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Capítulo 11

11 – Escaleras de piedra



Despertó un día tranquilo y luminoso. La noche anterior Luther Ember había permanecido despierto hasta la llegada de su mujer, que había acabado el turno a media noche, por lo que aquella mañana despertó cansado y ojeroso.

Iba a ser un día largo. Como de costumbre, Ember había sido convocado el día anterior para celebrar la reunión con Cooper. Normalmente aquellas reuniones se realizaban cada vez que había un desplazamiento, pero el resultado acostumbraba a ser bastante nefasto para los recolectores. Tal y como ya todos sabían, y más él, que lo había vivido en varias ocasiones de primera mano, Zane ya no confiaba en ellos. No obstante, la decisión con la que la recolectora había hablado del descubrimiento de los campos había sido tal que ni tan siquiera Zane había podido decirle que no. Y Luther se alegraba por ello. Aunque la rivalidad entre los dos grupos había sido más patente que nunca en los últimos tiempos, consideraba a Cooper una persona eficiente y luchadora a la que se le debía dar una segunda oportunidad. Lamentablemente no todos parecían estar de acuerdo con él, y Zane el que menos. Fuera como fuese, Ember sabía que no debía entrometerse en aquel tipo de asuntos. Zane tenía sus propias razones y, como líder de la guardia, su obligación era cumplir sus órdenes, no planteárselas. Así pues, tras asearse y sustituir sus ropas de descanso por el uniforme, salió a la parte delantera de la tienda de campaña dónde, sentada cómodamente con una taza de café entre manos, Isabel contemplaba el amanecer a través de la apertura de entrada.

Aquella mañana, a pesar de haber descansado poco más de cinco horas, estaba especialmente bonita. Era curioso, pero desde que al fin había logrado superar la pérdida de la niña gracias a Cheryl, cada amanecer parecía más bella y joven que el día anterior.

—Buenos días, querida —saludó tras depositar un cándido beso en la mejilla de su esposa—. ¿Qué haces tan pronto despierta? Te acostaste tarde.

—Bonnie quiere enseñarme algo —respondió ella con una amplia sonrisa atravesándole el rostro.

—¿Algo? ¿Y se puede saber qué?

Aunque en los últimos tiempos la influencia de Bonnie Green había disminuido gracias al recién descubierto amor de Isabel y el resto de sus compañeras enfermeras hacia Cheryl, Ember seguía sintiendo cierta reticencia a que su esposa tratase con aquella mujer. Su marido, Orace Green, formaba parte de su grupo de amistades, pues se trataba de un hombre leal por el que siempre había sentido especial simpatía, pero ella jamás había sido de su agrado. Bajo su punto de vida era demasiado maliciosa e inventiva, cualidades demasiado peligrosas en un mundo como aquél. Además, después de escucharla hablar durante el último ritual del modo en el que lo había hecho, Luther había descubierto que Bonnie era uno de los grandes propulsores de la discordia dentro la compañía; una de aquellas personas que, a través de chismes, mentiras y rumores, había logrado despertar y recrudecer los odios y envidias entre carfaxianos y cronistas. No obstante, por deferencia a Orace, no había dicho nada al respecto.

La amistad entre ambas mujeres no le gustaba. Suzanne Moore, la enfermera que había logrado que el sentimiento maternal aflorase de nuevo en su mujer a través de Cheryl, era muchísimo más de su agrado. Ella era una mujer mucho más sincera y bondadosa que Bonnie; incluso más inteligente, pero también más realista. Tan realista que, a pesar de ser tan consciente o incluso más que Green de la situación que se daba en Carfax, jamás había dicho una palabra.

—No lo sé —respondió Isabel con sencillez—. Pero dice que me gustará. Este lugar es fantástico; imagino que habrá encontrado algún mirador o algo por el estilo, ¿no crees?

—Es un buen lugar —admitió. En realidad, tal y como el día anterior había discutido con Zane, aquel lugar era demasiado bueno. Peligrosamente bueno—. Pero no creo que nos quedemos demasiado; no te encariñes demasiado.

—¿Qué dices? ¿Nos vamos a ir ya? —La mujer frunció el ceño—. ¿Por qué? A mí me gustaría quedarme un poco más; si es cierto que hay comida en abundancia tal y como dicen los recolectores, y el clima es tan bueno, ¿por qué no quedarnos una temporada?

Luther dejó escapar un suspiro. Precisamente por aquel tipo de propuestas aquel lugar era tan peligroso. A diferencia del resto de localizaciones, aquel paraje era demasiado idílico como para no tener la tentación de quedarse. La climatología era buena, había comida y bebida en abundancia y la visibilidad era óptima para poder protegerse de cualquier enemigo. Así pues, ¿cómo no plantearse el instalarse?

—Porque si nos quedamos una temporada, Isabel, jamás nos pondremos de nuevo en camino —respondió con sinceridad mientras aceptaba la taza de café que su esposa había preparado para él—. Nadie querría; es demasiado tentador.

—Bueno, ¿y porque tenemos que irnos? ¡Llevamos años viajando de un lugar a otro! ¿Por qué no...?

—¿Instalarnos y ser felices? —Luther dio un largo sorbo a la taza. Había discutido aquella misma cuestión tantas veces con Isabel que ya ni tan siquiera se enojaba. No valía le pena—. Ni te lo plantees; el Fabricante no nos lo permitiría. Todos conocemos las reglas del juego.

—¡Pero yo no me ofrecí como jugadora!

—Pero lo eres. Todos lo somos.

Visiblemente incómodo, Luther decidió salir de la tienda de campaña. Aún era pronto, pero teniendo en cuenta lo que le esperaba en casa prefería iniciar su turno cuanto antes. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa mejor podía hacer? ¿Discutir con su mujer sobre una alternativa que, por muy deseada que fuera, ni tan siquiera podían plantearse? Por supuesto que a él también le gustaría instalarse en algún paraje y poder vivir el resto de los días que le quedaban tranquilamente; para nadie era agradable ver día tras día el sufrimiento que aquel viaje conllevaba a Carfax. No obstante, Luther sabía lo que les pasaría en caso de intentar asentarse en un lugar, y no estaba dispuesto a que eso ocurriese bajo ningún concepto. Tarde o temprano se instalarían, sí, pero sería en una ciudad. Hasta entonces el viaje debía continuar.

Se dio un paseo por los alrededores. Hacía ya mucho tiempo que Isabel no sacaba a relucir aquel tema; tanto que el guardia lo creía incluso enterrado. No obstante, ahora que había vuelto a aparecer alguien a quien cuidar en su vida, el círculo empezaba de nuevo.

Era una lástima. Isabel era una mujer inteligente, pero el instinto de protección y las fantasías que Green le metía en la cabeza no le hacían ningún bien. ¿Instalarse? Menuda estupidez. Tentador, sí, pero tan peligroso como el veneno de una serpiente. Tal y como Zane había anunciado, tendrían que partir rápidamente antes de que fuese demasiado tarde. Al fin y al cabo, ¿acaso querían cometer el mismo error que la compañía del Sol Púrpura?

El paseo le llevó hasta los pies de una de tantas estatuas. Desde el primer momento Zane le había explicado lo ocurrido con el antiguo clan. El Sol Púrpura se había dejado llevar por la tentación, y a pesar de las advertencias del Fabricante, habían decidido desobedecerle e instalarse. Dejaron, por así decirlo, la partida a medias. Se retiraron. Pocos días después, tal y como se les había advertido, fueron castigados fulminantemente. El Fabricante lanzó una plaga contra la compañía y en menos de veinticuatro horas los muertos empezaron a acumularse.

Aquel era el castigo de los que decidían no jugar. Así pues, lo mejor era ni tan siquiera plantearse la posibilidad de instalarse. Carfax tenía que reiniciar la marcha, y tenía que hacerlo cuanto antes.

Tras unos minutos de reflexión junto a las estatuas, Luther acudió en pos de sus compañeros de la guardia. Como de costumbre, todos ocupaban sus posiciones, atentos y preparados para un posible ataque. Uno a uno, Ember les fue saludando. El cambio de guardia había sido hacía relativamente poco, por lo que a aquellos hombres aún les quedaban bastantes horas de trabajo.

—Roy —saludó finalizada la ronda de saludos. Al igual que Ash había lo había sido en el anterior, Roy Van Der Horn era el encargado del turno—. ¿Todo bien?

—Luther —respondió él sin apartar la mirada del frente. Visto desde la lejanía, más que un vigilante, el guardia parecía una estatua—. Todo tranquilo por el momento.

—¿Y en el turno de Engels? ¿Alguna novedad?

—En principio no, aunque, para serte sincero, no he logrado localizarle. No nos hemos cruzado en el cambio de guardia.

Sorprendido ante su respuesta, Ember acudió en pos de los guardias que habían relevado a Middlebrook y Engels. Como segundo al mando, el comportamiento de Ash hasta entonces había sido impecable. Luther le había enseñado bien, y él había actuado tal y como habría cabido esperar de alguien con sus habilidades. No obstante, era de esperar que tarde o temprano cometiese un error. Aquel paraje era demasiado tranquilo y al final todos acababan bajando la guardia. Desafortunadamente, el haber abandonado su puesto antes de tiempo era una falta muy grave que Ember no podía pasar por alto.

Unos minutos después encontró a Robert Levine y Axel Roland en sus posiciones. Los dos guardias, acostumbrados a trabajar juntos, solían intercambiar algún que otro comentario jocoso durante el turno de vigilancia, aunque nunca delante de su superior.

—Levine, Roland —saludó en tono severo—. ¿Sustituís vosotros a Middlebrook y Engels?

—Sí, señor —respondió Roland con rapidez.

—¿Se ha realizado correctamente el cambio de turno? ¿Ha habido algún tipo de problema?

