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Capítulo 10

10 – La visita

 

Por primera vez en mucho tiempo, al caer la noche el cielo se cubrió de estrellas. Unas estrellas diminutas y no demasiado brillantes según los cánones establecidos, pero lo suficientemente bellas como para que los carfaxianos saliesen de sus tiendas de campaña para contemplar el magnífico espectáculo.

Aunque como algo muy lejano y borroso, Diane recordaba haber pasado noches bajo el cielo estrellado en compañía de sus hermanos menores. En aquel entonces ella había sido otra mujer totalmente distinta a la cronista que era en aquel entonces, pues las circunstancias seguramente habían sido diferentes, pero la esencia no dejaba de ser la misma. Ella, Diane Russ, la mayor de todos y la más serena, cuidando de los pequeños. Hermanos, familiares, amigos, compañeros... las vidas podían ir pasando una tras otra, pero ella seguía desarrollando el mismo papel. Había nacido para proteger a cuantos le rodeaban, y aunque a veces el egoísmo y el miedo a morir la cegaba, no podía escapar de su destino. Un destino que, bien marcado por el paso del tiempo, o quizás por la posición de las estrellas en el mapa astral que conformaba en aquella ocasión el cielo, le impedía mantener la conciencia tranquila.

A pesar de que muy probablemente no fuese a admitirlo abiertamente, Diane estaba muy confundida respecto a los últimos acontecimientos. La mujer se había visto en la obligación de tomar medidas ante la peligrosa situación a la que Zane les había llevado gracias a su indecisión, pero ahora que las circunstancias habían escapado de su control y era el destino quien se le había adelantado, Diane no podía evitar plantearse la posibilidad de que hubiese estado equivocada. La niña era una amenaza en sí misma, era innegable, ¿pero acaso no podía ser también la solución a todos sus problemas?

Carfax llevaba demasiado tiempo perdida sin un rumbo real como para no plantearse seriamente lo que estaba ocurriendo. La desconfianza la había llevado a, como de costumbre, pensar en la niña como una amenaza, ¿pero quién podía asegurar que, en realidad, no había sido un regalo del Fabricante?

De haber fallecido, Diane no habría dudado. Aquella niña habría sido una prueba más del Fabricante y, como buenos jugadores, ellos la habrían superado sin tan siquiera tener que mancharse las manos. No obstante, ahora que por tercera vez Cheryl había logrado eludir a una muerte casi segura, su futuro se planteaba como una auténtica incógnita. Si realmente el Fabricante tenía tanto interés en mantenerla con vida, ¿por qué no pensar en ella como en un posible regalo en vez de una trampa?

Era complicado, por supuesto. El mundo en el que vivían era demasiado complicado y salvaje como para permitirse cometer cualquier error. Sin embargo, dadas las circunstancias, ¿por qué no intentarlo? El mero hecho de intentarlo podría dañar enormemente a la compañía, ¿pero acaso no valía la pena?

¿Acaso no estaban ya de por si condenados?

Ninguno de sus compañeros jamás lo diría abiertamente, pues el mero hecho de pronunciar aquellas palabras les asustaba, pero Diane era más que consciente de que el tiempo se les acababa. El Fabricante había jugado con ellos durante mucho tiempo y se estaba empezando a aburrir. Carfax, su amada y luchadora Carfax, estaba dando sus últimos coletazos. Lo presentía, y sabía que el resto también. Sin embargo se negaba simplemente a darse por vencida. Tenía que haber algo que ella pudiese hacer aparte de guiarles de un punto a otro, y creía sospechar qué.

Claro que el riesgo era tan alto...

Pasada la media noche, Diane dejó su tienda. El campamento seguía estando repleto de curiosos que, tumbados en el suelo, charlaban entre susurros mientras miraban las estrellas, pero a ella no le importaban en absoluto. Después de tanto tiempo de convivencia, la cronista estaba tan acostumbrada a sus miradas y murmullos que ya ni tan siquiera se molestaba en disimular su indiferencia. Le nacía con naturalidad. Así pues, ignorando por completo los comentarios en caso de que los hubiese habido, fue abriéndose paso hasta alcanzar la gran tienda donde, recluida y vigilada, mantenían a la niña.

