Caracol
I
—Ahogarás todas las flores.
El campo de las árnicas fue acariciado por una brisa fría. Era una imagen viva, digna de tatuarse en la memoria de cualquiera que la hubiera presenciado. Las flores obedecían al viento y se mecían suavemente de izquierda a derecha. Entre los miles de pequeños pétalos amarillos había unos muertos, manchados de rojo y rociados con lágrimas. Un caracol paseaba por ahí, tal vez lo miraba todo: Sangre, polen y dolores.
Llevaba un buen rato dejando que la sangre se aferrara a su piel, llorando sin escrúpulos entre las flores. Si se había percatado de la presencia del joven dios, no lo dio a notar. No fue hasta que escuchó el silbido del viento que levantó la mirada y dejó salir una mueca a medias con los ojos cansados. Esa no era la costumbre. Los humanos debían hacer reverencia, bajar la cabeza, ante esos, tan queridos como temidos, dioses. Eso lo sabía bien ella, eso lo sabía bien él. Pero a ninguno de los dos parecía importarles las reglas.
La brisa volvió a acariciar las flores. No era la primera vez que cruzaban sus caminos, pero sí la primera vez que los rodeaba un pesar profundo. Al joven dios le solía molestar ver cómo la vida, con tanta felicidad, se enredaba ahí, entre las hebras de los cabellos de la humana. Las hojas de los árboles escondiéndose en ella, los pétalos de las flores aferrándose a su trenza. Que pudiera llorar tanto le incomodaba, que la tierra quisiera detener sus lágrimas le perturbaba.
—Ahógalas, pues —reclamó él.
La niña levantó sus manos y tembló. Sus nudillos estaban raspados y ensangrentados. Una costra sucia de tierra adornaba el rojo, el pasto seco también se había aferrado a ella. Entre sus esqueléticos brazos colgaba el cuerpo de un perro muerto.
—Teníamos que matarla en la prueba —respondió.
El dios no entendía mucho, para él los humanos eran débiles, de hábitos curiosos y corazones perdidos. Los brazos de ella seguían levantados, seguían temblando. No era una ofrenda, era una invitación, así que el dios se acercó despacio y la brisa lo siguió. El campo de las flores amarillas aún se mecía tranquilamente con sus pasos, el cabello de ella ahora también obedecía al viento.
Lo notó.
Una vez frente a ella, notó, no la tristeza, sino la furia en los ojos de la niña. El dios supuso que lo que pretendía la niña era compartir la imagen brutalizada del estado en que ella había dejado a la criatura. El hombre era cruel, como la naturaleza suponía serlo. Era importante para sobrevivir. La vida se trata de un constante matar o morir. Siempre.
—No pude hacer nada.
Calló y lo entendió. No había sido ella. Entonces notó las heridas frescas. Notó las telas arruinadas. Notó la sangre de ella que aún fluía de la oreja izquierda. Notó la sangre del perro que la había pintado sin discreción alguna. Movió ligeramente un dedo y el viento la atendió quitándole el cabello del rostro para que el dios pudiera recordar mejor a la humana. La niña había vivido poco, pero el dios ya podía presagiar con facilidad su destino. Las flores la adoraban y se inclinaban ante ella porque perecería pronto. Estaba maldita. Esa bondad en su corazón era aquella que solía hacer sufrir con frecuencia a los humanos.
—Sálvala.
Su tono, fuerte. Los pocos humanos que se atrevían a dirigirse de esa manera a los dioses terminaban sin lenguas y sin entrañas. Muertos. Aquel asumió que era su forma joven la que incentivaba a la niña a hablarle de esa manera, pero también tenía la impresión de que ella le exigiría de la misma forma a cualquier dios que tuviera enfrente. La niña no tuvo miedo del silencio que siguió a sus palabras. Ella mantenía a la criatura ante él. No bajaba los brazos, ni la mirada.
—Eres un dios. Sálvala. Por favor.
Lo era. El más joven de todos.
Keh, el dios del viento.
—Está en paz ahora.
—No —respondió ella—. Lloró. Lloró mucho. Eso no es paz.
Ahí. En el campo de flores amarillas donde una niña levantaba un cuerpo al viento y le exigía a un dios que trajera a la criatura de vuelta.
—¿Cuál es tu nombre?
Y ahí. En el momento en que el dios despegó a la criatura de sus manos y dejó descansar a la niña entre las flores...
—Eui.
La imagen había sido transformada. Ambos, dios y humana, entonces marcados por la sangre de una criatura que ninguno conocía, pero que iba a acompañarlos por la eternidad.
II
A Eui no le gustaba ver los sacrificios, pero se aseguraba de no parpadear mientras los gritos se propagaban por los hogares mientras heter consumía la carne, mientras el humo penetraba sus memorias.
Bajar la mirada, según su padre, era una debilidad que ni ella ni sus hermanos podían mostrar siendo los cazadores del pueblo. Sobre todo ella, la única mujer que podía matar bestias desde que había muerto su madre. Si no quería convertirse en una carga, debía ser tan fuerte como los hermanos que tenía a su lado y agradecer el sonido de la vida bailando con heter.
Le parecía injusto que los dioses nunca presenciaban los sacrificios. El dios del viento le había dicho que ellos tenían cosas más importantes que ver, pero aún así, ella no entendía. Si los dioses no querían presenciar los gritos dedicados para ellos, entonces, ¿por qué tenía que aguantarlos ella?
Con los años se le había hecho costumbre escaparse seguido al campo de flores amarillas para ver a las árnicas y escuchar al viento. Era un sendero largo. Tenía que rodear el monte que siempre amanecía abrazado por la neblina. Luego perderse entre los aromos y cazahuates. Al este los ganados pastaban, al oeste, los pueblos no-malditos. Ahí, en medio, si caminabas lo suficiente, hasta que tus piernas temblaran, estaba escondido un llano con flores. Y, ahí, yacía el viento que la escuchaba.
—Hueles a cenizas, Eui.
—Era un buen chico —habló ella—. Hubiera sido un buen brujo, tenía el mismo don que su padre, incluso mejor... Veía las cosas con tanta claridad. Ayudaba a papá en la caza.