Por el modo en el que los ojos de Robert Levine destellaron, Luther supo que estaban a punto de mentirle. La lealtad entre compañeros impedía que se traicionasen los unos a los otros. Sin embargo, había ocasiones en las que no era necesario decir nada abiertamente para que la verdad saliese a la luz.

Y aquella era una de esas ocasiones.

—Todo bien, señor —mintió Roland con seguridad—. Ningún problema.

—¿Y sabéis dónde están?

—Lo desconocemos, capitán.

—Por supuesto —respondió Luther con frialdad—. No bajéis la guardia.

No podía culparles por intentar protegerse mutuamente. Siendo él un guardia como ellos, también lo había tenido que hacer en varias ocasiones. No obstante, eso no libraba de culpa a Engels. Imaginaba los motivos por los cuales había decidido retirarse antes de tiempo, y aunque podía llegar a entenderlos, no podía aceptarlos. Si lo que quería era ir con los recolectores, adelante, que lo hiciese, pero no podía sacrificar la seguridad del campamento por ello.

Más tarde, cuando le encontrase, tendría que hablar seriamente con él.

Aunque no le gustaba mostrar abiertamente sus sentimientos, y más ante la mezcla de guardias y recolectores que conformaban el grupo de exploración, Adam tenía que admitir que Cooper había encontrado una auténtica mina de oro. Los alimentos que los campos ofrecían no podrían ser conservados durante muchos días, detalle que complicaba el avance de la compañía una vez abandonasen tan idílico paraje, pero al menos les permitirían recuperarse durante los días que estuviesen allí. Frutas, cereales, verduras... hacía ya tanto tiempo que Adam no disfrutaba de unas vistas tan idílicas que no podía evitar emocionarse.

Erika y Orace Green repartieron los grupos. Aquella expedición contaba con más de veinte personas cargadas con bolsas y cestos que se encargarían de recolectar y llevar el mayor número de alimentos al campamento durante casi cinco horas. Pero no solo eso. Aunque la mayoría de los elegidos estaban allí únicamente para servir de transporte, Adam había sido enviado personalmente por el propio Barak para que explorase la zona. Si bien había alimentos vegetales, quizás tuviesen suerte y hallasen también caza. Para ello, además de traer consigo al ganador de las últimas partidas de Caza, Alec Vergal, Adam había decidido llevar a Clive Maxwell y Layla, Katia Petrov, Nevin Sverden y a la propia Cooper. El motivo de la primera elección era obvio, Alec Vergal era el mejor cazador de todos. Katia Petrov, una de las gemelas recientemente adquiridas, y Nervin Sverden, nuevo recluta también, habían demostrado ser magníficos tiradores, por lo que también se habían ganado el puesto a la fuerza. Adam había elegido también a Clive dado que le gustaba la compañía del deslenguado guardia y su perra. Finalmente, con Cooper había sido fácil: la había elegido porque ella misma se lo había pedido. De haber podido elegir, Adam hubiese preferido viajado solo. Estaba acostumbrado a actuar en solitario. Además, la compañía se convertía en la mayoría de los casos en una carga. No obstante, Zane temía la presencia de enemigos por los alrededores, así que prefería que fuese acompañado. Una lástima, desde luego. Estando solo, Adam calculaba que podría recorrer más del triple del terreno que cubriría con el resto.

Adam aguardó pacientemente a que los grupos de recolecta estuviesen correctamente repartidos. Una vez todo estuvo organizado, llamó la atención de los suyos y se pusieron en camino. Su objetivo era recorrer como mínimo diez kilómetros hacia el interior. A partir de aquel punto, sería cuestión de estudiar la zona.

Avanzaban en silencio. De vez en cuando escuchaba a sus espaldas como Alex y Nervin intercambiaban algún que otro comentario al que Katia secundaba, pero poco más. Al igual que él, todos avanzaban atentos y en tensión, esperando la aparición del enemigo de un momento a otro. Afortunadamente, todo parecía muy tranquilo. Recorridos los huertos, que se extendían a lo largo de dos kilómetros más, se adentraron en un gran maizal de quinientos metros cuadrados. En su interior, al igual que en el viñedo, la necesidad de ir juntos para no perderse les hizo perder bastante tiempo. No obstante, una vez alcanzado el otro extremo, salieron a un pintoresco bosque floral en cuyo interior aguardaba un magnífico río de aguas limpias.

De nuevo a la cabeza del grupo, Adam guio al resto al interior de la arboleda. El ambiente era húmedo y la cantidad de vegetación alta en comparación al último bosque que habían visitado, lo que era una muy buena señal. Cuanto más viva estuviese la zona, más caza encontrarían.

—Es un buen lugar —comentó para todos y a la vez para nadie tras seguir avanzando durante casi veinte minutos y al fin alcanzar la orilla del enorme río que dividía el bosque. Se agachó para examinar las pisadas del suelo—. Son pisadas de ciervo, ¿verdad?

Vergal se adelantó para comprobar que el cronista estuviese en lo cierto. Además de pisadas de ciervos, el guardia pudo identificar el rastro de varios conejos, al menos una familia de jabalís y lo que a simple vista parecía un oso.

—Es un buen territorio de caza, sí señor —respondió el cazador visiblemente contento—. Por cierto, creo que deberíamos empezar a rastrear la zona. Tengo la sensación que podríamos encontrar buenas piezas.

—Eso parece —le secundó Katia tras acercarse también al río y examinar las pisadas—. Eso sí, precaución. Es posible que haya presencia de lobos o perros salvajes.

—Perro salvaje o no, un tiro entre los ojos le mata igual, preciosa. —Maxwell se acercó a la orilla para probar el agua. Una vez seguro de que era potable, dejó que Layla bebiera—. Pero seguimos estando cerca. ¿A qué distancia podemos estar? ¿Cinco? ¿Seis kilómetros? Hablábamos de diez.

Adam aprovechó la cercanía del animal para acariciarle el lomo. El cronista sentía cierta debilidad por Layla. Sus formas y la sencillez con la que expresaban sus sentimientos a través de las miradas eran excepcionales.

—Cierto —le secundó el cronista—. Aunque esta expedición es de caza, también es de rastreo.

—¿Qué significa eso entonces? —Nervin, que se había mantenido en silencio hasta entonces junto a Cooper, se adelantó hasta alcanzar al resto del grupo—. ¿Nos vamos a separar?

El cronista decidió formar nuevamente dos grupos. Tal y como había pactado con Zane, parte de ellos se encargaría de la caza mientras que los otros seguirían con la expedición. Una vez consiguiesen cincuenta piezas, avisarían al resto de recolectores y guardias encendiendo una hoguera. Mientras tantos, los auténticos exploradores seguirían adelante.

—Vergal, quedas al mando. Nervin e Irina se quedaran contigo; son buenos tiradores y, visto lo visto, al menos ella parece saber bastante del tema. Nervin, tú abre bien los ojos. Maxwell y Cooper seguirán conmigo, ¿de acuerdo? Ya sabéis que hacer en caso de que tengáis problemas.

Siempre obediente ante la orden de un cronista, Vergal asintió. La idea de mantener únicamente a los dos novatos con él en un lugar tan apartado como aquél no le gustaba demasiado, pues aunque él era capaz de moverse con facilidad por los bosque no estaba muy seguro de que sus compañeros pudieran seguirle, pero tenía que admitir que le enorgullecía que Adam hubiese confiando en él para encargarse del resto. Aunque no fuesen las mejores condiciones, aquél era un importante paso en su carrera como guardia.

Formando ya un grupo de tres, Adam y sus compañeros volvieron a ponerse en camino. De todos los miembros de la expedición, Cooper y Maxwell eran las personas por los que sentía más simpatía, aunque después de lo ocurrido recientemente tenía que admitir que no podía evitar sentirse un poco incómodo con ellos. A pesar de ello, ambos habían insistido en que querían hablar con él, seguramente sobre el tema de la nave accidentada, por lo que no había podido negarse. Ya que habían hecho el esfuerzo de hablarle, cosa que aunque a Maxwell no le costaba lo más mínimo, para Cooper parecía una tarea titánica, quería recompensarles.

Formando una fila de tres más Layla, Adam y los suyos se alejaron de los cazadores siguiendo el transcurso del río. El cronista no sabía exactamente qué hallaría, pues la composición de aquellos terrenos era totalmente desconocida para él, pero sabía que en caso de haber algo que encontrar se hallaría en la orilla. Así pues, siguieron la marcha durante casi media hora hasta que el río se ensanchó para dar la bienvenida a un escandaloso y magnífico salto de agua de más de treinta metros de altura. Adam se detuvo a la orilla y alzó la vista. En lo alto de la pared de tierra que tenía ante sus ojos, el camino proseguía bosque a través.

Hicieron un alto para recuperar fuerzas. Adam no estaba cansado, pero tanto Cooper como Maxwell no podían ocultar el agotamiento. Layla, por su parte, estaba tan tranquila y contenta que, en vez de sentarse con el resto, corrió hasta la orilla del río y empezó a cazar peces.

Aprovecharon para desayunar silenciosamente junto al bello paraje. Cooper no había traído demasiado, pero era más que suficiente para los tres. Poco después, una vez recuperadas las fuerzas, se adentraron varios metros en el bosque en busca de un camino por el que ascender hasta la otra parte del bosque. Buscaron durante casi diez minutos hasta localizar un camino escalonado sorprendentemente empinado por donde empezar la subida.

Poco después, ya al otro lado de la cascada, reiniciaron la marcha junto a la orilla del río. Allí los niveles de humedad eran tan altos que pronto empezaron a sudar y ser atacados por decenas de bichos.

Afortunadamente, no muy lejos de allí encontraron los primeros indicios de que el camino no había sido realizado en balde.

—¿Qué demonios? —exclamó Maxwell al ver surgir lo que parecía ser el tejado de una casa entre la arboleda—. ¿Un edificio? ¿Es eso un edificio, Erika?