Aguardó silenciosamente unos instantes a que los dos vigilantes de aquella noche se apartasen de la puerta y, sin tan siquiera molestarse en mirarles a la cara, entró. Una vez dentro se apartó la capucha con la que hasta entonces había cubierto gran parte de su semblante. Lanzó un vistazo a su alrededor y tomó la única vela que había sobre una pequeña mesa para poder ver un poco más.

Varios metros por delante de ella, bajo la atenta mirada de una de las enfermeras, Isabel Ember, lo que quedaba de Cheryl Constance dormía plácidamente en la cama.

Diane saludó a Isabel con un ligero ademán de cabeza. Al igual que el resto de enfermeras y equipo médico, Isabel era una mujer agradable y bastante capaz con la que se podía contar en los momentos de mayor tensión. Por lo que Diane tenía entendido, la muerte de su hija le había afectado notablemente, pero tras unos cuantos días de recuperación había regresado con más fuerzas que nunca.

Era, sin lugar a dudas, una mujer a la que respetar. Tanto ella como su marido eran carfaxianos muy valiosos, y así se lo demostraba Diane a diario cuando les saludaba con un ligero ademán de cabeza cada vez que se los cruzaba en el campamento.

—Puedes retirarte —prosiguió al ver que la mujer se ponía en pie—. Yo me ocupo de ella.

Siempre obediente, aunque visiblemente en contra, Isabel Ember abandonó la tienda. Diane era consciente de que ni ella ni ninguna de las enfermeras sentía el más mínimo aprecio por ella, pero no le importaba en absoluto. Que aquellas mujeres no fuesen capaces de ver que, en el fondo, desarrollaban la misma función, no era su problema.

Ya a solas con la niña, la cronista avanzó hasta alcanzar la cama donde Cheryl dormía. Las últimas lesiones auto infringidas no eran visibles debido a la gran cantidad de vendajes que ahora cubrían su cuerpo, pero podía imaginarlas. Cortes, quemaduras... se decía que había intentado cortarse las venas; quitarse la vida de la manera más vulgar que existía, pero ella prefería pensar que simplemente había intentado ayudar a Carfax.

El mero hecho de pensar que lo había hecho debido a cómo la habían tratado tanto ella como el resto de carfaxianos que estaban en su contra resultaba demasiado duro incluso para la propia Diane.

La observó durante unos segundos mientras dormía. Aunque las heridas y vendas habían acabado por convertirla en poco más que un siniestro monstruo al que le repugnaba incluso compadecer, Diane no podía evitar sentir cierta lástima por ella. En el fondo, nada de lo ocurrido había sido culpa suya.

Si no la hubiese salvado de aquella cornisa todo habría sido más fácil. Lamentablemente, dado que las circunstancias eran las que eran, decidió tomar asiento a su lado, justo en el borde de la cama. La observó durante unos segundos más hasta que, finalmente, decidió despertarla apoyando suavemente la mano sobre su hombro. Cheryl se sobresaltó al verla, pero pronto una tímida sonrisa apareció en su rostro.

Aunque había tardado, su salvadora al fin se había decidido a ir a visitarla.

—Diane —exclamó con apenas un hilo de voz–. Ya creía que no ibas a venir. Todos decían que estabas tan ocupada...

La cercanía logró inquietarla e incomodarla. La cronista no estaba acostumbrada a que nadie le hablase tan abiertamente, y mucho menos de tú. ¿Acaso no le habían explicado nada a aquella niña?

—Lo estoy —respondió en tono gélido—. Los cronistas somos personas muy ocupadas, no obstante, consideraba esta visita importante, así que he podido hacer un hueco.

—Me alegro.

Se le atragantaron las palabras en la garganta. Nadie se alegraba de absolutamente nada cuando un cronista estaba cerca, y mucho menos de que fuesen a visitarles, pero ella, aquella maldita niña, por alguna extraña razón estaba contenta, y no parecía mentir. ¿Podría ser considerada su peculiar conducta como la prueba de algo? Siempre cabía la posibilidad de que fuese una experta mentirosa, por supuesto. No obstante, Diane tenía un buen presentimiento.

—¿Quién eres? Y no me digas que una niña cualquiera que no sabe de dónde ha salido; no me lo creo. Tanto tú como yo sabemos que hay algo más, y quiero que me lo digas ahora mismo.

—Si pudiera...