—¿Y se vio a sí mismo morir?
Los ojos curiosos de Eui se posaron en la sonrisa del dios. Se preguntó si también le causaría gracia su baile con heter.
—Sí —respondió ella—. Y estaba muy feliz de ser el sacrificio.
Eui no sabía si alguna vez Keh se atrevería a acompañarla en un sacrificio. A él no lo veía en el pueblo, solo lo sentía. Al viento. Le gustaba creer que todas las mañanas la brisa que saludaba era Keh levantándose con el sol.
Había tantos reclamos que quería hacerle Eui al dios. Cosas que nunca se habría atrevido a hablarle de niña. Le gustaba escuchar al viento silbar tenebrosamente, le gustaba escuchar al viento hablar con los árboles, pero sabía que había líneas que no debía cruzar. Su pueblo estaba maldito y ella seguiría cargando con el olor a cenizas.
¿Estaría él presente el día en que fuera sacrificada?
—No entiendo lo que hablan tus ojos —habló él.
—Si era feliz con su destino, ¿por qué peleó tanto en el fuego?
Un silencio.
—¿Los dioses escucharon sus gritos? —preguntó ella— ¿Alguna vez escuchan?
Dos silencios.
Eui abrazó sus rodillas y se escondió entre las flores. Con la voz más tenue que podía salir de sus entrañas, reclamó:
—¿Alguna vez escuchas tú?
—Lo hago.
Las manos de Eui temblaban. Se aferró a la tierra, clavó las uñas entre el pasto y las flores. Los pueblos malditos estaban condenados a pagar por los pecados de sus ancestros. Ella lo sabía bien. Pero ni sus padres, ni sus hermanos, ni ella habían obrado mal. Su pecado era haber nacido en esa tierra.
—¿Nos perdonarán?
El viento le trajo pétalos rojos. Eui observó cómo caían armoniosamente frente a ella. Como si el tiempo no existiera. Como si la gravedad se desvaneciera. Como si el universo desencadenara a los pétalos para que ondearan como ellos quisieran.
Se le ocurrió pensar que algún día podría ser libre de esa manera.
—Tú no los perdonarías —respondió el dios.
III
Era como si en una muerte del sol y en el nacimiento de otro, el tiempo la hubiera bañado en cascada.
Eui ya no era la pequeña humana que reía entre las flores amarillas mientras su cabello peleaba con el viento. Crecía. Y lo hacía demasiado rápido. Si se ponía de puntas podía alcanzar a Keh y a la humana le gustaba presumir de aquello. "Soy tan grande como el viento", decía ella.
Era más fuerte, más inteligente. Keh temía eso. No por él. Sino por los humanos.
Aquel día se encontraban entre los árboles cerca del cerro de flores blancas. Eui le pidió que la siguiera en silencio. El dios joven le había concedido muchos caprichos a través de los años, difícilmente se negaba a ellos y ni siquiera él comprendía las razones por las que siempre accedía. En ocasiones sentía que era el viento empujándolo a hacerlo, la joven se había ganado su confianza.
De repente Eui se detuvo.
—¿Lo ves? —preguntó en un susurro.
Todo lo que podía ver, era a ella.
Y no era el único. Eui era amada por la naturaleza. Las enredaderas crecían para alcanzarla y los animales se acercaban a ella para sentirla. Eui no lo sabía, no se percataba de ello, pero era demasiado amada por la tierra. Las flores amarillas del campo de árnicas nunca habían crecido tan hermosas, era gracias a Eui quien las visitaba, caminaba entre ellas y les hablaba.
—¿Qué cosa? —preguntó él.
Eui tomó la mano derecha del dios entre las suyas y la volteó hacia el cielo. Keh se mantuvo inmóvil. Concluyó que Eui no pensaba demasiado en sus acciones, ella no lo había notado: era la primera vez que tocaba al dios.
En el segundo que las cálidas y vivas manos de Eui lo soltaron, sintió lo frío que era el viento ese día.
Ella volvió con una pequeña cría de ave. Su manos de nuevo se posaban sobre las suyas. Keh sentía demasiado mientras el ave se acurrucaba entre sus dedos. Era la tierna mirada de Eui que le hacía querer derribar todos los nidos del bosque para que ella buscara los pájaros y se los entregara en las manos. El sentimiento era peligroso.
—Es muy pequeña —susurró ella—. Y muy hermosa.
Era muy peligroso. Porque todos los días podía sentir su presencia, lejos o no, y al viento le gustaba imitar las emociones de Eui. Arreciaba y callaba conforme a lo que ella sentía. Arrastraba las nubes si ella lloraba y traía cielos azules si sonreía. Si la humana se había dado cuenta de ello, lo desconocía.
El ave se removió entre sus manos. Keh no entendía de dónde provenía esa envidia que le afloraba al ver el animal tan pequeño y frágil. Le bastaba con cerrar la mano para que la criatura dejara de existir.
Peligroso.
Le aterraba la idea de decepcionar a Eui.
—¿La estás cuidando?
—Busqué a su madre. La hice llorar para que viniera a buscarla —contestó ella—. Quería enseñártela para que vieras lo bonita que es antes de...
El dios miró de nuevo a la criatura. Sintió el suave tejido de su piel, sintió sus plumas, sintió el calor que desprendía. Eui tenía razón, no sobreviviría esa noche. No con el frío que se aproximaba, no con el hambre que tenía. La humana lo sabía también. Lo había llevado a ese rincón de las tierras, no con el deseo de pedirle una vez más que salvara una criatura que ella no había logrado salvar.
Lo trajo para que pudiera despedirse él también.
Aquel día que se llevó al perro ensangrentado entre sus manos, el viento acompañó el llanto de Eui toda la noche. Él, caótico como sabía serlo, casi nunca hablaba y cuando lo hacía, todos los humanos le temían: el pueblo presagió futuros desagradables.