—Eso parece.

Varios metros más adelante, un camino abierto en el propio bosque les condujo directamente a lo que sin duda era una magnífica granja de madera y hierro rodeada en la zona norte por magníficos campos de cultivo. El grupo saltó la valla de madera que rodeaba los terrenos, recorrieron la pradera que cubría la zona sur y, una vez alcanzados los alrededores de la casa, hicieron un alto para intentar asimilar lo que sus ojos estaban viendo.

Una granja. En mitad del bosque había surgido una magnífica granja, y a diferencia de la mayoría de los otros edificios, aquella no parecía estar abandonada. Al contrario.

El sol ya marcaba la llegada del medio día cuando, tras una larga inspección, Adam, Erika y Clive tomaron asiento en el porche de la granja para tomarse un respiro. Durante la visita Erika había descubierto en la parte trasera del edificio unos magníficos establos llenos de pisadas de caballos y forraje. También había un granero cerrado en la zona oriental, unos pozos abiertos y, justo antes del inicio de los campos, un cobertizo cerrado. En el interior de la granja encontraron todo tipo de menaje en perfectas condiciones, habitaciones con las camas hechas y, sorprendentemente, una mesa con la cubertería y mantelería preparada para tres personas.

Lo que no había, en cambio, era ni comida ni bebida.

A pesar de las comodidades prefirieron acomodarse en el porche. Tomaron asiento en unos sillones de tela estampada con flores de aspecto bastante cómodo y dejaron todos los bultos. Allí el aire que corría era sorprendentemente húmedo, pero dadas las circunstancias resultaba muy agradable.

—Campos de cultivo y huertos, bosques repletos de todo tipo de vegetación, una cascada paradisíaca, un río de agua potable, caza en abundancia, pozos y una casa preparada —reflexionó Erika tras darle un largo trago de agua a su cantimplora—. Si no fuera porque es una locura diría que el Fabricante nos está invitando a que nos instalemos.

—¿Locura? —Adam sonrió con ironía—. Yo prefiero llamarla prueba. Nos está poniendo a prueba, ni más ni menos.

—Pues espero que no insista mucho más. —Maxwell cruzó los brazos tras la nuca y se estiró en el sillón—. Aunque algunos puedan rechazar una vida tranquila y plena en un lugar como éste, dudo mucho que no haya quienes intenten conseguirlo.

Adam asintió. Maxwell tenía toda la razón. Aunque le gustaba el lugar, era evidente que era demasiado peligroso permanecer allí.

—Últimamente no para de ponernos a prueba —respondió el cronista con la vista fija en el horizonte—. Me pregunto cuándo llegaran tiempos más tranquilos.

Permanecieron en silencio durante unos instantes. Por el rabillo del ojo, Adam podía ver como Erika y Clive intercambiaban miradas llenas de significado intentando animarse mutuamente para iniciar la tan esperada conversación, pero ninguno de los dos parecía querer empezar. Era normal. No era sencillo tratar lo ocurrido, y mucho menos con alguien como él.

Finalmente fue Max quien rompió el silencio. La idea de reunirse con el cronista había sido suya, por lo que era de esperar que, teniendo en cuenta el poco entusiasmo de Erika respecto a revelar sus teorías, fuese él quien hablase.

—Yo diría que aún falta bastante para ello —comentó con naturalidad—. Ese Fabricante vuestro parece tener a Carfax entre ceja y ceja... y más en concreto, a nosotros tres.

—¿De veras? —Adam desvió la mirada hacia él con curiosidad. Quería ver cómo iba a enfocar el tema—. No sé muy bien de qué me hablas... ¿qué tal si me lo explicas? ¿Realmente crees que el Fabricante la tiene tomada con nosotros?

—Bueno, no exactamente —corrigió Maxwell—. Aunque sí es cierto que es importante tener en cuenta los últimos acontecimientos. Verás, Erika no quería hablar sobre ello, pero creo que lo más adecuado es que...

—¿Qué hablemos sobre el hecho de que los cadáveres que hayamos eran de Carfaxianos? —interrumpió Adam con rapidez—. ¿O de que el cuerpo junto al cual yacías se parecía sospechosamente a la recolectora en jefe con unos años más? Si realmente es eso de lo que queréis hablar quizás os interese saber que en el interior del transporte estaba también el cadáver de la chica de la hoguera... pero imagino que no queréis hablar de ello puesto que, obviamente, los tres sabemos que debemos tratar lo acontecido como una prueba más del Fabricante, ¿no os parece?

La contundencia con la que Adam Merrick pronunció aquellas palabras les dejó mudos. Hasta entonces Erika y Clive habían barajado la posibilidad de que no fuese más que una prueba, pero habían preferido no darle demasiada importancia. Es más, habían desechado aquella posibilidad. Ellos habían preferido ver viajes en el tiempo y avisos apocalípticos.

