Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 12

12 – La tela de la araña


Ash despertó atado a una silla. Durante las últimas horas había ido perdiendo y recuperando la consciencia continuamente, pero apenas recordaba lo que había encontrado ante él al abrir los ojos. En su mente, todo tipo de pesadillas le habían estado atormentando durante todas aquellas horas. En aquel entonces, afortunadamente, las pesadillas habían desaparecido y volvía a sentirse libre.

Le dolía la cabeza. Ash no recordaba cómo había acabado atrapado en aquel oscuro y frío lugar, pero era consciente de que el enemigo había utilizado a Middlebrook para atraparle. Después de frenarse a tiempo antes de caer en la trampa del enemigo, el muy iluso debía haberse creído capaz de salvar a su camarada. Pobre. Lo último que Ash recordaba era haberle encontrado tirado en el suelo sobre un charco de su propia sangre. El resto... bueno, el resto era poco más que recuerdos sin sentido a los que era incapaz de encontrar lógica alguna. Sombras, cambios de luces, figuras esbeltas armadas con espadas curvas...

Antes de que su mente empezase a divagar, Ash intentó liberarse de las ligaduras que le mantenían inmovilizado a la silla. A su alrededor únicamente había oscuridad, pero por el modo en el que el sonido se propagaba a su alrededor era de suponer que se hallaba en un lugar espacioso. ¿Quizás un sótano? ¿Algún tipo de cueva oculta?

Fuese cual fuese la respuesta, Ash sabía que su vida dependía de lo que hiciese a continuación. Si el enemigo actuaba tal y como ellos habían hecho hasta ahora, lo más probable era que le interrogasen. Acto seguido, una vez supiesen lo que les interesaba, le ejecutarían. Así pues, tenía que actuar con rapidez. Tenía que escapar antes de que descubriesen que había despertado... ¿pero cómo?

Engels tiró de las correas de cuero que le anudaban las muñecas hasta dejarse la piel en carne viva. Por desgracia, el esfuerzo no sirvió de nada. Su captor había hecho demasiado bien su trabajo.

Tras varios intentos de fuga sin éxito en los que apenas había logrado trasladar la silla de un lado a otro y dañarse las muñecas y tobillos, Ash decidió tomarse unos segundos de descanso. Sabía que debía ser silencioso, que probablemente la vida le fuese en ello, pero lo único que le quedaba por intentar era arrastrar la silla hasta la pared para poder frotar las ligaduras contra ésta.

Cogió aire. Sabía lo que arriesgaba al intentarlo, pero tampoco tenía muchas otras opciones. Si tenía que morir, lo haría, pero no sin antes haber intentado escapar. Eso jamás. Además, aún tenía que hacer demasiadas cosas como para quedarse allí esperando tranquilamente. Ember había confiado en él como segundo al mando, y Engels no estaba dispuesto a fallarle. Llegaría al campamento costase lo que costase, y ayudaría a Leigh, por supuesto.

Eso ante todo.

Antes de decidirse a arrastrar la silla, Ash intentó impulsarse hacia delante e incorporarse con el cuerpo curvado. El ángulo en el que se encontraba sumado a su corpulencia complicaba bastante la táctica, pero a pesar de ello el guardia lo intentó. Se impulsó cuanto pudo, apoyó los pies sobre el suelo e, impulsado por su propio esfuerzo y sin la posibilidad de separar los pies para poder mantener el equilibrio, cayó estruendosamente hacia delante. Inmediatamente después, consciente de que el mal ya estaba causado, se arrastró lo más rápido que pudo hasta alcanzar la pared. Apoyó la muñeca contra el frío muro de piedra y empezó a frotar.

Se le acababa el tiempo.

Pasados unos segundos, procedente del extremo opuesto de donde se hallaba, unos pasos lejanos quebraron el silencio. Ash escuchó con nerviosismo a alguien acercarse a la sala y abrir la puerta. Tragó saliva. Ante él, recortadas contra la luz matinal del exterior, surgieron dos esbeltas figuras femeninas. Ambas eran mujeres jóvenes, muy jóvenes, y hermosas, una con el cabello negro recogido en largas trenzas que alcanzaban hasta la cintura y la otra con el pelo rubio muy corto.

Las mujeres entraron en la sala y cerraron la puerta tras de sí con un golpe de cadera. La del cabello largo tenía la piel muy blanca y los ojos grandes y oscuros; la del pelo corto, azules y afilados.

—Hola guapo, me alegro de ver que has despertado —saludó la chica rubia cruzando los brazos sobre el pecho. Ambas vestían con ceñidos ropajes de cuero gris que realzaban la delgadez de su anatomía. Envolviendo el muslo derecho desde el tobillo hasta la cintura cargaban con un látigo negro—. ¿Nos echabas de menos?

—Por supuesto que sí —respondió la morena esbozando una amplia y cruel sonrisa cargada de malicia. Al igual que su compañera, la mujer lucía en el antebrazo un sol azul, marca de su compañía—. ¿Acaso lo dudas, April?

—No sé... —respondió la primera con tono meloso—. ¿Tú qué dices, guapo? ¿Jugamos?

Eran poco más que unas niñas. Ash había necesitado unos segundos en percatarse de ello, pues la crueldad de sus actos distorsionaba sus rostros hasta convertirlas en seres demoníacos, pero finalmente lo había podido ver. Aquellas dos mujeres eran niñas enloquecidas dotadas de un perverso sentido del humor al que daban rienda suelta a base de latigazos.

Ash también había torturado prisioneros. Jamás lo había hecho ni con un látigo ni por pura diversión como parecían estar haciendo aquellas dos chicas, pero lo cierto era que sí que había hecho hablar a sus prisioneros a base de golpes, y no se sentía orgulloso precisamente. Lo había hecho cumpliendo órdenes, e incluso así le había resultado bastante complicado durante las primeras veces. A partir de entonces, una vez aprendida la teoría, había sido pura mecánica. Las circunstancias le habían convertido en un monstruo. Se preguntó si sería aquél el tan esperado castigo por sus actos. La supervivencia le había puesto a prueba en muchas ocasiones obligándole a cometer auténticas crueldades, pero incluso así jamás había perdido la perspectiva. Ash sabía que actuaba mal y no se excusaba.

Fuese o no aquel su castigo, se lo tomó como tal.

Varios minutos después, las dos mujeres enfundaron de nuevo sus látigos ahora ensangrentados, aburridas. A pesar de su constitución delgada, le habían golpeado con tantísima fuerza que Ash había visto en varias ocasiones como tiras de piel de la espalda le salían volando junto a chorretones de sangre. Incluso así, no les había dado el placer de escucharle suplicar piedad ni chillar. Eso jamás.

