Necrópolis
Han surgido muchos interrogantes en los últimos libros de medicina, los analistas sin duda descubrirán nuevas interrelaciones entre cada aparato y sistema orgánico, y a la vez la singularidad de cada uno. Pero yo no soy ningún especialista ni quiero serlo, tal vez en un futuro seré una gran persona y cuando recuerde lo que hice de joven, me sentiré muy satisfecho, porque a pesar de mi lento aprendizaje nunca pedí el tiempo.
Doctor Anthony
I
En un lapso desconocido de tiempo había sobrellevado la gran falla
descomunal en mi marchito y opaco corazón; es gracioso imaginarse las
pesadas cadenas de mis ignorantes acciones e infinitos pecados, insinuando en la solidaria honestidad irónica el amargo gusto por pecar contra la voluntad de Dios, solo con la finalidad de satisfacer los deseos de la carne. ¿Los deseos de la carne? Estoy pensado como si fuera un cura dando el sermón de los domingos.
El Hospital adonde había sido llevado mi padre era más grande y espacioso
que la Catedral de Caracas. La sala de espera estaba hacinada de dolorosos
cuchicheos y miradas enjugadas de indulgencia; también ese rincón lleno de piadoso esplendor mostraba fugazmente a la muerte enlazada a la amargura y a la preocupación.
A pocos metros de las inusitadas escaleras y el muy solicitado ascensor, los corredores con su aroma a alcohol y su fría atmósfera blanquecina causaban a toda persona la inquietud de la muerte danzante,
seguramente ella se paseaba por los pasillos más concurridos de la clínica,
buscando a su próxima víctima.
En el cruce a la entrada del hospital se
acurrucaba un mendigo, la más viva imagen del paciente Job y el noble Lázaro; con ropas raídas y sucias y una desgraciada sonrisa que dejaba a la intemperie su único diente visible, que brillaba como oropeles al tocar la luz: Su valiosa y última posesión que le quedaba. Con dificultosa docilidad trataba de abrigar sus piernas desnudas, presas al despotismo del infernal frío que emanaba de ese lugar.
Lo más curioso y llamativo era un pulcro gorro de lana incrustado
vagamente en su cabeza, sería difícil creer que aquella prenda podía haber
sido donada por alguna niña rica o un mozo arrogante, presos en su orgullo
que no conocen el amor: su descuidado aspecto indicaba abandono.
Tardamos casi 3 horas en llegar a ese recinto, cuando estuvimos allí, en lugar del ascensor, utilizamos las olvidadas escaleras llenas de polvo y plantas ornamentales que embellecían de alguna manera el sombrío pasillo, acompañado de reconocimientos plastificados colgados en las paredes, y Obras de arte de Pablo Picasso o Vincent Van Gogh.
El paseo entre infinitos corredores apenas estaba comenzando.
La visita al hospital se daba por una de estas curiosas razones: por una fastidiosa dolencia, un fuerte dolor de cabeza o como familiar del paciente desahuciado; yo estaba allí por esta última opción que me retumbaba en la mente con la voz de mi papá:
—¿Viniste a Visitarme cuando ya estoy a punto de partir? ¡Qué ingrato sois! ¡Solo me ves allí como si fuera un cadáver! Ni siquiera has de venir a abrazarme; siempre pensaba en tí, pero tú no escuchabas, ¡estabas cegado de euforia! ¡No te conoces a ti mismo...!
Mi padre era la representación de una flaquísima silueta, delgados brazos que casi tocaban sus rodillas, el cuello largo de una jirafa, corto cabello canoso, tímidos ojos ocultos tras la lente de sus enormes anteojos que lo envejecían aún más de lo que estaba, espesas cejas, gruesa voz de donde el más bello discurso elocuente se combinaba con la paranoia y la histeria, camisa abotonada, pantalones holgadísimos como los de un desdichado payaso y zapatos talla 56.
