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Caramelos de Luz


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Usualmente, Cuenca resplandecía bajo un cielo remojado en algodón. Con sus calles empedradas y angostas, serpenteantes que conducían a lugares entrañados de la imaginación; con sus casitas de teja; con el cálido olor a pavo y las tibias galletas de jengibre. Y como olvidar mencionar a su gente cálida de mejillas rellenitas y sonrisas que hacían jirones.

Sin embargo, al llegar diciembre y con ella, la temida Navidad, el sol los abandonaba al igual que la alegría. La oscuridad y el frío vomitaban bilis negra por todas las calles. Los faroles, enjutos y vestidos de terno, apenas alumbraban para batallar un poco con la noche que deseaba engullirlo todo. Las nubes hechas de peste y la palidez de una luna que parecía estar en sus últimos días espantaba a los turistas e incluso a los autóctonos.

Con la llegada del invierno, los cuencanos sabían que las puertas debían ser cerradas y los niños guardados si no querían perderlos, porque en las noches de diciembre la naturaleza se comportaba al revés. La noche de Navidad era el día en que lo imposible era posible. Pocos establecimientos abrían y el pavo tan típico de los días cotidianos quedaba suspendido al igual que cualquier festejo.

Y aunque entendía que nada bueno estaba relacionado con diciembre, cada noche a la luz de la vela mientras estudiaba neuroanatomía, no podía evitar dejar mi mirada perderse por esas luces de colores a lo lejos, esas luces que solamente aparecían en Navidad por mi ventana.

Brillaban a lo lejos de la ciudad resplandeciendo como caramelos de distintos sabores y colores que deseaban ser encontradas y atraían las miradas curiosas. Me distraían y me hacían olvidar lo que era importante.

Aunque estaba tan cansado y mi espíritu se iba muriendo, siempre guardaba un puñado de tiempo mientras estudiaba para apreciar esas luces a lo lejos.

Ojalá el tiempo me alcanzara para llegar a esas luces, pensaba. Ojalá el miedo no fuera tan paralizante para limitarme a apreciarles desde mi escritorio mientras sueño con días mejores.

Yo no era valiente, a diferencia de ti.

—Mañana por la noche voy a salir a averiguar de qué se trata—me dijiste una noche cubierto por la oscuridad mientras el resto de nuestros hermanos dormía. A ti también te habían hechizado los caramelos de luz—, ¿me vas a acompañar?

Dudé mientras mi mirada caía sobre las palabras del libro que dejaron de tener sentido pasada la media noche.

—Sabes que está prohibido salir en diciembre.

—Pero...Es que...—Intentaste ordenar tus pensamientos y tus ojos cristalizaban la idea mirando más allá de la ventana—. Es que necesito saber. Quiero saber de qué son esas luces a lo lejos que se miran todas las noches y porqué al pasar el 25 de diciembre desaparece todo excepto por los caramelos. Pero solo pensar en salir en diciembre hace que mis piernas tiemblen. Aunque estoy...tan asustado, igualmente quiero ir ¿tiene eso sentido?

Guardé silencio. Siempre había admirado en secreto la habilidad que tenías de aferrarte a algo y no soltarlo, de tener aquella ilusión brillando en los ojos por cualquier cosa que lograba captar tu atención. Yo no tenía esa capacidad de luchar por algo que creía, tampoco tenía algo que quisiera tanto como para aferrarme a eso. No lo entendía, pero aún así, al verte y escucharte, una parte de mis entrañas se revolvió como si hubiera una luz brotando y esperando el momento para demostrar que había algo más que músculo y válvulas en mi corazón.

—Está bien. Te voy a acompañar.

Asentiste con una sonrisa dichosa.

Para la siguiente noche, mientras Julián y Marco preparaban sus pijamas, tú y yo preparábamos una vía de escape. Cuando la campana de la Iglesia resonó haciendo vibrar el paisaje de una ciudad dormida, los dos empacamos un poco de valor y partimos en medio de la oscuridad.

Nos movíamos jugando con las sombras y la luz de una luna enferma. El temor de que el bombeo de un ansioso corazón llegara a tocar una puerta era pulsátil. Incluso una respiración pesada parecía ser un sonido lo suficientemente grave para llamar la atención.

El miedo estaba tan arraigado por todos los diciembres que pasamos dentro de casa sabiendo que afuera solo nos esperaba lo peor, que ahora amenazaba con tambalear nuestra voluntad. Con cada paso estábamos más y más alejados de casa.