—Eres un tipo raro —exclamó la chica rubia a la que su compañera había llamado April—. Tu amigo ha chillado como una niña, ¿lo sabías?

—Como una maldita niña —la secundó la morena tras relamerse la sangre que le había salpicado los labios—. ¿No le has oído?

Ash alzó la vista hasta cruzar la mirada con las chicas, en silencio. Conocía lo suficiente a Leigh para saber que ningún tipo de dolor físico lograría hacerle chillar, y mucho menos como una niña, por lo que ni tan siquiera se molestó en creerlas. Ember había enseñado demasiado bien a sus hombres.

Nuevamente decepcionadas ante la falta de respuesta a las provocaciones, las dos chicas intercambiaron una fugaz mirada. Aunque no eran tan jóvenes como Cheryl, April y su compañera no debían superar los dieciséis o dieciocho años; una edad demasiado corta como para haberlas hecho enloquecer de tal modo, aunque teniendo en cuenta la marca que ambas lucían en los antebrazos, Engels ya no sabía qué pensar. Como muy bien todos sabían, y más aquellos que años atrás les habían combatido, la compañía del Sol Púrpura había desaparecido hacía ya varios años. Sin embargo, allí estaban ellas. Dos espíritus surgidos del pasado a los que el paso del tiempo había logrado enloquecer... ¿sería posible que el Fabricante les hubiese dado una segunda oportunidad? ¿O quizás simplemente su destino real no se correspondía con el de las habladurías?

Fuese cual fuese la respuesta, Engels sospechaba que estaba directamente relacionada con su locura y crueldad.

—¿Quiénes sois? —preguntó rompiendo así al fin su silencio—. Vuestra compañía desapareció hace años, pero vuestras marcas dicen lo contrario. ¿Realmente pertenecéis al Sol Púrpura?

—Por supuesto. —April alzó el brazo para mostrar abiertamente su marca—. El Sol Púrpura ha vuelto... o mejor dicho, nunca llegó a irse. ¿Acaso crees que íbamos a ser tan estúpidos como para dejar que nos matasen tan fácilmente? —La muchacha sacudió la cabeza—. Nosotros sabemos negociar, amigo.

—Y el Fabricante sabe escuchar —la secundó la otra chica—. Él nos dio una segunda oportunidad. Los niños... bueno, ¿qué culpa tenemos los niños de lo que eligen nuestros mayores? —Se encogió de hombros, burlona—. Nosotros solo obedecíamos... nos dijeron que nuestro camino acababa aquí, y nosotros no tuvimos más remedio que obedecer. Lógicamente, él se enfadó... se enfadó muchísimo y se lo hizo pagar a nuestros mayores. Por suerte, a nosotros nos dio la oportunidad de explicarnos, y nos entendió. Negociamos nuestra salvación con él y nos dio una segunda oportunidad... Ahora somos sus favoritos.

—Pero no todo podía ser tan fácil, claro. Al Fabricante le gusta que demostremos nuestra lealtad. Cuantos más juremos, mucho mejor. —April chasqueó la lengua—. Verás, nosotros somos una compañía joven y pequeña, pero vamos creciendo poco a poco. No tenemos ningún número, ¿sabes? Nuestros hermanos no surgen de la nada como los vuestros. Nosotros tenemos que ganárnoslos a base de esfuerzo. ¿Y sabes cómo lo hacemos?

Las dos chicas volvieron a mirarse entre sí visiblemente felices. Es más, exultantes. Si lo que realmente planteaban era cierto, cosa que, teniendo en cuenta lo que estaba viendo y sabía, era muy probable, Ash comprendía el motivo por el cual actuaban de un modo tan extraño. Nadie que hubiese tratado directamente con el Fabricante y hubiese sobrevivido para contarlo salía ileso mentalmente, y ellas eran un claro ejemplo.

—Le entregamos otras almas —canturreó la morena en tono divertido—. Por cada vida que arrebatamos, un nuevo hermano se une al Sol Púrpura. ¿Suena bien, no te parece? Es una auténtica putada para vosotros, pero bueno, ¿qué le vamos a hacer? De algo tenemos que vivir. Además, hacía mucho tiempo que no aparecía ninguna compañía completa por aquí. De vez en cuando llega algún explorador suelto, pero poco más. Como comprenderás, tendremos que aprovechar la ocasión, ¿no te parece?

Con la caída de la tarde, Adam dio por finalizada la exploración. Tras pasar varias horas en la granja investigando las instalaciones, el viaje les había vuelto a llevar al interior del bosque dónde, ocultas entre la naturaleza, hallaron otras tantas cabañas de aspecto relativamente nuevo muy bien cuidadas.

Aquel lugar resultaba excesivamente atractivo. Los tres eran conscientes de ello. Ninguno lo planteaba abiertamente, pero era evidente que cuanto más avanzaban, mejores eran las condiciones que ofrecía el paraje. Campos soleados, alimento variado y equilibrado, agua potable, bosques llenos de caza, hierbas medicinales, tierras que cultivar... incluso el río lleno de peces parecía estar hecho especialmente para ellos.

Era, sin lugar a dudas, el mejor lugar que habían hallado jamás, pero también una de las pruebas más duras a las que el Fabricante les había hecho enfrentarse. Cualquiera con dos centímetros de frente hubiese matado con tal de poder pasar el resto de la vida allí. No obstante, en ellos no había logrado sembrar la duda. Maxwell, Erika y Adam eran demasiado conscientes de dónde estaban como para dejarse engañar tan fácilmente. Y es que, por muy idóneo que fuese aquel lugar, la amenaza implícita que comportaba el mero hecho de plantearse abandonar el viaje era más que suficiente para impedir que se saliesen de la ruta preestablecida.

Con la caída de la tarde el trío decidió darse un respiro a las orillas del río. Hasta entonces el silencio les había acompañado durante toda la primera etapa del viaje, pero con el paso de los minutos poco a poco se había ido normalizando la situación. De hecho, las tensiones se habían disipado hasta tal punto que, desde hacía rato, no habían dejado de charlar. Maxwell les había hablado sobre sus técnicas para la caza de pájaros y conejos mientras que Erika, a pesar de las dificultades que le comportaba el mero hecho de conversar estando delante un cronista, había explicado el mejor modo de diferenciar las distintas clases de hongos. Adam, por su parte, había aportado alguno de sus trucos para saber camuflarse en el bosque. Y así seguían.

