambos les unía con Ash, por lo que el guardia no tuvo reparo alguno en tomar las medidas que creyó convenientes para solucionar la situación. Ahora más que nunca era necesario apurar al máximo. Además, ella no estaba despierta, así que que tampoco podría echárselo en cara...

Leigh hizo girar la silla hasta quedar de espaldas a la muchacha. A continuación, consciente de que probablemente el golpe la despertaría o mataría, dependiendo de la suerte y la fuerza, se impulsó para caer de espaldas sobre ella.

No tardó más que unos instantes en ver las consecuencias.

Inmediatamente después de caer sobre ella, la chica abrió los ojos y empezó a patalear y contorsionar el cuerpo espasmódicamente, presa de una tos provocada por la falta de aire. El golpe le había dejado los pulmones sin aire. A pesar de ello, Leigh no  intentó ayudarla. No tenía forma. En lugar de ello se apresuró a palparle la cintura sin ningún tipo de pudor con las manos maniatadas. Buscó por todo el contorno la hebilla del cinturón y, una vez localizada, se la desató.

Tiró del cinturón hasta quedarse con él.

—Ash se va a suicidar cuando se entere de lo nuestro, Erika —canturreó en tono burlón mientras manipulaba el metal—. Quitarle el cinturón a su chica... vamos, vamos, ¿qué clase de amigo soy?

A continuación empezó a frotar el borde metálico de la hebilla contra las sogas que le mantenían las muñecas atadas. Mientras tanto, aún tirada en el suelo e igual de inmovilizada que él, Erika luchaba consigo misma en un intento desesperado por volver a llenar los pulmones de aire. El golpe que Leigh le había asestado había logrado fracturarle un par de costillas, pero por suerte también había logrado catapultarla de regreso a la realidad.

—Maldito seas, Leigh... —balbuceó como respuesta entre toses al reconocer su voz—. Maldito...

Leigh tardó casi un minuto en cortar la soga. El grosor de ésta sumado a la falta de filo de la hebilla complicó bastante el proceso, pero finalmente logró liberarse. Middlebrook dejó que la soga le resbalase por las manos en un gesto teatral y a continuación se apresuró a repetir la operación con la soga que le aprisionaba el pecho y la de las piernas.

Al fin libre, Leigh ayudó a Erika, la cual, con el rostro hinchado por los golpes recibidos y la sangre seca, apenas era reconocible. A la pobre le habían dado una buena paliza antes de encerrarla. Golpes en la cara, arañazos en los brazos, cortes en las piernas...

Se preguntó quién podría haber hecho algo tan horrible con una persona tan agradable como ella. Erika podía llegar a sacar de quicio a cualquiera cuando empezaba a hablar de sus malditas plantas o de las distintas variedades de piedras de utilidad nula a las que tanto valor daba, pero incluso así no se merecía aquel castigo. No era justo.

Se arrodilló a su lado para cortarle las sogas de las muñecas y la cintura. La de los tobillos, en cambio, la cortó ella misma por petición expresa. La joven, aunque malherida y asustada, seguía teniendo carácter como buena carfaxiana que era.

—Te han dado una buena esas dos zorras, ¿eh? —dijo él en apenas un susurro mientras Erika acababa de liberarse—. ¿Cómo están las cosas ahí fuera? ¿Ha empezado ya la batalla?

—No lo sé —respondió Cooper sin dejar claro a qué pregunta respondían aquellas tres palabras—. No lo he podido ver con mis propios ojos, pero sospecho que la guerra ya ha empezado. Ha muerto mucha gente, Leigh... ¿pero dónde se supone que estamos? ¿Qué ha pasado?

—Es largo de explicar. Tranquila, te sacaré de aquí; primero tenemos que encontrar a Ash. Después los tres nos largaremos, ¿de acuerdo?

—¿Los tres? —Erika se llevó la mano a la cabeza instintivamente. Lo último que recordaba era haber estado deambulando por el desierto de piedra junto a Maxwell y Layla—. ¿Dónde...? —Parpadeó con rapidez, repentinamente confusa—. ¿Dónde está Maxwell, Leigh? ¿Y la perra?

—Aquí no. —Middlebrook recogió la silla del suelo—. Atrás.