A pesar de que yo era mayor a ti, y por lo tanto era el que iba adelante; me sentía perdido, guiado por unas calles que se me hacían desconocidas ahora que estaban pintadas de negro, caminando a ciegas debajo de un cielo sin ninguna estrella. Las únicas luces que se mantenían perpetuas batallando la oscuridad eran las de la carpa con colores que reposaba allá arriba sobre la colina.

Subimos hasta esa colina y al llegar, observamos con fascinación la carpa de un circo que parecía haber escapado de una pintura.

Aunque nunca había visto uno en mi vida, pude reconocerlo. Largos y rectos trazos intercalados entre rojo y verde cubrían todo el espectáculo que apenas se escapaba por su puerta abierta. Olía a dulzura y a alegría mientras los sonidos de los instrumentos se trenzaban hasta llegar a nosotros. La oscuridad a penas se atrevía a tocarlo con sus luces hechas de caramelo y su frescura que combinaba mejor con un día soleado que con un día inerte de invierno.

Tú fuiste el primero en echar a correr cuando la emoción empezó a desbordarse. Tirando de mi manga con una risa burbujeante, llegamos hasta la entrada. Un pequeño hombre de bigotes largos y oscuros como lo de un ratón dormía en su asiento mientras sostenía en puño algunos boletos.

Carraspeé, pero el señor no se levantó todavía silbando dentro de sus sueños con el sombrero demasiado grande aplastando sus orejas. Tú carraspeaste más fuerte y el hombre levantó un párpado dejando ver un ojo oscuro. Con pereza y algo de hastío se bajó de la silla alta y camino a nuestro alrededor como si fuera un roedor moviendo sus bigotes intentando medir nuestras intenciones. El hombre era demasiado pequeño, en mi opinión para ser un hombre.

—¿Son cuencanos?

—¡Sí! —Te me adelantaste a contestar.

—¿Por qué? —pregunté.

El hombrecillo mostró una sonrisa afable como la de un viejo abuelo.

—Me alegro. Últimamente he visto tan pocos cuencanos visitándonos. Pueden pasar, por favor, bienvenidos.

Ingresamos en la boca de un paisaje que no había podido concebir ni siquiera en mis sueños. Los caramelos de luz se repartían como cascabeles colgando de distintos partes armando telarañas de dulce, mientras que muchos adornos de cálidos colores salpicaban la escena. Un conejo de jengibre con un sombrero largo igual que sus orejas, pasó por nuestro lado entregándonos hombrecillos de chocolate. Navideño, hubiera sido la palabra que utilizaría alguien para describir el escenario desplegado, pero en ese momento no conocíamos esa palabra. Lo navideño, para nosotros, era algo distinto, un invierno sórdido, frío sin llegar a tener nieve; en el cual las personas dejaban de servir pavo y hacer galletas para dedicarse a actividades puertas adentro.

Nos sentamos entre los primeros asientos mareados por el caldo de ajetreo. Por los rostros y el acento, suponía que no se trataban de cuencanos. Posiblemente habían viajado para ver ese espectáculo.

El amable hombre que olía jengibre y cuyas facciones recordaban a un conejo, nos dio la bienvenida. Nos explicó la obra que veríamos por épocas navideñas y que se llevaba cada año como una tradición del circo en esperanza de revivir un festejo que estaba muriendo. Su sonrisa era amplia y cristalizaba una alegría que salía en burbujas con forma de palabras. Parecía contento de contar con la presencia de dos cuencanos en la inauguración del circo que tanto había soñado construir. Nos deseó una feliz navidad y se perdió entre los aplausos.

Llegaron entonces pequeños hombrecillos de brazos largos y piernas cortas que corrían con prisa sin ninguna dirección o sentido, tropezándose entre ellos y haciendo sonar los cascabeles de sus sombreros largos. El público se deleitó con los pequeños. Pero cuando llegaron los payasos con sus triciclos y sus globos llenos de sorpresas, las risas brotaron más. No recordaba haberme reído así en mucho tiempo. No era una burla colectiva surgida por las diferencias. Nos reíamos con ellos porque también parecían disfrutar sacando sonrisas y regalando globos a los niños.

Después de la risa, que era un buen condimento, llegó la ilusión por la magia al ver al hombre formar dragones de fuego por un soplo. Y después se agregó una pizca de irracionalidad, al apreciar a la trapecista que desafiaba la gravedad con las finas puntas de sus pies.

Al acercarse el inicio de esa obra navideña de la que nos habían hablado, me puse a hilar pensamientos. No entendía porqué saturaban de malas lenguas a la Navidad cuando parecía ser una celebración grandiosa en la que se compartían risas con sabor a chocolate.

Poco a poco, las luces en el público se fueron atenuando a la par de los murmullos hasta que todo quedó en completo silencio y oscuridad. El lugar entero parecía estar sosteniendo la respiración para el último acto.