El poder disfrutar de unos minutos de jovialidad con otros carfaxianos era bastante nuevo para los tres. Maxwell apenas había tenido tiempo para ello, pero era consciente de que era improbable que aquella situación pudiese llegar a darse con normalidad en un lugar tan versado a la supervivencia como era la compañía. Erika, por su parte, había logrado trabar buenas amistades entre los carfaxianos, pero instintivamente siempre había mantenido las distancias. Aunque ya hubiese pasado mucho tiempo desde aquel entonces, el temor de volver a perder a alguien tan cercano a ella como había sido su hermano le impedía mostrarse más cercana. Afortunadamente, con Maxwell las cosas estaban cambiando. Voluntariamente o no, aquel peculiar hombre había logrado llegarle al corazón gracias a lo ocurrido en el accidente, y los lazos de amistad habían surgido con sorprendente rapidez. Ambos sentían simpatía mutua y juntos se sentían extraordinariamente seguros.

Demasiado seguros.

Finalmente, era innegable que para Adam aquella situación era de lo más extraña. A diferencia de los carfaxianos, que acostumbraban a formar grupos, él únicamente contaba con Diane como amiga real, y ésta no era especialmente alegre. Era una buena mujer; estricta y luchadora, de eso no cabía la menor duda, pero demasiado seria. Así pues, el poder disfrutar de unos minutos de libertad y diversión resultaba tan sorprendente que bajo ningún concepto quería perdérselos. Más tarde todo volvería a la normalidad; Adam era consciente de ello. Maxwell se pasaría los días con su perra y Erika apenas le dirigiría la palabra, pero al menos disfrutaría mientras durase. Al fin y al cabo, él se había jugado la vida para salvarles a ambos de una muerte segura, por lo que, ¿acaso no era justa aquella recompensa?

Tras casi media hora de charla sentados en la orilla del río, decidieron meterse en el agua para divertirse un rato. El juego consistía en atrapar los peces con las manos desnudas, tarea realmente complicada para cualquier humano menos para Adam. Para él aquel ejercicio era poco más que un juego de niños, y así lo demostraba cada vez que, intentando no humillar a sus compañeros, liberaba a los peces que atrapaba. Para ellos, en cambio, era una tarea titánica. Tanto a Erika como a Maxwell se les escapaban de las manos, aunque el segundo jugaba con ventaja al contar como suyos aquellos que cazaba Layla.

—¡Esto no es justo! —se quejó Erika entre carcajadas al ver que la perra añadía un nuevo pez a la cuenta de su dueño. Mientras que Adam ya llevaba cinco y Maxwell tres, ella seguía con las manos vacías—. ¡Jugáis con ventaja!

—¿La recolectora en jefa se queja de que un viejo y un chaval atrapan más pescados que ella? —se burló Maxwell con acidez tras acariciarle el lomo a Layla como recompensa ante sus esfuerzos—. ¡Ver para creer!

—¿Chaval?

—¡Sois dos contra uno!

—Anda ya, si yo ya estoy muy mayor...

Incluso sabiendo que se estaban exponiendo demasiado, Adam fue incapaz de reencauzar la conducta de sus compañeros. Los tres necesitaban más que nunca descargar adrenalina, y aquel ejercicio les estaba yendo de perlas. No obstante, la exposición era obvia. Chillaban y reían, palmeaban el agua con las manos y, aunque la corriente la disipaba rápidamente, la perra estaba llenando de sangre de pez el río. Por suerte no había nadie en aquel paraje que pudiese molestarles...

¿O quizás sí?

Como una hoguera que se encendiera en mitad de la oscuridad, Adam vio como una sombra surgía del cielo azulado y caía en picado sobre un punto en concreto del bosque, justo entre un par de árboles, a relativa poca distancia. Hasta entonces nada ni nadie había ocupado aquella posición, Adam era consciente de ello. Sin embargo, surgido del corazón del  bosque, alguien estaba a punto de cubrirla.

Alguien que no debería haber existido, pues en teoría aquel lugar estaba deshabitado, pero que allí estaba, encaminándose hacia ellos con un llameante sol azul grabado en el brazo.

Adam sintió como se le congelaba la sangre en las venas. Por un lado no deseaba romper aquel mágico momento que estaban viviendo, pero por otro era consciente de que su dejadez había sido la causante del inminente peligro. Así pues, tenía que actuar. Tenía que solucionar aquel problema, y tenía que hacerlo antes de que fuese demasiado tarde.

Bajo la amplia manga del abrigo desenfundó el cuchillo. El objetivo se acercaba peligrosamente y de un momento a otro entraría en acción. El modo en el que lo haría era desconocido para él, pero sabía que lo haría. Lo percibía.

Era cuestión de segundos...

La diversión llegó a su fin inmediatamente después de que el cuchillo de Adam saliese disparado de sus manos. El metal atravesó el aire con rapidez, y con la precisión de un francotirador, se hundió entre los ojos del objetivo. Al instante, Maxwell, Erika y Layla enmudecieron. Los tres alzaron la vista hacia el lugar hacia donde había volado el arma y, durante los segundos que el cadáver tardó en desplomarse, perdieron la noción del tiempo. Poco después, el desagradable sonido producido por el cuerpo al estrellarse contra el suelo les propulsó de regreso a la realidad. Aquello era Carfax, y los errores se pagaban muy caros.

No podían volver a bajar la guardia.

—Maxwell —ordenó Adam recuperando la seriedad tan propia de los cronistas—. Maxwell, Erika, salid de aquí ahora mismo: esconderos en la granja. No estamos solos.

—¿Qué está pasando...? —murmuró la recolectora con el rostro lívido—. ¿Eso... eso era un explorador?

—Probablemente —respondió el cronista sin apartar la vista del bosque. Aunque el instinto no le había advertido al respecto, Adam tenía la sensación de estar siendo vigilado por el enemigo—. Pero vamos, daros prisa. Me reuniré con vosotros tan pronto pueda, ¿de acuerdo? Maxwell, tú vas armado y conoces las órdenes de la guardia. Al primer objetivo que veas, tira a matar.

—Pero...

—¡¡Hazlo!!

Con Maxwell sujetando firmemente su fusil entre las manos, Erika en completa tensión y Layla preparada para enseñar los colmillos, el grupo volvió a dividirse. Adam sabía que tendrían que recorrer una gran distancia hasta alcanzar la granja, pero confiaba en que pudiesen llegar sanos y salvos. Al fin y al cabo, él únicamente había logrado percibir aquella amenaza. Quizás, y siempre con un poco de suerte, no fuese más que una falsa alarma. De todos modos, falsa o no, se alegró de que partieran de inmediato. Sentía simpatía por aquel par, y bajo ningún concepto quería que saliesen heridos.

