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QUINCE

QUINCE: KIM NAMJOON

—¿Mamá? —El pequeño sorbió los mocos que amenazaban con salir de su pequeña nariz—. Mamá, ¿cuántos días más te quedarás en cama?

No hubo respuesta. ¿Cuántos días habían pasado? El chiquillo no lo sabía, pero ya sentía el estómago rugir y ya se había cansado de tomar solamente agua, la que también se estaba acabando.

Kim Namjoon, de seis años, tragó saliva y rodeó el saco donde estaban acostados sus padres para ir en busca de su progenitor. Sintió un nudo en la garganta y su mentón comenzar a tiritar, pero se obligó a sí mismo a ser valiente y estiró la mano para mover el cuerpo de su padre y así despertarlo.

—¿Papá? —Soltó en un sollozo.

Pero papá tampoco respondió.

La habitación ya comenzaba a apestar, a llenarse de moscas que se posaban sobre los cuerpos de la pareja. Y Namjoon comenzaba a desesperar. Estaba a su propia suerte hacía varios días, intentando mantenerse vivo con lo poco que sabía sobre autonomía, pues su madre siempre se había encargado de cuidarlo bien, de cocinarle, de lavar su ropa y de bañarlo.

Estaba sucio. Sus mejillas negras por la tierra que entraba por la ventana de la casa tenían marcas de lágrimas que habían estado cayendo durante esos días en los que su madre no había ido a arroparlo durante la noche. Y su ropa había pasado de ser verde musgo a gris, pues no se la había cambiado desde la última vez que su madre le vistió.

Ya rendido, gateó hasta la esquina de la habitación y se abrazó las piernas, adoptando posición fetal. Quería llorar, igual que cuando era un bebé. ¿Por qué sus padres le ignoraban de aquella manera? ¿Acaso había hecho algo mal? Quiso levantar la vista para mirarlos, pero se aguantó. Todo le estaba resultando demasiado doloroso. Así que simplemente se quedó allí, dispuesto a dejar de comer hasta que alguno de sus padres se levantara y le regalara, aunque fuera, un abrazo.

Quizás fueron solamente horas, o quizás días, en los que Namjoon se quedó allí, sin moverse. No tenía necesidad de ir al baño, pues no comía en días y el agua ya prácticamente se le había acabado. Estaba famélico, casi dejando que la inanición se llevase su vida, hasta que alguien tiró de su brazo, obligándolo a levantarse, pero su cuerpo se encontraba tan débil que cayó al suelo inmediatamente. Ahí se dio cuenta de cuánto le dolían los músculos, estaba entumecido, mas no hizo nada por intentar aliviar aquel dolor.

Sólo se dejó cargar por aquella persona que lo había encontrado.

Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en un saco, arropado y con un pijama limpio. Su alrededor ya no olía mal, en realidad olía muy bien. Quiso levantarse, pero su cuerpo todavía se encontraba demasiado débil.

—No te levantes, pequeño —dijo alguien a su lado, alguien cuya existencia no había notado—. Llamaré al médico para que te examine.

Namjoon tenía un tío, Kim Kwan, hermano mayor de su padre, que había decidido pasar por casa de su casa el día anterior, extrañado de no ver a su hermano en el puesto que manejaba en el mercado, y se había encontrado con aquella horrible escena: su hermano y esposa muertos, ya hinchados y pudriéndose en la habitación, y al pobre de su hijo acurrucado en la esquina. Kwan no sabía si estaba vivo todavía, pero decidió llevarlo consigo de todos modos.

Había salvado a aquel pequeño de un destino fatal y no podía sentirse más dichoso. Eran él y su sobrino en casa, pues su esposa había muerto hacía algunos años de la misma enfermedad que había asechado a su hermano y cuñada. Namjoon había tenido suerte y por eso se había decidido a cuidarlo él mismo.

—¿Qué hiciste hoy en la escuela, pequeño? —Preguntaba Kwan cada tarde durante la cena.

Se sentaban uno frente al otro en el suelo, únicamente separados por una mesita de madera. El tío cada tarde comenzaba a platicar sobre lo que había hecho durante el día, reemplazando a su hermano menor fallecido en el mercado del pueblo. Entonces venía el turno de Namjoon, que solamente comía cabizbajo, en silencio, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor.

—¿Habrás visto, tal vez, algo de matemáticas? ¿Has aprendido a sumar? —Preguntaba el hombre, para intentar sacarle una palabra.

—No —se limitaba a responder el pequeño.

Eso era cosa de cada día, durante meses. Y es que Kwan sentía profunda lástima por su sobrino, sabía que la pérdida de sus padres había sido traumática, pues siempre consideró que el chiquillo era demasiado dependiente de ellos y aquello le había jugado en contra. Parecía estancado en su propio sufrimiento.

El problema no era ese, sino que, al contrario de cualquier chico de siete años, Kim Namjoon no había derramado ni una sola lágrima. Solamente se había encerrado un mundo donde lo único existente era él mismo. No tenía relación con nadie, ni siquiera en la escuela porque el resto de los chicos habían llegado a considerarlo extraño.

Así que un día Kwan dejó de preguntar sobre el día de Namjoon y también dejó de hablar del suyo. Comían en silencio cada tarde y luego cada uno se encargaba de sus propios asuntos. Todo siguió así durante tres años.

—Tienes que comenzar a trabajar, la tienda no está yendo bien —le dijo Kwan al chico cuando cumplió diez años.

Namjoon levantó la vista hacia su tío, pero, como siempre, no dijo nada y volvió a mirar el pocillo de arroz que tenía enfrente.

—¿Acaso no entiendes, Namjoon? —Replicó el hombre— ¡Responde algo!

Y no obtuvo respuesta, así que al siguiente día, a primera hora, había guardado todas las pertenencias de su sobrino en una bolsa y, tomándolo del brazo, lo arrastró durante días hacia un lugar desconocido para él: un templo bastante alejado de su pueblo natal.

—No puedo darme el lujo de gastar dinero en alimentarte, espero que lo entiendas, chico —le dijo antes de dejarle la bolsa en las manos y darse media vuelta.

Kim Namjoon quedó solo por segunda vez en su vida.

Pero no tan solo, en realidad.

Estaba acompañado de decenas de niños en su misma situación: huérfanos. Así que, si lo pensaba bien, estaba acompañado dentro de su soledad.

Aquel templo era conocido entre los pueblos aledaños por recibir niños abandonados y cuidarlos para darles una segunda oportunidad en la vida y, a pesar de que Namjoon estaba viviendo ya su tercera oportunidad, no se sintió incómodo en absoluto. Nadie le obligaba a hablar ni a hacer cosas que no quisiese. No se sintió incómodo hasta el segundo día en el templo, cuando una chica, notablemente unos años menor, le miró con curiosidad.

—No hables con ella —le advirtió otro chico que estaba a su lado en el comedor—, todos dicen que tiene una maldición.

¿Una maldición? ¿Cómo era eso posible?

Namjoon miró al otro chico con la cabeza ladeada, pero él se encogió de hombros.

—Es lo que todos dicen, así que deberías mantenerte alejado si no quieres ser maldito también.

—No me parece que tenga algo —se atrevió a decir.

El chico le miró en silencio y una sonrisa se formó en sus labios.

—Puede ser, pero ¿no crees que su cara es rara?

Eso era verdad. Había algo en aquella niña que era diferente al resto, pero Namjoon no quiso prestarle especial atención y siguió en lo suyo.

Al día siguiente, cuando estaba sentado en los escalones de la entrada del templo viendo al resto de los niños jugar y correr, sintió una presencia inesperada y cuando se giró se encontró a la misma niña. Ella seguía observándolo, con unos ojos curiosos de color extraño, pero no decía nada. Así que Namjoon simplemente se levantó y se alejó.

Así ocurrió, durante días, la niña pretendía acercarse y Namjoon se sentía incómodo por su presencia. Hasta que llegó el día en que las cosas cambiaron.

—Soy Eunkang —había dicho, acercándose un poco más—, tú eres Namjoon, ¿no?

Todos los niños de alrededor parecieron quedarse inmóviles, observando con atención la escena. Namjoon los miró, uno por uno, y todos parecían tener una expresión burlona. Se estaban burlando de él, de que la fenómeno estaba hablándole. Aquella chica a la que nadie quería acercarse, la que tenía que comer en la esquina de una mesa, apartada de todos, con la que nadie quería jugar y tenía que entretenerse con un pequeño cofre de madera, que acariciaba con los dedos, pero que nunca llegaba a abrir. Aquella chica que, según había escuchado a los días de verla por primera vez, se decía que había sido abandonada por su padre en un río cercano.

Sintiéndose preso de la desesperación, de ser el centro de atención, Namjoon alejó a la chica de un empujón, provocando que cayera al suelo de tierra.

—¡Aléjate! No quiero que una fenómeno se me acerque.

La niña lo miró desde abajo, con los ojos cristalizados, pero sin derramar una sola lágrima. No respondió nada.

—Dicen los monjes que estás maldita y que tu padre te abandonó en el río de allá —apuntó en dirección al río, hacia atrás de la chica—. Además, tu cara es rara.

Sin esperar respuesta, se dio media vuelta y se largó, corriendo. Porque, por algún motivo, se había sentido mal después de haber dicho aquello. La niña no tenía la culpa de lo que se decía de ella, o a esa conclusión llegó Namjoon a los días de lo ocurrido.

Quiso acercarse a ella y pedir disculpas, pero no la niña no volvió a acercarse y él tenía demasiado miedo de ser rechazado.

—¡Fenómeno! —Gritó un chico una tarde mientras le pegaba un empujón a Eunkang.

—¿Estás enojada, fenómeno? —Se burló otro, también empujándola— ¿Qué vas a hacer? ¿Ir a llorar con tu papá?

—¡No tiene! ¡La abandonó en el río y por eso le pusieron ese nombre!

Namjoon se acercó por detrás al trío de chicos que rodeaban a Eunkang.

—Tú tampoco tienes papá —intervino desde atrás.

Los chicos se giraron hacia él, incrédulos.

—¿Vas a defenderla?

—¿Y qué si lo hago?

Uno se acercó a él, con una sonrisa socarrona en los labios.

—¿Vas a defender a tu novia? ¿Acaso...?

La frase del chico se vio interrumpida al recibir un puñetazo en la nariz.

—¡Corre! ¡Corre! —dijo el segundo al tercero, y huyeron después de levantar a su amigo herido.

Namjoon vio cómo se alejaron y tomó aire profundo antes de girarse hacia la chica. Lo primero que recibió fue un fuerte golpe en la mejilla que lo desestabilizó y le hizo caer al suelo. Ella le había golpeado de la misma manera que él había hecho con el otro chico, con un puñetazo.

—No necesito que me defiendas —le dijo Eunkang desde arriba y también se marchó.

Después de eso se volvió a acercar a ella, todos los días, hasta que dejó de ignorarlo y comenzó a hablarle de manera normal, ignorando el hecho de que el resto de los niños los miraban fijamente cada vez que salían del templo a caminar o cuando comían juntos en el comedor.

Eunkang era un mar de ideas, pues como acostumbraba a estar sola se la pasaba pensando en cosas que le gustaría hacer en el futuro.

—Cuando sea mayor quiero casarme con el príncipe heredero —afirmó.

—¿Para eso no hay que ser rico?

Estaban recostados en el suelo, entierrados, uno al lado del otro y mirando hacia el cielo. Namjoon se giró hacia su amiga, que había levantado los brazos, estirándolos por completo, casi pretendiendo poder alcanzar las nubes. Había una pequeña sonrisa en sus labios y sus ojos ámbar brillaban.

—Cuando sea mayor seré rica y lo haré —resolvió.

Él asintió con la cabeza en respuesta, pero se le ocurrió algo mejor.

—Pero al príncipe heredero no le deben gustar la chicas que golpean como un chico.

Eunkang se tapó el rostro con las manos y soltó una carcajada nerviosa.

—¡Debería sentirse afortunado de una chica así! No necesita que la protejan porque puede valerse por sí misma —murmuró avergonzada—. ¿Namu, te gustaría a ti una chica así?

Namjoon la miró de reojo. Ella seguía mirando las nubes, absorta en su ensueño, y no notó cómo una sonrisa se formaba en los labios de su amigo.

—Quizás... sí.

De esa manera pasaron lo que les restaba de infancia y adolescencia juntos, hasta que llegó el día en que Namjoon se hizo mayor y le obligaron a abandonar el templo, pues la comida no abundaba y debía priorizarse para los niños más pequeños. Aquella mañana guardaba las pocas pertenencias que tenía en la misma bolsa que le había dado Kim Kwan cuando apareció su amiga a su espalda, con el rostro impasible.

—¿De verdad te irás?

—No puedo quedarme, Eunkang —respondió, todavía mirando sus cosas. 

Pero volveré a buscarte, lo prometo, fue algo que quiso decir, pero no tuvo oportunidad porque la chica ya se había marchado sin decir nada más. Con un sabor amargo en la boca, abandonó el templo y caminó hacia el pueblo más cercano, en dirección contraria a su antiguo hogar. Si quería llevarse a Eunkang consigo debía tener dinero para mantenerlos a ambos.

Dedicó su tiempo a la alfarería, trabajando lo más posible, sin dejar de pensar en ella un día, y juntando cada moneda, comiendo lo mínimo para ahorrar lo suficiente para así poder pagar una casa para Eunkang y él. Y es que indudablemente se había enamorado de su amiga, no podía imaginar una vida sin ella y cada momento que había pasado lejos de su presencia se había vuelto un martirio. Finalmente, al momento en que consideró que tenía lo suficiente, salió después de su jornada laboral y corrió, saliendo del pueblo y en dirección hacia el templo, sin importarle si aquello le significaba quedar sin aliento.

Recorrió el mismo camino que había tomado meses antes y llegó al templo que le había visto crecer, madurar y enamorarse lentamente para buscar entre las caras a la chica que tanto añoraba, pero no la encontró. Con sus últimas fuerzas corrió hacia la habitación de alguno de los monjes para tocar la puerta con urgencia.

—Lo siento, chico, Eunkang se marchó hace unos meses —le dijo un monje después de que él hubiese preguntado por ella.

Pobre Nam, me da penita

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