Primero un haz de luz blanquecina, luego apareció una bailarina que llegaba con la sutileza de una campanilla.

No tenía la figura de un cisne, pues sus brazos no eran tan finos ni sus piernas tan delgadas. Y aunque no poseía la delgadez típica de la bailarina, seguía siendo hermosa de ver. Inclinó el torso hacia adelante a forma de saludo desplegando los brazos como si se trataran de dos alas con elegancia y soltura. Después levantó de nuevo el cuello y empezó a balancearse hacia el centro del lugar usando la punta de sus pies mientras su vestido se ondulaba. Seguido de la primera, llegaron más bailarinas gorditas y cuando nos quisimos dar cuenta había varias criaturas blancas revoloteando por el cielo como si estuvieran hechas de primavera.

Gráciles, se movían mientras la nieve empezaba a formar un suelo de algodón. Era un sinsentido pues había aprendido desde la escuela media que en Cuenca no podía existir la nieve. Sin embargo, allí estaba, cayendo con la gracia de ser maná del cielo para sorpresa de ninguno. En diciembre las cosas imposibles eran posibles.

Una fila de cascanueces se empezó a movilizar alrededor de las campanillas quizás para custodiarlas. Tenían una piel fabricada por el suspiro de una nevada, unas pestañas hechas de lluvia congelado y unos ojos en los que se reflejaba un lago de cristal.

Se mantenían con rostros estoicos luciendo con elegancia sus uniformes rojos designados para la protección. Las bailarinas, por su parte, continuaban inmiscuidas con sus movimientos finos, largos y de una dulzura que alcanzaba a entibiar todos tus sentidos. Con suaves y regordetes brazos lograron concentraron toda la atención del público.

Los cascanueces se inclinaron alrededor del grupo de bailarinas delimitando de rojo la blancura de la imagen. Sus pies eran mucho más más toscos y sus cuellos eran mucho más angostos comparados con las bailarinas. Levantaron los brazos al mismo tiempo y en línea recta. Sus guantes blancos mantenían encerrados en sus puños algo escondido.

Me preguntaste por lo bajo que estaba pasando, pero no fui capaz de responderte. Una crisálida se empezaba a ver entre las manos de los cascanueces, y si te fijabas bien adentro había una criatura despertando.

Iban floreciendo pequeñas bailarinas como polluelos en sus cascarones. Empezaron a dar sus primeros pasos con algunos tropezones y resbalones mientras su tamaño iba aumentando. Bajo los caramelos de luz parecían bailar en un sueño de acuarela.

Daban vueltas y vueltas con sus vestidos de nata revoloteando y sus piececillos fabricados por un pianista de seda. Al verlas el corazón empezaba a tranquilizarse como si estuviera escuchando una canción de cuna y los pies sentían cosquillas como si su verdadera naturaleza fuera el algodón y no la carne.

La imaginación se iba excitando mientras el corazón ansioso solo pedía ser capaz de bailar con ellos. Muchos espectadores empezaron a dejarse llevar por los caramelos y el pan de leche que caía del cielo en forma de copos. La falta de pensamientos racionales, dejó que por primera vez en muchos años se desinhibiera la mente. La cabeza empezó a girar junto a las bailarinas.

No entendía que estaba ocurriendo, pero cuando me quise dar cuenta, no solamente era mi cabeza la que estaba dando vueltas. Todo el lugar giraba en un vórtice de colores y sabores. Sostenía la mano de mi hermano y otra persona desconocida, girando y girando mientras se escuchaba de lejos campanillas, dentro de un juego que no recordaba haber participado.

Cuando mis ojos ubicaron que me encontraba en una especie de juego entre risas contagiosas y una osadía desbloqueada, me pregunté si estaría mal dejarse llevar.

En Cuenca no tenía la oportunidad de perder el tiempo, ya sea por exigencias como hermano mayor o como estudiante. Estaba tan acostumbrado a estar encerrado y aterrado por la oscuridad que no me atreví a descubrir cuan divertido era pasear y jugar con ella.

Después de cuestionarme si sería correcto ignorar las mil y una cosas que tenía pendiente y las mil y dos cosas que podrían salir mal, dejé que un cisne me guiara a pasos largos dentro de aquel vórtice de colores. Al tener el peso de una pluma con los pies jugueteando sobre el aire, era fácil sentirse libre.

Me pregunté si estaría bien tomarse esa noche como mía, quitándome el peso encima de otras preocupaciones y dejando que se acumulen para el día siguiente. Odiaba acumular cosas, pero tan solo ver la enorme montaña que cada día se iba incrementando más, sentía las náuseas de un montañista principiante.