Ya a solas, Adam extrajo otro de los cuchillos que llevaba siempre consigo colgados en el cinturón y acudió en busca del cadáver. Tal y como había supuesto, el enemigo, poco más que un niño, pertenecía a otra compañía, y por la pistola que llevaba entre manos era evidente que sus intenciones no eran buenas.

Adam le arrebató todas las armas. El sol azul llameando en el antebrazo del cadáver intentaba confundirle y llenarle la mente de dudas y preguntas, pero el cronista no se lo permitió. Hasta donde sabía, en teoría aquella compañía se había extinguido hacía ya mucho tiempo. No existía. No obstante, eso no importaba ahora. Una vez Carfax estuviese a salvo, podrían discutir al respecto, pero hasta entonces no dejaba de ser un enemigo más.

Extrajo el cuchillo de la cabeza de su víctima sin mostrar debilidad alguna y limpió el dorso en la pechera de cuero del joven. Inmediatamente después volvió la vista a su alrededor. Aún no podía percibirlo, pero sí presentirlo.

La tormenta estaba a punto de estallar. 

Algo no iba bien. Aparentemente el campamento estaba tranquilo como cualquier otro día; las gentes iban y venían y se respiraba paz en el ambiente, pero en lo más profundo de su ser, Cheryl podía percibir que algo estaba a punto de ocurrir. Era algo parecido al aviso de un despertador; la niña desconocía su auténtico significado, pues su mente aún no se había desarrollado lo suficiente como para recordar, pero era consciente de que tarde o temprano ese algo del que su propio ser le advertía tenía que suceder. Lo había sabido desde el primer día de su existencia, y ahora lo tenía más claro que nunca.

La cuenta atrás había llegado a su fin.

Aquella tarde, cuando Isabel fue a recogerla a la tienda de campaña médica para que se diesen un paseo, Cheryl la notó más distante de lo habitual. Desde los inicios de su relación, Isabel Ember se había mostrado con ella tan cercana y cariñosa como una madre. Sin embargo, aquella tarde su mente parecía estar muy lejos de su cuerpo. La mujer estaba preocupada, y por el modo en el que se comportaba, como si estuviese ausente, Cheryl sospechaba que era por algo realmente importante. Algo probablemente relacionado con el campamento, o incluso con su propio marido. A saber. A pesar de ello, dado que Isabel no daba muestras de querer compartir sus inquietudes, la niña no preguntó. No le parecía correcto ni cortés teniendo en cuenta como se había comportado la enfermera con ella hasta entonces. Así pues, tratando de fingir normalidad, ambas pasearon tranquilamente por los alrededores en silencio cogidas de la mano.

Primero fueron de tienda en tienda saludando a los carfaxianos con los que tenían mayor afinidad. Después, tras las visitas de rigor, se alejaron a través de la pradera hasta alcanzar el camino de las estatuas.

Desde su llegada, la niña había sentido especial interés por aquellos colosos de piedra. La perfección de sus rasgos y la delicadeza con la que habían sido cinceladas sus facciones la habían cautivado desde su primer encuentro. Sin embargo, aquella soleada tarde las sombras que dichas estatuas proyectaban sobre la pradera le resultaban de lo más desconcertantes. A simple vista los contornos parecían coincidir con los de las estatuas tanto en altura, anchura y formas, pero Cheryl podía percibir algo extraño en ellos.

Algo extraño y grotesco que, aunque no podía ver abiertamente, sí podía percibir cada vez que daban la espalda a las tumbas de piedra.

Consciente del extraño comportamiento de la niña, Isabel se detuvo para dedicarle una amplia sonrisa. Aquella tarde tenía muchas cosas en mente, y más que tendría si Bonnie seguía adelante con su plan, pero incluso así podía percibir perfectamente la tensión de Cheryl.

—¿Va todo bien, preciosa?

Como respuesta, la niña abrazó a Isabel. Había algo en toda aquella falsa tranquilidad que la asustaba; algo que la hacía empequeñecer y hacerla sentir más vulnerable incluso que el día que el fuego la devoró.

—¿Podríamos volver, por favor? —respondió evitando así tener que revelar la verdad. Isabel ya estaba demasiado preocupada como para sumarle sus miedos infantiles.

—¿Estás ya cansada? ¿Te encuentras mal?

—No, pero...

—Tranquila. —Isabel depositó un tierno beso en su frente rosada sin mostrar repugnancia alguna. A diferencia de la mayoría, que no podía disimular el horror que les producía contemplar el aspecto devastado de la niña, el amor que sentía la enfermera por ella era tal que incluso la veía hermosa—. Volvamos.

Regresaron a la tienda médica. Normalmente Isabel y la niña compartían un refrigerio consistente en hierbas aromáticas machacadas y zumo de bayas silvestres, pero en aquella ocasión, dado que las frutas y las verduras volvían a llenar las despensas, la enfermera le preparó un plato de manzanas cortadas y uvas.

—Hoy no puedo quedarme contigo —explicó Isabel tratando de mostrarse lo más amable posible tras entregarle el plato de fruta. Cheryl, que la había estado observando pelar y cortar las manzanas, lo aceptó obedientemente—. Tengo que asistir a una reunión.

—¿Una reunión? —preguntó la niña con cierta sorpresa. A lo largo de todos aquellos días Cheryl había visto que se celebraban varias reuniones, pero las enfermeras jamás asistían. De hecho, ni ellas ni la mayoría de carfaxianos. Muy pocos eran los elegidos para poder participar a las asambleas de la compañía—. ¿Es importante?

Isabel sonrió. Era importante. Muy importante. Bonnie había convencido a muchas de las mujeres con su valiente discurso de que ellas podían decidir el futuro de la compañía si lo intentaban. Y ciertamente, tenía razón. Las mujeres podían jugar un papel decisivo en Carfax. No obstante, el camino a seguir que planteaba no era el correcto. Sí, era el más atractivo, de eso no cabía la menor duda. De haber podido elegir, Isabel hubiese elegido quedarse allí hasta el final de los días disfrutando de su marido y de la niña. Sin embargo, aunque se había dejado embelesar por la idea durante las primeras horas, el reflexionar seriamente sobre ello le había hecho entender que lo que planteaba era una locura. Carfax no podía abandonar el juego; su supervivencia dependía de ello. Isabel lo sabía, y en caso de que las otras no lo supiesen, debían saberlo. Era básico para poder tener una mínima esperanza de supervivencia.

