18 "La familia Volkov"
Aquel domingo, Joseph se levantó temprano y fue directo a la ducha. Cuando el día anterior había llegado a la casa después de recorrer el bosque junto a Daniel, solo había quedado con ánimos para comer algo. Se quería quitar la sensación de suciedad, el olor acre de su nariz y que el de Daniel se le desprendiera un poco del cuerpo.
Deberían retomar y solucionar el tema de las feromonas del joven urgentemente.
Aparte, cuando en un rato más llegase Óscar —el doctor Volkov— no quería que este pensara cosas extrañas otra vez. Puesto que el día en que curó a Daniel, con tan solo verlo tendido en la cama con el pie deformado por la hinchazón de la mordida, le había dicho a Joseph inmediatamente:
"—Dios mío, ¿Joseph qué hiciste?... ¿De dónde sacaste a este pajarito? Viejo verde".
Joseph estaba tan nervioso por la situación en ese momento, que solo atinó a mostrarse ofendido, pero la sonrojes de su rostro hizo carcajearse a Óscar. Posteriormente le aseguró que Daniel era mayor de edad, aunque en ese momento realmente no lo supiera aún.
Daniel también se bañó. Se puso su primer par de jeans que ya habían pasado por la lavadora y secadora y dejó su segundo par en el canasto. Se preguntó si aquel sería un ciclo constante. Se enfundó en una camisa verde algo desteñida y se puso un suéter color plomo que parecía hecho a la medida para su delgado y esbelto cuerpo.
Salió justo a tiempo para saludar a las visitas.
Lo primero que vio a través de la puerta abierta, fue a una pequeña —de coletitas, bermudas miniatura con estampado militar y poleron rosado— entrando con una canasta de frutas y verduras a la casa.
La pequeña tropezó en el peldaño de la entrada, pero Daniel alcanzó a agarrarla antes de que cayera de bruces al suelo.
Cuando la niña lo miró, se asustó ante el desconocido, se libró rápidamente de él y se fue corriendo afuera, dónde se aferró a la cintura de un hombre alto como Joseph, pero más delgado y con una anatomía más cuadrada, de cabello canoso y chaleco blanco que estaba descargando cosas del portamaletas del auto. Con la otra mano sostenía a otro pequeño niño que dormía abrazado a su cuello, el cual iba vestido igual que la otra niña, pero con poleron verde.
Del frente del auto bajó una chica morena de cabello castaño con coloridas mechas verdes y azules, ataviada de ropa negra y ajustada. Su rostro era muy bonito.
Daniel recogió las frutas que se habían caído de la canasta de la pequeña y las volvió a meter en ella. Al levantarse, vio entrar a la desconocida, quién se le quedó mirando atentamente. Joseph y el doctor Volkov entraron más atrás con los niños en brazos.
Daniel tragó saliva.
—Ya. —Suspiró el hombre mientras el niño despertaba y acariciaba el cabello de la otra chiquita, quién seguía abrazada a su pierna.
—Hola —saludó Daniel y sonrió nervioso.
—¡Oh! ¡Hola! —dijo el señor y le estiró la mano.
Daniel la estrechó.
Luego sonrió a la chica, quién arqueó las cejas y también le sonrió, intrigada.
—¿Quién es? —preguntó el pequeño, quién se frotaba el ojo aún adormilado.
—¿Cómo te llamai'? —le preguntó la niñita desde abajo.
La chica mayor abrió la boca impresionada y emocionada.
—¿Tío es tu pololo?
—¿Qué? NO. —Joseph palideció.
—¡Oh! No... —Daniel enrojeció.
—Catina, hija, no seas mala con tu tío Joseph. —Dicho esto, el doctor Volkov y su hija mayor se miraron y aguantaron la risa.
Daniel miró a Joseph y río nervioso.
—No —repitió Joseph, y parándose detrás de Daniel, posó sus manos en sus hombros—. Él es... un... un...
—Arrendatario.
—Amigo.
Amigo…, se emocionó Capu.
¿Cómo que amigo?, gruñó Josi.
—Bueno sí... también ahora un amigo —quiso corregir Daniel.
—Eso, solo un arrendatario —dijo Joseph al mismo tiempo.
Capu gruñó por lo bajo.
—Las dos cosas.
—Sí, si.
(...)
Daniel estaba a gusto al compartir con la familia, se sentía contento y para nada incómodo. También un poco aliviado y decepcionado de sí mismo, puesto que hasta el momento había tenido la percepción de que el círculo social de Joseph probablemente fuera aparte de limitado, muy del tipo ricachón. Sus prejuicios lo habían hecho imaginar gente con elegantes y caros trajes, miradas juzgadoras y bolsillos llenos de intocables billetes.
Pero ese escenario se le hizo de lo más común familiar.
Había estado conversando con Catina en el living, mientras los niños rondaban jugando alrededor, de a ratos, muy curiosos hacia su persona. Se lo quedaban mirando y tomaban sus manos para ver sus palmas. En un momento, el pequeño le fue mostrando dibujos en un cuadernillo, todos eran de la naturaleza y el bosque. Daniel asentía a todos con ojos de asombro y le decía que todos eran muy buenos y hermosos, con lo que el niño sonreía y se abrazaba a sí mismo. Notaba que era más callado que su hermana.
Se daba cuenta que eran muy inquietos y tenían un olor fuerte a almizcle. Mas no lograba identificar qué animales eran.
Hasta que, en cierto momento, Millaray, la pequeña, se acercó y se sentó a su lado, pegó su nariz al brazo del joven y lo empezó a olfatear con ahínco.
Daniel, quien seguía conversando con Catina, se tentó de risa.
—Creo que ya cacharon… —sonrió el joven.
La niña se paró en el sofá y tomó su cabeza con ambas manos, lo acercó a ella y ahora olió su cabello.
Daniel y la chica no pudieron evitar reírse a carcajadas.
Daniel podía sentir ahí a su animal, patitas cortas… un pelaje suave, unos ojos diminutos…
Sin soltarlo, la niña puso su frente sobre la de Daniel y apretó sus mejillas. Estaba expectante.
—¿Qué eres?
—Dímelo tú.
—¡Eh! Millaray, que te he dicho sobre olfatear a las personas —le llamó la atención Oscar desde el comedor.
Millaray volvió a sentarse bien, pero aún así siguió curiosa respecto a Daniel.
—Los puedes sentir también, ¿verdad? —le preguntó Catina.
Daniel asintió.
—Sí… Pero no logro entender qué son… No somos de la misma especie, así que es difícil.
—Entiendo… Y… supongo que no sientes nada en mí —suspiró la chica.
—No… Identifiqué al tiro cuando entraste…
—Que no soy metamorfa.
Daniel identificó que el tema le causaba un poco de pena a la joven, ser la única no criatura mágica en una familia así.
La chica le explicó que Paco, Millaray y ella eran hijos adoptivos del doctor Volkov, un metamorfo cuyo animal era un can siberiano reprimido¹ hace muchos años. Mejor amigo de Joseph, quien era el padrino de los tres.
Catina le preguntó a Daniel por él también, y volvió a insinuar, pero mucho más disimuladamente, si él y Joseph estaban relacionados de una manera sentimental.
Daniel volvió a reír y le respondió que no.
Sin ahondar en detalles, le terminó por contar la verdad (saltándose muchas cosas); que lo había acogido después de un incidente que tuvo en su territorio, dejándole quedarse allí por el tiempo en que buscaba el lugar al que originalmente tenía planeado ir, después de haber dejado su ciudad natal.
Al terminar la explicación, su mirada y la de Joseph se encontraron.
Daniel le sonrió desde lo lejos y volvió su atención a Catina.
El joven no se había dado cuenta que Joseph lo había estado observando todo el tiempo. Su conciencia estaba completamente enfocada en la plática que mantenía con Óscar, quién al igual que él, estaba sentado de frente al living, con sus ojos concentrados en la comida que engullía. Pero los ojos del hombre se mantenían fijos en Daniel, en sus expresiones, en el movimiento y brillo de sus ojos y su piel.
Pensaba en lo encantador y jovial que se veía en ese momento.
(…)
Capuchino no podía estar más contento, su cola se agitaba con energía y sus patas estaban más ágiles que nunca.
Sobre su lomo, estaban agarrados dos hurones de suave pelaje y ojos como mostacillas negras.
Hace un rato los mellizos habían estado lloriqueando aburridos, por lo que cabreado, Óscar les pidió a Daniel y a Catina que por favor los entretuvieran el rato en que estaba listo el almuerzo, dándoles permiso para transformarse.
Daniel, quién primero había estado jugando con ellos en su estado humano, no se había podido aguantar. Capu le exigía acompañarlos a jugar. El impulso de perseguir esas bolas de algodón alargadas era incontrolable. Se veía súper divertido.
Y así fue como después de perseguirse, morderse y rasguñarse cariñosamente y
retozar en el pasto largo rato, se aferraron al lomo de Capuchino, quién corría detrás de la pelota de tenis que Catina tiraba. Era un día nublado, pero muy templado y acogedor. No había nadie cerca, ningún merodeador ni depredador, de eso Joseph y Óscar se aseguraron bien.
Catina a veces también corría y reía por lo cómicamente adorables que se veían los tres animales juntos.
Las criaturas se sentían súper seguras con Capu, y a la vez, a Capu le encantaba el sentimiento de protección que le inspiraban esos dos escurridizos hurones. Si cualquier cosa o persona se hubiera atrevido a hacerles daño en ese instante, los hubiera defendido con garras y dientes.
Cuando Óscar les avisó que el almuerzo ya estaba listo desde la galería de la casa, bajaron del lomo de Daniel y fueron corriendo hacia dentro, luego subieron por las piernas de Catina y se prendaron a las solapas de su chaqueta negra. Ella los llevó a la habitación del fondo para que se vistieran.
Capuchino se sacudió antes de entrar.
Iba a ir directo a la habitación en la que se estaba quedando, pero Daniel, desde su conciencia, tuvo la necesidad de hacer algo. Fueron hasta donde Joseph, quién se encontraba en la cocina, salteando unas verduras.
Al verlo hacia abajo, la cola se le meneó agresivamente, en su forma animal no podía ocultar cuán feliz lo hacía verlo. Y que él lo viera.
Joseph sonrió ladinamente, casi burlescamente y Óscar, al verlo, se emocionó como un niño.
—¡Ay qué bonito es! ¡Daniel tu animal es muy lindo!
Capu instantáneamente se echó de espaldas sumisamente, mientras Daniel completamente avergonzado le gritaba que parara. Sin embargo, no se pudo resistir a las cosquillas de Óscar en su barriga, y Capu, mucho menos.
(…)
La comida se quemó, pero aún así estuvo deliciosa. Daniel se enteró de muchas cosas, cómo que Joseph había estado a punto de casarse dos veces.
El tema se dio con bromas indirectas que le hacían Óscar y Catina al hombre, y que Daniel no entendía y de hecho eran comentarios que al principio le asustaban, puesto que parecían ofensas de mal gusto hacia Joseph. Pero cuando él reía con ellos, simplemente meneando la cabeza como quien está decepcionado, el corazón justiciero de Daniel se relajaba.
La primera vez que Joseph casi intercambió los sagrados votos, tenía apenas veinticinco años. Había terminado su carrera, perdidamente enamorado de su mejor amiga de toda la vida con la que había estado saliendo hace cinco años. Misma quien le fue infiel la noche de la despedida de soltera.
Le llegaron a decir que en una situación así no importaba, no valía, que se tenía que casar igual, que si uno no lo recuerda no pasó, pero ella decidió ser honesta.
—Y justo cuando el cura le preguntó a ella si aceptaba... —El doctor Volkov tenía expectantes a Catina, quién había escuchado la historia mil veces, y a Daniel, en la mesa, en un tono susurrante que le aportaba suspenso a la historia— se lo confesó todo y todos escuchamos, ¡imagínate!
—Ahí mismo —aportó Joseph con la boca llena desde la cocina, apoyado de espaldas en la mesada.
Daniel se puso colorado de impresión y Catina golpeó la mesa dramáticamente.
—Y la segunda vez, fue una desgraciada de los Ángeles que...
—Ya, YA. Hay niños presentes. Y deja que digiera la primera historia —interrumpió Joseph al doctor Volkov mientras volvía a la mesa con un queque de postre y tazas de té.
—¿Qué puede ser peor que lo primero? Nunca lo he entendido… —comentó Catina.
Las bromas referentes a la siempre triste y fallida vida amorosa de Joseph continuaron, pero a medida que entraba más en confianza, Daniel se animó a defenderlo sutilmente, siguiéndole el juego y riéndose de los contraataques que este le lanzaba a su amigo.
En conclusión: una tarde llena de risas.
En cierto momento, Daniel hizo referencia a que de todos modos el doctor Volkov estaba igual de jodido, con tres niños y soltero.
Catina y Joseph se echaron a reír y Daniel se puso colorado cuando vio que el doctor Volkov se quedó como en un trance de profunda tristeza. Pero luego este también se echó a reír y los latidos de Daniel volvieron a estabilizarse.
Pero se volvieron a acelerar cuando amistosa e inconscientemente, Joseph dio un apretón en su muslo derecho bajo la mesa, mirándolo a los ojos.
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