4 "La mordida del lobo"
Daniel durmió el resto de la tarde-noche en el sofá del living. Tuvo pensamientos extraños, ideas extrañas y sueños extraños y confusos. Se sentía como si estuviera escribiendo un libro; tenía muchas ideas, pero conectarlas era un suplicio, porque no encajaban de ninguna manera. Sus pensamientos siempre habían sido así, un enjambre de recuerdos, alegrías, tristezas, miedos, suposiciones disparatadas, chistes y ocurrencias. Y el contexto en el que se encontraba, todo lo que había ocurrido desde el momento en que se había internado en el bosque hace cuatro días atrás, había sido combustible para echar a andar aquella característica.
Nada tenía sentido.
«Cómo mierda terminé aquí», se preguntaba.
«¿Por qué ese hombre quisiera que me quedara en su casa? ¿Por qué ese hombre vive aquí? Justo aquí. En medio de la nada. ¡Y justo es tan bueno! No es real... Es un sueño... O quizá me morí. Sí... Probablemente morí esa noche. Los lobos me mataron...».
—Ay, me morí... —murmuró, creyendo caer en cuenta de lo que había pasado.
Se afligió y quiso deshacerse de la manta que tenía encima. Sollozó cuando pasó a llevar su pie izquierdo. En ese momento, Joseph le estaba secando el sudor de la frente con una toalla. Hace tres horas le había bajado la fiebre.
Y hace veinte minutos, Joseph se había dado cuenta que su huésped se estaba prácticamente muriendo en el sofá de su cabaña.
Después de que habían vuelto a la cabaña, él se había retirado otra vez a trabajar en su taller. Aproximadamente a las nueve, cuando fue a la cocina para prepararse un mate, vio una escena que lo alertó de súbito: Daniel yacía en la alfombra, temblando acurrucado.
Fue en su ayuda rápidamente. Le habló, pero este pareció no escucharlo. Murmuraba cosas ininteligibles y se agarraba el pecho como si el corazón se le fuera a salir. Quiso tomarlo desde los hombros, pero una especie de corriente hizo que no llegara a tocarlo.
Extrañado, tomó aire y lo volvió a intentar. Aguantó la corriente, lo tomó en sus brazos y devolvió al sofá.
Y a continuación, sintió un familiar olor a chamuscado.
Miró en dirección a donde venía aquel olor, el pie izquierdo de Daniel.
Abrió ampliamente los ojos, horrorizado. Era como un palo quemado y podrido a la vez.
La venda se había reducido a unos jirones que se habían pegado a su piel, la extremidad estaba hinchada en su totalidad y veteada de tonos rojos y violáceos. Sus uñas se habían tornado negras y las venas de su empeine saltaban a la vista. Allí mismo, estaban marcados los dientes de la mordida del lobo blanco. Por el contorno de esta, manaba sangre quemada.
—Ay Dios mío... —Joseph no podía procesar lo que estaba viendo. Era horrible y completamente ilógico.
No tenía sentido que el lobo lo hubiera marcado.
«En ese caso se conocían... Sí. Deben conocerse. ¿Pero por qué lo atacaron entonces? ¿Por qué lo perseguían? No puede haber sido un accidente. No va a poder quedarse si es el caso... Pero es que no tiene ningún sentido», se debatió internamente.
Joseph desabrochó la camisa celeste cuadriculada que se había puesto Daniel y buscó en su cuello la marca de maternidad o paternidad que todos los de su tipo tienen. Ahí estaba, en su clavícula izquierda. Una mancha circular desigual con pintitas rojas y moradas en su interior. La de Joseph, que se encontraba en su nuca, era un perfecto y parejo óvalo de una pigmentación violácea con un borde rojo. Se la habían hecho al nacer, su madre, al igual que Daniel. Por una semana, ambos habían llorado, gritado y sido aislados del mundo. Para los metamorfos, esa era la peor parte de traer niños al mundo. Por eso son marcados tan pequeños, para que así no puedan recordar el sufrimiento.
Sin embargo, Joseph reconocía y recordaba ese olor porque a lo largo de su vida y sus viajes había visto muchas parejas de metamorfos, sobre todo lobos, que se habían marcado. Marcado mutuamente por amor, por hermandad ajena, por mera pertenencia entre manadas e incluso por maldad y rencor.
Pero nunca por accidente.
»Ahora la hinchazón había bajado, sin embargo, la fiebre parecía empeorar cada vez más. El dolor tenía a Daniel en un estado deplorable que le impedía pensar con claridad y moverse, de a momentos incluso respirar. Pero nada se comparaba con la sensación que tenía en el pecho, sentía su corazón devastado apretarse. Su alma y el perro estaban terriblemente confundidos, ante el impetuoso y desesperante anhelo por el lobo blanco.
—Ven... Ven porfa... Ayúdame... Ven a buscarme por favor... Ayúdame... Ayú... Ayúdame... —sollozaba desesperado—. Tengo que ir a buscarlo... Tengo que ir...
—¿Cómo se llama? Dime e iré a buscarlo —habló Joseph fuerte y claro, quien estaba a su lado en ese momento.
—Se llama... Se llama... No... no sé.
Y como bien temía Joseph, su suposición resultó ser verdadera. Daniel tampoco tendría idea de por qué el lobo lo había marcado.
(...)
Eran las una de la mañana cuando Daniel tuvo un leve momento de lucidez.
Joseph se había quedado con él. Sobre la manta de lana de oveja con la que lo había arropado, puso su poncho rojo, cosa que pareció tranquilizarlo. Lo había acomodado de tal manera que su pie sobresaliera por el reposabrazos y no llegase a tocar el sofá. La sangre goteaba en una bolsa plástica puesta abajo a la altura de su pie. Hace un rato había intentado tapar la herida, con la intención de cortar el flujo de la hemorragia, pero Daniel había chillado y contraído en el acto, espantando a Joseph.
»—Ayuda... —murmuró Daniel y estiró su mano en dirección a Joseph, quien dormitaba en una silla frente al sofá.
Al escucharlo, el hombre se levantó y se arrodilló junto a Daniel.
—¿Cómo te sientes?
—Ayu...
—Tranquilo.
—Tengo que ir a buscarlo... —seguía diciendo eso.
Daniel gimió y arrugó el ceño, Joseph no dedujo que fue lo que le dolió en ese momento.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Joseph, quién quería saber si al menos se ubicaba en el espacio-tiempo.
Daniel apretó los ojos.
—Me llamo... —suspiró— Daniel Pérez... Carola.
—¿Sabes dónde estás?
Daniel paseó sus ojos irritados y encandilados por la habitación.
—No.
—¿Recuerdas lo que pasó el jueves?
—Sí... Me fui a la montaña... con mi tío.
Joseph frunció el ceño. ¿Su tío?
—... Pero no llegué... Me atacaron.
—¿Quiénes te atacaron?
—Unos lobos... Dos lobos.
—¿Los conocías? Mírame Daniel, ¿conocías a esos lobos?
Daniel se quedó mirando a Joseph con los ojos débilmente abiertos. Negó.
—No... Nunca los había visto, por eso creo que se enojaron, porque pisé su territorio.
Joseph suspiró agachando la cabeza. Su última esperanza se había esfumado.
Se levantó. Pero Daniel le tomó la mano.
-Espere...
Joseph giró y volvió a arrodillarse junto a Daniel.
—Caballero... ¿Usted podría... buscar al hombre que me ayudó?
Definitivamente no estaba lúcido.
—Porfa... Él se paleteó, me trató súper bien.
—Claro, yo lo voy a buscar.
—Vive en una cabaña. No debe ser muy lejos de aquí. Es un tipo así grande..., quebrao'..., de pelo negro..., de ojitos verdes... y tiene barba y se ve gordito pero es porque es muy maceteao'.
—Vale.
—Muy guapo, muy guapo.
—Guapo. Entendido.
—Y su olor es como a... —Daniel se removió un poco, y movió sus labios como si saboreara algo—. Como a hierba agridulce. Como tomillo pero dulce. Y limón... Eso es... Como cuando poní' los limones en la estufa... Así.
Joseph sonrió ladinamente, nunca lo habían descrito tan bien. Se dio cuenta que al igual que él, Daniel lo había estado observando con mucha atención.
—Dígale que gracias por todo... Y que me llevé unos panes.
—Ya, yo le digo, tranquilo.
—Y que me disculpe por robarle un jockey morado de su colección.
—¿Perdón?
—Es que era bacán.
Joseph suspiró. Y Daniel tomó nuevamente la mano de Joseph, quién no la retiró al reconocer la seguridad y tranquilidad que le daba ese sencillo gesto.
𓃥 𓃦
1/2
—Dolly
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro