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Capítulo 13

13 – La guerra de los niños

 

La niebla se había apoderado de todo.

Maxwell, Erika y Layla corrían dirección a la granja tal y como el cronista les había ordenado, pero el indiscriminado asedio de la neblina les estaba dificultando el avance. Además, todo a su alrededor estaba cambiando. Los árboles se estaban convirtiendo en columnas de un mundo en ruinas, y el suelo, firme y duro hasta aquellos instantes, en un peligroso lodazal que amenazaba con engullirles de un instante a otro.

A la cabeza del grupo Layla abría la marcha dando ágiles saltos. Sus patas, largas y estilizadas, parecían pisar únicamente las zonas habitables mientras que Maxwell y Erika no podían evitar hundirse y tropezar continuamente. A pesar de ello, no cesaban de avanzar. Ambos sabían lo que significaba la presencia del espía que el cronista había logrado derribar. Eran plenamente conscientes de ello. Precisamente por ello, sabían que su única oportunidad de sobrevivir en mitad de un posible enfrentamiento era buscando cobertura. Si el enemigo había logrado seguirles, ¿quién podía asegurar que no les estaban preparando una trampa?

La repentina aparición de los escombros de lo que parecía un muro en ruinas derribó a Cooper. La mujer intentó frenarse a tiempo, pero la aparición fue tan repentina que no pudo evitar chocar. Erika cayó al suelo de espaldas y durante unos instantes fue totalmente incapaz de moverse de la conmoción. A su alrededor, el mundo parecía estar desquebrajándose para dar la bienvenida a una nueva realidad cruel y agorera en la que la muerte acechaba tras cada esquina.

—¿Estás bien?

Maxwell se arrodilló a su lado para comprobar que el golpe no la hubiese dejado inconsciente. La tomó de la mano cuando ésta alzó la vista y juntos permanecieron en el suelo durante unos segundos. Seguir avanzando no tenía ningún sentido en aquellas condiciones.

—Tenemos que esperar —respondió Erika tras lograr incorporarse gracias a la ayuda de su compañero. Tan pronto Layla acudió a su encuentro siguiendo las órdenes de Maxwell, éste la cogió fuertemente por el collar para que no pudiese huir—. Seguir es un suicidio.

—Desde luego —admitió Clive. Sujetaba a sus dos mujeres con la misma fuerza y ternura, temeroso de que el entorno pudiese arrastrarlas a una muerte segura—. Imagino que eres consciente de que ya no hay granja a la que ir.

—Pero sí el campamento de recolectores. No pueden estar demasiado lejos de aquí.

—¿Campamento?

La repentina aparición de una nueva columna de titánicas dimensiones a escasos centímetros de donde se hallaban hizo saltar por los aires la losa sobre la que se encontraban. Erika, Maxwell y Layla salieron despedidos por el suelo, rodando cual canicas por un empinado desnivel, hasta acabar chocando contra el interior de una zanja llena de escombros.

Confuso y algo aturdido por la caída, Maxwell se abrió paso torpemente entre los desperdicios a empujones y patadas hasta volver a reunir a sus dos damas. Aquel impacto no había sido tan fuerte como el que Erika acababa de sufrir contra la pared, pero sí lo suficiente como para que entrase en estado de shock. Demasiadas emociones, demasiados golpes; demasiados temblores. El mundo entero parecía rugir con la fuerza de mil dragones mientras se rompía en mil pedazos.

—Oh, mierda —exclamó Maxwell al encontrar a la recolectora tirada en el suelo con la mirada perdida. Layla, que había rodeado ágilmente los escombros para no hacerse daño, corrió con gracilidad hasta alcanzarle—. ¿Cooper? ¡Cooper!

La sombra de un edificio en ruinas trepando hasta el infinito en el cielo rojizo se cernió sobre ellos. Maxwell no tenía la menor idea de cómo debía actuar, pues todo cuanto le rodeaba parecía inestable, pero sospechaba que en aquella fuerte estructura lograría encontrar los segundos de paz que necesitaba. Al fin y al cabo, era de esperar que el Fabricante no destruyera los edificios que el mismo acababa de construir.

¿O quizás sí?

Fuera cual fuese la respuesta, Maxwell se cargó a las espaldas a Erika y empezó a trepar por la zanja junto a Layla dirección al edificio. A su alrededor el bosque había desaparecido para dejar paso a un gran cementerio de piedra blanca en el que en vez de lápidas había enormes columnas de estilo greco-romano que se alzaban impunemente entre los restos de una ciudad abandonada y derrocada.

Diane y Cheryl llegaron al campamento segundos antes de que el horizonte estallara en llamas. El mundo a su alrededor había empezado a cambiar peligrosamente. El suelo se había agrietado para dar paso a todo tipo de movimientos de tierra de cuyo interior surgían escombros, edificios medio derruidos y un sinfín de columnas dispuestas a destruir todo cuanto encontrasen a su paso. Afortunadamente, la suerte y el instinto proteccionista de la cronista habían permitido que tanto la niña como ella y la superviviente que cargaba a las espaldas llegasen al campamento.

Laysa Lane, la custodio de la tienda de Barak, acudió a su encuentro nada más verlas llegar. Diane dejó a la niña y a la moribunda en manos de uno de los guardias y juntas corrieron hasta la zona norte del campamento dónde, acompañado por varios otros vigías, el líder de la compañía aguardaba el inminente ataque del enemigo armado con un largo fusil de asalto. Inmediatamente después, alcanzada la posición de Zane, el horizonte se tiñó de carmín cuando una colosal explosión devoró toda la zona donde anteriormente se habían hallado los bosques, campos de cultivo y huertos.