—No me interrumpas —advirtió alzando el tono—. Responderás a mis preguntas... y veremos qué pasa contigo. ¿Eres una amenaza? ¿Un regalo? ¿Una espía? —Diane se puso en pie deliberadamente para desenfundar el cuchillo y mostrárselo—. En tus manos está decidir qué hago contigo. ¿Te queda claro?

La niña desvió la mirada hacia el cuchillo. La luz de la vela que Diane traía consigo no era demasiado intensa, pero le bastó para poder ver en el reflejo de la afiladísima hoja que su vida dependía de lo que hiciese a partir de entonces. Había llegado el momento.

—Sí —respondió con un leve asentimiento gracias al cual fue capaz de ocultar el miedo—. Tú preguntas, yo respondo.

—Bien. —Diane volvió a tomar asiento—. Empecemos.

Ash Engels y Leigh Middlebrook ya estaban a punto de acabar su turno de guardia cuando el grupo de recolectores se reunió en las afueras del campamento. Según habían podido saber, tras la expedición Erika Cooper se había reunido con los líderes de Carfax, y su actuación había resultado tan convincente al exponer la necesidad de realizar una segunda batida en la lejana zona de campos y viñedos que habían encontrado que Zane no había podido darle un no por respuesta. Carfax necesitaba esos suministros, y allí encontrarían cuanto necesitasen durante su estancia.

Ash quería ir a esos viñedos. A pesar de haber estado poco tiempo, Leigh le había contado maravillas sobre la zona, y el guardia ansiaba poder visitarlos. Hacía tanto que no veía árboles frutales y campos de cereales como los que su compañero había descrito que se negaba a pasarlo por alto. Sentía auténtica curiosidad. Además, le gustaba la idea de poder viajar y ayudar a Erika en su trabajo. Normalmente los guardias y los recolectores iban por separado. Mientras unos hacían, los otros deshacían, y viceversa. Era como sí, en el fondo, no dejasen de ser dos grupos aislados rivalizando continuamente el uno contra el otro. Y de hecho, así era como lo veía la gran mayoría. Él, en cambio, los admiraba y respetaba demasiado como para entrar en esa estúpida guerra. Obviamente, la guardia era mucho más importante para Carfax que los recolectores, eso no se podía poner en duda, pero aun así tenía que admitir que eran bastante útiles. Además, sentía simpatía por ellos.

O como a Leigh le gustaba decir cuando bebían más de la cuenta, por ella.

Les observaron mientras permanecían reunidos. Normalmente las vigilancias resultaban tediosas y aburridas, y más en lugares tan simples como aquellos en los que no había nada que vigilar a excepción de metros y metros cuadrados de hierba, pero jamás bajaban la guardia. El enemigo podía acechar en cualquier rincón. Eso sí, aunque se mantenían en guardia, era inevitable que de vez en cuando se distrajesen. En aquellas circunstancias, cualquier carfaxiano, por aburrido que fuese, podía resultar más entretenido que permanecer estáticos mirando la nada durante horas. Además, aunque estuviesen demasiado alejados como para poder escuchar qué decían, era evidente por el modo en el que gesticulaban que Bennet Priest no le estaba poniendo las cosas fáciles a Erika.

Como de costumbre, siempre tenía que haber alguien que lo complicase todo. En todos los grupos pasaba, y los recolectores no eran distintos. Además, aquel era el precio de tener a Priest en el grupo.

Ash no podía evitar seguir sorprendiéndose cada vez que pensaba en Bennet como en un nuevo miembro de los recolectores. Los dos hombres habían coincidido durante varios meses en la guardia. Durante aquel periodo, Ash había descubierto y conocido lo suficiente de él como para saber que no era un tipo en el que se pudiera confiar. Bennet ansiaba poder ascender y conseguir el máximo poder posible, y para conseguirlo no dudaba en hacer lo que hiciese falta. En la guardia lo había intentado, y había acabado mal. Y en los recolectores, si es que no lo había hecho ya, no tardaría en hacerlo. Era su naturaleza.

Era cuestión de tiempo de que las cosas acabasen mal, y todos lo sabían. Incluso Erika lo sabía. No obstante, incluso siendo consciente de ello, no quería expulsarle; aunque le disgustase enormemente su presencia, los recolectores no podían permitirse una baja más.

—Un día de estos Bennet se va a llevar un susto —comentó Ash mientras contemplaba cómo, finalizada la reunión, el grupo de Erika se separaba dividido en varias parejas—. Nunca me gustó.

