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PRÓLOGO

El calabozo se sacudía violentamente mientras las paredes se estremecían con los alaridos de los prisioneros, desmoronándose bajo el peso de tanta agonía. A través de las lámparas de aceite, fulgores anaranjados iluminaban las motas de polvo suspendidas en el aire. El moho devoraba las estatuas y alfombras, restos de una ostentación de antaño; junto con la sangre seca, corrompía los restos humanos de aquellos que intentaron escapar de sus cadenas durante años sin ser escuchados. Los cadáveres yacían por doquier: hombres, mujeres y niños con rostros desfigurados por el pánico, atados con cadenas de bronce a los muros o las camas, condenados a una tortura eterna antes de que la muerte los rescatara del sufrimiento. Como extraño contraste, lujosos muebles y libros, todos inmaculados, llenaban los pasillos del calabozo, testigos mudos de un pasado de esplendor ahora eclipsado por el horror presente. 

Quiminá avanzaba con altivez por el calabozo, sus pasos retumbando eco tras eco. Dentro de las celdas, sus mascotas respondían con chillidos que resonaban en cada rincón.

Odiaba este lugar asfixiante, impregnado de hedor y sin ventilación. Aunque era su deber, nunca habría elegido un sitio así; preferiría un calabozo espléndido y limpio, iluminado por candelabros de cristal y oro, con mosaicos y relieves. Sin embargo, aquel lugar era antiguo, había perdurado desde el último invierno, y solo ella —junto con sus mascotas— lo conocía. Torturar en estas prisiones primitivas le exasperaba, pero los intolerantes soguapeños la obligaban a actuar en la clandestinidad.

Un hombre de piel oscura y marcas iridiscentes se retorcía de dolor en un torso desnudo y sangriento, encadenado a la pared. Vestía un pantalón de algodón viejo, desgarrado y manchado de sangre.

—¿Qué más quieres saber? —rogó el prisionero—. ¡Ya te he dicho todo lo que sé! No sé nada más sobre las zyraquens...

Quiminá lo ignoró con desdén mientras avanzaba hacia él y sujetaba su mentón. Observó con fascinación los ojos del prisionero, antes de color ámbar y brillantes, que ahora mostraban un gris opaco. Era sorprendente cómo aquel hombre había traicionado a los suyos tan rápido. Los hombres, especialmente los guardianes de los Huaryan eran conocidos por su lealtad en Soguapabara.

Quiminá acarició suavemente el rostro del hombre comuna mezcla de interés y desdén; sí, era lo bastante hermoso como para que ella quisiera añadirlo a su colección de mascotas.

Con un gesto elegante, Quiminá invocó el Quillazca, canalizando la energía natural. Dirigió este poder hacia el muro detrás del prisionero, armonizando a tierra para convencerla a cambiar. La piedra, rugosa y fría al tacto, absorbió la energía con un zumbido sutil mientras comenzaba a derretirse, hundiéndose como barro hasta moldearse sobre los ojos del hombre. Aunque su boca se abrió, no emitió ningún grito. Sabía que a Quiminá le molestaban los alaridos. Sin embargo, comenzó a temblar. La gente siempre se sentía más insegura cuando no podía ver qué les deparaba el destino.

Con habilidad quirúrgica, Quiminá localizó los centros nerviosos a lo largo de la médula espinal del hombre, puntos neurales vitales que actuaban como el puente conductor entre su sistema nervioso central y periférico. Canalizando la energía natural a través de su ser, armonizó a fuego para convencer al aire de que se calentara alrededor de sus dedos, formando pequeñas chispas de poder a su alrededor.

Con delicadeza, aplicó este poder a los puntos neurales, desencadenando un aumento gradual de temperatura en la piel del prisionero. El calor se extendió como una brasa incandescente, comenzando suave y luego intensificándose lentamente. Quiminá comprendía que el exceso de dolor podía resultar fatal en cuestión de segundos; por ello, dosificaba cuidadosamente la intensidad. Era increíble lo que podía aguantar un hombre si se torturaba de la manera correcta.