Mi padre estaba hospitalizado por razones que todavía desconozco, corregir este error pudiese ser imposible y perdonar sus fallas solo lo podía hacer Dios... no le hablaba, no le ví más, corté todo trato con él, ¿Y para qué? Para ser disfrazado bajo la asfixiante pulmonía y perder todas estas exageradas virtudes.
II
Siempre tuve presente que en todos los hospitales, la presuntuosa y notable soledad de sus corredores y pasillos estuvieran ligadas a encuentros paranormales; La duración de la oscuridad y el mutismo influye gratamente en las vigilias circunstanciales, donde el insomnio jugaba con la mente insensata de los claustrofóbicos en una habitación solitaria sin nada que esconder, donde reposa un vaso de agua en una cómoda y un crucifijo adherido a la pared.
En ese enfermizo lugar nadie recibía cobijo durante las noches, exceptuando al piadoso indigente del cual ya esbocé su escuálida figura. Cohibir a los fantasmas en cosas materiales seguramente es lo que emana e infunde el miedo entre todo el personal del hospital...
El Arte del doctor persiste hasta el
último suspiro de un enfermo terminal, es un aliado procedente de la cordura y la lucidez que en honoraria divulgación y expresión eufemista, se dirigía a la muerte como deceso, fallecimiento o separación del cuerpo y el alma ¡Una elocuencia ilustre y ejemplar digna de exponer la elegancia y la belleza del lenguaje! Pero de igual manera no se empañaba la dura realidad y la fuerte verdad duplicada por el peso de un sarcófago que irá a parar al cementerio.
Lo más inédito de la sala de partos de ese hospital era la gran cantidad de
mujeres encintas que allí se encontraban. La mayor tal vez no pasaba de los 15 años de edad... Todas las jóvenes al entrar, salían con un bebé en sus brazos; algunas habían abortado y la chispa de vida existente en su vientre se había apagado y perdido en el abismo; unos nacían prematuros, otros nacían desnutridos, los pocos afortunados sobrevivían al parto, mientras que otros sin conocer el camino de la vida, ya habían comenzado a vagar por el camino de la muerte.
La falta de agua en el hospital había traído como consecuencia bacterias y
parásitos causantes del Sarampión, la Tos Ferina, la Difteria y la Lechina.
Las brumosas e inicuas enfermedades derramaban a su paso vómitos, desmayos, mareos, y hasta la incontrolable y asfixiante asma que aislaba a los pacientes a permanecer en cama usando una incómoda máscara de oxígeno, mientras los
desahuciados con crudos pensamientos de franqueza auguraba la hora de su ya asegurada entrada al mausoleo familiar.
Un brochazo de Meningitis Espinal deshacía la salud y enmendaba la
enfermedad de una dulce niña, a la cual pude oír que llamaban Preciosa. De fragmentada sonrisa, piel enfermiza y delgada uniformidad, no ocultaba su optimismo por haber conseguido algunas horas más de vida. Su lívida madre alisaba sus rizados cabellos castaños y ella, mordiéndose sus secos labios, acariciaba una muñeca de la cual desprendía un rico olor a vainilla.
III
Una vieja enfermera corría de un lado a otro en la sección de Psiquiatría:
"Donde los locos hacen cosas locas"
Reconozco que todos los miserables
recluidos, el intermitente gritar y las deterioradas instalaciones constituían "El Infierno Terrenal"; el claro sufrir de cada uno de los enfermos y moribundos eran la viva imagen de los verdugos tempestuosos que persiguen a la fe y a la Esperanza para terminar de apagarla por completo...
Casi llegando al cuarto donde estaba internado mi padre, pude sentir la amable presencia de una señora de la tercera edad, que bien podía ser mi bisabuela; confinada en silla de ruedas y ayudada por una enfermera, tal vez por un ataque de repentina
histeria comenzó a clamar cada barbaridad incoherente que se le pasara por la cabeza, lo que demostraba el imponente brío en su garganta infectada de obscenidades.