—Siempre fue un cabronazo —respondió Leigh sin apartar la vista del frente—. Por lo que he oído, hay bastantes que se la tienen jurada. ¿Sabes lo que le hizo a Red?

—Algo escuché, aunque nunca se pudo confirmar que fuese él.

—Pues claro que no. Ese tío es listo. Si se hubiese podido confirmar ya estaría muerto. —Leigh sacudió la cabeza—. El pobre Red... malditos sean, hay personas sin corazón, Ash. El pobre no ha vuelto a ser el mismo de antes, y creo que nunca lo será. Ese tipo de cosas no se olvidan.

Ash asintió con lentitud. Lo cierto era que sabía bastante poco de lo que había ocurrido con Red Vergal, pues en aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo con Luther aprendiendo todo cuanto podía, pero lo poco que sabía le había bastado para poder tachar al asesino de psicópata.

Aquel había sido uno de los peores crímenes de Carfax.

—Pero no creo que fuera Bennet —prosiguió Engels. Aunque despreciaba a Bennet Priest, Ash se veía incapaz de culparle de un crimen tan cruel sin pruebas—. Sé que hay rumores de que habían pruebas que le incriminaban directamente, pero...

—Oh vamos, tenía el cuchillo y la ropa llena de la sangre de Bepty. Además, después se pasó dos semanas hecho una mierda, vomitando pelo. Eso no es muy normal a no ser que te comas al gato de uno de tus compañeros, Ash. Además, no entiendo porque le proteges; sabes perfectamente que en cuanto tenga ocasión va a ir a por Erika. ¿Acaso te da igual? Si se ha unido a los recolectores es porque quiere conseguir su puesto; nada más.

—Eso no va a pasar jamás. Zane no lo consentiría.

—Bah, a Zane no le gusta Erika; lo sabe todo el mundo.

—¿Qué dices? Eso no es cierto. A Zane...

Ash dejó las palabras en el aire.

Como si de un solo hombre se tratase, Leigh y él volvieron la cabeza hacia un punto en concreto perdido en mitad de la oscuridad. El destello había sido levísimo, prácticamente imperceptible para el ojo humano, pero ambos lo habían podido captar. Por supuesto que lo habían captado, y sabían lo que significaba. Lo sabían perfectamente.

Espías.

Sin tan siquiera intercambiar palabra alguna, los dos guardias se lanzaron a la carga.

En la lejanía, recortada contra la profunda oscuridad de la noche estrellada, una silueta humana empezó a correr.

Más que nunca, los corazones de ambos guardias empezaron a latir con rapidez, enloquecidos. Ambos sabían lo que podía significar que fallasen, y no estaban dispuestos a permitirlo. Si lograban capturarle a tiempo e interrogarle como otras tantas veces habían hecho, la compañía quizás tuviese una oportunidad de adelantarse al enemigo. Quizás podrían preparar a Carfax para la guerra e, incluso, llegar a dar ellos el primer golpe, pero para ello primero tenían que cogerla, y la figura era muy rápida.

Demasiado rápida.

La persiguieron hasta los viñedos. Ash había tenido la esperanza de poder alcanzarla antes de que se adentrara en la compleja zona de la que tanto le había hablado Leigh en aquella misma guardia, pero era evidente de que no lo lograrían. La figura, que parecía flotar en el aire más que correr, avanzó hasta alcanzar la primera línea de plantas y, como si de una mera sombra se tratase, se fundió con la oscuridad.

Consciente de que la elección de la vía de escape no tenía por qué haber sido aleatoria, Leigh se detuvo justo antes de adentrarse en la maleza, en los límites. Si el enemigo conocía la zona, cosa que, visto lo visto, era de sospechar, seguirle se convertía en un auténtico suicidio. Ash, en cambio, ni tan siquiera se lo planteó. El guardia sabía perfectamente lo que significaba dejar escapar a un espía que había descubierto la posición exacta del campamento, y no estaba dispuesto a que sucediese. Pasara lo que pasara, tenía que alcanzarlo... ¿pero cómo?

Antes incluso de que se diese cuenta de que estaba totalmente perdido, el rastro que el cuerpo del espía había dejado al abrirse paso entre las plantas desapareció. Engels le había perseguido a lo largo de más de quinientos metros a través de la espesa maleza que componía el viñedo creyendo estar recortando la distancia, pero lo cierto era que el espía había escapado. Y no solo eso.