No obstante, sabiéndolo o no, Bonnie había logrado convencer a las mujeres y aquella misma tarde pretendía volver a reunirlas para iniciar un plan de ataque.

Un plan que tenía que detener a toda costa.

—Mucho, pero lo saben muy pocas personas así que si alguien te pregunta, no sabes nada, ¿de acuerdo?

Cheryl asintió obedientemente. En lo más profundo de su ser ardía en deseos de poder preguntar más al respecto y poder así saciar su ansia de conocimiento, pero por respeto decidió permanecer callada. Si realmente era tan importante esa reunión, tarde o temprano saldría a la luz el resultado. Así pues, era cuestión de esperar.

Hundió el tenedor en un trozo de manzana triangular. La marcha de la enfermera entristecía a la niña. Cheryl quería pasar el resto del día con Isabel. De hecho, quería pasar el resto de sus días con ella, como una hija adoptada tal y como había sido Luciana, pero sabía que era improbable. En el campamento seguían desconfiando de ella y la niña no sabía qué podía hacer para remediarlo.

—Vale —respondió finalmente—. No diré nada.

—Claro que no. Pórtate bien, ¿de acuerdo? —Isabel se agachó para besarle la mejilla como despedida—. Por cierto, he estado hablando con Luther. ¿Qué te parece si esta noche vienes a cenar a nuestra tienda? Tiene muchas ganas de conocerte.

—¿De veras?

Los ojos de Cheryl se iluminaron. La niña no sabía qué podía hacer para mejorar su imagen frente al campamento; desde lo ocurrido en la hoguera nadie confiaba en ella, y teniendo en cuenta lo que sabía sobre sí misma, no les faltaban motivos. Aquel acercamiento con el capitán de la guardia podría cambiar mucho las cosas. Si los carfaxianos veían que Ember la aceptaba como una más, ¿acaso no seguirían su ejemplo?

Cheryl siguió con la mirada a Isabel a través de la estrecha rendija que unía los dos retales de tela que servían como entrada. Como esposa del Capitán, Isabel estaba muy bien valorada en la compañía. Todos cuantos se cruzaban con ella se detenían para saludarla y charlar; asegurarse de que se encontraba bien y, en caso de poder ayudarla, tenderle la mano. Sin embargo, ella no siempre las aceptaba. Consciente del interés que suscitaba su posición, Isabel era especialmente cuidadosa a la hora de elegir amistades. A pesar de ello, se mostraba amable y cortés con todos. Era, sin lugar a dudas, una gran mujer.

La niña la observó avanzar por la alfombra verde hasta alcanzar los límites del campamento con admiración. Para su sorpresa, la reunión no parecía haber sido convocada dentro de los terrenos carfaxianos; algo totalmente descabellado teniendo en cuenta la importancia que le daban a la seguridad.

Se preguntó si no debería seguirla. Aunque confiaba plenamente en Isabel, temía que alguien le hubiese intentado tender una trampa. Obviamente no tenía la menor idea de quién podría ser ese alguien, pues Isabel era respetada y querida, pero...

—Niña.

Cheryl dejó escapar un grito, sobresaltada. Procedente de la nada, y tan silenciosa como de costumbre, Diane acababa de aparecer frente a ella, justo al otro lado de la entrada a la tienda. Ella siempre tan misteriosa.

La cronista se abrió paso apartando a su paso las portezuelas de tela. Una vez frente a la niña, la observó con detenimiento. Entre manos llevaba una bolsa. Ni le sonreía ni le sonreiría jamás, Cheryl era consciente de ello, pero su mera presencia la hacía muy feliz. La niña alzó la mano como saludo olvidando momentáneamente el camino emprendido por Isabel, y durante los segundos que la cronista permaneció frente a ella, silenciosa cual estatua, observándola con cautela, ella aprovechó para dejar su plato de fruta encima de la mesa.

Aunque le habían intentado inculcar que debía mantener las distancias con los cronistas, Cheryl fue incapaz de mantener los labios sellados. Hacia el resto de cronistas sentía auténtico respeto y reverencia, incluso un poco de miedo en concreto hacia el jefe, Zane, pero con Diane las cosas eran distintas. Aquella mujer le había salvado la vida, y por mucho que todos le recomendasen mantenerse alejada, la niña era incapaz. La admiraba y apreciaba, y aunque sabía que jamás respondería sus preguntas, quería saber más sobre ella.

—No sabía que vendrías —se excusó tras enjuagarse el jugo de las manos sobre el lino del pantalón—. Estaba...

—Esas ropas de enferma no son apropiadas para ti —le interrumpió Diane haciendo caso omiso a su comentario—. Te identifican con algo que no te interesa; ya bastante cruz tienes encima siendo una descastada. —Diane dejó caer sobre la mesa la bolsa que traía consigo—. Te he traído algo.

—¿Algo? ¿¡Para mí!?

Tanto entusiasmo provocó que Diane frunciera el ceño. Ni le gustaban las voces chillonas ni las muestras de alegría excesivas.

—Sí —respondió con indiferencia—. Para ti, eso he dicho. Quítate esa mierda de ropa y cámbiate. También te he traído algo básico para tu supervivencia.

Al abrir la bolsa Cheryl descubrió en su interior un amplio y vaporoso abrigo blanco de manga ancha y capucha muy parecido al que solía lucir Diane. También había un uniforme blanco como la cal de tamaño reducido, un cinturón en el que ajustar armas, unas botas ya bastante usadas y, envuelto en un pañuelo manchado de sangre seca, un puñal.

Las manos de la niña volaron hasta el puñal instintivamente. En Carfax tan solo dos tipos de personas llevaban consigo armas: los guardias y los Cronistas. Para los primeros, las armas reglamentarias eran las de fuego, desde fusiles a pistolas, y las espadas. Para los segundos, en cambio, todo era válido, pero por todos era sabido que sentían especial debilidad por aquel tipo de cuchillos. Ni muy cortos ni demasiado largos, sencillamente perfectos para abrirse paso entre la maleza, apuñalar al enemigo o, en caso de necesidad, ser lanzado como arma arrojadiza.

Aquel equipo había pertenecido a Diane tiempo atrás. Al no haber vivido los años que ahora tenía la niña las ropas eran un poco grandes, pero tras pedir ayuda a la mejor costurera de la compañía, Amanda Viral, el problema se había solventado.