Tras pedir a la chica que se alejase, Leigh estrelló la silla con tantísima fuerza contra la pared que un par de patas salieron disparadas. Ni aquellos trozos de madera eran tan afilados como su cuchillo ni podrían hacer tanto daño como un disparo, pero por el momento servirían.

—Tenemos que ir con cuidado. Hasta que no recupere mi fusil tendremos que usar esto para defendernos, ¿de acuerdo? —Le entregó una de las dos patas—. Al primero que veas, sacúdele. Tenemos que encontrar a Ash, después ya buscaremos a tus amigos si hay tiempo. Ahora lo primordial es salir: esas dos zorras son peligrosas. Ponte detrás de mí y no te separes.

Incluso en la distancia, Adam pudo percibir algo extraño en aquella mujer. A simple vista parecía una chica cualquiera, alta, esbelta, con el cabello dorado trenzado en un alto moño y los ojos de un centelleante color amarillo. Sin embargo, había algo en el aura que proyectaba que evidenciaba que era distinta a todas las mujeres que había conocido hasta entonces.

Adam se acercó a ella con cautela. Aunque el edificio estuviese vacío a excepción de él y la extraña, el cronista se sentía amenazado.

La extraña era una mujer muy atractiva. Era joven, quizás un par de años mayor que él o incluso menos, y vestía con un ceñido mono negro que ponía en evidencia un cuerpo bien formado y repleto de sensuales curvas muy poco vistas entre los mal alimentados supervivientes que conformaban las compañías. Sus ojos eran grandes y vistosos, con las pestañas muy tupidas; su semblante dulce y su boca de labios rosados sorprendentemente apetecible a pesar de estar contorsionada en una mueca burlona.

Era innegable que, muy probablemente, aquella fuese la mujer más espectacular que había visto hasta entonces. Y es que, aunque en Carfax hubiese chicas bonitas como Diane o Erika, ninguna de ellas lograba alcanzar la belleza de aquella escultural mujer. A pesar de ello, había algo en ella que destacaba más que su propia anatomía. Algo bello y elegante que pendía de su grácil cuello: un collar que Adam ya conocía.

La mujer se puso en pie para recibirle. Tras ella, enclaustrada en la pared entre dos grandes columnas, una moderna computadora compuesta por varios módulos de energía, tres pantallas de fibra y varias placas de teclado conectadas a unos procesadores externos de gran potencia, emitía suaves zumbidos mientras la información caía en un torrente binario.

—Sabía que Carfax guardaba un as en la manga —dijo la mujer con el cañón del arma apuntando directamente al pecho del cronista—. Aunque nunca pensé que llegaría hasta aquí... eres un cronista, ¿verdad? De lo contrario mis hermanos ya habrían dado contigo.

—Lo habrían intentado en todo caso —respondió Adam con la mirada fija en sus ojos. El ordenador anclado en la pared le preocupaba, pero no lo suficiente como para captar toda su atención. Ella era el auténtico enemigo—. Y sí, soy un cronista. Imagino que tú debes ser la líder del Sol Púrpura, ¿me equivoco? De lo contrario estarías en el campo de batalla.

—Estás en lo cierto —admitió ella—. Aunque la figura de líder en mi compañía no es igual al resto, amigo cronista. En el Sol Púrpura no hay apenas diferencias entre los combatientes. Todos mis hermanos y yo somos iguales...

—Y sin embargo tú estás aquí y ellos ahí fuera muriendo. —Adam negó ligeramente con la cabeza—. Curiosa igualdad la vuestra.  

La mujer sonrió dejando a la vista su blanca y perfecta dentadura. Las cosas habían cambiado mucho desde la resurrección de la compañía, sí, pero no todo lo que aquella mujer había hecho creer a sus compañeros. Afortunadamente para ella, sus hermanos como bien les gustaba llamarles, eran demasiado jóvenes y salvajes como para poder percibirlo.

—No pueden culparnos por ir un paso por delante, ¿no te parece? —La mujer ensanchó la sonrisa. A continuación, consciente del modo en el que la mirada de Adam se perdía en la belleza austera del lugar, lanzó una fugaz mirada a su alrededor—. Bonito, ¿eh? Siempre es placentero volver a casa.

Adam se obligó a sí mismo a no variar un ápice la expresión a pesar de la sorpresa. Era posible que la mujer hubiese percibido su interés y afinidad con el lugar fijándose en su reacción inicial, pero la afirmación le parecía excesiva. ¿Sería posible que estuviese frente a otra cronista? Hasta donde él sabía, todas las compañías disponían de varios entre sus filas.

—Tu gente está matando a la mía —prosiguió Adam fingiendo ignorar el comentario. Ahora que lo analizaba desde aquella nueva perspectiva, era más que probable que parte del encanto de la mujer fuese causado por el mero hecho de que procediesen de épocas parecidas—. Ambas compañías estamos en guerra.

—Y es como tiene que ser, ¿no? Hasta ahora siempre ha sido así; la supervivencia de uno a costa de la vida de otros.

—Desde luego; no te culpo por ello. No obstante tengo ciertas dudas respecto a tu compañía. Hasta donde yo sé, el Sol Púrpura fue erradicado hace unos años. Por lo que he podido saber, cavasteis vuestras propias tumbas.

—Así es —admitió ella con sencillez—. Las cavamos y tiramos dentro a los que intentaron condenarnos desobedeciendo al Fabricante. A veces los adultos no entienden; creen que la experiencia les da sabiduría, pero lo cierto es que únicamente agudiza sus errores y fanatismos; unos fanatismos estuvieron a punto de acabar con nosotros.

—Pero tú lo impediste, ¿me equivoco?

La sonrisa de la mujer se tiñó de tristeza. Ella había tenido una gran importancia durante el proceso de renacimiento de la compañía, aunque solo como mediadora. En realidad el mérito había sido de aquellos que, conscientes de que tendrían que mancharse las manos con la sangre de sus padres y hermanos, habían decidido sobrevivir.

—Yo nunca pedí quedarme aquí —respondió tras unos segundos de silencio—. Todos sabían lo que le sucedería a la compañía si decidíamos instalarnos en un lugar fijo y no les importó. Se creían por encima del bien y del mal... je, los muy estúpidos creían poder controlar al Fabricante. Por suerte, yo sabía que estaban equivocados. —Negó ligeramente con la cabeza—. Nada ni nadie puede vencer al Fabricante. Retarle es un suicidio... y así pasó.

—Tu compañía fue castigada por desobedecer —resumió Adam con sencillez.

—Exactamente. Yo en ningún momento quise aceptar su decisión; intenté escaparme y seguir en solitario, pero cada vez que lo intentaba los hombres de mi padre me traían de vuelta. Él... él era como vuestro Barak Zane; un cabrón que se creía muy listo pero que, en realidad, no tenía la más mínima idea de cómo gobernar una compañía.

La desesperanza causada por tantos años de viaje sin éxito sumada a las condiciones sociales de la compañía había provocado que la necesidad de establecerse en un lugar fijo confundiese a los hombres del Sol Púrpura. Al igual que había pasado en tantas otras ocasiones, la formación de familias y aparición de niños habían debilitado la determinación de la compañía; los núcleos familiares habían cogido fuerza y, poco a poco, el deseo de alcanzar su objetivo había sido eclipsado por el deseo de encontrar estabilidad.

Una estabilidad que aquella magnífica pradera y sus campos les habían ofrecido.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Adam por curiosidad. Si tal y como creía había entendido bien, aquella muchacha debía ser la hija adoptiva del antiguo líder del Sol Púrpura, un tal Bjorn o Benjen Smith.

—Irina Smith.

Adam no pudo evitar estremecerse. Aunque podía llegar a entender que una chica cualquiera se revelase contra su pueblo con tal de sobrevivir, que lo hubiese hecho la hija del propio líder le resultaba desmoralizador.

El mortífero juego del Fabricante no parecía tener límites.

—Me lo suponía. Así pues, ¿desobedeciste a tu padre y levantaste a todos tus amiguitos en su contra? ¿Fue así como realmente lograsteis el perdón del Fabricante? ¿Matándolos? ¿O esperasteis a que ya estuviesen muertos para lloriquear y suplicar piedad?

Los ojos de la mujer se endurecieron al escuchar aquellas palabras. Era innegable que habían tenido que hacer grandes sacrificios para llegar a la situación actual. No obstante, la idea de que intentase humillarla insinuando que se había arrastrado con tal de salvar la vida le parecía grotesca. Era cierto que había tenido que acabar con la vida de su padre; con la suya y con todos los adultos y niños que no se habían atrevido a apoyarla, pero no lo había hecho para ganarse el perdón del Fabricante. Al contrario. Ella lo había hecho con la esperanza de poder seguir adelante antes de que el Fabricante pudiese castigarles. Por desgracia el pecado ya había sido cometido y sus acciones no fueron pasadas por alto.