 El brillo del fuego les cegó a todos momentáneamente.

—El Sol Púrpura —exclamó Diane alzando la mano para cubrirse los ojos del brillo—. Son el Sol Púrpura, Barak. He encontrado uno de sus cadáveres y llevaba la marca.

—¿Pero acaso no estaban extinguidos?

A pesar de no poder verle el rostro, Diane reconoció de inmediato la voz de Luther Ember. El Capitán de la guardia no había abandonado su posición en ningún momento, ni lo haría hasta el final de sus días. Era un buen hombre, leal y de confianza. Uno de los favoritos de Zane... pero no del Fabricante, de eso no cabía la menor duda. Primero la hija y después la mujer. ¿Acaso había hecho algo aquel hombre para merecer tal castigo?

La cronista ni tan siquiera hizo el ademán de volver la vista hacia él, temerosa de que aquel astuto hombre pudiese leer algo en su mirada. Le necesitaban con la cabeza despejada.

—Eso creíamos todos —admitió Barak con la voz ronca—. Diane, ¿dónde lo encontraste? Han desaparecido muchos miembros del campamento, la mayoría de ellos mujeres, y Adam y los recolectores... bueno, acabas de verlo con tus propios ojos. Necesito que descubras que está pasando.

—Parece un ataque a gran escala —respondió ella. Tras unos segundos, todos abrieron los ojos. Donde antes había habido el brillo y el fuego, ahora únicamente había niebla—. Rastreando la zona encontré una caverna donde habían llevado a los carfaxianos que habían desaparecido. Eran al menos treinta o cuarenta personas, y parece que tras un intercambio de disparos les prendieron fuego. —Diane apretó los puños. Junto a ella, Ember la miraba con el horror reflejado en el semblante—. Fue allí donde encontré el cadáver. Era poco más que un niño, Barak, pero no estaba solo. Es posible que aprovechen la niebla para atacar el campamento.

Zane asintió con lentitud, meditando sobre lo que su cronista acababa de transmitirle. Estaban en una situación muy comprometida, y más después de haber perdido a tantos carfaxianos, pero confiaba en que podrían sobrevivir. Aunque el número de pérdidas era elevado, la mayoría de ellas no pertenecían a la guardia, por lo que aún tenían gentes suficientes como para mantener el cordón defensivo. Además, no era la primera vez que recibían un ataque de aquel tipo. Anteriormente Carfax había sufrido asedios como aquél y había logrado salir victoriosa.

—Luther, necesito que tus hombres cierren el cerco el máximo posible para evitar que se cuele ningún enemigo. Diane, Zachary y yo nos distribuiremos por el perímetro para combatirlos. Si realmente está ahí, le veremos.

—¿Y qué hay el grupo de recolectores? —respondió el capitán con la voz crispada por la tensión—. Quizás...

—Has visto la explosión, Luther —sentenció Zane con dureza—. No creo que haya supervivientes, y en caso de que los hubiese, no podemos ir a ayudarles. Lo primero es el campamento.

Ember permaneció unos segundos en silencio, conmocionado por la información. Conocía perfectamente el número de personas que había acudido a esa misión de exploración, y la cifra era desorbitada en comparación al número total de carfaxianos. No obstante, no eran ellos los que realmente le preocupaban. Ember sabía que su miedo erradicaba en esos treinta o cuarenta hombres y mujeres que había encontrado Diane. Entre ellos podían estar desde su esposa hasta Engels; gente tan amada para él que el mero hecho de plantearse la posibilidad de que hubiesen muerto le paralizaba. Sin embargo, sabía que no podía dejarse llevar por sus preocupaciones. Barak confiaba en él, y no podía fallarle.

Haciendo un gran esfuerzo para mantener la cabeza serena y desterrar todos aquellos funestos pensamientos, Ember asintió. La batalla estaba a punto de empezar y Carfax necesitaba que sus hombres estuviesen en sus posiciones.

Pocos minutos después de que Diane la dejase en manos de un guardia llamado Joris Lawson, Cheryl corrió dirección al corazón del campamento, siguiendo las órdenes de un tal Roy Van Der Horn. Al parecer, el Capitán había decidido reducir el tamaño de la anilla de seguridad que salvaguardaba Carfax para evitar así que el enemigo pudiese entrar.

Era una buena idea. Cheryl no sabía exactamente qué era lo que iba a suceder a continuación, pero era consciente de que se acercaba una batalla. Su primera batalla, y quería estar preparada. Quizás no pudiese hacer mucho, pero sí haría cuanto pudiese. Al fin y al cabo, ella estaba armada; tenía un puñal y con él podría ayudar a alguien.

Obediente, la niña corrió hasta alcanzar la zona central del campamento donde, repartidos en el interior de la gran tienda de mando y sus alrededores, decenas de civiles aguardaban entre lamentos y sollozos el desenlace de la batalla. La mayoría de ellos eran ancianos; gente demasiado mayor como para luchar, o lisiados. También había algún que otro adolescente demasiado joven como para pertenecer a la guardia, varios adultos en muy malas condiciones físicas y mujeres al borde del ataque de nervios.

Consciente de que ninguno de ellos podría ayudarla en caso de necesidad, Cheryl decidió situarse unos metros por delante de la entrada de la tienda, a cierta distancia del resto de civiles, con el cuchillo entre manos oculto gracias a la larga manga del abrigo. Algunos de los carfaxianos la miraban de reojo, molestos ante su presencia, seguramente culpándola por todo lo ocurrido a pesar de carecer de pruebas o consistencia sus teorías, pero la mayoría estaban demasiado asustados como para incluso fijarse en ella. De nuevo, la niña volvía a ser invisible.

Y daba gracias por ello.

Cheryl se acuclilló entre la niebla cada vez más densa y desapareció junto al resto del campamento. El corazón le latía desbocado en el pecho, pero también en el brazo, justo a la altura del antebrazo. Allí donde, sin lugar a dudas, la marca volvía a palpitar con fuerza.

—Tranquila —murmuró para sus adentros. Con la llegada de la niebla más espesa, absolutamente todo había quedado en silencio—. Tranquila...

Los acontecimientos no tardaron en precipitarse. Tras casi un minuto de silencio, el silencio se llenó de gritos y disparos; del sonido de los pasos y del crepitar del fuego. El viento se levantó trayendo consigo olor a sangre y cenizas, y el suelo bajo sus pies empezó a temblar.

La muerte se abría camino a pasos agigantados.

—Tranquila, tranquila, tranquila...

El ligero sonido del cuero al deslizarse sobre el suelo de piedra precedió la llegada de una lejana sombra entre la niebla. Los ojos de Cheryl, dotados de una vista relativamente reducida a causa al incidente, apenas podían ver nada más allá de la niebla. No obstante, en su mente podía ver perfectamente definida la imagen de un muchacho de no más de trece años vestido de cuero y con un afiladísimo cuchillo curvo rezumando sangre. Tras él, el asesino dejaba el cadáver de un guardia al que había cortado el tendón de Aquiles para derribarle antes de rebanarle el gaznate y una mujer a la que le había clavado el cuchillo en el ojo derecho.

Y ahora iba a por ellos.

Cheryl sintió que todo su cuerpo se ponía en tensión. Aunque no podía verla físicamente, sabía que la marca que le ardía en el antebrazo era la del sol. Después de quemarla y estar a punto de matarla, la señal había vuelto a salir para dar la bienvenida a sus hermanos de compañía. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a mostrarla. Fuese lo que fuese que ese sol significase, ella era una carfaxiana, y lo iba a demostrar.

La niña se acuclilló ligeramente y retrocedió varios metros hacia el este. El chico avanzaba con rapidez, silencioso cual sombra, pero totalmente cegado. Al igual que la mayoría, él tampoco podía ver entre la niebla. Ella en cambio sí podía. Cheryl podía verle, y no estaba dispuesta a dejarle pasar. Aquellos monstruos ya habían asesinado a demasiada gente. Cheryl aguardó en completa tensión a que el chico alcanzase su posición anterior, se adelantó unos pasos y, ya situada a sus espaldas, se abalanzó sobre él.

—¡Cabrón! —exclamó mientras subía a horcajadas a su espalda.

Alertado, el niño trató de agacharse y provocar que el atacante cayera por encima de él víctima de su propio impulso, pero Cheryl no cayó en el engaño. Cerró las piernas alrededor de la cintura del chico y le hundió el cuchillo instintivamente en la garganta, tal y como habría hecho un asesino profesional.

Sin piedad.

El cuerpo se convulsionó antes de caer. El chico se llevó las manos a la garganta, pero ya era demasiado tarde para él. El corte había sido muy certero. Permaneció un par de segundos en el suelo, ahogándose en su propia sangre con las manos presionando la herida, hasta que finalmente murió. Inmediatamente después, la niña, que había caído con él al suelo, se apresuró a incorporarse, consciente de que pronto otros tantos le seguirían. Matar había resultado sorprendentemente fácil. Demasiado fácil en realidad.

Tendría que aprovechar aquella habilidad.

Secó la sangre en la espalda del chico muerto y volvió a prepararse. A su alrededor la batalla continuaba con un intensísimo intercambio de disparos, golpes y gritos, pero ella solo podía escuchar el sonido de su propio corazón.

Eso y los pasos de su próxima víctima.

Adam contemplaba cuanto le rodeaba desde lo alto de una de las torres de piedra. El mundo había empezado a cambiar a su alrededor mientras avanzaba por el bosque, pero por suerte el instinto había logrado irle guiando hasta lograr subir al tejado de una de las más altas torres justo cuando ésta empezaba a ascender. Adam había tenido que sujetarse con pies y manos a su superficie, pues el increíblemente rápido ascenso había puesto en peligro su equilibrio, pero una vez finalizado su crecimiento la torre había quedado totalmente quieta, con él en lo alto disfrutando de una impresionante panorámica de cuanto le rodeaba.

Desde allí pudo percibir el extraño comportamiento de la niebla. Aparentemente la niebla había aumentado en cantidad y densidad, pero lo cierto era que aquello se daba únicamente en algunas zonas. En otras, como por ejemplo en la que se encontraba él, era prácticamente inexistente.

Era como si alguien estuviese jugando con ella... ¿pero acaso existía alguien capaz de hacerlo a parte del propio Fabricante?

El Cronista giró sobre sí mismo para poder estudiar con detenimiento la situación. La niebla parecía haber tomado las zonas anteriormente ocupadas por Carfax; se extendía por la ladera hasta alcanzar el campamento, campos de cultivo y el bosque. Pero aparte de aquellas zonas también cubría un pequeño círculo situado en el corazón de donde anteriormente había estado el bosque al que ninguno de los carfaxianos había llegado.