Así que Keh le impidió a la diminuta criatura morir esa noche. Porque sabía que al siguiente día Eui volvería para enterrar al ave y colocarle un par de piedras sobre la tierra. Porque sabía que Eui miraría al ave y su corazón se rompería otro poco. Volvería a regar las flores, el viento le traería las nubes.
Pero, si vivía, la felicidad se desbordaría de los ojos de Eui. Y volvería a él con el ave en las manos. Y él volvería a estar cerca de ella. Y volvería a verla.
Por eso dejó que el ave viviera un día más.
Y otro.
Y otro.
Y otro.
IV
A Eui le gustaban las tardes cuando el sol tardaba en morir. Keh recién había llegado del sitio donde se reunían los dioses. Allá en el horizonte lejano, en el punto donde la tierra roza el cielo, se creía que tenían sus palacios.
Estaba a punto de cumplir veintitrés soles. Odiaba que Keh no luciera ni una pizca más grande que la primera vez que lo vio. Ella pensaba que se trataba de una ilusión. Como aquella que tenía ante sus hermanos y su padre, a quienes miraba con la misma calidez que hacía cuando era niña, como si el tiempo no pudiera pasar a través de ellos. Pero sabía que si posaba la mirada unos momentos más de lo debido, podía verlo. Las hebras blancas entre el cabello de su padre, las cicatrices oscuras en la piel de sus hermanos.
No encontraba ese paso del tiempo en Keh.
Se miraba las manos, pasaba sus yemas por el dorso, aún suave, de estas. Se preguntaba si para cuando ella fuera tierra, Keh seguiría luciendo como entonces. Y le aterró el pensamiento. No sabía si era por el pensar del fin de sus días, o por lo terrible que debería ser vivir tanto tiempo.
No debía pensar en ello, heter podía mandarla a llamar en cualquier momento. No podía, no debía pensar en el futuro con tanta facilidad.
—No me matarás con la mirada, Eui.
—De los dioses, el más joven de todos...
—Así lo decidió el viento.
Eui sentía que le estaba desgarrando la paciencia a él. Por muchos años ella estuvo en paz con simplemente sentir el viento en el campo de flores amarillas. Pero en ese entonces, poco faltaba para que la unieran con algún joven de la aldea y no podía evitar la curiosidad por todas las cosas que rodeaban al dios. Quería saberlas todas.
Ya no era una niña. Le apenaban todos los recuerdos de las escenas de caprichos que le había hecho pasar a Keh. Como el día que se enfadó porque las hormigas habían devorado su arbusto favorito. O el día en que el dios no quiso probar la comida que ella misma había preparado. Las memorias repentinamente le llegaban y la agobiaban hasta que el calor se expandía a sus mejillas. Se mordía la lengua.
Pronto el tiempo iba a separarlos, así que se aferraba a las historias que le contaba para recordarlo tanto como pudiera. Mañana podría dejar de visitar al viento. Lo que quería era prolongar, como pudiera, ese hilo que los unía.
—Soy más grande de lo que eras tú cuando nos encontramos —habló ella.
—Nuestros tiempos son distintos, no es algo que deba preocuparte.
Eui no se conformó con esa respuesta, pero se mantuvo en silencio. El tiempo, de todas las cosas, era la más importante. Cada muerte y nacimiento de sol, cada luna, cada ciclo... No lo comprendería él porque el tiempo era demasiado bondadoso con los dioses. Ellos jamás sentían la urgencia de nada.
—¿Recuerdas el primer día que nos vimos? —preguntó Keh.
—El día de la prueba.
El dios negó.
—Primero maté a mis hermanos, luego maté a mi padre.
Eso lo sabía Eui. Era de las historias que el pueblo contaba. El dios del viento había muerto a manos de su hijo, el más pequeño y frágil de los tres. Y ese niño se convertiría en la adoración del viento; sería tan caótico y desesperado como sabe serlo el elemento. Porque así estaba escrito. El viento amaba a Keh.
—El viento solo me escuchaba a mí, el más pequeño de tres. Mi padre decidió que lo mejor era matarme para poder alimentar a mis hermanos con mi carne y que el viento pudiera obedecerles también a ellos. Ellos eran más fuertes, más sabios, más buenos. Padre quería cambiar las escrituras. Yo acepté.
—¿Aceptaste?
—Pero el viento no accedió. Si mi padre me mataba, todas las tierras de los pueblos malditos se secarían y todas las criaturas morirían. El llano se llenaría de huesos y silencios. Lunas y lunas pasarían sin que esta tierra pudiera presenciar vida. Ni mi padre ni mis hermanos me creyeron. No quisieron escuchar al viento.
»Un día de verano, cuando el viento es más callado, lo escuché. Iban a cortarme el cuello por la noche. Mis hermanos beberían y se bañarían de mi sangre. Estaban decididos a que el viento los escuchara a ellos. Estaban decididos a escribir su propio destino.
Allá tenemos un campo parecido a este. El lugar está lleno de flores. Rosadas, blancas, moradas; pegadas al suelo, abrazadas entre sí, esparcidas sin orden alguno, solas, sin florecer y queriendo alcanzar el cielo con enredaderas eternas. Me quedé ahí hasta que la oscuridad nos cubrió. Me sentía culpable de que el viento solo me obedeciera a mí, le rogué una última vez que los escuchara, él solo meció las flores delicadamente.
Me despedí de los cielos, me despedí de las flores y me fui a acostar. Soñé con el olor de la sangre. Lo último que recuerdo, es la cabeza de mi padre en mi mano izquierda y los cuerpos de mis hermanos frente a mis pies.
—¿Qué hiciste después? —susurró Eui.
El viento no supo hacia dónde moverse. No supo si traer calor a la tierra, no supo si debía enfriarla. Pero Keh le pidió a las brisas que acariciaran el rostro de la humana y el viento sin dudarlo se quedó ahí con ella.
—Bajé aquí para ver qué era lo que había salvado. Vi los campos y los animales. Vi los árboles viejos y los retoños de flores. Los vi a ustedes y te vi a ti.