Su dominio de la energía natural rivalizaba con su habilidad como cirujana, superando a cualquier otro en la primitiva Soguapabara.

El prisionero se agitaba lentamente, jadeando, pero sin gritar. Días atrás, había intentado liberarse, maldiciéndola y gritándola en nombre de la Deidad Inmortal. Ahora, paralizado y callado, parecía suplicar la muerte. Su respiración era entrecortada, resonando en la estrechez de la celda, el sonido sordo de su lucha interna.

—¿Qué sientes ahora? —preguntó Quiminá con una voz suave, casi seductora, mientras acercaba su boca al oído del hombre. Aumentando el calor en su médula espinal—. ¿Miedo? ¿Dolor? ¿Odio? ¿O tal vez... placer?

—No... no... por favor —balbuceó con dificultad.

El tono del hombre había cambiado. El terror era una buena señal de que su mente no se había roto todavía. A Quiminá no le servía una mente rota, sino una mente dócil. Paciencia, había que seguir con paciencia. Se prohibió sonreír, aunque esto fuera placentero. Pues eso podía impedirle conseguir una de sus posibles mascotas, como había pasado con los cadáveres en las demás celdas.

Rasguñó sus muñecas con el cobre, dejando entrever la sangre entre sus marcas iridiscentes, mientras sofocaba sus gritos. No tardaría en llorar. Paciencia. No podía arriesgarse a perderlo. Había que ser meticulosa. La habitación, húmeda y lúgubre, parecía cerrarse sobre ellos, como si las paredes mismas quisieran absorber su desesperación. El olor metálico del cobre y la humedad pegajosa se entrelazaban en el aire, creando una atmósfera opresiva.

Mientras el prisionero se retorcía en agonía, Quiminá se apartó un momento, sin dejar de armonizar a fuego. Observó al hombre con desprecio y recordó cómo las zyraquens la habían traicionado. Ella era una de ellas, una verdadera Zyraquen, no una necia ignorante como la estúpida de Chyquy, la cabecilla de las Zyraquens; la Quexuana. Había sido muy conocida, le habían pedido consejo en múltiples ocasiones, todos apuntaban a su habilidad en el Quillazca y su sabiduría para ayudar a su pueblo a sobrevivir al próximo invierno. Y cuando ella descubrió la manera de detener el invierno, de que todo su pueblo sobreviviera, todas las zyraquens le dieron la espalda. Y le negaron el acceso, su derecho, a un puesto en el Consejo de las Lunas. Eso la llevó a desviarse del camino de Diane y abrazar al Portador del Olvido.

Él, por lo menos, intentaba realizar un cambió en el mundo.

Su plan estaba en marcha, y podía sentirlo en el aire cargado de energía natural recargado por la onda de la Devastación. Estaba más cerca que nunca de completar su objetivo y forzar a los soguapeños a avanzar hacia un nuevo mundo, uno donde ella ocuparía el lugar que le correspondía. El que siempre debió tener.

Jadeando, el prisionero dejó de debatirse. Y comenzó a llorar. Las marcas iridiscentes en su piel se difuminaban lentamente. Y su piel oscura se enrojecía debido al calor. Estaba cerca.

Farsantes. Eso era lo que eran. Miserables y embusteras que despreciaban a su pueblo. ¿Qué preferían los soguapeños? ¿La eterna condena o la vida a costa de la desgracia futura? ¿Era acaso esa desgracia más terrible que la destrucción constante de la civilización durante milenios? Ellas no se habían molestado en preguntarlo. Las zyraquens guardaban el secreto. Y se lo negaban al mundo. Ni siquiera a ella se lo habían confiado cuando la vieron tan cerca. ¿Y qué pasó cuando intentó robar el secreto? La desterraron.

Pero pronto, ese secreto le pertenecería a ella.

Finalmente irrumpió el sollozo desgarrador del hombre encadenado. Quiminá lo observó impávida. La paciencia era su mejor aliada. El segundo sollozo superó al anterior en fuerza y los siguientes desgarraban la celda. Quiminá aguardó. Los gritos eran incesantes. No cesarían mientras ella mantuviera el fuego lacerando los centros nerviosos del hombre.