Parado, reflexionando en el filo del abismo como cualquier otro humano en sus pequeñeces que parecían grandes proyectadas desde la corteza visual, no me di cuenta cuando una trapecista me empujó.

La caída fue más amigable de lo que hubiera creído. No me sentí asustado o temeroso. De todos modos, iba a morir algún día. Sin embargo, cuando empezaba a cerrar los ojos con los brazos estirados acariciando el aire y acunándose por la gravedad caprichosa; otra trapecista tomó mis brazos y jaló de mí para elevarme de nuevo.

No sabía qué estaba ocurriendo y tampoco quería entenderlo. Estaba arriba en abril y luego abajo en mayo como decía Sinatra. La izquierda o a la derecha, se habían difuminado sus límites. Una mano me sostenía. Otra me dejaba caer. Estaba oscilando en un vaivén que podría compararse con el oscilante movimiento de los impulsos nerviosos en una epilepsia.

Oh, que comparación tan poco agraciada y vulgar he hecho. Las palabras que había ido acumulando entre libros de ciencias exactas se estaba entremezclando. Era un estudiante borracho de conocimiento que a pesar de tener tanto de él desbordándose del bolsillo, lo despreciaba.

Después de ir y venir en función de las ganas de los trapecistas, caí sobre una formación reticular y al mirar el mundo desde abajo igual que una hormiga me di cuenta lo pequeño que era yo y mis angustias.

Si tan solo hubiera elegido ser trapecista estar danzando y formando nuevas creaciones con el aire en lugar de estar en el suelo con los pies en la tierra limitándome a ver desde mi ventana los caramelos de luz a lo lejos.

Cerré los ojos dejándome acunar por el cansancio de mis extremidades y de unos ojos que se volvían incapaces de sostener la luminosidad. El piso se lateralizó y al abrir los ojos me encontré de nuevo danzando de las manos de desconocidos en torno a las bailarinas y los cascanueces. Tú sostenías mi mano bailando con una sonrisa pintada. Los cascabeles sonaban al ritmo de un villancico. Si no hubiera sido por ti, no hubiera tenido el valor para visitar ese mágico lugar lleno de caramelos de luz. Me alegra haberte acompañado.

Ojalá te hubiera acompañado.

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—¿Dónde está tu hermano? —repitió el cascanueces mientras mamá lloraba en la cocina.

—No lo sé—Fui honesto. Aún podía oler el jengibre pasear sinuoso con los recuerdos de papel—. La última vez que lo vi me dijo que buscaría el origen de esas luces en la colina. Eso fue por la noche en el cuarto.

—¿Él fue solo? —volvió a preguntar el cascanueces y tu madre alargó su llanto.

—¡No mientas! —rasgó el silencioso lugar Marco, el segundo hermano—. Él nunca saldría solo y menos... ¡y menos en diciembre!

—Es verdad. Él nunca iría solo. Yo iba a ir con él. Yo debí ir con él. —murmuré.

—Tú sabes algo y no nos quieres contar. —insistió Julián, el tercer hermano.

—Déjenlo hablar—pidió el cascanueces. Aunque sus pestañas no eran de lluvia congelada, su uniforme era rojo—. Por favor, Daniel. Necesito que me cuentes todos los detalles de la desaparición de tu hermano para poder resolverlo. Eres la última persona que lo vio. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Sí, de que eres un maldito sospechoso.

—¡Marco! —Le mandó a callar el padre.

—Ya les dije. Lo acompañé hasta el último acto. Bailamos y después lo perdí de vista.

—¿No habías dicho que la última vez que lo viste fue cuando se iba? ¿Estás cambiando tu versión?

Me rasqué el cuello. La verdad es que poco me importaba lo que pensara Marco. Yo tenía mi versión de lo que pasó esa noche buena. Y es la que te estoy contando. Es una versión más adornada y embellecida. ¿Qué importa el desenlace cuando te he contado la historia de un hubiera en un lugar mágico con cascanueces, galletas y nieve? Detesto las ciencias exactas de mi carrera, así como detesto las historias completamente reales. Si ellos quieren una verdad aburrida, tendrán que descubrirlo por su cuenta, porque de mi pluma no saldrá ninguna verdad completa.

FIN

Nota de Autora:

Número de palabras: 2948

Últimamente ando enamorada del ballet, los circos y bueno el cascanueces siempre me ha encantado, al igual que la Navidad y los crímenes sin resolver. Así que decidí juntar todo de nuevo como en Invitado no Bienvenido <3

Disfruté mucho escribiendo esto y enredando la trama uwu Espero que les haya gustado.

Si tienen alguna teoría sobre lo que pasó, soy toda ojos.

¡Feliz Navidad!

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