—Mi padre me lo dejó muy claro desde el primer día, cronista. Aunque nuestra existencia es en la mayoría de los casos muy corta, la de la compañía debe ser eterna. Y precisamente por eso hice lo que hice. Ellos habían dejado de pensar como grupo; ya no les importaba la supervivencia del Sol Púrpura. ¡Ellos... ellos nos habían traicionado!

—¿Cuál fue el trato con el Fabricante? —insistió Adam—. No sois una compañía cualquiera; lo sé. Lo puedo ver. Ese cambio atmosférico y espacial no ha sido casual, ¿verdad? Tú... —Los ojos del cronista volaron momentáneamente hacia la máquina de la pared. Hasta entonces no había valorado la posibilidad pero ahora le parecía más que evidente. Que aquella máquina hubiese sobrevivido a la destrucción del edificio no había sido casualidad—. Ese juguetito te lo dio el Fabricante, ¿verdad? Ya no sois una compañía convencional. Eso es lo que quieres creer, pero lo cierto es que sois sus perros de presa, ¿me equivoco? Le habéis vendido vuestra alma.

Irina alzó el arma, aparentemente dispuesta a dispararle a la cabeza como respuesta, pero por mucho que sus dedos se cerraron alrededor del gatillo y que ella apretó los dientes con fuerza, no lo presionó.

Aunque aquellas no hubiesen sido sus intenciones iniciales, pues su auténtico deseo había sido el de poder seguir adelante con la compañía, sí que era lo que finalmente se había pactado. El Sol Púrpura sobreviviría a su propia autodestrucción, pero únicamente si sus miembros juraban lealtad al Fabricante.

Y así habían hecho.

Consciente de que si no le había disparado ya, probablemente no lo haría, Adam empezó a mover la mano hacia la cintura. En la parte delantera del pantalón llevaba el puñal, en la parte trasera, en cambio, oculta entre el cinturón y un bolsillo, llevaba una de aquellas primitivas pistolas que tanto gustaba a la guardia.

Si aquella chica no había ido a la guerra no era porque tuviese miedo a la muerte, sino porque le asustaba matar. Después de haber fallado y condenado a todos sus hermanos a costa de la muerte de su padre y sus compañeros de compañía, únicamente se sentía capaz de hacer aquello que el Fabricante le obligaba a hacer. Encontrar el objetivo, preparar el terreno, situar a sus hermanos y aniquilarles. Un trabajo meramente táctico que, aunque muchos otros hubiesen deseado por su aparente sencillez, conllevaba la carga de tener que mantener la mentira frente a los suyos hasta el final de sus días; acabar con la vida de gentes inocentes que, al igual que ella, únicamente luchaban por sobrevivir, y, además, cargar a sus espaldas con el sentimiento de culpabilidad.

Era, sin lugar a dudas, el peor castigo que se le podría haber impuesto.

—No tienes la menor idea, cronista —respondió con las venas del cuello marcadas por la tensión—. La menor idea.

—Tampoco lo necesito —admitió él mientras cerraba los dedos alrededor de la empuñadura de su arma—. Sé que estás condenada hagas lo que hagas. Prometiste proteger a tu compañía a costa de vender vuestras almas y ahora no puedes echarte atrás sin sufrir las consecuencias, ¿eh? —Adam sacudió levemente la cabeza—. La verdad es que no me gustaría estar en tu lugar, Irina Smith.

—Ni yo en el tuyo —respondió ella con tristeza—. Pero la supervivencia es así, ¿no? Matar para vivir... triste, pero cierto. En fin, quién sabe, puede que en otra vida, en otro momento y en otras circunstancias volvamos a vernos, cronista del futuro. Quizás no en esta Biblioteca... pero puede que en otra.

—Nunca se sabe.

Desde luego. Nunca se sabe.

Una nube negra cayó sobre la muchacha justo cuando Adam cerró la mano entorno a la empuñadura de la pistola. Inmediatamente después, el sonido de un potente disparo quebró el silencio. 

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