Si se dañaban del todo, ella los restauraría.

—¿Todavía te opones a mí? —inquirió con voz dulce mientras rasgaba con sus uñas el pecho del prisionero. Aquellas marcas brillantes formaban un bello patrón lineal.

—¡Me rendiré a ti! ¡Seré tu fiel esclavo! —El hombre suplicó con miedo y desesperación. Luego, como si recobrara la memoria, añadió—: Por favor, déjame ver. Anhelo ver... ¡Déjame probar que ya no soy tu enemigo!

Quiminá amplió su sonrisa. Era irresistible esa expresión en el rostro del hombre colgado. Siempre le complacía que le suplicaran que les permitiera demostrar que no la desafiarían. Era tan tierno.

—Al final me servirás —dijo con calma cesando el fuego. El hombre se detuvo, la piel abrasada y la carne viva—. Te dejaré ver cuando sea el momento oportuno. No podemos apresurarnos.

Quiminá decidió explorar un nuevo enfoque en su manipulación de la mente del prisionero. Había unos secretos que había descubierto gracias a uno de los Consagrados por la Eternidad. Absorbió una porción adicional de energía natural, permitiendo que el Quillazca resonara en una frecuencia distorsionada. Una sonrisa sutil curvó sus labios mientras dirigía esta energía hacia el cerebro del prisionero, moldear la mente según su voluntad podía ser todo un desafío incluso para ella.

La clave para el éxito residía en mantener un delicado equilibrio entre el estímulo y la respuesta neuronal. Entonces, se concentró en el hipocampo, una región cerebral crítica responsable de la memoria y las emociones. Utilizando su dominio sobre el Quillazca, estimuló esta área con una sensación singular: el placer. Fue una experiencia efímera, pero más intensa que el dolor previo que había infligido.

La reacción del prisionero fue inmediata; una sacudida agitó su cuerpo, abriendo su boca en un gesto de asombro y desconcierto, mientras un gemido escapaba de sus labios.

—Esto es maravilloso para ti —dijo Quiminá dulcemente—. Así que debes esforzarte por repetirlo de nuevo — Quiminá dejó de armonizar a fuego por la tierra para quitar el vendaje de barro del prisionero. Luego rompió su vínculo con el Quillazca. El prisionero la miró agotado con aquellos ojos grises. No había rastro de desafío como antes—. ¿Lo gozas?

—Déjame ir —exclamó en un vano intento de mostrar firmeza—. No sé nada del cetro...

Y, sin embargo, eso en su voz era pura éxtasis.

Quiminá contuvo un impulso de placer que le nacía en su interior. Había una sensación que no podía evitar al ver a una persona transformarse frente a ella. En que perdiera poco a poco su identidad. Paciencia, solo necesitaba un poco más de paciencia.

—No, no lo sabes, querido. Pero me ayudaras a encontrar a quien pueda conseguirlo.

Como un último movimiento, Quiminá volvió a sumergirse en la energía natural que la rodeaba, esta vez utilizando el viento como conductor. Al concentrar su habilidad sobre el flujo de aire, convenció a este para inducirlo a una ionización controlada del ambiente. Cuando las moléculas de aire se ionizan, liberan electrones cargados negativamente, creando una corriente eléctrica que puede ser manipulada por un usuario habilidoso del Quillazca. Quizá un Huayran podía ser más habilidoso en esto, pero la mente de aquellos hombres había sido limitada debido a la cultura.

Con cuidado, aplicó la capa eléctrica en el hipocampo del hombre. También era bueno bloquear ciertas zonas del cerebro en ocasiones. Al inhibir ciertas funciones del hipocampo con la carga estática, podía alterar la capacidad del hombre para recordar eventos pasados o experimentar emociones específicas.

Quiminá apagó las luces de la prisión y se fue, cerrando la puerta tras ella. También la oscuridad haría su trabajo. A solas, envuelto en tinieblas, con dolor y sin una zona de su mente.

—Que el fuego del hogar guíe tu camino y la cosecha nunca falte en tu mesa, querido. Pronto la vida en Soguapabara cambiará.

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