Además de solo, Engels estaba desorientado.

Se obligó a sí mismo a pensar con frialdad. Ahora que el objetivo había escapado, tenía que volver cuanto antes. El campamento tenía que ser informado antes de que fuese demasiado tarde. Sin embargo, estando como estaba rodeado de altísimas plantas que le impedían ver nada más allá de la propia naturaleza, Engels no sabía qué camino debía tomar. Tenía que volver, era evidente, lamentablemente no sabía exactamente cómo.

El espía había sido muy astuto al hacerle cambiar de dirección en tantas ocasiones.

Y no era el único. Leigh también había sido más inteligente que él. Antes de adentrarse en el muro de plantas, Ash había visto cómo el explorador se detenía en seco. En aquel entonces ni tan siquiera se había preguntado el motivo, pues la sangre le bombeaba con demasiada fuerza en la cabeza, pero ahora lo entendía perfectamente. Ese maldito de Middlebrook siempre iba un paso por delante. Por desgracia, ahora que no contaba con su presencia, Ash sabía que tenía que actuar en solitario, y tenía que hacerlo con rapidez. Aunque cabía la posibilidad de que el espía únicamente hubiese empleado los campos para escapar, lo más probable era que les hubiese tendido una trampa.

Y había caído de pleno.

A pesar de ser consciente de que perdido como estaba muy probablemente empeoraría aún más su situación, Ash decidió reiniciar la marcha. En el fondo, no le quedaba otra opción si lo que quería era avanzar. Muy probablemente se perdiese aún más, pero tarde o temprano encontraría el camino de vuelta.

O eso quería pensar, claro.

Atento a absolutamente todos los detalles que le rodeaban y siempre alerta ante un posible ataque, el guardia corrió entre los viñedos con rapidez tratando de ser lo más silencioso posible. A su alrededor el paisaje no variaba en absoluto, pues todo cuanto le rodeaban eran viñedos, pero incluso así no se detuvo. Siguió durante casi diez minutos y no se detuvo hasta que, procedente de la lejanía, escuchó gritar su nombre.

Ash se detuvo en seco. El grito había sonado demasiado lejano para poder estar seguro, pero el guardia estaba casi convencido de que la voz que había escuchado era la de Leigh. Es más, tenía que ser él. ¿Quién podía ser sino? La voz se parecía muchísimo, y el enemigo no conocía su nombre... o al menos no debería conocerlo, claro. No obstante, había visto cosas tan extrañas a lo largo de todos aquellos años que ya no sabía qué pensar.

Decidió no bajar la guardia. Aunque Leigh fuese el más leal y querido de todos sus amigos, el guardia había aprendido hacía mucho tiempo que no debía confiar en absolutamente nadie.

Con el arma bien sujeta entre las manos, Ash modificó su rumbo hacia la dirección de la voz. A su alrededor únicamente había troncos, hojas oscuras y frutos apelotonados en racimos, pero no le molestaban para poder moverse sigilosamente.

Ash se agazapó ligeramente y empezó a avanzar en mitad del silencio.

Cien metros más adelante, volvió a oír su voz por segunda vez. La voz era la de Leigh Middlebrook, de eso no cabía duda, pero había algo en ella que le inquietó más que cualquier otra cosa. Había entendido su nombre, pero solo eso. El resto de palabras habían desaparecido en lo que aparentemente parecía un gruñido de dolor.

Ash se puso en pie todo lo alto que era y respondió a la llamada también a gritos. El corazón volvía a latirle con fuerza, acelerado, pero esta vez no por el esfuerzo físico.

—¿¡Leigh!? ¿¡Leigh dónde estás!? —gritó con la voz ligeramente temblorosa—. ¡¡Leigh!!

La falta de respuesta logró helarle la sangre. Ash se mordió los labios con fuerza en un intento desesperado por mantenerse lo suficientemente sereno como para actuar con cordura, pero un último grito de su compañero suplicándole que se fuese le bastó para que se le nublasen todas las ideas. Le habían cogido. El enemigo había cogido a Leigh, y a no ser que actuase pronto, ambos sabían perfectamente cuál sería su destino. Después de todo, ellos habían ejecutado a demasiados prisioneros como para no saber qué les pasaría en caso de caer en manos del enemigo.

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