Un anciano camina de un lado para el otro. Él sabe de memoria su rutina matutina, sin embargo, aquella mañana le depara algo fuera de lo ordinario. Su sobrino le había dicho que el servicio de correo le notificó de un paquete, mismo que fue enviado desde el domicilio de Ciro Colussi, un nombre muy conocido para él, un hombre muy querido también.

Su sobrino le había dejado un desayuno muy especial: un sándwich Montecristo y un café envasado en un plástico maleable y de mala calidad, pero olía de maravilla. El anciano tomó su apetitoso regalo y lo llevó con él hacia su sillón favorito, donde una computadora y una colección de libros lo esperaban. Escribiría un poco, lo justo y lo necesario, y luego buscaría inspiración en las letras de sus predecesores. Tiene fe en que, esta vez, su historia alcanzará la popularidad que tanto busca.

Él está listo para romper sus costumbres. Ese iba a ser su primer libro firmado con su nombre y apellido, después de todo, ¿qué importa? A su edad, ya no había ninguna necesidad de ocultar su identidad.

Un par de golpes le anuncian la llegada del mensajero. El anciano maldice su suerte y se apoya sobre los posabrazos de su sillón, molesto, pero anhelante. Abre la puerta y un muchacho de toscas facciones sale a su encuentro. Viste el uniforme típico de los mensajeros gubernamentales y lleva en sus brazos una pequeña caja de cartón, misma en la que se luce una carta pegada con cinta adhesiva, apenas sellada con una etiqueta de paupérrima calidad y con una postal sobresaliendo de un extremo. El anciano sonríe al mensajero, quien debía de sentirse extraño al transportar una carta cartas en pleno siglo XXI.

—¡Buen día señor!—le dice, con una sonrisa actuada, de esas que van de oreja a oreja—¿Es usted Fernando Castrillón?

—El único e inigualable—le responde y, ansioso, extiende sus manos para recibir el paquete.

—Necesito su firma y su número de identificación.

Fernando miró sus manos, le temblaban por una insipiente enfermedad parkinsoniana, misma que ya comenzaba a notarse.

—¿Puedo dictarle el número?

El muchacho le mira extrañado, como si no comprendiera su pedido.

—No puedo firmar por usted, se lo advierto.

—No se preocupe—dijo—, anote.

El chico anota rápido y ansioso y extiende el papel con dirección al anciano.

—Firme.

El anciano firma el papel y el chico, como un robot preprogramado, extiende el paquete al anciano.

—No se aceptan devoluciones.

Una broma insípida, pero a Fernando le hace gracia. Regresa a su hogar y cierra la puerta, va de regreso a su cómodo sillón donde tiene planeado leer la carta mientras disfruta de aquel café que ya había embargado su ambiente. No obstante, la curiosidad le puede y antes de abrir el sobre, prefiere romper el empaque de la caja. Un DVD se halla en su interior, rotulado con un fibrón negro. "Canto Mortal" era su nombre.

—Esto me suena de algo—murmura.

Siente que ha oído ese nombre alguna vez, ¿un álbum musical quizá? Le suena muy conocido, pero no hay vestigios de su posible autor. Lo deja dentro de su caja y toma el sobre. Está firmado por su viejo amigo, pero algo en su letra le inquieta. Se ve errática, no como quien tiembla al escribir, quizá por una enfermedad, tal vez por escribir bajo los efectos de alguna bebida estupefaciente. No, aquella escritura le hace acordar a las notas de despedida, mismas que leyó innumerables veces en sus años como detective.

—Será el Párkinson—murmuró—, ya estamos grandes los dos... Sería un milagro que pudiera escribir sin temblar.

Despega el sello del sobre. Ansioso por leer las palabras de su amigo. Quizá, con sus palabras, obtenga aquello que tanto necesita: una idea para su próximo libro.