—Trátalas bien —advirtió Diane—. Los Cronistas podemos cambiar de uniforme de vez en cuando. Tenemos ese privilegio. Vosotros, en cambio, soléis llevar la ropa de vuestro nacimiento en el entierro.

—¿Y el cuchillo? —Tras depositar de nuevo el arma en la bolsa, Cheryl empezó a desvestirse con rapidez, ansiosa por poder estrenar la nueva equipación—. Isabel me ha dicho que los civiles van desarmados.

—Y no se equivoca. —Sin apartar la mirada de la niña, Diane atrapó con agilidad el cuchillo con la mano derecha. Entre sus dedos, el metal giraba con abrumadora velocidad—. Pero tú no eres un civil normal. Al menos no hasta que no tengas tu marca. Precisamente por ello necesitas ir armada; es posible que tengas que defenderte.

Cheryl pensaba en la posibilidad de tener que defenderse de Carfaxianos. Diane, en cambio, veía más allá. Posiblemente el miedo pudiese llevar a alguno de sus compañeros a alzar el arma contra la niña tal y como ella habría hecho poco tiempo atrás. Sin embargo, ahora sus pensamientos giraban en torno a un posible enemigo externo. Una amenaza a la que, aunque aún no podía dar forma, sí tenía muy presente desde su cambio de opinión respecto a la niña.

—Pero no debe saberlo nadie. Tendrías problemas serios.

Una vez enfundado las ropas, la niña se apresuró a calzarse las botas y anudarse el cinturón. Tal y como temía Diane, la ropa le iba ligeramente grande, pero con el tiempo llegaría a llenarla. Finalmente se puso el abrigo. Orgullosa y emocionada, la niña dibujó una amplia sonrisa triunfal ante la que Diane respondió calándole la capucha para ocultar así el cráneo pelado. Jamás podría decir que la niña estaba hermosa, pero con aquel cambio de ropa inspiraba un aire bastante menos lastimero que con el traje de enferma.

—¿Y si me preguntan por la ropa?

—Si son listos ni tan siquiera se atreverán a pensarlo. Yo soy la única cronista mujer de Carfax, así que ten por seguro que todos sabrán de donde ha salido la ropa.

—Gracias.

—Ahora asegúrate de que nadie te mate —respondió con incomodidad. Diane no sabía cómo responder ante tanta amabilidad y agradecimiento—. Y obedece a Isabel; no hay que ser demasiado astuto para darse cuenta de que ella es la mejor compañía que puedes tener si quieres convertirte en una carfaxiana. Dime, ¿lo eres?

Diane respondió al enérgico "sí" de la niña con un sonoro bofetón. Era innegable la niña tenía cierta chispa, pero aún no la suficiente. Afortunadamente, aquella reacción sí que la entendió. Cheryl apretó los labios con fuerza, consiguiendo así no romper a llorar, y asintió con obediencia. Aunque vistiese con su ropa y empuñara su arma, debía obedecer a Isabel, e Isabel lo había dejado muy claro desde el principio: no debía hablar con cronistas.

Media hora después de la visita de Diane, Cheryl estaba tumbada en el césped junto a la entrada a la tienda médica cuando, procedente de la zona este del campamento, una alta figura acudió a su encuentro. A lo largo de todos aquellos días la niña había podido verle en varias ocasiones dando órdenes a sus hombres o charlando amistosamente con algún civil. Incluso le había visto en compañía de su mujer, sonriente y aparentemente feliz. No obstante, a pesar de haberse cruzado en varias ocasiones, jamás se había dirigido a ella. De hecho, tal había sido su indiferencia que ni tan siquiera se había molestado en mirarla. Había sido como si, en el fondo, hubiese sido invisible para ella. Sin embargo, en aquel entonces ella era su objetivo.

Al verle llegar, la niña se incorporó sobre los codos. Luther Ember era un hombre admirable por el que todos sentían especial respeto en la compañía. Era valiente, sabio y bondadoso, pero también duro y violento cuando era necesario. En aquella ocasión, en cambio, ninguna de aquellas facetas iluminaba su rostro. Al igual que lo había estado anteriormente su esposa, Luther Ember estaba preocupado, y Cheryl creía saber el motivo.

Se notaba en el ambiente.

—Cheryl —saludó el hombre desde lo alto—. ¿Ha pasado por aquí Isabel? Hace un rato que la busco pero no doy con ella.

La niña se puso en pie. En el horizonte, justo en la zona donde se decía que la recolectora en jefe había encontrado los bosques y los huertos, el cielo se estaba empezando a teñir de un inquietante color rosado.

—Ha venido a verme, señor —admitió la niña con educación—. Pero ahora no sé dónde está. Puede que con sus amigas, o... no sé.

—Entiendo. —Decepcionado, Luther esbozó una falsa sonrisa carente de humor. Se acuclilló frente a ella—. Escúchame, Cheryl, necesito que encuentres a Isabel y os vayáis las dos a la tienda. Más tarde iré yo, ¿de acuerdo? Pero es importante que os adelantéis. No quiero que estéis...

—Usted también lo nota, ¿verdad? Pasa algo... pasa algo raro. No sabría decir el qué, pero lo percibo. Se respira en el aire.

Luther respondió con una mirada llena de desconfianza. Vestida con aquellas ropas y hablando de aquel modo resultaba complicado no sentir cierta aversión hacia ella. A pesar de ello, prefirió no mostrar abiertamente sus sentimientos. No era el mejor momento. Tal y como decía la niña, había algo demasiado extraño en el ambiente como para bajar la guardia.

—Búscala, ¿de acuerdo? Ponla a salvo.

Aunque el ambiente en el campamento seguía siendo tranquilo, la guardia empezó a colocar a sus hombres en los puntos clave. Al haberse situado en una pequeña elevación, los centinelas tenían buena visibilidad en caso de ataque. Cheryl, por su parte, aprovechó el aumento de la densidad de la niebla para moverse con mayor facilidad por el campamento. Vestida con aquellas ropas era difícil pasar desapercibida. Los carfaxianos alzaban la vista a su paso y murmuraban, pero ninguno se atrevía a dirigirse a ella directamente. Tal y como les sucedía al resto de cronistas, ahora era inmune. No obstante, inmune o no, la niña prefirió evitar el máximo posible la gente. Tienda por tienda, fue avanzando aprovechándose de las sombras y las zonas despobladas hasta finalmente alcanzar los límites del campamento. Poco antes, Isabel había atravesado aquella zona sin ningún tipo de problema; la pradera estaba despejada de guardias y, probablemente, no había sido vista por nadie. Ahora, en cambio, las circunstancias habían cambiado. Siguiendo órdenes de Luther, el cordón de vigilancia se había extendido por todo el perímetro hasta formar un anillo opresor alrededor del campamento.

