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15. Puck

Aquel momento sobrecogedor se interrumpió cuando Zapán se dirigió al escritorio y presionó un botón que yacía escondido. A pesar de estar derruido, el mueble dejó caer un compartimiento secreto, en el cual se hallaba una bitácora de cuero.

—Era el diario de mi amo —le explicó a Firomena de una manera un tanto solemne, mientras lo abría.

Al pasar las hojas con los escritos, dibujos y gráficos garabateados por el marqués, de pronto un objeto pequeño y plano se deslizó entre las páginas. Y cayó al suelo rebotando un par de veces.

Se trataba de un pedazo de vidrio. O más bien, un pedazo de espejo roto. Firomena recordó entonces aquello que había dentro del corazón de Pantagruel. Lo recogió por inercia, uno de sus ojos castaños le devolvió la mirada en aquel fragmento.

—Esto es lo que mi amo recibió a cambio por el trato que hizo con el hada —continuó Zapán, con un tono neutro.

—¿Un pedazo de espejo? —dijo Firomena. Pero aquel no era un simple pedazo de espejo. De alguna manera, ella lo supo. Tal vez por el cosquilleo en sus dedos o la leve sensación incómoda que le producía su reflejo.

—Es parte del espejo de la discordia —dijo el gato.

Su existencia era un mito entre brujas y hechiceros. El espejo de la discordia, se decía, era capaz de reflejar las virtudes y bondades, pero retorcerlas y convertirlas en vilezas y avaricias. Pero no solo resultaba que existía en verdad, sino que se había roto en miles de pedazos y estos se habían esparcido por doquier.

El espejo solo podía reflejar maldad, pero era inocuo en tamaños tan pequeños. A menos que estos se introdujeran en el interior de las personas, y se incrustaran en los ojos, la cabeza... o el corazón. En este último supuesto, el cambio que obraba el espejo en el huésped era decisivo e irreversible. O al menos, eso era lo que el hada afirmaba. Pero el marqués se rehusó a creerlo, y consagró años estudiando ese fragmento e ideando un hechizo que pudiera sanar a una persona con tan peculiar astilla anclada en su corazón.

Firomena no pudo sino observar aquel pedazo de vidrio con aprensión. ¿Cómo algo tan pequeño podía producir tanto caos? ¿Acaso Pantagruel no era el villano que acababan de derrotar sino una víctima de este artilugio? Aquella repentina idea hizo que se sintiera desolada.

—Incluso si estaba siendo afectado por un pedazo del espejo, no había manera de salvarlo —alegó Zapán, luego de que ella le explicara lo que había visto—. Hay embrujos que no tienen remedio. Son como enfermedades que no tienen cura.

—Pero el marqués pensaba que sí la había —repuso Firomena.

—No hay caso en apenarse por lo que podría haber sido —replicó el gato, con una plana lógica—. Pantagruel ya está...

—No me refiero a Pantagruel —dijo ella, con una repentina iluminación—. Me refiero a Gerda... No podemos dejarla así. El marqués no lo querría.

Zapán parpadeó y su cola se irguió, como si aquella idea no hubiese pasado por su cabeza. Y cuando estuvo a punto de responder, de pronto en algún lugar de ese recinto se escuchó:

—Pss...

Aquel sonido reventó la burbuja de seria confidencialidad en la que los dos estaban enfrascados. De repente, estaban buscando la fuente del ruido, pero entre tantas porquerías desparramadas no supieron adivinar de dónde provenía.

—Pss... psss... pssss... —insistió la voz—. ¡Pssss! ¡Aquí arriba, maldita sea!

Fue entonces que los dos repararon en uno de los matraces en la parte superior de los descuajeringados anaqueles. Había algo en su interior que parecía revolotear. Zapán trepó por la madera deshilachada y de un salto descendió con la pequeña botellita de vidrio entre las patas para mostrársela a Firomena.

—¡Con cuidado, gato! —se quejó la criatura diminuta que se entreveía debajo de la gruesa capa de mugre del matraz.

Se trataba de un apuesto joven de finos rasgos y orejas puntiagudas, cabello espinoso y traje de un salvaje verde bosque, pero de un tamaño reducido. Dos largas alas transparentes de libélula brotaban de su espalda y se agitaban con movimientos espasmódicos.

—¡Un hada! —dijo Firomena, sus ojos encendiéndose de pronto. Era la primera vez que veía una—. ¿Qué haces aqu...?

—¿Y el ogro? —preguntó el hada, sin preámbulos.

—Está muerto —respondió Zapán, observando al pequeño ser con sus atentos ojos gatunos.

—Muerto —repitió el hada y de pronto, una sonrisa maliciosa se extendió en su rostro—. ¡Maravilloso! ¡Por fin se acabó mi encierro!

—¿Quién ere...?

—¿Qué están esperando? —prosiguió el hada—. ¡Ayúdenme! Abran esta cosa que me sofoco —exigió, señalando el corcho mohoso que taponeaba la botellita—. Usa tus garras, gato. Tus garras... ¡No me agites! ¿Qué crees que tienes entre tus patas? ¿Un salero? Mejor hazlo tú, niña. Ah, la botella está cubierta de baba del ogro. Es baba mágica, hace que este frasco sea irrompible. Mejor laven la botella con jabón. ¡Sostenme con cuidado! ¿Eres hija de un carnicero?

A pesar de su apariencia, aquella criatura parecía tener el encanto de una patada en la espinilla. Firomena había conocido recién la grosería en la escuela y no estaba dispuesta a soportarla de nuevo, por más bonito que fuera quien la profiriera. Así que dejó la botellita sobre el escritorio en un acto de simple rechazo. Zapán, por su parte, solo entornó su mirada, analizándolo. Él podía ser muy paciente con los humanos, pero con los seres sobrenaturales estaba siempre alerta a cualquier potencial ofensa. Por lo que les reservaba la tolerancia que ofrecían los felinos, que no era mucha.

—¿Cómo? ¿No piensan ayudarme? —inquirió el sujeto, con un semblante afectado al ver que los dos lo contemplaban juiciosamente—. ¡Una víbora hambrienta tiene más hospitalidad que ustedes! ¡Cómo se nota que el hechicero ya no vive en este castillo!

Aquel comentario no le fue indiferente a Zapán.

—¿Conociste a mi amo?

—El sujeto rubio de mirada soñadora. Sí, claro. Me enteré que se consiguió un gato familiar —dijo el hada, observando a Zapán con cierto aire evaluador y luego deslizó su mirada hacia Firomena—. No perdiste el tiempo, ¿no? Amo muerto, amo puesto.

—¡Ella no es mi ama!

—¡Él no es mi sirviente!

Replicaron al mismo tiempo Firomena y Zapán. El hada parpadeó, impertérrito.

—Ah —emitió, inafectado—. ¿Entonces qué son?

La niña y el gato intercambiaron un vistazo antes de responder al unísono:

—Amigos.

—Qué inspirador —opinó el hada—. Casi tan inspirador como ayudar a alguien en necesidad. Niños, sáquenme de aquí antes de que termine de sentirme agraviado, el hechicero anterior lo hubiera hecho.

Un poco de mala gana, Zapán le obedeció. Y también Firomena, sintiéndose obligada para no dejarlo atender solo a tan demandante visita.

En efecto, la lámina de suciedad que cubría el matraz era anormalmente resistente, por lo que los dos resolvieron en conseguir una cubeta con agua jabonosa. Y Firomena, quien a diferencia de Zapán tenía la bendición de tener dedos, empezó a restregar con una esponja para que la baba del ogro se desprendiera. Era curioso que el hada siguiera viva dentro de un recipiente presurizado, pero el susodicho explicó que podía abastecerse de aire con su propia magia. Y, mal que bien, se presentó.

Su nombre era Puck.

Había arribado al castillo buscando al marqués de Carabás, pero en su lugar encontró al ogro. Llegó durante la noche y en tal mal momento que Pantagruel, despertando de golpe, le dio un manotazo que lo mandó a volar hacia la estantería de tubos de ensayo. El golpe aturdió terriblemente a Puck, y cuando volvió a tomar consciencia para contraatacar, el ogro ya había babeado la botella y su corcho y lo había cerrado para que no pudiera escapar. Inmediatamente después, procedió a comérselo entero con todo y matraz, pero Puck lo convenció de lo contrario.

—¿Cómo? —preguntó Zapán, intrigado.

—Con entretenimiento —respondió relajadamente Puck, encogiéndose de hombros—. Me sé centenares de historias, se las he estado contando estos meses. Pero lo que más le gustaba al ogro eran los chistes sucios. De esos me sé miles.

—¿Chistes sucios? —repitió el gato, perplejo.

—Sí, ustedes saben —dijo Puck agitando la mano con naturalidad, pero al notar la incomprensión con la que los dos lo miraban, se sonrió y se aclaró la garganta—. O tal vez no. Como sea, si no me equivoco tú eres la nueva dueña del báculo, ¿no es así? —le preguntó a Firomena—. ¿Hace cuánto pasó esto?

Puck era exigente, pero incluso con reclamos y todo, Firomena tuvo la sensación de que no tenía malas intenciones. Así que le narró todo lo que había ocurrido desde su llegada al castillo. Él pareció sumamente interesado en la historia y les soltó una que otra pregunta, mientras la capa de mugre y viscosidad se despegaba del vidrio del matraz.

—Ah, interesante, interesante... De hecho, es perfecto —opinó Puck, sentado en el interior del matraz con una expresión satisfecha.

—¿Perfecto? —inquirió Firomena—. Pero no sé nada de magia y no tengo un maestro —le reiteró, confundida.

—Ah, no. Eso es un desastre —aclaró Puck, desparpajado—. Lo que es perfecto es que me mandaron aquí a averiguar lo que le había ocurrido al hechicero de Carabás. A mi ama le apenaría que regresara con una historia triste, pero ustedes dos son una historia perfecta... Mi ama estará más que contenta de conocerlos. Tal vez hasta quiera responder todas sus preguntas y así todos ganan. ¿Qué dicen? ¿No quieren venir conmigo para conocerla?

Firomena y Zapán volvieron a intercambiar una mirada, esta vez de desconcierto. Ninguno de los dos se había esperado esa propuesta.

—¿Quién es tu ama? —preguntó Zapán, a lo que Puck sonrió con un evidente orgullo.

—La conocen aquí como Titania —dijo—. La reina de las hadas.

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