Obviamente, el cronista no estaba dispuesto a planteárselo. Era innegable que lo que habían encontrado en la zona del accidente era sorprendente, pero no por ello se iba a obsesionar. Es más, no podía permitírselo, y mucho menos a aquellas alturas. Por muy cierto que pudiese ser, o no, Carfax no estaba en condiciones de plantearse algo tan grande como aquello.

—No penséis en ello —les recomendó—. Sé que es complicado, pero lo mejor es que lo olvidéis. A veces el Fabricante hace este tipo de cosas. Juega con nosotros; nos pone a prueba. Y sin lugar a dudas, esa fue una prueba. Estoy convencido.

—¿Una prueba? —respondió Maxwell con cierta sorpresa—. ¿Una prueba de qué? Erika podría haberse vuelto loca.

—Es probable que lo hiciera precisamente para eso. —Adam se encogió de hombros—. Para comprobar si estaba preparada para seguir adelante, al igual que tú, o que yo mismo. No lo sé. Sinceramente, si me preguntáis por sus motivos, no sabría qué responderos, pero estoy casi convencido de que no ha sido más que eso, una prueba. O como diría Diane, una broma de mal gusto. El Fabricante...

—¿Pero y si no lo fuera? —interrumpió Erika en apenas un susurro—. ¿Y si en realidad...?

Antes de que pudiera llegar a acabar la frase, Adam negó con la cabeza. Plantearse todas aquellas posibilidades solo servía para confundirles aún más, por lo que no debían seguir haciéndolo. Si lo que querían era lograr sobrevivir al camino que el Fabricante les había preparado, tendrían que tener la cabeza en su lugar.

—Escúchame, Erika Cooper —finalizó Adam en tono de advertencia—. Tanto tú como Maxwell olvidaréis lo que ocurrió, al igual que voy a hacer yo, ¿de acuerdo? Si os preocupa el tema y no podéis dejar de pensar en ello, discutidlo entre vosotros todo lo que queráis, pero que no se entere nadie. La estabilidad emocional de Carfax es básica para la supervivencia; si algo así llegase a los oídos del resto podría desatarse el caos, ¿entendéis? Seamos realistas, nadie viajaría en el tiempo si no fuese porque algo muy malo nos espera. Así pues, esto no saldrá de aquí. Será nuestro secreto, y punto. Fin dela cuestión.

Aunque la pregunta quedó en el aire al no recibir respuesta alguna por parte del cronista, ninguno de los tres volvió a mencionarla. Tal y como decía Adam, lo mejor era intentar olvidar, y más después de reflexionar sobre lo que podría conllevar. Una noticia así podría desestabilizar a Carfax. Es más, incluso podría conducirla a su propia extinción. Así pues, lo mejor era mantenerlo en silencio por el momento... al menos, mientras fuese posible. Al fin y al cabo, ¿qué podían ganar? ¿Un cambio de rumbo? ¿Una advertencia? Ni sabían a quién se refería la Erika del futuro, ni sabían qué era Arkarya. En el fondo, lo único que tenían eran palabras sin sentido y una escena tremenda que aparentemente no tenía lógica alguna.

El medio día ya estaba a punto de caer cuando Cynthia Grayson, Suzanne Moore, Isabel Ember y otras tantas mujeres alcanzaron la estatua tras la cual les aguardaba Bonnie Green. Para la ocasión, la carfaxiana había pedido a las mujeres que no advirtiesen ni a sus maridos ni más allegados del motivo ni el lugar de la reunión, y todas habían obedecido eficientemente.

Una tras otra, todas las mujeres convocadas saludaron a la esposa de Orace Green con nerviosas sonrisas cargadas de curiosidad. Estaban ansiosas por saber. A continuación, siguiendo las indicaciones de ésta, se alejaron aún más del campamento hacia el interior de la pradera. Isabel sabía que no estaba haciendo lo correcto. Luther le había advertido en muchas ocasiones de que no debía alejarse del campamento; que el enemigo podía acechar en cualquier rincón y que como esposa del capitán de la guardia debía dar ejemplo, pero las promesas de Bonnie habían sido tales que la mujer no había podido reprimir el impulso. Así pues, como una más, Isabel siguió a Bonnie hasta que, alcanzado el punto más bajo de la pradera, se detuvieron.

Desde allí, el campamento era poco más que una mota de polvo.

—Llegados a este punto os tengo que volver a pedir que lo prometáis, amigas —anunció Bonnie tras organizar a las mujeres para que formasen un círculo a su alrededor—. Lo que vamos a hablar no puede llegar a oídos de nadie más; de lo contrario estaremos perdidas.

Horas atrás, Isabel había prometido mantener en secreto lo que allí ocurriese, así que no tuvo demasiados reparos en volver a repetir las palabras en presencia del resto de mujeres. Hubo quienes dudaron, pues no tenían tanta confianza en Bonnie como Isabel o el resto de su grupo, pero tras un poco de insistencia acabaron dando su brazo a torcer. Otras, en cambio, simplemente decidieron retirarse asustadas ante la posibilidad de que sus actos pudiesen acabar volviéndose en su contra.

Finalizada la criba, las cuarenta mujeres restantes, todas ellas esposas, parejas o dependientes de los más importantes miembros de la guardia, repitieron una vez más la promesa de mantener silencio. Bonnie agradeció su lealtad y valentía depositando un beso en la frente de cada una, como si de simples niñas se tratasen. Después, retomando la marcha, siguieron avanzando unos cuantos metros hasta hallar, oculta en uno de los desniveles de la ladera, unas escaleras de piedra que descendían hacia el interior de la tierra.

Con Bonnie a la cabeza, las mujeres fueron bajando uno a uno los fríos y oscuros peldaños que conducían al interior de una amplia caverna tenuemente iluminada con antorchas en cuyas paredes había perturbadores retratos de hombres y mujeres de rostros deformados. Se adentraron unos cuantos metros más y se detuvieron entre las antorchas, inquietas.

Una desagradable sensación de frialdad abrazó a las recién llegadas. A lo largo de toda su vida, todas habían sido conscientes de la existencia de lugares tan macabros como aquél, pues las noticias corrían con rapidez en el campamento gracias a gente como Axel Roland, pero hasta entonces nunca habían tenido que sufrirlos. Para ello estaban los miembros de la guardia. Sin embargo, en aquella ocasión allí no había nadie más a parte que ellas mismas, por lo que, a pesar de sentirse intimidadas ante los perturbadores retratos de las paredes, trataron de mostrarse lo más serenas posibles.

—Tranquilas —animó Isabel en tono sereno, tal y como le había enseñado su marido. Aunque por dentro estuviese asustada, sabía que no era ni momento ni lugar para mostrar sus miedos—. No son más que pinturas.

—Exacto —le secundó Bonnie—. Nada más. Vamos, formemos un círculo, amigas.

Incluso tratándose únicamente de una gruta cualquiera con dibujos en las paredes, todas se sintieron aterradas al verse obligadas a darle la espalda a los muros. El instinto señalaba aquel lugar como peligroso, y no solo por los extraños dibujos que, a pesar de no tener ojos, parecían observarlas. Había algo más. Algo que pronto descubrirían: la soledad. ¿Dónde quedaba el velo protector de sus queridos acompañantes? ¿Acaso era aquél el miedo visceral que padecía la guardia cada vez que al caer la noche tenían que quedarse solos al frente de la nada?

Un simple vistazo a los rostros aterrados de sus compañeras bastó a Isabel para arrepentirse de haber aceptado la invitación. De haberle ofrecido la posibilidad, la mujer de Ember habría aceptado el volver al campamento y olvidar lo que fuese que estuviese a punto de suceder. Lamentablemente, era demasiado tarde. Una vez pronunciadas las palabras, las puertas únicamente volverían a abrirse para que entrasen nuevos miembros, nunca para salir.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Amanda, una de las costureras con mayor ingenio y talento de Carfax—. Miguel no me ha hablado de ninguna cueva.

—Eso es porque no la han encontrado —respondió Bonnie con amabilidad—. Es el lugar que el mundo nos ha reservado a nosotras, amigas. A las moiras de Carfax.

Todas sonrieron ante aquella mención. Aunque no fuese algo generalizado en la compañía, hacía ya tiempo que las mujeres que seguían a Bonnie se consideraban a sí mismas como el auténtico espíritu de Carfax. Ni luchaban ni recolectaban. Ellas no lo necesitaban. Ellas simplemente tejían el destino de la compañía utilizando sus artes femeninas para manipular a aquellos que se creían los auténticos líderes. Eran astutas e inteligentes; mujeres dotadas de una gran empatía e intelecto gracias al cual moldeaban la realidad a su gusto siempre y cuando deseaban.

O casi siempre, claro. Aunque pudiesen vencer a sus maridos, aún no habían logrado la forma de llegar a los Cronistas. Pero era cuestión de tiempo, por supuesto.

—Hacía ya mucho tiempo que no nos reuníamos todas... —empezó Bonnie, proyectando su voz a lo largo y ancho de toda la estancia de piedra—. De hecho, creo que muchas de vosotras no estabais aun cuando, hace unos años, hubo la última reunión. Pero eso no importa. Si estáis aquí es porque os habéis ganado vuestro lugar a la fuerza.  Sois mujeres valiosas y, como tal, os queremos con nosotras, ¿verdad Isabel?

Todas las miradas se centraron en la esposa del Capitán. Todas las mujeres que les rodeaban tenían una gran importancia en Carfax gracias a la posición de sus esposos, pero no había sido aquel el único motivo por el que se había relacionado con ellas. Aunque algunas fuesen más extrañas u hoscas, en aquel grupo de cuarenta mujeres había muchas a las que consideraba amigas por su grandeza como personas y buen corazón; su buen humor, su simpatía, su valentía...