Así pues, salir era prácticamente imposible... ¿o quizás no?

Cheryl se mantuvo oculta junto a una de las tiendas de campaña durante unos cuantos minutos. El aumento de densidad de la niebla era realmente abrumador. Primero había sido algo gradual, un aumento rápido pero lógico. Ahora, en cambio, la atmósfera estaba cambiando tan drásticamente que los niveles de humedad y el bochorno empezaban a ser realmente insoportables.

Afortunadamente para ella, tan solo era cuestión de minutos que pudiese atravesar la niebla sin ser vista.

 Superado el periodo de adaptación necesario, la niña cruzó el perímetro convertida en un halo blanco imperceptible. Cheryl se encamino colina abajo tal y como había hecho Isabel anteriormente, y no se detuvo hasta perderse por completo en el laberinto blanco en el que se había convertido la zona.

Avanzar por la niebla era como bucear en el mar. La niña trataba de forzar la vista para intentar ver más allá de las oleadas y oleadas de niebla que la rodeaban, pero sus intentos eran en balde. La estepa blanca en la que ahora se hallaba había borrado por completo cualquier rastro existente de la colina hasta convertir aquel paradisíaco lugar en poco más que un cementerio níveo. Un cementerio en el que se sentía atrapada y en el que, a pesar de llevar el cuchillo, se sentía totalmente desamparada.

Sola, desvalida, asustada, perdida...

Se obligó a si misma a mantener la calma. El camino que Isabel había recorrido ya no se correspondía con lo que ahora tenía ante sus ojos, sin embargo Cheryl creía ser capaz de encontrar un poco de luz en mitad de aquel tornado de emociones y dudas en el que ahora se veía atrapada. Hasta donde ella sabía, el Fabricante era capaz de variar los paisajes y rutas a su gusto. Quitaba bosques para poner desiertos, construía edificios de la nada y llenaba océanos con el agua de estanques. Hacía y deshacía a su gusto, pero siempre en el mismo lugar: una realidad física a través de la cual todas las compañías se movían en busca de unos puntos en concreto. Puntos que, hasta donde ellos sabían, eran físicamente estables. Es decir, por mucho que variase el entorno, la realidad espacial era la misma. Así pues, era de suponer que si Isabel había recorrido aquel camino siendo una pradera, el espacio atravesado era el mismo que el que actualmente pisaba Cheryl. Aparentemente no, por supuesto, pero espacialmente sí.

Superada por los acontecimientos, Cheryl intentó dejar la mente en blanco. No sabía si algo de lo que se planteaba tenía sentido, pero necesitaba que así fuera. Tenía que encontrar a Isabel antes de que fuese tarde, y teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo, era evidente que se le acababa el tiempo. La niebla se apoderaba de todo, y si bien a ella le había servido para salir del campamento sin ser vista, también le servía al enemigo para entrar.

Empezó a caminar sin rumbo estable. Cheryl intentaba avanzar en línea recta, pero los desniveles la iban llevando de un lado a otro. Era complicado mantener el equilibrio. A pesar de ello, la niña siguió avanzando todo lo rápido que pudo, y no se detuvo hasta que, varios minutos después, sus fosas nasales captaron algo distinto al olor húmedo de la niebla.

Cheryl se detuvo. Aquel olor tan abrumador le traía demasiados malos recuerdos como para no reconocerlo. Era un olor fuerte, muy estridente y característico que probablemente jamás pudiese olvidar. Un olor que rezumaba tristeza y desesperación.

El olor a la carne humana quemándose.

Aterrada ante las cábalas que su mente no podía evitar hacerse ante la macabra posibilidad de que fuese Isabel quien estuviese ardiendo, la niña empezó a correr. El olor era tan fuerte que apenas tuvo problemas para seguir su rastro. La niña subió y bajó desniveles, saltó por encima de varias acumulaciones de piedra y no se detuvo hasta que, surgida de la nada, apareció una de las grandes estatuas de piedra. Cheryl la rodeó y siguió avanzando.

No muy lejos de allí, empezó a escuchar los gritos. Unos gritos agónicos de pánico y dolor que la guiaron a través del océano de niebla hasta alcanzar apertura en la tierra: las escaleras. La niña intentó adentrarse en la gruta, pero el humo que surgía de su interior era tal que apenas logró descender tres peldaños.

En el interior de la cueva, un círculo de fuego abrasador rodeaba y engullía una a una a las mujeres allí presentes.

Presa del pánico, Cheryl empezó a pedir socorro a gritos. Aunque quería bajar, ni su cuerpo ni su mente la obedecían. No después de lo que le había pasado al intentar atravesar la hoguera. Lamentablemente podía oír a las mujeres gritar de dolor, y no podía soportarlo.

Y el olor... ese maldito olor que estaba impregnando sus ropas. El olor a carne quemada apenas le dejaba pensar con claridad. Alguien tenía que ayudarlas; alguien tenía que hacer algo... ¿pero quién?

El tiempo se les acababa.

—¡¡Socorro!! —volvió a chillar con desesperación—. ¡¡Que alguien me ayude!! ¡¡Que alguien...!!

Como respuesta a su llamada, una sombra blanca surgió de entre la niebla. Hacía ya rato que había salido del campamento para rastrear la zona siguiendo órdenes directas de Zane. Ambos habían percibido el peligro y, conscientes de lo que podría llegar a pasar, habían decidido prepararse. Y hasta entonces no había logrado ver nada hasta que, pocos minutos antes, a casi tres kilómetros de distancia, había captado el olor.

Aquel repugnante y vomitivo olor.

Diane había corrido todo lo rápido que había podido.

El instinto le decñia que aquello no era más que la cima del iceberg; que su lugar estaba en el campamento, junto al resto, pero necesitaba ver con sus propios ojos que estaba pasando. Necesitaba ver cuál era el modus operandi del enemigo, y sobre todo, necesitaba identificarlo. Aunque Carfax fuese una compañía preparada para la lucha, no podían enfrentarse a fantasmas.

Así pues, Diane se había movido entre la niebla cual sombra armada con su puñal hasta al fin lograr encontrar la entrada al subterráneo en cuyo interior se estaban cociendo varios de sus compatriotas.

—¿¡Qué demonios haces tú aquí!? —exclamó con perplejidad al ver surgir la figura de la niña en mitad de su camino—. ¡Deberías estar en el campamento! ¡Escóndete!

