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5. El aliado desconocido

Por primera vez, Firomena le ocultó algo a la abuela. En parte por vergüenza y culpa y en parte porque no quería alarmarla. No estaba segura de que fuera algo por lo que mereciera alarmarse. ¿O sí?

En los siguientes días, las rutinas de los trabajadores se repitieron sin ninguna variación. Nadie parecía haberse percatado que ella había roto la regla más importante. Sea quien fuera el que la había ayudado, parecía no tener intención de delatarla.

Solo quedaba la llave como única evidencia de aquella corta incursión prohibida. Firomena cargaba con ella a todas partes, se le ocurría que sería terrible si alguien más la encontraba y luego pidiera explicaciones. A menudo metía su mano en su bolsillo y palpaba su superficie fría y lisa.

¿Qué debía hacer con ella? ¿Debía regresarla? No le pertenecía, y eso sería lo correcto. Pero, ¿era seguro volver?


Firomena realmente se había consternado al pensar que su insensatez le hubiera podido costar muy caro a su abuelita. Eso la hizo titubear varios días. De pronto transcurrió una semana, después fueron dos. Y a la tercera, el recuerdo de ese momento de desesperación se había difuminado como el malestar lejano que causa rememorar un mal sueño. A eso había agregarle que, en cuestiones de miedos y traumas, Firomena poseía una auténtica memoria de pez.

No podía quedarse con algo que no le pertenecía, debía devolver esa llave. Después de todo, se lo debía a este aliado desconocido. Además, quería volver a ver esa biblioteca por lo menos una vez más. Esta vez sería más cuidadosa, más rápida, más lista.

O al menos así se lo estaba imaginando ella.

Aquella tarde ella entró por aquella puerta pequeña otra vez. Al volver a ingresar a la biblioteca de la torre, decidió no adentrarse tanto como la vez anterior, y solo dio unos pasos hacia una de las mesas de lectura más cercanas y dejó con cuidado la llave sobre una de ellas.


A pesar de la quietud y el silencio atroz del recinto, por alguna razón, Firomena se sintió observada. Y cuando se dispuso a regresar en sus pasos, escuchó:

—Eres la nieta de la cocinera, ¿no es así?

Aquella voz extraña y rasposa provenía desde algún lugar en las altas estanterías. Era la misma que la de antes. Esta vez, Firomena ya no sintió miedo.

—Sí —respondió, antes de detenerse a pensarlo—. Me llamo Firomena. ¿Quién eres?

Su pregunta brotó como algo inevitable. Si no la hacía en ese momento, iba a perder esa oportunidad para siempre. El silencio regresó, como si el desconocido estuviera evaluando responder.

—Soy un servidor del marqués de Carabás. —Una repentina seriedad se impregnó en aquella voz—. Mi nombre es Zapán.

—¿Zapán? —repitió ella por impulso. Aunque también con cierto alivio de que no se tratara del marqués en persona.

—Es un nombre raro, ¿verdad?

—Rarísimo —replicó ella, sin poder evitar ser sincera.

Oyó que Zapán emitía una especie de sonido áspero parecido a un siseo. Y luego se sonrió cuando comprendió que era una risa.

—¿Eres un fantasma? —inquirió ella. Por alguna razón, este individuo le transmitía apertura. Él volvió a soltar una pequeña risa medida, y luego respondió con un ánimo distendido.

—No.

—¿Un espíritu?

—No.

—¿Eres humano? —Ante esa pregunta se hizo un corto silencio y Firomena esperó con una expectante ansiedad.

—No —respondió finalmente Zapán, su voz poco más que un murmullo.

Antes que amedrentarse, la mente de Firomena se atolondró con más preguntas. ¿Con quién estaba hablando? ¿Con qué? ¿Con un duende, un hada, un trasgo? ¿Algún otro ser sobrenatural? El entusiasmo opacó cualquier temor que pudiera sentir.

—¿Cuántos años tienes? —continuó ella.

—No lo sé.

—¿Por qué estás aquí?

—Debo permanecer en esta zona del castillo.

—Oh. No debe ser muy divertido.

—No lo es, pero tampoco puedo decir que me aburro.

—¿Qué haces para entretenerte?

—Me gusta leer.

Firomena se sintió agradablemente sorprendida de que Zapán fuera de fácil conversación, como si ambos se hubieran topado casualmente en algún pasillo y no bajo el velo de estas extrañas circunstancias. Le estaba inspirando cierta confianza.

Mientras charlaban, Firomena tuvo la impresión de que él parecía no quedarse quieto en el mismo lugar mucho tiempo, en algún lugar indefinido de los anaqueles superiores. Como si pudiera transportarse por ellos con la suavidad de una pluma.

—A ti también te gusta, ¿no es así? —inquirió Zapán—. Por eso regresaste.

—Es que no había visto una biblioteca antes. No sabía que había tantos libros en el mundo. Creo que sí me gusta leer. No estoy tan segura.

—Tal vez ahora puedas comprobarlo.

No tenía razón de saberlo, pero a Firomena se le estaba antojando como alguien simpático. Aún estaba en esa edad donde no se requieren muchas razones para hacer un amigo.

—¿Puedes dejarte ver? —pidió ella.

Ni bien dijo esto, se sobresaltó al reparar por primera vez en una sombra deslizándose por sobre las estanterías. Fue tan rápida como un parpadeo, apenas una mancha oscura. Y comprendió que se trataba de Zapán. Pero él no emergió de su escondite y no dijo nada por unos momentos. Cuando habló, lo hizo en un susurro desde alguna esquina distante de la sala.

—Te vas a asustar de mí.

"¿Tanto así?", pensó Firomena. "¿Acaso es feísimo? ¿O se trata de un monstruo?"

Le estaba dando la impresión de que las ideas salvajes que se estaba imaginando de su apariencia la estaban asustando más que verlo de verdad. Así que decidió ser honesta.

—Me caes bien. No me va a importar como te veas —dijo—. Pero si me asusto, voy a disimular por educación.

Zapán volvió a guardar silencio. Y entonces, desde ese rincón remoto y elevado vio asomarse dos globos oculares enormes y verdes, que la observaron con fijeza. Eran más grandes que los de una persona, y centelleaban con un brillo tornasolado anormal, como si fueran el fondo de una botella a contraluz. Lo más perturbador era esa rendija alargada, ovalada y negra en lugar de una pupila circular. Una mirada de serpiente.

Fuera de lo diferentes que eran esos ojos, hubo algo que Firomena sí pudo reconocer. Duda, vacilación y cierto temor.

—La educación es importante —emitió él por fin a modo de asentimiento.

Una sombra se deslizó desde aquel alto anaquel y descendió de un salto con una fluidez líquida e insonora. Se posó a los pies de la estantería, a una distancia prudencial de Firomena, y dio un único y lento paso en frente.

—Eres... —musitó Firomena, tiesa de la conmoción—. Eres un gato.

Un gato particularmente extraño. Su pelaje era de un rojo furioso, vestido con una camisa más grande que él. Estaba parado en dos patas, como si tratara de imitar el porte de las personas. Era más grande y voluminoso que un gato normal. En su postura bípeda, alcanzaba la altura de un niño pequeño, más pequeño que Firomena por una cabeza, orejas incluidas.

"¡Qué gigantes son sus ojos!".

Eran dos esmeraldas misteriosas, profundas y resplandecientes. Dos piedras preciosas que guardaban en ese momento cierta expectativa.

—Me gustan los gatos —dijo ella con decisión, y se acercó unos pasos hasta estar frente a él para apreciarlo mejor.

—¿No tienes miedo? —le preguntó él.

—¿Me vas a arañar? —inquirió Firomena.

—No, claro que no —repuso él de inmediato—. Solo araño a los enemigos.

Firomena no entendió quiénes podrían ser sus enemigos.

—Entonces no tengo por qué tener miedo —determinó—. Además, ¡eres un gato que habla! Nunca he conocido uno. Debes de tener muchas cosas interesantes qué decir. ¿Ves en la oscuridad? ¿Tienes sueños? ¿Con qué sueñas? ¿Te gustan los perros? ¿Qué te gusta comer?

Zapán la miró brevemente y ladeó la cabeza en un gesto neutro.

—Sí, veo en la oscuridad con un poco más de claridad que ustedes. Sí, puedo soñar. La mayoría de veces sueño con cosas que he leído. Me gustan los perros, pero yo no les gusto a ellos. Y me gusta la comida que prepara tu abuela.

No había vacilado en sus respuestas, pero antes de que Firomena le dijera un cumplido por su buena memoria, él dijo:

—Sabía que regresarías.

—¿Lo sabías? —preguntó ella, perpleja—. ¿Cómo así lo sabías?

Zapán se volvió y le hizo una inmediata seña para indicarle que lo siguiera.

—Porque hay algo que debo darte —dijo, y se internó, con una particular forma de andar gatuna, entre los pasillos laberínticos de la biblioteca.

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