—Las cosas eran muy distintas la última vez—prosiguió Bonnie sin esperar a que Isabel finalmente respondiera—. Por aquel entonces, en Carfax estaba prohibida la existencia de niños. Cada vez que un menor de quince años aparecía para suplir la plaza dejada por algún fallecido, la guardia acababa con su vida para que otro hombre o mujer de mayor valía pudiera ocuparla. Era una práctica cruel de la que todos se lavaban las manos. Dicen que todo vale con tal de sobrevivir... ¿pero acaso eso es cierto? ¿Acaso todo vale con tal de que Carfax alcance ese maldito lugar del que tanto oímos hablar pero que ninguna de nosotras jamás ha visto? —Bonnie negó ligeramente con la cabeza—. Yo creo que no. Antes lo creía, y sigo creyéndolo. Lamentablemente, nosotras no podemos decidir... ¿o quizás sí? Años atrás logramos perdonar la vida a los niños y convertir esta terrorífica existencia en algo parecido a una vida. Ahora, sin embargo, nos los han vuelto arrebatar. El Fabricante ha sido cruel con nosotras, y todas sabemos por qué. Después de tanto tiempo, al fin ha comprendido el poder que tenemos y nos teme. Ha intentado acabar con nosotras atacándonos directamente en uno de nuestros puntos débiles... pero ha fallado.

Un coro de susurros y murmullos secundaron a las palabras de Bonnie. Al igual que le había pasado a Isabel, el don de palabra de Green había logrado hechizar a muchas de las mujeres del campamento. Bonnie sabía ver lo que ellas necesitaban y no dudaba en ofrecérselo decorado con palabras aduladoras. Sin embargo, aunque sus palabras estuviesen llenas de fuerza y ensalzaran su posición más allá de lo que muchos pudiesen jamás llegar a creer, Isabel sabía diferenciar la realidad de la fantasía. Ellas tenían un gran peso sobre sus maridos; podían manipular sus pensamientos y variar sus deseos a su gusto, pero eso no significaba que fuesen sus dueñas. Al contrario, la mayoría de ellos eran lo suficientemente fuertes y decididos como para no dejarse influenciar. No obstante, siempre era agradable escuchar palabras como aquellas, y más en los tristes tiempos que corrían.

—El Fabricante lleva mucho tiempo decidiendo sobre nuestra existencia ordenando a nuestros hombres seguir el camino que él marca. Él decide qué nos espera en cada casilla, pero únicamente porque nosotros movemos las fichas. Se comporta como un árbitro... ¿pero qué es de un árbitro sin jugadores a los que dirigir?

El silencio se impuso en la cueva. Bonnie estaba siendo muy atrevida al pronunciar todas aquellas palabras tan abiertamente. Todas, incluida Isabel, de vez en cuando tenían sentimientos encontrados en relación al tiránico Fabricante. A veces le amaban, pero en la mayoría de los casos le odiaban por todo el daño que les hacía. No obstante, jamás lo decían en voz alta. Aunque sabían que probablemente no podía escucharlas, eran demasiado supersticiosas. Sin embargo, Bonnie no parecía temer en absoluto la ira del Fabricante. Es más, aún no lo había dicho, pero era obvio que estaba proponiendo que le retesen. Si realmente ellas eran el auténtico espíritu de Carfax, debían ser ellas quienes marcasen las órdenes, no él. ¿Pero cómo? ¿Acaso había forma humana de hacerlo?

Los ojos de Isabel saltaron de Bonnie al muro que había tras ella. Había una forma. Existía una posibilidad, y la tenía ante sus ojos, en las imágenes. Unas imágenes en las que tanto hombres como mujeres cuidaban los campos, alimentaban al ganado, criaban a los niños y, simplemente, disfrutaban apaciblemente de una vida tranquila en un lugar fijo.

En el lugar en el que actualmente se encontraban; la pradera.

Un escalofrío recorrió la espalda de Isabel al comprender el motivo por el cual los guardias no habían podido encontrar aquella cueva. Muy posiblemente hubiesen pasado cerca, incluso a escasos metros, pero su instinto basado únicamente en la supervivencia no les había permitido ver las escaleras de acceso. No les había permitido ver lo que aquellas tierras, aquellas maravillosas tierras, les ofrecían.

Ellas, en cambio, habían sido recibidas con los brazos abiertos.

—Jamás tendremos una ocasión como ésta —prosiguió Bonnie—. Las que lleváis más tiempo aquí lo sabéis; hemos visitado muchos lugares, pero ninguno como éste. Estas tierras lo tienen todo: alimentos, agua, espacio, plantas medicinales, bosques... es perfecto. ¿Por qué seguir el viaje entonces? Si lo que buscamos es un lugar que cumpla con estos mismos requisitos, ¿por qué seguir bailando al son del Fabricante pudiendo alcanzar al fin nuestro objetivo? La meta no es la misma, cierto, pero el premio puede que incluso sea mejor. ¿Por qué no quedarnos entonces? —Bonnie sacudió ligeramente con la cabeza—. Amigas, creo que ha llegado el momento de demostrar quién gobierna realmente en Carfax. 

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