La lengua tiene un gran poder, debemos medir nuestras palabras, y aunque la anciana mujer con ausencia de educación oral tuviera un vehemente comportamiento, debo confesar humildemente que quizá su
hereditaria epilepsia era el motivo de sus inauditos reproches que poco
después fueron reemplazados por santa devoción católica:
—¡Alabado sea Dios!
Ya no sabía si era un adolescente o un lunático con ganas de ser internado en la Psiquiatría.
La inquietud y la desesperación ligadas a la montaraz actitud de mi padre lo obligaron a cometer la más descabellada locura, signo de su inmadurez y fobia a los hospitales: La Fuga. Un enfermo sin atender evadido del cuarto espacioso y solitario para una sola persona donde en lugar de una por lo menos cabe diez.
¿Adónde pudo haber ido? ¿Estaría resentido o decepcionado por mi falta de amor? ¡No lo sé! Aquí la historia encontró lugar en el sitio de lo desconocido y el futuro próximo de mi testimonio narrado con desgano.
Si creyera en Dios todo sería más que distinto ¿Verdad? Ahora estoy recordando un bello Adagio
que siempre citaba cada vez que pasaba por una casa que carecía de
seguridad:
"La puerta de un médico nunca debe de estar cerrada, y la de un sacerdote siempre tiene que estar Abierta"
En la pobreza está la miseria, y más allá está otro cuarto más oscuro: ¡Es el
Infierno! Yo estaba sintiendo el frío del infierno... Y no podía salir corriendo de allí porque algo me lo impedía: ¡era la voz de mi padre que me llamaba desconsoladamente! Mientras sonaban en el Aura majestuosos versículos bíblicos para redimir mi impía alma de mis fallas:
Me llevaron a tinieblas y no a luz,
¡Cayó la corona de nuestra cabeza!
Los niños pidieron pan y no hubo quien lo repartiese,
Cesó el gozo de nuestro corazón:
¡Nuestra danza se volvió luto!
¿Por qué se lamenta el hombre viviente?
¡Laméntese el hombre de su pecado!
Niños y viejos yacían por tierra en las calles,
¡Mis vírgenes y mis jóvenes cayeron a espada!
¡El infierno se airaba cada vez más y solo deseaba llorar! pero me ahogaban las palabras de mi padre que todavía seguían en mi mente:
—¡No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre!
No voy a aclarar si lo encontré, si está vivo o muerto o sigue desaparecido; lo único que voy a explicar en medio de un mar de lágrimas es que obtuve la respuesta, una respuesta que auguraba con tanto recelo y nadie me había podido ofrecer.
¿Se ora?
Sí.
¿A quién?
A Dios, y el mora en nosotros y quiere cambiarnos... ¡Porque nacimos para manifestar la gloria de Dios que está en nuestro interior! Si he conseguido paz es gracias a él, tal vez deliro pero sé que estoy bien; no es euforia, es una paz tortuosa enlazada a la incertidumbre.
Me negaba a decir las palabras que terminaran condenando a mi propio padre, pero tu verdadero yo siempre termina sobresaliendo, todos somos responsables de nuestros propios actos, ¡Ahora sabes que yo no
puedo mover ni un dedo! Solo estaré aquí y estaré observando. Ahora mismo veo la luz al final del túnel que me ciega y me envuelve en amistad ¡Un don del Cielo! Demostrando que luego de inesperadas pérdidas el amor, así no se demostrase, no muere. Ni siquiera por menester voy a matar a las moscas, solo estaré observando, y seguramente dirán: ¡Pero ni siquiera era capaz de matar una mosca! Se puede morir espiritualmente pero... ¿Se puede tener piedad más de los animales que de nosotros los seres humanos?
IV
Esto no lo escribí yo, pero si el autor hubiera escrito sobre su madre en lugar de su padre, ese sería yo.
En sí, ese padre era yo.
Esto la había escrito Santiago José, él había logrado mi sueño frustrado de escribir un Libro que nunca ofreció a la publicidad: El Largo Camino a Casa.
Firmado:
Anthony Edwards
Cartas Ocultas de Mi Verdadero Yo Editorial Esmeralda - 2024
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