Adam se tomó unos segundos para estudiar la zona. Teniendo en cuenta la orientación del area, era posible que el enemigo que él había abatido hubiese venido de aquel punto. Es más, era más que probable. ¿Sería posible que el enemigo estuviese utilizando los factores atmosféricos para ocultarse y llegar con mayor facilidad a Carfax? En caso de ser así, estarían enfrentándose a alguien con evidentes vínculos de poder con el Fabricante. Una compañía distinta a cualquier otra a la que se hubiesen enfrentado hasta ahora...

Una compañía creada y preparada para eliminar a los enemigos del Fabricante.

Un escalofrío recorrió la espalda de Adam. Hasta entonces las compañías se habían matado entre sí en un intento desesperado por sobrevivir. En aquel entonces, sin embargo, las bases del juego cambiaban radicalmente. Si el Fabricante los había enviado para destruirlos significaba que su destino ya estaba sentenciado. Pero en caso de ser así, ¿por qué? ¿Acaso habían hecho ellos algo para merecer tal castigo?

Consciente de que quieto en lo alto de aquella torre no descubriría nada, Adam se descolgó por uno de los muros laterales hasta alcanzar una de las ventanas de piedra del edificio. Una vez dentro, empezó a descender los pisos a través de una alta escalera de caracol que parecía unir todas las plantas como si de una columna vertebral se tratase. Descendió piso tras piso sigilosamente hasta alcanzar la puerta de salida. Ya de nuevo en el cementerio de piedra, empezó a moverse con rapidez en dirección entre el laberinto de piedra.

Únicamente había una manera de comprobar la veracidad de sus teorías, y Adam sabía perfectamente cuál era.

—Eh, eh. ¿Estás bien? —Maxwell le apartó el cabello de la cara delicadamente—. Vamos, bebe un poco de agua. Me has dado un buen susto, princesa.

Erika parpadeó lentamente, aún muy desorientada. Poco antes de entrar en shock, la chica corría a través del bosque intentando escapar de lo que parecía un nuevo movimiento de tierras. Pocos minutos después, se encontraba en un lugar totalmente distinto en el que el intenso color perla de los muros en ruinas llenaba de tristeza el ambiente.

Se irguió con lentitud hasta quedar sentada y bebió de la cantimplora de su compañero. Los golpes que el Fabricante le había reservado prometían unas cuantas horas de intenso dolor de cabeza.

A su lado, Layla le lamió la cara.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó tras los primeros segundos de confusión—. ¿Dónde estamos?

—A salvo, aunque no sé por cuánto tiempo. Esto... —El hombre alzó la vista. A su alrededor, una enorme estructura hueca de muros blancos les servía de refugio—. Esto surgió de la nada mientras intentaba sacarte de la zanja. Es como si nos lo hubiesen enviado a posta para que pudieses descansar.

—Permíteme que lo dude.

Tras unos minutos de calma en los que Maxwell aprovechó para informar a la chica de todo lo ocurrido, el trío salió al exterior. Tal y como acababa de descubrir, el mundo volvía a estar invadido por una densa niebla que, aunque en aquella zona era más débil, había engullido por completo los bosques hacia los que se dirigían pocos segundos antes de que estallaran en llamas.

Layla olisqueó el aire. Además de a humedad y polvo, el aire hedía a sangre y muerte.

—No hay campamento al que volver, Erika —prosiguió Maxwell en apenas un susurro, temeroso de que el enemigo pudiese escucharles y localizarles—. Lo único que nos queda es volver con el resto.

—¿Pero estás seguro de ello? Mis compañeros...

—Créeme, dudo mucho que nadie haya podido sobrevivir a esa explosión. No sé qué demonios han hecho, pero créeme, ha sido algo muy grande.

—¿Y Adam? ¿Qué se sabe de él?

Maxwell se encogió de hombros. Lo cierto era que durante los minutos que había permanecido oculto en la torre junto a Erika y Layla únicamente había visto la explosión. Del resto no sabía absolutamente nada. A pesar de ello confiaba en que el cronista estaría bien.

—Entiendo —murmuró Cooper con la sensación de que poco a poco los naipes que componían el gran castillo que era Carfax se iban desmoronando—. Entonces solo nos queda volver a la compañía.

—Con un poco de suerte podremos coger al enemigo desprevenido. El instinto me dice que nos están atacando.

—Vayamos entonces. Tendremos que pasar por parte de la zona donde estaban los recolectores así que, con un poco de suerte, quizás encontremos algo.

Aunque Maxwell dudaba encontrar algo a parte de cadáveres carbonizados, no quiso que la recolectora perdiera la esperanza. En momentos tan críticos como aquél, eran sentimientos como la esperanza los que lograba mantener a los hombres en pie. Así pues, volvieron a ponerse en camino. Descendieron el pequeño sendero que habían trazado desde la zanja hasta la torre y, una vez inmersos en el espeluznante laberinto de piedra, empezaron a avanzar con las armas preparadas. En apariencia la zona estaba desierta, pero no querían confiarse. El enemigo podía acechar en cualquier esquina.

Avanzaron durante una hora sin encontrar a nadie en su camino. El lugar por el que avanzaban parecía ser una ciudad caída en desgracia debido a algún tipo de ataque nuclear, aunque no podían asegurarlo. Para ambos, a pesar de que los escombros apestaban a radiación y productos químicos, los daños causados parecían ser más propios de una erupción volcánica que de un arma humana.

