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1 "Perro, Lobo"

En la extensa llanura que da comienzo a un remoto bosque laberíntico, quedaron un día las huellas de un perro.

Este era mediano y de un pelaje blanco muy corto moteado de manchas de un color parecido al café con leche. Sobre su lomo, a modo de montura, llevaba doblado un poncho rojo ribeteado de bordes azules y encima una mochila negra, sujetadas las tiras bajo las axilas de sus patas delanteras.

Antes de entrar al bosque, giró y volvió a fascinarse con la inmensidad y tenebrosa calma del lago O'Higgins, que se extendía bajo el barranco. También miró las luces ya lejanas de las casetas en el Puerto Bahamondes, allí en el final de la Carretera Austral, el único indicio de presencia humana que tendría en muchos días. Apenado emitió un gemido, como un suspiro de resignación, y se internó por un claro entre los árboles.

Comenzó a caminar en línea recta, despacio y atento a su alrededor. Su plan esa noche era atravesar al menos ese bosque, acampar en un valle de las tantas montañas que tenía por delante y partir por la mañana otra vez. Ya había calculado al menos cinco días para llegar a su destino.

Visualizó su mapa guía. Fresco en su memoria por haberlo visto y repasado tantas veces.

Caminó durante dos horas, en las que fue haciendo paradas para beber agua en charcos formados por la lluvia de ese día, y otras para satisfacer algo que su nariz al cosquillear le demandaba olfatear. Las volutas de niebla que se deslizaban como víboras por el suelo y el destello del rocío en las setas venenosas lo distraían. El bosque era tranquilo y silencioso, lo cual le daba inseguridad, ya que lo incitaba a confiar y no preocuparse por los peligros.

En un momento, agotado, decidió descansar. Se echó boca abajo en las raíces sobresalientes de un gran árbol, cerró los ojos y sin querer, por el debilitamiento de su cuerpo se durmió.

Cuando despertó se sobresaltó y miró a su alrededor preocupado. Ya era muy entrada la noche, las tres de la madrugada. Se levantó y comenzó a caminar otra vez, ahora con un paso más rápido para compensar el tiempo perdido.

Y de repente... vio a unos cincuenta metros un gran lago.

Cuando llegó a su orilla, bebió de su agua dulce y comenzó a analizar la ruta que le convenía más desde ese punto. Concentrado en esto, no se percató de los dos lobos que lo divisaron en lo alto de unos roqueríos.

Decidiéndose por bordear el lago, se puso en marcha y con ello los lobos también, siguiéndolo sigilosos desde la misma distancia.

El perro sentía aromas que le indicaban que otro ser vivo estaba cerca de él, pero no se le ocurrió que pudiese tratarse de un acecho, sino que lo atribuyó a los muchos otros animales del bosque. Pero, a medida que avanzaba, este convencimiento suyo comenzó a debilitarse. Supo que había un peligro grande cerca, así que apuró el paso, alerta.

Llegó a una parte donde quedaban los vestigios de al menos quince árboles talados, con lo que se preguntó si estaba cerca de humanos. Segundos después oyó a sus espaldas el crujido de las hojas secas y caídas de los árboles.

Volteó y los vio: un lobo blanco grande y una loba gris mucho más pequeña, pero aún así no menos que él. Ambos gruñeron, acercándose lentamente. El perro se aterrorizó, pero también intuyó la extraña sensación de que los lobos estaban confundidos.

Mas no menos decididos a matar.

Después de unos segundos de paralización, por fin atinó a correr. Los lobos se quedaron atrás, sopesando qué debían hacer, dando inconscientemente ventaja al perro. Pero finalmente concluyeron que debían lanzarse al ataque. Cuando lo hicieron, dejaron una estela de niebla que se había arremolinado alrededor de sus patas.

Estuvieron a punto de alcanzarlo muchas veces, lo cual parecía enfurecerles al principio y después entretenerlos, como si se tratase de cachorros jugando. Con su intuición telepática, el perro podía interpretar risas e insultos; lo llamaban tonto y se burlaban de su olor y fealdad. También se regodeaban por la recompensa que tendrían cuando lo capturasen, pensando en que también podrían divertirse con él. El perro no se dio el trabajo de comprender qué podría significar todo eso, ante la imperiosa necesidad de seguir corriendo hasta perderlos lo antes posible.

Los lobos no se dieron cuenta que se estaban acercando al territorio de otro lobo. Un terreno —de una hectárea llana rodeada de pinos y abundante vegetación— peligroso que siempre se debía evitar. Tanta adrenalina les denotaba el momento que olvidaron esa regla y sin querer, corretearon al perro de forma que se acercó cada vez más a esa tierra prohibida, y cuando estuvieron al límite, realizaron adonde se habían metido abruptamente. Se detuvieron con tanta rapidez que llegaron a levantar por más de dos metros musgo, hojas y tierra por el deslice de sus patas. Gruñeron ferozmente, frustrados.

No habría recompensa, no podrían capturar al perro, porque supieron que este se reduciría a un estropajo inerte en unos momentos.

El perro siguió corriendo, siguiendo el borde de los árboles, buscando el claro más conveniente por el que meterse a continuación. No era consciente de nada más a su alrededor y estaba tan cansado por el peso extra en su lomo, que sabía que pelear no sería opción, puesto que si se detenía caería extenuado.

Los lobos estaban a punto de retirarse, al menos conformes con pensar en lo destrozado que quedaría el perro.

Pero, se percataron de la extraña falta de la presencia dueña del lugar.

Entonces fueron a la carga otra vez.

Y atraparon al perro cuando este doblaba hacia la derecha.

Desatose un cataclismo. Un enredo violento y veloz pero eterno de tres cuerpos. Lo despojaron de sus cosas. Lo tumbaron. Lo arañaron. Lo mordieron. Se lo pasaron como un ratón de garra en garra. El lobo blanco fue a por sus patas traseras.

Fue cuando le mordió la izquierda trasera, fracturándosela. Momento en que sus ojos azules se iluminaron y emitió un gruñido fuerte que despertó a los polluelos de los chercanes en sus nidos, paralizó a los conejos en sus cuevas a la redonda, hizo bolitas a los chanchitos de tierra y hasta asustó a la loba gris.

Su idea era fracturarle las dos patas traseras, consciente de que es lo peor que se le puede hacer a un animal de cuatro, pero no lo hizo.

Cuando el perro quedó moribundo se lo quedaron mirando jadeantes, mientras la feroz excitación y el instinto asesino se les iba pasando, viendo al perro retorciéndose por el dolor, cuyos gritos destrozaban el alma.

Finalmente el lobo blanco rodeó su cuello con sus fauces, lo levantó para arrastrarlo y miró a la loba pequeña, dándole a entender que ya era momento de irse.

Fue en ese momento que los abatió.

Se lanzó hacía ellos tan rápido, que fue como si sintieran primero el dolor que les produjo esa sombra grande que surcó sus cabezas y emitió un estruendoso sonido de hojas y ramas al embestirlos, antes de verlo. Una sombra. Aquella criatura era tan ágil que solo la podían percibir como una sombra que se confundía con las propias de la noche.

Fuego Negro.

Cuando estuvieron en pie otra vez, lo vieron. A dos metros de ellos y a diez del perro, el lobo negro, dueño del territorio. Las tres bestias se mostraron los dientes, gruñendo ferozmente y marcando las patas en la tierra. Mientras, el perro ignorante a lo que pasaba a su alrededor seguía gimiendo de dolor en la tierra.

El gran lobo negro dio solo una advertencia, agachando la cabeza y soltando vaho por las separaciones de sus afilados colmillos.

Se fueron deprisa.

Cuando estuvo completamente seguro de que ya se habían ido, el lobo negro se volvió hacia el perro. Debía encargarse de él ahora, tirar el cuerpo por el bosque, devolverlo a la carretera o enterrarlo en ese mismo sitio.

Pero...

Observó una zapatilla tirada a unos metros, cerca de la mochila negra.

Resignado, bufó y adoptó su forma humana.

Se acercó y agachó junto al cuerpo de la criatura, que se contraía espasmodásticamente. Con el máximo cuidado que sus grandes y callosas manos le permitieron, recogió al perro y se lo puso contra el pecho mientras este se removía débilmente. Ya no le quedaban fuerzas ni para luchar.

E inconscientemente, este comenzó a cambiar a su forma humana también.

El bello que constituía su pelaje fue contrayéndose, dejando expuesta su piel lacerada. Sus garras se fueron alargando y suavizando en apariencia, hasta convertirse en unos dedos temblorosos. En unos pocos segundos, hubo en los brazos de un hombre un joven desnudo, embarrado, sangrante y con un tobillo torcido que se había desmayado por el dolor.

Y lo llevó a su guarida. Lo llevó a su casa.


Él, que partió a la sierra

Que nunca hizo daño

Que partió a la sierra

Y en cinco minutos...

quedó destrozado

Victor Jara - Te Recuerdo Amanda


𓃥 𓃦


Muchas gracias por leer ♡

—Dolly

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