En el reflejo de los ojos de Eui se asomó una memoria. Como si recordara el color de la sangre en los brazos del dios del viento mientras se erguía en el campo de flores amarillas. Como si recordara lo caótico y desesperado del viento de ese día. Pero era imposible que fueran sus recuerdos, la historia de Keh había pasado cientos de años antes de que ella naciera.
—¿Ahora lo recuerdas?
Eui lo miró extrañada, sintió el viento, era como si la brisa le susurrara palabras sobre la piel. Palabras que no podía entender, pero podía sentir.
—¿Qué fue lo que me ofreciste, Eui?
Era un recuerdo. Un recuerdo difuminado. Era en este mismo sitio. Era el viento era tan intenso que amenazaba con arrastrarla. Era aquello que llevaba en sus manos.
—Un caracol.
La tierra. El olor a sangre. El viento enfurecido. Un caracol entre sus manos.
Y, aunque no fuera así, lo recordaba como si lo hubiera vivido ella. El hablar del viento. La sensación suave de sus manos. El joven pintado de rojo que se quedaba quieto mientras ella lo alcanzaba.
Tal vez el viento los había juntado con un propósito. A Eui le inquietaba el corazón pensar en ello. Que había algo más grande que los dioses y les habían obsequiado ese momento.
—No voy a ir a ningún lado, Eui.
Y no sabía si eso era su salvación.
O su perdición.
V
La encontró dormida en el suelo. Su brazo derecho estaba marcado por unas gruesas garras que lo cruzaban de lado a lado. Levantó la manta que la arropaba y descubrió la condición del resto de su cuerpo: Tintes morados y rojizos.
Le bastaron tres soles sin ella para que fuera a buscarla. Cuando el cuarto sol nació esa mañana, se dirigió de inmediato a buscarla al pueblo. A su llegada, los humanos dejaron todo y empezaron a orar en voz baja bajando las cabezas. Los ojos de todos se posaron sobre la choza de los cazadores. Justo donde Eui descansaba.
No pasó mucho tiempo para que ella despertara, pero Keh sintió que había acumulado otras tantas eternidades mientras esperaba, tanto así, que cuando ella abrió los ojos, el dios no pudo moverse. Eui confundida y sintiendo que aún soñaba, estiró la mano para alcanzarlo y tocar su mejilla.
Keh sintió un dolor profundo cuando ella retiró la mano.
—Cazamos una bestia.
Su voz era baja, como si aún estuviera afuera en la oscuridad y tuviera miedo de ser escuchada.
—Lo hice bien —interrumpió ella—. La tenía frente a mí. Sangraba. Tenía que terminarlo todo. Pero sus ojos aún brillaban con fuerza.
Keh se acercó para decirle que callara, pero ninguna palabra salía de sí. Era como si el viento le hubiera arrebatado el aire de los pulmones.
—La dejé ir —lloró.
El joven dios de inmediato volvió a cobijarla. Por supuesto que no había podido hacer otra cosa. Era esa bondad maldita de ella que la estaba matando. La había visto. Era fuerte. Era inteligente. Le creía. Si quisiera, podría terminar con cualquiera en el pueblo. Si quisiera, quemaría esa casa que la había herido tanto.
Pero no lo hacía.
Y no lo haría jamás.
Porque ella creaba.
Sus manos no estaban hechas para hacer lo mismo que heter. Y pelear contra ello la aniquilaba.
Keh subió una mano hasta su cabello. Cortado arriba de su mandíbula. Trozos disparejos descansaban en sus mejillas. La última vez que la vio, este bajaba tiernamente por los hombros y llegaba por debajo de sus costillas. Se encontró con la mirada de Eui, quería arrebatarle la tristeza de ellos.
—Dijeron que solo entendería si me quitaban algo importante —musitó.
El joven dios siguió acomodando las hebras de cabello, despejándolas del rostro de la joven. No tenía que preguntarle. Sabía que había llorado mucho por ello. Sabía que en ese momento estaba frenándose a sí misma.
Había dejado libre a la bestia. Bestia que mataría a sus animales, a los humanos. Había decidido y eso tenía una consecuencia.
Pero Keh sabía que lo que le dolía a ella, era el reflejo infernal que vio en los ojos de la bestia. A ella misma matando.
—Está bien. Es solo cabello, volverá a crecer —habló ella—. Y yo recordaré.
Le tomó la mano y la apretó con firmeza. Keh la veía con severidad, quería reclamarle, arrancarle esa bondad. Quería hacerla malvada, quería que se levantara de esa cama y le ofreciera a heter todas las almas que le habían hecho daño.
—Ahora vete —susurró ella—. A los dioses no les gustará saber que has estado aquí.
—Están bastante aburridos, deja que lo sepan.
—Por eso el viento te quiere tanto —Eui sonrió triste—. No le tienes miedo a nada.
Keh no supo cómo responder a eso. Era mentira. Ahí sentía temor. De un momento a otro, Eui podía enfermar. Podía morir. No hacía falta mucho para extinguir su vida. Él no conocía esa fragilidad, pero que ella la tuviera le mantenía intranquilo.
En silencio Keh apreciaba cómo los ojos de la humana se perdían en el cansancio, pero ella seguía luchando para mantenerse despierta.
—Descansa, Eui.
Los labios de ella se apretaron, encerrando las palabras que se sostenían en la punta de su lengua. Keh se frenó a sí mismo para no pedirle al viento que la obligar a hablar.
—¿Te duele demasiado?
—No quiero dejar de verte —confesó ella.
De nuevo, sin querer, el viento se escuchó en el pueblo. Un silbido curioso e instantáneo. A Keh le parecía un sentimiento demasiado peligroso, pero ya no importaba.
—Estaré ahí cuando sueñes —afirmó él—. Y estaré aquí cuando despiertes.
—¿Cómo lo sabes?
El dios joven la miró. Sus párpados resistiéndose al peso del sueño. El brillo en sus ojos contentos.
—¿Cómo sabes que te sueño?
Keh siguió acomodando su cabello hasta que cayó profundamente dormida. Se quedó con ella. Escuchó los quejidos de dolor que exclamaba su cuerpo. La observó arrinconarse en el suelo y encogerse. Poco le importó que los dioses estuvieran mirando, él permaneció ahí.
Hizo que el viento trajera miles de pétalos. Que adornaran los alrededores de su choza, que entraran por la puerta y se asomaran hasta los pies de ella. Que los mundos supieran que ella era importante para el viento. Que ella era importante para él.
Por eso hizo que el viento lastimara a sus hermanos, para que ellos también recordaran.
E hizo que el viento apagara la vida de las cosechas ese verano, para que el pueblo también recordara.
VI
Los gritos del niño la apuñalaban por dentro. El heter de ese sacrificio era de los más brillantes y rojos.
Habían aumentado. Los dioses dejaban en el olvido al pueblo. La sequía permanecía, los cultivos se habían perdido, el ganado estaba muriendo. Lo poco que crecía, moría al cabo de unos cuantos días.
Eui estaba tan anonadada que no notó cuando la madre del niño se acercó desesperadamente a ella. La tomó por los brazos y los apretó con fuerza. Vio la peor pesadilla de cualquier madre.
—Diles que paren —lloró—. Tú puedes hacerlo, por favor, diles que me devuelvan a mi niño.
Eui permaneció callada. El llanto de la mujer no cesaba, los gritos continuaban, el pueblo ahora la miraba a ella. Los susurros exigían salvación.
—Suéltala, Maro. ¡Suéltala ahora!
—No es justo —reclamó la mujer—. Tu nombre no está en las piedras. No harás las pruebas. No serás sacrificada. No podemos tocarte...
Las uñas se aferraron a su piel. Eui mantenía los ojos sobre la madre cuyo hijo seguía siendo consumido poco a poco. La humana le pedía al viento que incentivara las llamaradas, que permitiera a heter consumir al niño en un parpadeo para que dejara de sufrir. Pero heter continuaba y ese día era lento, como si no quisiera tomar la ofrenda.
—Que me vean. Que me escuchen los dioses —. Escupió a sus pies la mujer—. Tú no eres nada.
Sus hermanos y su padre le habían dejado de hablar desde que el dios del viento decidió decorar su choza con pétalos de flores cada que Keh la extrañaba. El pueblo la miraba con sarna. Lo único vivo en el pueblo, era el espacio donde ella vivía.
—Suéltala...
—¿Por qué? —preguntó alguien más—. ¿Ser la puta de ese dios maldito le sabe bien no? Esto también le gustará.
Los susurros se convirtieron en gritos. La voz del niño se escuchó lejos. Todos lo habían abandonado para sumarse a los reclamos.
—Deberíamos aventarla a heter para ver si realmente es digna de los dioses.
Unas risas siniestras se asomaron entre las personas. Heter prendido con el lugar en tinieblas. Pero Eui no parecía escucharlos. Se mantuvo erguida, aún observando a la mujer que le reclamaba, la mujer que la intentaba arrastrar a la madera que ardía a su niño.
Eui desconocía si alguien se había atrevido a acercarse demasiado, si el fuego se había expandido, o si el dios había escuchado todo. Pero en un instante el viento se levantó en remolinos violentos. Amenazó con levantar a todos de ahí y no dejó que se escuchara voz alguna. Sin poder abrir los ojos, el pueblo se aferraba con las uñas a su tierra seca y maldita.
Esos segundos fueron los más eternos que sintió el pueblo.
Eui observó los rostros aterrorizados. Donde antes había odio, ahora había miedo. Un sentimiento extraño se expandió en su pecho. No había rastro de Keh, había sido el viento.
El viento.
El viento la había llevado a Keh.
¿No había sido su voluntad propia?
—Mujer —habló Eui despacio—. Ve con tu hijo, aún puede sentirte. Quédate cerca de heter y espera a que los dioses lo reciban.
Por fin liberada. La piel de sus brazos calaba en el sitio donde las uñas habían dejado marcas. Y con las manos temblando, empezó a alejarse del grupo que la rodeaba, todos dando un paso hacia atrás conforme avanzaba.
Brisas ligeras le acariciaban el cabello. El viento se había adueñado de ella. La empujaba, jugaba con las telas de sus prendas, invadía sus pensamientos. Todos podrían morir ahora si lo deseo.
No, esos no eran sus deseos.
Algunos bajaban la mirada y lloraban, otros se mordían las lenguas y sangraban. Buscó la mirada de su padre y de sus hermanos, los encontró desconcertados. Caminó despacio hacia ellos, cargando los ojos de todo el pueblo sobre ella, ni siquiera las brisas aminoraban esa carga.
Todo lo que quería era echarse en los brazos de su padre, como cuando todavía vivía madre, como cuando le contaba que había hablado con el viento, como cuando él le sonreía, como cuando le confesaba, que de todos sus hijos, ella sería la más fuerte, porque podía hablar con los dioses.
Había un tiempo donde veía ojos cálidos.
Solo quedaban aquellos inundados de miedo.
—El viento no tiene dueño, Eui —habló su padre—. Es un dios peligroso.
Severo. Siempre lo había sido, pero esa tarde, más que nunca.
—El viento te trae las flores y las aves, padre. ¿A eso le tienes miedo?
No volvería nunca a los brazos de su padre.
—¿Qué hiciste? —preguntó Jov.
Eui calló ante la pregunta. Miró a sus hermanos, aquellos con los que había entrenado toda su vida, a quienes nunca pudo alcanzar. A ellos el viento les había llenado de heridas. Los dos miraban la tierra de los huertos. Tierra que ya no servía y se rehusaba a germinar cualquier semilla.
Una vez más, la que creyó ser la última, escuchó a su padre:
—No maldigas a tu pueblo.
VII
Los dioses se reunían siempre en los campos en el horizonte del mundo. En el jardín de arbustos infinitos, una mesa de manteles blancos y bordados de oro se lucía perfecta. El banquete extenso, del cual casi nadie comía, decoraba la escena. Keh desatento, se perdía creando ondas en la copa de vino. Cada día que pasaba lejos de Eui, sentía que se perdía demasiado de ella.
Tok, el dios de la tierra tenía la palabra.
—Un día moriremos, Nuv. Los humanos dejarán de rezar. Se creerán dueños de todas las tierras. Harán lo que les plazca con ellas. Pero no será hoy, ni mañana. ¿Por qué preocuparnos ahora de ello?
Nuv, el dios de los dioses, lloraba, y Keh se hartaba.
—No pongas esa cara, niño —habló Mir—. Nuv ama a todos los humanos. Y no te es tan extraño ese sentimiento, ¿verdad?
La diosa del agua no le apartaba la mirada ni por un segundo, pero Keh estaba demasiado cansado como para hacerle caso a sus palabras. Los dioses con frecuencia se aburrían y buscaban cualquier pretexto para poder entretenerse. Incluso si eso significaba prenderle fuego a pueblos enteros.
—Juraba que serías como Tok —continuó Mir señalando al dios que seguía hablando—. Ese tiene hijos por doquier. Y, no le digas que te dije, pero no se acuerda del nombre de la mitad.
—Hoy tienes muchas ganas de hablar, Mir.
—Ambos son muy guapos, yo no los culpo de querer embarrar su semilla por todos lados... Que, si me permites, tú eres peor que él. Tú estás totalmente perdido por aquella humana —susurra con unos golpeteos en la mesa—. Que, no sé por qué, no la encuentro particularmente hermosa a... ¿Ati? ¿Oe? ¿Eui?
Keh por fin volteó a verla. No quería hacer una escena e invitar a más ojos. Mir sonreía, lo que se había propuesto, lo había logrado, el brillo en sus ojos no desapareció ni por un segundo.
—Deja su nombre en paz.
—Dime, ¿qué tiene de especial ella?
—El viento la eligió.
Mir chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Claro, el viento. Viento que decidió matar a toda tu familia para que estuvieras aquí. Por supuesto, ese viento.
Le daba igual lo que pensara ella. Le daba igual lo que pensara cualquier dios en ese sitio. El viento lo había elegido a él y había elegido a Eui.
—¿Sabes qué pienso, niño? —preguntó Mir— Yo pienso que tú haces lo que se te da la gana y luego culpas al viento. Eso haces.
Keh cerró los ojos. Se preguntó cuánto tiempo más podría seguir llorando Nuv. Si los humanos dejaran de creer en ellos no era incumbencia alguna de él. Ninguno desaparecería, ellos no se levantaban gracias a creencias. Habían estado mucho antes de los rezos y perdurarían mucho después de estos.
—Y la lastimarás a ella, y culparás al viento. O la matarás. Una de esas dos. ¿Ambas?
Keh se levantó de la mesa y comenzó a andar hacia el jardín. De haberse quedado otro momento, las cosas habrían tomado un rumbo violento. Pero la diosa Mir no se contuvo, dejó salir un susurro:
—Si la abandonas ahora, todavía estarás a tiempo de salvarla.
VIII
Había hecho algo mal.
Lo presentía. Él no se animaba a verla, mucho menos a cruzar palabra alguna.
Desde que había vuelto con los dioses, desde que el viento empezó a perseguirla, había un aura atormentada que no soltaba a Keh. Y las preguntas comenzaron a agruparse en la cabeza de la humana. Tal vez su padre tenía razón, ella quería tomar al viento con las manos, pero era imposible.
El día que Keh regresó, le mostró el hogar que había terminado de construir tiempo atrás, le prometió que no volvería a dormir en el pueblo. Y así fue. No volvió a pisar la tierra que la vio nacer. Decidió quedarse en el llano, donde solo se escuchaba el canto de las aves y el vaivén de las ramas. Donde solo se escuchaba el venir de los animales y el paso del agua.
Todo menos la voz de Keh.
—Hoy hace buen día —habló Eui.
Él permanecía sentado, jugando con el viento, moviendo las hojas secas del campo. Si la estaba escuchando, no se lo mostraba. Se había empecinado en ignorarla la mayor parte de los días.
Lo comprendía. Se lo habían repetido tantas veces en el pueblo. Ella no era nadie. No era tan bonita, ni especial. No era fuerte, ni buena. Simplemente existía. Sí, también lo sabía, los dioses se aburrían con facilidad.
—No entiendo lo que hablan tus ojos —habló ella despacio.
No hubo respuesta. De nuevo la sensación de que algo mal había hecho la aturdía. Pensó en volver al pueblo, pero no podía hacerlo. No sobreviviría a observar otro sacrificio más.
Así que se levantó y comenzó a caminar hacia el norte. Con el viento peleando contra su decisión, rodeándola y calándole los ojos, obligando a Keh que observara sus pasos.
—¿A dónde vas? —preguntó él.
Esta vez, ella no respondió.
—¿Eui?
—Me voy.
El viento detuvo sus pasos. La hizo voltear hacia Keh. No encontró nada más que confusión en la mirada del dios. Se arrepintió de su acto y quiso esconderse.
—¿Qué harás allá afuera sola?
—Puedo cazar bestias.
—No, no puedes.
Era verdad, y al mismo tiempo, no lo era. Sabía acorralarlas. Sabía desesperarlas. Sabía dónde clavar las dagas. Sabía cómo despellejarlas. Sabía cómo cortarlas. Sabía matarlas. No, el viento tenía razón. Le habían dicho que necesitaba convencerse a sí misma de que debía hacerlo. Que debía seguir sabiendo que había arrebatado el aire de una vida.
Keh se acercó a ella y, como si fuera la primera vez, la miró a los ojos. Eui quería enterrar los dedos en la tierra una vez más para no dejar salir las lágrimas, por más que intentaba, no lograba descifrar lo que el viento quería con ellos dos.
Esperaba que él pudiera leer alguna de sus incertidumbres para apagar el ardor que le provocaban.
¿Cuánto le costaría la libertad que había elegido?
—Yo también creo que lo mejor es que te vayas —habló él.
Sintió que su corazón dejó de latir un segundo. Dos. Tres. El aire le faltaba.
—Debe serlo —continuó él—. Que seas libre, que te olvides de tu pueblo, que te olvides de las bestias, que te olvides de este viento, que te olvides de mí.
Sintió una caricia tenue en la cabeza, pero no era Keh, eran las flores que el viento estaba dejando caer desde el cielo. Una lluvia de pétalos amarillos se cernía sobre ambos.
—Pero no quiero.
Y los latidos regresaron violentamente al corazón de Eui. Desbordándose mientras él acortaba la distancia. Quemándose con la cercanía.
—Porque cada vez que estoy lejos de ti, el viento no sabe a dónde ir. Cada vez que toco tu piel, quiero más de ti. Cada vez que te veo, quiero que seas para mí.
¿Era el viento aquello?
—Pero tal vez no es lo mejor.
Eui tomó el rostro de Keh entre sus manos, buscó en los ojos de él. Un brillo inusual y hambriento se dejaba ver. Ella acarició sus cejas, su nariz, su mentón. Repasó cada curva, cada forma.
Se levantó de puntas y dejó un beso en la comisura de sus labios.
Ahí, sin poder desprenderse de él, susurró:
—Yo también quiero que seas para mí.
Como si un conjuro hubiera sido profesado, los labios de Keh buscaron los suyos con desesperación, con alivio, con urgencia, con calma.
Con amor.
Una y otra vez.
Se atrevió a probar cada pedazo de ella y se atrevió a que ella probara cada pedazo de él.
Desde esa noche, le permitió jugar con el viento como mejor le placiera.
IX
La admiró mientras comía los frutos que el guayabo les había regalado. Su cabello había crecido de vuelta y las cicatrices de su piel solo las lograba notar si estaba muy cerca de ella.
Se sentía dichoso.
No había vuelto a pisar el pueblo y los dioses tampoco habían dicho nada, a excepción de Mir, quien cada vez que preguntaba por ella, lo hacía con una sonrisa traviesa y ojos oscuros. Pero también había trazos de dolor y envidia en las preguntas. Keh nunca pensó demasiado en ello, sabía que la diosa Mir también se había enamorado de un humano hace mucho tiempo, así que pensó en ello como la nostalgia que le creaba la imagen de ellos dos.
No le importaba.
Se querían.
Eran felices.
Y lo era mucho más en ese momento. El viento se lo había dicho a Keh: esperaba un hijo.
No se había atrevido a decirle a Eui. Algo lo detenía. Sabía que ella aún no era consciente de ello, porque se lo hubiera dicho de inmediato a él. Dudaba. No sabía si Eui se contentaría siendo la madre de sus hijos, no sabía si ella quería serlo.
—Keh, ¿el viento te habla? —preguntó ella.
—Todo el tiempo.
—¿Qué te dice?
—Que eres hermosa.
—Mentira.
—¿Le dices mentiroso al viento?
—Me habló el otro día.
Sus ojos no atendían a Keh. Se posaban sobre una nube.
Keh la miró confundido, sabía que todo el tiempo el viento le hablaba a ella, pero Eui nunca le había mencionado que pudiera entenderle algún susurro. Se acercó a ella y siguió escuchando atento.
—Dijo que no debíamos de tener miedo —habló—. Que te encontraré de vuelta en todas mis vidas.
La voz de Eui dudó al final. Dejó que los brazos de Keh la sostuvieran por un momento y el dios pudo escuchar su corazón por la cercanía. Él la abrazó con más fuerza y buscando el mismo punto que miraba ella.
La comprendía. Él, muchas veces, tampoco sabía descifrar las palabras del viento.
—No habrá otras vidas—habló él—. El día que mueras yo moriré contigo.
—Algún día pasará, tú seguirás y me olvidarás. Eso también me lo dijo.
Keh negó varias veces. Las palabras de Eui eran demasiado severas para un día de primavera. Sabía que el viento también quería a la humana. Era posible que hubiera hablado con ella. Pero no entendía por qué le habría cantado palabras tan oscuras.
—¿Lo prometes? Que seguirás sin mi.
—No.
—Eres el dios del viento. Haces crecer las flores, traes a las aves. Hablas con las tierras y los mares. Podrás hacerlo.
No entendía ella. No podría. Keh no se imaginaba una vida sin poder sentir el calor de su piel, sin escuchar el latido de su corazón, sin ver cómo se alegraba por las flores que le regalaba el viento. Era el peligro de amar demasiado.
El olvido era algo imposible.
—Yo te buscaré siempre —susurró ella—. ¿Tú me buscarás a mí?
Keh tocó su vientre. No quería preocuparla, no era el momento. Encontraría la manera para que vivieran por siempre los tres. Sabía que lo haría.
—Te lo prometo.
X
Se había trenzado el cabello trece veces. En ese día, cada que terminaba con su cabello, encontraba algo mal. Faltaba algo. Keh se había ido con los dioses. Dijo que era importante y que debía de esperarlo ahí, no tardaría más de dos soles. Eui nunca lo había detenido antes, pero la noche que partió, lo abrazó con fuerza y no lo quiso dejar ir.
Lo último que tuvo de Keh, fue un beso en el dorso de la mano donde lucía una cicatriz de la bestia que ella no había podido matar.
Te quiero.
Ella no le respondió. Sentía que el viento le había sellado los labios. Le sonrió y lo observó hasta que se disolvió en el horizonte. Se arrepintió de no responderle lo mismo cuando ya no pudo verlo. Le susurró más de mil te quieros los siguientes días, fueron de todas las veces que se acordó de él.
Keh se había encargado de que el viento, todos los días, después del amanecer, le dejara pequeñas flores en la entrada de la casa.
Ese día no hubo pétalo alguno y Eui sintió miedo. Pese a que era el día en que regresaría el dios, se maldijo a sí misma por no responderle a Keh antes de irse. Se maldijo por no haberle insistido un poco más. Se maldijo y no sabía por qué.
Repentinamente, hubo un silencio extraño. Como si el viento hubiera dejado de existir. Dejó de escuchar el vaivén de las hojas de los árboles. No había silbido alguno.
Una sombra en la entrada tapó la luz que entraba. Ella había dejado la puerta abierta, porque lo esperaba, pero no era él.
Era su padre.
Ella no se movió de lugar. Una vez que se fue del pueblo, no miró atrás. Ya habían pasado muchos veranos desde entonces, pero era imposible no borrar de su memoria los últimos momentos que pasó con ellos, la mirada de su padre estaba llena de odio y la de sus hermanos de miedo.
—¿Te has olvidado ya de mí?
Los brazos de él se extendieron. Hubo un silencio que duró poco hasta que las piernas de Eui comenzaron a avanzar hacia él despacio. Quería preguntarle si estaban bien sus hermanos, si el pueblo había tenido buenas cosechas, si los sacrificios seguían doliendo tanto como antes. Quería preguntarle si estaba bien, si la perdonaba por haberse ido de esa manera.
Le tenía un espacio en su corazón.
Pero también le tenía miedo.
Después de todo, ella nunca había podido matar a ninguna bestia.
Por eso caminó despacio. Con cautela. Sabía que el viento la protegía, pero no sabía si estaba presente.
Pero era su padre. Pese a todas las cosas, era su sangre.
Así que aceptó sus brazos y se acurrucó en ellos como cuando era niña.
Tenía ganas de decirle que había aprendido tantas cosas. A leer el cielo, a comprender las nubes. A curar, a construir, a enmendar. Había aprendido a matar y preparar las carnes. A pedir perdón por las vidas sacrificadas.
—Perdón —susurró él.
—Está bien.
Y sintió como si se le escapara el aire.
—Nos lo ha dicho la bruja.
Y otra vez.
—Que nuestro pueblo será arrasado por los vientos.
Y otra vez.
—Que no volverá a nacer nada en esas tierras.
Y una vez más.
—Y moriremos todos.
Eui peleó. Aún con el vientre desgarrado y la piel colgando. Se aferró a la mano que cargaba la daga de su padre y lo despojó de esta. La empuñó contra su padre, pero las piernas se doblaron. Terminó en el suelo. Intentó arrastrarse y seguir moviéndose. No podía dormir, no ahí, no así. Tenía que matar a la bestia, no debía volver a verla correr libre.
Pero ya no había aire.
Y todo en lo que podía pensar era en Keh.
No se había despedido de él.
Recordó el caracol en sus manos y cerró los ojos por siempre.
XI
—¿Qué tengo que hacer?
—Buenos días para ti también, Keh. Estoy bien, vengo de visitar a los tiernos calamares gigantes, gracias por preguntar...
—Estoy hablando en serio, Mir.
—Yo también —. Mir bajó la mirada—. No tengo idea de qué estás hablando.
—Le diste la eternidad a un humano. ¿Qué tengo que hacer?
—No se juega con eso.
—Tú lo hiciste y no veo que te vaya mal.
Mir se levantó de la sala y lo miró severamente. Keh sabía que era mucho más poderosa que él. Tenía más eternidades sobre sus hombros. El agua le obedecía con fervor. Pero estaba decidido a sacarle el secreto de las entrañas si era necesario.
—Solo porque a ti no te haya funcionado...
—Tienes que aprender, Keh —interrumpió Mir—, que no puedes hacer siempre lo que quieres.
Los brazos del dios del viento empezaron a escocer. Un filo de agua caía de estos, arrastrando piel y sangre hacia el suelo. Su carne se abría en diversas figuras que se habrían de elaborar una y otra vez. La diosa del agua dibujaba sobre ellos.
—Además, es demasiado tarde ya.
Keh no podía ponerse de pie. Sentía como si su corazón hubiera sido estrujado. Miró sus antebrazos y pensó en Eui, en lo preocupada que estaría al verlo.
El dolor en su pecho no desaparecía. Sintió una gota salada mezclarse entre su carne que constantemente estaba siendo masacrada.
Estaba llorando.
Las heridas en sus brazos continuaban abriéndose y cerrándose, pero estas no le dolían tanto como aquella sensación en el pecho. Ni siquiera podía escuchar a Mir. Sentía que se le olvidaba la razón de por qué estaba ahí. Tenía ganas de regresar a casa con Eui y su nombre era lo único que sonaba en su cabeza.
No se había despedido de él.
¿Estaría enfadada?
Había creído que el viento le susurró un te quiero.
Se lo diría enseguida. Que en su vientre había vida y que serían felices sin importar nada.
Cuando Nuv entró, Keh estaba arrastrándose por el suelo intentando llegar a la salida. Mir dejó de lastimarle los brazos e intentó razonar con el dios del sol, pero este no reparó en ella. Se paró al lado de Keh y al verlo tan triste, no pudo evitar llorar también.
—Levántate, dios joven. Ve a despedirte.
XII
No supo cuántos días estuvo aferrado a su cuerpo.
El viento masacró al pueblo. Destruyó cada casa, cada animal, cada planta que estuviera en esa tierra.
No volvería a nacer nada ahí.
La brisa solo cantaba tristezas. Por más que intentara traer de vuelta el olor de Eui o el sonido de su voz, no lograba juntar la suficiente fuerza para hacerlo.
En sus brazos cargaba el secreto de Mir. Un secreto que no sabía leer. Un secreto que ya no le servía.
No le quedaba nada al dios del viento. El sol le había dicho que se despidiera. No quería hacerlo.
Tal vez era el cansancio. O el mismo viento que temía perder a Keh. Pero el último día se atrevió a mirar dentro de la palma de Eui.
Un caracol.
—No tardes mucho, Eui. En el campo de flores amarillas.
Y se quemó junto a su hogar susurrando palabras que solo el viento podía entender.
"Te buscaré".
FIN
Notita de Noir:
Creo que cuenta como romance. ¿No?
Es la primera vez que hago un cuento así de largo, creo que el ritmo no está mal... Lo que me preocupaba era el tiempo y el narrador. Yo no uso tercera persona y tampoco escribo en pasado. Así que si hay cosa rara ahí, es probablemente por eso (y porque yo no suelo escribir cosas de amor jaja).
¡Mi personaje favorito fue Nuv!
Gracias por leer.
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