Layla se detenía de vez en cuando a olisquear algo entre los escombros. En un inicio ambos habían sospechado que podía tratarse del rastro de alguna alimaña o el olor dejado por alguno de los enemigos, sin embargo, tras un par de paradas lograron descubrir el auténtico motivo de la curiosidad del animal. Maxwell se detuvo frente al monolito de piedra donde se encontraba la perra y se agachó para hundir la mano entre los escombros. Oculta entre las piedras encontró un cráneo humano excesivamente blanqueado y con el cráneo extrañamente abombado.

—Puaj —exclamó con repugnancia tras lanzar la pieza por los aires—. Cristo Bendito, ¿acaso los hombres no sabemos hacer nada mejor que matarnos entre nosotros?

 Contrariamente a lo que muchos pensaban, Erika confiaba en el potencial humano. Los hombres eran capaces de hacer grandes cosas. El problema radicaba en que, esencialmente, el mundo no se lo permitía. Quizás en otras realidades o circunstancias, el tiempo y los recursos habrían sido más que suficientes para poder desarrollar todo su potencial. Lamentablemente, en la triste realidad versada a la supervivencia en la que se encontraban nada ni nadie tenía tiempo ni voluntad suficiente para ello. Con sobrevivir tenían tarea más que suficiente. A pesar de ello, la recolectora confiaba en que, una vez llegasen a la ciudad prometida, todo cambiaría. Los hombres al fin podrían actuar como hombres.

El avance siguió igual de tranquilo durante diez minutos más. Alcanzada una gran arcada de piedra que daba a una zona visiblemente afectada por el impacto de un misil o una bomba nuclear, Erika y Maxwell aminoraron la marcha. Allí la niebla era bastante más densa y se intensificaba a cada paso que daban.

Habían llegado a la zona de los recolectores.

Muy lentamente y con el corazón latiéndole sorprendentemente rápido a pesar de ser un hombre tranquilo, Maxwell se adelantó unos pasos para proteger con su propio cuerpo a la chica. La visibilidad que el terreno le ofrecía era prácticamente nula, pero al menos tenía consigo a Layla y su magnífico oído. Además, Clive Maxwell estaba acostumbrado a luchar en condiciones adversas. Él no recordaba exactamente el motivo, ni seguramente jamás lo recordaría, pero el hombre que una vez había sido en otro mundo y otra realidad había tenido que luchar contra atmósferas terriblemente adversas para lograr mantenerse con vida.

El suelo crujía bajo sus pies. La niebla le impedía ver con claridad que era aquello que sus botas partían al avanzar, pero por la mezcla de olores y la resistencia Clive estaba convencido de que, en su mayoría, se trataba de frutas quemadas, trozos de carbón y huesos humanos. Cráneos, tibias y fémures que se partían bajo su peso evidenciando con su mera presencia que sus malos presentimientos estaban bien fundamentados.

Fuese cierto o no, no se detuvo en ningún momento para comprobarlo. Bien podían ser huesos que cucarachas, o cristales, o rocas de sal, o cualquier otro horror que prefería no imaginar.

Siguieron avanzando a través del silencio reinante. Maxwell apuntaba a todo cuanto se movía entre la niebla con el cañón de su arma, pero nunca llegaba a disparar. El movimiento rítmico de las llamas al consumir los escombros engañaba a la vista desde la lejanía. Pero nada más. A parte de sus propias sombras, nada parecía aguardarles en aquella zona tomada por la neblina...

¿O quizás sí?

El sonido de unos pasos provocó que los tres se detuvieran. Era un sonido lejano, casi imperceptible, pero en el silencio absoluto de la nada las pisadas sonaron como cañonazos. Maxwell y Erika intercambiaron una fugaz mirada llena de complicidad. Ambos sabían que lo más probable era que aquellos pasos pertenecieran al enemigo, pero la curiosidad y el miedo les impedía ignorarlos o escapar de ellos.

—No te alejes de mí —le dijo él en apenas un susurro inaudible—. Estate muy atenta.

Con Layla a la cabeza convertida en una sombra de pelo blanco y negro, el trío se desvió hacia el sur con paso silencioso. Tanto Maxwell como Erika sabían que aquella acción podía comportarles grandes problemas, por lo que intentaron ser lo más sutiles posible. Avanzaron calculando cada uno de sus pasos y, alcanzada una distancia prudencial, se acuclillaron. Ante ellos un importante desnivel de casi ocho metros les guiaba directamente hacia una gran zanja de cuyo interior procedía el sonido de los pasos.

Unos pasos inquietos y nerviosos que parecían ir y venir continuamente.

Superados los primeros metros de desnivel, Maxwell y Erika empezaron a arrastrarse por el suelo polvoriento. La niebla apenas les permitía ver lo que tenían ante sus ojos, pero por la procedencia del sonido y la sonoridad del lugar podían hacerse a la idea de lo que estaba sucediendo. Fuese quien fuese el ser que aguardaba en sus profundidades, debía haber quedado atrapado en la zanja al provocarse el corrimiento de tierras.

Se arrastraron el uno junto al otro sigilosamente hasta alcanzar el borde del saliente. Tal y como habían calculado, a unos tres metros por debajo de ellos alguien se movía nerviosamente. Alguien que, incluso perdido en la niebla y atacado por los nervios, pudo captar el característico olor del animal que les acompañaba.

—Un perro... —murmuró el hombre deteniéndose en seco.