Sin tan siquiera esperar a la respuesta de la niña, Diane se adentró en los escalones de piedra. El humo dificultaba enormemente la respiración y el calor era más abrasador con cada paso que daba, pero incluso así no se detuvo. No podía permitírselo. Diane descendió los peldaños a gran velocidad, y una vez alcanzada la entrada de la cueva contempló con horror como el fuego consumía las decenas de cuerpos diseminados por el suelo que anteriormente habían contenido las almas de las mujeres de Carfax.

Diane recorrió la sala con la mirada. Cabía la posibilidad de pensar que las antorchas que colgaban de las paredes podrían haber sido la causa del incendio, pero la cronista sabía que había algo más. Tenía que haber algo más. Muy a su pesar, no había tiempo para pensar en ello. Cubriéndose la boca y la nariz con la manga del abrigo, Diane se adentró en el campo de fuego en busca de supervivientes. La mayoría de mujeres yacían muertas en el suelo, consumidas por el fuego, pero la cronista confiaba encontrar alguna con vida. Y si no, alguna prueba. Sin embargo, nada parecía haber sobrevivido al incendio. Cuerpo tras cuerpo, Diane fue descubriendo que nadie había logrado salvar la vida. Las mujeres, atemorizadas probablemente por la amenaza que las hubiese atrapado allí dentro, habían intentado salvarse tratando de escapar, pero distintas heridas de disparos en la cabeza y en el cuerpo ponían en evidencia que alguien se lo había impedido.

El resto, en cambio, no habían tenido ni tan siquiera esa oportunidad.

Diane reconoció a prácticamente todas. A lo largo de todos aquellos años se había ido cruzando con ellas a diario en el campamento. En su mayoría eran buenas mujeres; todas esposas de altos cargos y con una gran importancia en la sociedad carfaxiana, pero el fuego no las había respetado en absoluto. Ropas, cabello, piel, ojos... todo había ardido y seguiría ardiendo hasta que no quedase nada.

Más tarde, se prometió, volvería para apagar las llamas.

Diane siguió buscando entre los cuerpos. El tiroteo debía haber sido muy intenso teniendo en cuenta la cantidad de heridas de bala que presentaban. Se preguntó cuántas personas habrían conformado el grupo de ataque. ¿Cinco? ¿Seis? ¿Diez? Fuera cual fuese el número, todos habían logrado escapar indemnes a excepción de uno. Un cuerpo que, tras buscar detenidamente, localizó medio enterrado entre otros tantos de Carfax. Diane se arrodilló a su lado para comprobar su identidad. A simple vista el cadáver pertenecía a un chico joven, un adolescente de unos quince o dieciséis años quizás, vestido con ropajes de cuero. Su arma, como era de esperar, era una pistola que, irónicamente, había sido la causante de su propia muerte. Al parecer, una de las mujeres había logrado arrebatársela y la había utilizado en su contra.

Una mujer valiente, desde luego.

Pero poco más. Diane se apresuró a buscar su marca y así poder identificar al enemigo. Inmediatamente después se incorporó para seguir buscando algún superviviente. Ahora que conocía la identidad de sus adversarios las cosas empezaban a cobrar sentido. Le arrebató el arma homicida a la mujer que yacía en el suelo junto al cadáver y siguió avanzando. Al fondo de la sala, cubierta por varios cadáveres carbonizados que seguramente le habían servido como escudo contra el fuego, encontró a otras tantas mujeres tiroteadas.

Se agachó junto a ellas. La identidad de uno de los cadáveres logró conmocionarla, pero incluso así la cronista no se detuvo. Aquellas muertes serían muy escandalosas, muchísimo más que la de los niños, de eso no le cabía la menor duda, pero si lo que Carfax quería era sobrevivir, tendría que superarlas. Costaría, sí, pero incluso así...

Los ojos de Diane captaron un leve atisbo de vida oculto entre los cadáveres. La mujer, que había yacía aplastada bajo otros tantos cuerpos de compañeras fallecidas, no había logrado articular palabra, pues apenas tenía aire en los pulmones, pero sí había conseguido mover ligeramente una mano. Afortunadamente, la cronista no lo pasó por alto. Se abrió paso hasta la superviviente y, mostrándose menos cuidadosa de lo que posiblemente fuese considerado adecuado dadas las circunstancias, apartó a empujones los cuerpos que la enterraban. Una vez libre, se arrodilló a su lado. Conocía a aquella mujer. No sabía exactamente a qué se dedicaba, posiblemente fuese una simple civil, pero era consciente del peso que tenía entre el sector femenino de Carfax.

—Bonnie. Bonnie Green, ¿verdad?

Como respuesta, la mujer asintió con la cabeza. Además de varios huesos rotos, Bonnie tenía el rostro lleno de heridas y cortes, pero estaba viva. De todas las asistentes a la reunión, ella era la única superviviente.

—Hoy es tu día de suerte.

Unos minutos después, con el cuerpo maltrecho de la mujer cargado a las espaldas, la cronista salió al exterior. Al otro lado de las escaleras dejaba muchos cuerpos sin vida de personas respetables por las que había llegado a sentir cierta simpatía. Personas buenas y nobles que habían luchado por la supervivencia de Carfax, pero que ahora se unían a la larga lista negra dando paso a nuevas vidas.

Nuevos compañeros.

Diane sintió que se le agriaba la sangre al encontrar a la niña en lo alto de las escaleras, pálida y desencajada. Lo más probable era que el deseo de recuperar a Isabel Ember hubiese sido el percusor de su viaje hasta allí. Por desgracia, solo había habido una superviviente, y no era ella.

—Lo siento niña —dijo tratando de mostrarse lo más cercana posible al ver como los ojos de Cheryl se llenaban de lágrimas—. Vamos, volvamos al cam...

—¿Pero...? ¿Pero Isabel...? Ella... —Cheryl se frotó los ojos con los puños. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el llanto no ahogara sus palabras—. Ella... ella debe estar ahí abajo. Tenemos que ayudarla.

Procedentes de la lejanía, la cronista empezó a captar el sonido del fuego y de los disparos; de los gritos y de la muerte.

Una amplia sombra empezaba a cernirse sobre el campamento.

—Hazme caso, niña —insistió—. Vámonos, ahí dentro no...

—¡¡No!! ¡¡Tenemos que ba...!!

—¡Te he dicho que nos vamos, joder! ¡Está muerta! —Diane le cogió de la muñeca con brusquedad—. Vamos, mueve el jodido culo de una vez; Carfax nos necesita. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro