4. La torre oeste
La curiosidad siempre podía más que Firomena. Se abrió paso entre los hierbajos y arbustos despeinados y entró al jardín interno del castillo. Si a eso se le podía decir jardín.
A Firomena le pareció como si alguien hubiera cortado un tajo del bosque y lo hubiera forzado, de mala manera, dentro del castillo. Unas lianas caían por aquí, las malezas se habían adueñado de los parterres y un tapiz de hojas secas hacía crujir cada paso que daba. Esto último hizo que ella se pensara mejor si debía regresar, porque estaba generando más bulla de la deseada. Pero decidió seguir al avisar un camino de gravilla oculto debajo del musgo.
El camino la guio hasta un pasillo en el cual había una única puerta. La entrada a la torre. Al tantearla, esta simplemente se deslizó con un chirrido doloroso sobre sus goznes. Estaba abierta. Firomena ya había llegado hasta allí. Así que la empujó y se encontró con un escenario increíble.
Los rayos de sol se las arreglaban para filtrarse a través de los vidrios sucios de las ventanas. Para revelar estantes y estantes de libros desde el piso hasta el techo. Escaleras de caracol que se elevaban hasta una segunda y tercera planta para alcanzar los ejemplares más lejanos. La torre oeste era una biblioteca de cuentos de hadas.
Firomena no sabía que podían existir tantos libros juntos. Aquel era como un lugar de los tesoros. Ella no pudo contenerse. Se adentró entre los pilares de estantes, como si fuera un laberinto, y eligió un tomo de un anaquel, uno de un rojo intenso. Y luego eligió otro. Y otro y otro y otro más.
¡Qué maravillosos eran todos a su manera! ¡Qué palabras tan largas tenían!
Ella apenas podía comprender lo que decía, pero las ilustraciones exhibían colores tan vivos y eran todas tan bonitas. Algunos libros tenían símbolos que ella simplemente no podía entender, y otros...
De pronto, el susurro de movimiento reventó la burbuja en la que encontraba. Firomena se congeló, como si se hubiera convertido en una estatua. Tal vez había sido su imaginación, tal vez había sido el viento... aunque las ventanas estaban todas cerradas.
Entonces el ruido indefinido de algo desplazándose se repitió, esta vez de forma innegable. Había alguien más en esa biblioteca.
"¡El marqués!".
Firomena dejó el libro y se volvió de inmediato. Regresó en sus pasos de puntillas, al llegar al recodo giró a la derecha, luego a la derecha de nuevo, luego a la izquierda... ¿o era a la derecha de nuevo? Los parajes de paredes de libros lucían tan iguales que pronto Firomena se dio cuenta que estaba perdida dentro de la inmensa biblioteca.
Entonces escuchó el ajetreo del pasar de páginas y un libro cerrando su gruesa tapa. El pavor hizo su trabajo y Firomena se lanzó debajo de una mesa empotrada a las estanterías, esperando que fuera suficiente para ocultarla. Se aovilló como un ratón, su corazón latiendo en sus oídos y esperó.
Firomena intentó ser optimista por un instante.
"Tal vez es uno de los mozos o mucamas. Tal vez no me delate por compañerismo", pensó, y trató de imaginarse a uno de los trabajadores del castillo rondando por allí. Sin embargo, otra voz en su cabeza, una con una voz más severa la contradijo.
"Debe ser el marqués, ¿quién otro estaría aquí?".Se abrazó a sus rodillas. "Si él te ve, todo se acabó".
¡Qué tonta había sido! ¿Cómo no había pensado que esto podría pasar? ¿Por qué no lo pensó antes de entrar a la torre? ¡Y, encima, no tendrían recomendación! Nadie querría contratar a quien ha sido rechazada por el mismísimo marqués. ¿De qué vivirían? Tendrían que viajar a algún lugar donde nadie las conociera para empezar desde el principio.
Firomena podía soportarlo, pero ¿cómo podía hacerle esto a la abuela? ¡Todo su esfuerzo! Ya no era tan joven, tal vez moriría en la indigencia.
Unos enormes lagrimones cayeron de los ojos castaños de Firomena. A pesar de que sus tristezas y sus pensamientos desesperados eran cortos, podían ser muy intensos. Un zollipo salió sin querer y resonó como un eco en toda la biblioteca.
Ahora sí era fijo que la encontrarían. Intentó frenar sus lágrimas, pero solo consiguió hiperventilarse más y su hipo empeoró.
"¿Qué voy a hacer?... ¡Qué tonta he sido! ¿Qué voy a hacer?", se repitió.
—¿Por qué lloras? —escuchó de pronto una voz extraña desde algún lugar de la biblioteca. Ella se estremeció y no respondió.
Por algún milagro, su hipo cesó. Aunque tal vez era porque estaba aguantando la respiración. El silencio se prolongó y cuando su rostro se estaba pintando de azul, intentó aspirar una silenciosa bocanada de aire solo para hipar de una forma más estridente que antes.
—¿Por qué lloras? —insistió la voz.
Firomena se animó a mirar de soslayo a ambos lados, pero no divisó a nadie ni a la derecha ni a la izquierda... Sin embargo, en un rincón detrás de una ruma de libros unos ojos misteriosos la observaban.
"Ya está —se dijo, paralizándose de nuevo—. Ya se acabó todo".
Pero si ya la habían descubierto, ya no tenía nada que perder.
—Quiero salir de aquí, pero no conozco la salida —contestó entre sollozos.
Cuando volvió a ver, esos ojos habían desaparecido. La voz no respondió y el silencio reinó por varios minutos. Firomena empezó a esperanzarse en que lo había imaginado todo, cuando de pronto una llave cayó justo en frente de ella. Su tintineo reverberó en el silencio.
—Dobla a la derecha del pasillo de Botánica y sigue de frente.
Firomena se demoró en entender ese mensaje, más por la conmoción que por caer en cuenta que cada pasillo estaba señalizado con visibles carteles que indicaban su materia.
Tomó la llave y salió corriendo, siguiendo las instrucciones. Arribó a una puerta diferente de la cual había entrado. Solo tuvo que empujarla porque se encontraba abierta. Y se encontró en una sección diferente del descuidado jardín interno y divisó una puerta cerrada entre los arbustos del muro. Una distinta de la puerta desvencijada de antes, más pequeña de lo normal, como hecha para un niño pequeño. Tuvo que inclinarse a gatas y la llave calzó perfectamente en su cerradura.
Solo cuando estuvo afuera del castillo, el alma regresó a su cuerpo. Y solo cuando su corazón empezó a latir con normalidad, se preguntó quién era el que la había ayudado.
¿Era el marqués o se trataba de alguien más?
Y, si no era el marqués, ¿qué hacía en la torre oeste?
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