Desde su aparición, él únicamente había visto un perro y sabía que pertenecía a un tipo de Carfax; un tipo larguirucho y algo huraño que se había unido hacía relativamente poco al campamento, pero carfaxiano al fin y al cabo. Sin embargo, no se atrevía a preguntar. ¿Quién podía asegurarle que no formaba parte del enemigo? Visto lo visto, cualquier horror cabía dentro de las posibilidades de aquel atajo de psicópatas infantiles que habían caído sobre ellos surgidos de la nada.

Si al menos pudiese ver un poco mejor...

Ante la duda, prefirió mantenerse en silencio. Ponerse a gritar como un auténtico histérico para que alguien acudiese a su encuentro era tentador, pero teniendo en cuenta lo ocurrido, era improbable. ¿Quién demonios habría podido salvarse de aquella explosión? A parte de él, claro. Era una locura.

Se cubrió la boca con las manos para impedir que las palabras se le escapasen. Era demasiado arriesgado... demasiado tentador. Si lograba sobrevivir allí, tarde o temprano alguien le encontraría. Era cuestión de tiempo. Pero si uno de esos niños se adelantaba...

Tragó saliva. La simple idea le horrorizaba.

Mientras se decidía o no a pedir ayuda, desde lo alto del saliente Erika no pudo evitar dejar escapar una maldición. Aunque aquel estúpido no hubiese logrado reconocerla por el olor, ella sí que podía reconocer el repugnante perfume que utilizaba. Un perfume que, aunque en cualquier otra persona le hubiese encantado, en él le revolvía el estómago. Claro que, en el fondo, no era culpa del olor. El problema real era él y sus formas; sus sueños de grandeza y la sutilidad con la que, poco a poco, intentaba abrirse paso para ocupar su lugar.

Cerró los ojos. Erika se preguntó si tendría que ayudar a Bennet Priest a salir. Él en su lugar la habría abandonado gustoso. Es más, seguramente habría colaborado en que se quedase atrás para poder ocupar su lugar entre los recolectores. No obstante, ella no era así. Aunque la idea era de lo más seductora, no podía dejarle allí abandonado a su suerte. Era demasiado cruel.

Demasiado inhumano.

—Eh, Bennet —susurró finalmente tras unos segundos de silencio—. Eres tú, ¿verdad? Bennet Priest.

En el fondo de la zanja, aún con las manos presionando con fuerza su boca, el recolector alzó la vista hacia la niebla. Entre todas las personas con las que había fantaseado encontrarse no se encontraba ella. Al contrario. De hecho, ya la había dado por muerta. Lamentablemente ni en eso le acompañaba la suerte.

Muy lentamente, se destapó los labios.

—¿Cooper? ¿Eres tú, Cooper? El Fabricante te bendiga, Erika. Estoy atrapado.

—No me digas.

—El mundo empezó a cambiar, Cooper, y caí en esta zanja. He intentado trepar pero es imposible. No llego. Tienes que ayudarme. El enemigo...

—Eh chico —le interrumpió Maxwell—. Cállate, ¿quieres? Te van a oír. Voy a tenderte la mano, intenta cogerla, ¿de acuerdo?

Antes de estirarse totalmente en el suelo y tenderle el brazo tal y como acababa de decir, Maxwell intercambió una rápida mirada con Erika. El hombre no sabía exactamente cuál era el problema de la recolectora con el tal Bennet, pero por el modo en el que le había cambiado la cara era de suponer que no le gustaba demasiado.

Presionó su hombro con suavidad. Aunque a ninguno de los dos les gustase tener que cargar con nadie, no era humano abandonarle. A continuación trató de alcanzarle. Maxwell extendió el brazo por el saliente el máximo que pudo, y durante unos segundos aguardó a que el tipo intentase alcanzarle. No obstante, había demasiada distancia. Bennet trató de cogerle poniéndose de puntillas, saltando e, incluso, encaramándose a la roca, pero era imposible. Estaba demasiado alto. Si lo que querían era sacarle, necesitarían algo más.

Se tomaron unos segundos para reflexionar al respecto. Abandonarle empezaba a ser una posibilidad a tener en cuenta.

—Creo que puedo sacarle —reflexionó Erika tras unos segundos de duda—. Ayúdame.

Con la ayuda de Maxwell, la chica se descolgó de cintura para abajo. Su plan era arriesgado, pues cabía la posibilidad de que, al intentar trepar por ella, tanto Bennet como Erika cayesen, pero confiaba en que Maxwell podría sujetarla. Así pues, tras descolgarse, Clive la cogió con fuerza por los brazos y aguardó. Inmediatamente después, Bennet empezó a subir.

Un par de minutos después, ya con los tres fuera de la zanja, se tomaron unos instantes para recuperar el aliento. Tanto Maxwell como Erika sudaban copiosamente, exhaustos por el esfuerzo. Bennet, en cambio, parecía bastante tranquilo. Después de lograr escapar de la trampa de la que ya empezaba a sospechar que acabaría convirtiéndose en su tumba, el recolector se sentía eufórico.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Erika tras darle un sorbo a su cantimplora—. ¿Eres el único que ha sobrevivido?

—No tengo ni idea; estaba tranquilamente subido en uno de los naranjos cuando el suelo empezó a temblar. Hubo una sacudida fortísima y salí disparado. No sé qué pasó entonces, pues todo pareció enloquecer a mí alrededor, pero cuando desperté estaba ya en esa zanja.

—¿Y la explosión? —insistió la recolectora—. ¿De dónde salió?

—No sé, yo estaba ahí dentro cuando todo se llenó de fuego. Vi las llamaradas pasarme por encima de la cabeza... casi me chamuscan el pelo.

Maxwell y Erika intercambiaron una fugaz mirada sorprendidos ante el comentario final. Por como hablaba y el entusiasmo que reflejaba, Bennet debía estar en shock.

—¿Sabes quién está detrás de todo esto, chico? —prosiguió Maxwell—. ¿Has podido ver al enemigo?

Bennet se tomó unos segundos para responder. Ahora que al fin había logrado salir de la zanja se daba cuenta de lo muchísimo que había cambiado el mundo nuevamente. ¿Y qué decir de la niebla? Si no fuese porque sabía que era imposible, el recolector hubiese jurado que había sido el propio enemigo quien había traído consigo aquellas condiciones atmosféricas. Y el cambio, claro. Una de dos, o todo había sido una gran casualidad, o el enemigo sabía que iba a suceder el cambio.

—Vi saltar la zanja a un par. Son muy ágiles... y bastante jóvenes. Poco más que niños. No sé a qué compañía pertenecen, pero son muy agresivos. —La mirada de Bennet se ensombreció—. Desde ahí abajo pude oír muchas cosas...

Dejó que sus mentes divagaran. El enemigo se había mostrado sorprendentemente agresivo y violento contra los carfaxianos, y muestra de ello era el pésimo estado en el que, poco después de ponerse en marcha de nuevo, encontraron a los cadáveres. Cuerpos destripados, apuñalados, disparados a quemarropa, decapitados, desmembrados... más que una compañía de niños, los carfaxianos parecían haber sido víctimas de una compañía de psicópatas enloquecidos.

Con el corazón en un puño, Maxwell, Erika y Bennet fueron examinando uno a uno los cuerpos desperdigados por el terreno. La explosión había acabado con la gran mayoría de los carfaxianos, convirtiendo sus cuerpos en poco más que cenizas. Había sido una muerte cruel pero rápida. Los supervivientes, en cambio, no habían corrido tanta suerte.

El enemigo al que se enfrentaban no parecía dar muestras de la más mínima humanidad.

Después de tanto tiempo trabajando con ellos, Erika no pudo evitar verter lágrimas al encontrar los cuerpos de sus compañeros. Por el momento había encontrado únicamente tres, pero sospechaba que el resto habían corrido la misma suerte. Y no eran los únicos, claro. Los guardias que se habían ofrecido para acompañarles también yacían sin vida en el cementerio de piedra.

Era, sin lugar a dudas, una de las peores matanzas jamás sufridas en Carfax.

Alcanzada la zona de acceso a lo que anteriormente habían sido los campos de cultivo, Maxwell decidió que los muchachos volvieran a hacer una pausa. Él no había tenido la oportunidad de forzar los suficientes lazos de amistad con aquellas gentes como para sentir auténtica lástima, pero incluso así no podía evitar que la rabia creciese en su interior con fuerza. Fueran quienes fuesen los culpables, se lo haría pagar muy caro. Eso sí, antes tenían que llegar al campamento, y para ello necesitaba a los dos muchachos con la mente clara.

Max extrajo la petaca que llevaba oculta dentro de la chaqueta y le dio un sorbo a lo poco que le quedaba del vodka que uno de los guardias le había dado como regalo de bienvenida. Ese muchacho, Engels, se había comportado bastante bien con él desde el principio. Se había encargado de que se uniera a la guardia y, una vez allí, enseñarle el funcionamiento de la vida en Carfax. Por desgracia a partir de entonces no habían vuelto a hablar demasiado. Sí, se habían cruzado en varias ocasiones y siempre le había saludado calurosamente, pero como segundo al mando acostumbraba a estar demasiado ocupado su relación no había ido a más. Era una lástima.

Se preguntó qué habría sido de él. Si realmente las cosas se estaban poniendo tan complicadas como aparentaba, ¿existiría aún un campamento al que volver?

Lanzó un rápido vistazo al dúo de recolectores. Aunque no se hablaban, la tensión existente entre ellos era más que evidente. Y no solo eso. Además de con sus propios demonios, los recolectores estaban luchando con la sensación de que todo cuanto conocían se estaba desmoronaba. Sus amigos, compañeros, aliados, compañía... había que ser una persona con una gran fuerza de voluntad para soportar todo aquello sin perder la cabeza.

Y ellos lo estaban logrando. Pero para mantenerse necesitaban unos instantes de descanso, y él estaba dispuesto a ofrecérselos.

—Chicos —les llamó mientras se acercaba junto a Layla—. El campamento no puede estar muy lejos de aquí. Voy a adelantarme para sondear la zona, ¿de acuerdo? No quiero que caigamos de cabeza en una trampa. Vosotros quedaros aquí; tardaré poco.

Por el tono de voz de Maxwell era evidente que no les iba a dar la opción a acompañarle, así que ni tan siquiera se lo propusieron. Simplemente aceptaron, obedientes. Observaron al guardia y a su perra partir y, durante los siguientes minutos, permanecieron en completo silencio, ocultos tras una montaña de escombros que en el pasado había sido una torre.

Ya a solas, Bennet volvió la mirada hacia Erika muy lentamente. Ahora que al fin estaban solos y en mitad de un campo lleno de cadáveres, Priest tenía la tentación de finalizar de una vez por todas con su rivalidad. Cooper había sido una buena recolectora, de eso no cabía la menor duda. Era una mujer inteligente y con gran facilidad para controlar a su gente, pero su etapa al mando acababa de llegar a su fin. Ahora necesitaban un cambio, y bien podría ser él el encargado de realizarlo. Al fin y al cabo, siempre había sido mejor que ella. Estaba mejor preparado y por todos era sabido que los hombres tenían mayor capacidad de mando que las mujeres.

Y más mujeres jóvenes y débiles como bien podía considerarse a Erika Cooper.

Sí, por el bien de todos él tenía que sustituirla. Con él los recolectores podrían llegar a brillar como habían hecho en el pasado. Por desgracia, Bennet sabía perfectamente que mientras Cooper siguiese con vida todos confiarían en ella. Aquella mujer era muy querida por los suyos y por lo que había podido oír se la relacionaba últimamente con un cronista.

Era una chica lista desde luego. Sin embargo, él lo era mucho más. Miró a su alrededor. Ahora que estaban totalmente solos, rodeados por decenas de cadáveres, cualquier cosa era posible. Bien podría tener un accidente, o perderse... o caer en manos del enemigo... o cualquier cosa. ¿Quién podría saberlo? Si la mala suerte se cebaba con Carfax, ¿por qué no emplearla a su favor?

En el fondo, un cambio de aires sería bueno para la compañía.

—Erika —llamó con tono casi inaudible, iniciando así la interpretación que su mente acababa de diseñar para cometer el crimen perfecto—. Te agradezco que me hayas ayudado. Sé perfectamente que entre tú y yo nunca hubo demasiado feeling.

—Una cosa no quita a la otra —respondió ella con un ligero encogimiento de hombros—. Que no sienta especial afinidad contigo no significa que te quiera muerto.

—Aun así te lo agradezco.

Bennet le tendió la mano en señal de agradecimiento. Entre ellos jamás había habido el más mínimo contacto físico, pues ambos recelaban el uno del otro, pero en aquel entonces, dadas las circunstancias y lo acontecido, Erika no tuvo reparos en aceptarla.

Sin embargo, no debería haberlo hecho.

Bennet cerró la mano alrededor de la suya con normalidad al principio, con la fuerza adecuada para que el apretón no fuese ni suave ni fuerte. Amistoso. Inmediatamente después, justo cuando ella iba a liberarse, presionó con tal vigor que los huesos de la mano de Erika se quebraron al instante entre sus dedos. La chica, perpleja, se encogió de dolor, dejando escapar un grito. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando, pero tenía sus propias sospechas.

Retrocedió hasta dar con la espalda en la torre de escombros.

—¿¡Pero qué demonios estás haciendo!? ¡¡Estás loco!!

Sin responder, Priest volvió a abalanzarse sobre ella. La golpeó en el costado con la punta de la bota cuando ella intentó de escapar, y durante los metros que Erika logró recorrer la persiguió hasta lograr derribarla lanzándose a sus pies. Ya en el suelo, empezaron a forcejear. Él cerró los dedos alrededor de su garganta y presionó. Y la habría ahogado de haber podido si no fuera porque Erika le hundió la rodilla en la entrepierna. Se lo quitó de encima de una patada, se incorporó y, sin saber exactamente hacia dónde, empezó a correr.

Pocos segundos después, Bennet salió a la zaga. Ahora más que nunca, no podía dejarla con vida.

La persiguió durante casi un minuto. El dolor sordo en la entrepierna apenas le dejaba pensar con claridad, pero por suerte tampoco lo necesitaba. La genética le había dotado con una velocidad y una resistencia superior al de la media y no estaba dispuesto a desperdiciarla. Así pues, con el rostro enrojecido por el dolor y la rabia, y los músculos faciales desencajados, Bennet la persiguió hasta lograr recortar la suficiente distancia como para volver a derribarla. Ambos cayeron de nuevo al suelo y retomaron el forcejeo anterior. Ella le arañó la cara con ambas manos; él, en cambio, cogió una de las rocas del suelo y se la estrelló en la frente.  

Una, dos, tres veces...

La sangre ya le cubría la frente y los ojos cuando el sonido de unos pasos no muy lejanos captó la atención de la recolectora. Pasos. No muy lejos de allí, había alguien. Alguien que quizás podía ayudarla.

Al borde de la inconsciencia, Erika volvió la vista hacia atrás instintivamente. En lo más profundo de su mente, perdida entre la marabunta de pensamientos que la abrumaban, la necesidad de recibir ayuda inmediata apremiaba. Los golpes cada vez eran más fuertes y la recolectora sabía que le quedaba poco tiempo.   

Pero si alguien lograse detenerle...

Si alguien...

Erika empezó a chillar. Desconocía quién podía ser el dueño de aquellos pasos; si amigo o enemigo, pero ya no le importaba. No importaba absolutamente nada. Si tenía que morir, que fuese rápido. Pero así no, y no en sus manos.

Bennet volvió a alzar la piedra, dispuesto a finalizar con el trabajo de una vez por todas, pero el sonido de los pasos que precedían a la llegada de los extraños le hizo reaccionar. Al fin y al cabo, ella ya estaba sentenciada. Él, en cambio, tenía toda la vida por delante.

—Nos vemos en el infierno, bombón —se carcajeó—. Suerte.

Menos de un minuto después, dos esbeltas figuras surgieron entre la neblina armadas con afilados cuchillos curvos y látigos anudados a los muslos.

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