Día Dos: Tarde
Neme estaba a punto de escapar.
En la semi oscuridad de su celda, sus sentidos estaban agudizados, captando cada pulsación rítmica que el Ubidanzugá lanzaba a través del viejo muro que la encerraba. Cada vibración resonaba como una nota prolongada, emergiendo desde las profundidades terrenales y reverberando a través de la piedra gélida y humedecida. Las ondas sonoras se entrelazaban en un contrapunto místico, tejido en una sinfonía de silencios y sonidos que absorbían la esencia mágica del ambiente. Con cada compás, Neme percibía cómo el espacio a su alrededor se densificaba, como si la misma realidad se solidificara, obstaculizando la vibración de las energías naturales en el mundo tangible.
Pero había un momento, una pausa perfecta en el compás, donde la armonía se suspendía y el Quillazca se volvía accesible. Las marcas en el suelo confirmaban que ese momento estaba próximo.
Neme comenzó a tararear inconscientemente el ritmo de aquel artefacto atroz. Incluso se sorprendió a sí misma deteniéndose cuando comenzó a ponerle letra a la melodía. Algo relacionado con una prisionera a punto de liberarse.
«Estoy tan cerca de verte, Suani», pensó, sin poder ocultar la sonrisa de felicidad que se le dibujó en el rostro.
Neme se encontraba agazapada en la oscuridad de su celda, sus dedos a punto de rozar la superficie del Quillazca, cuando la puerta se abrió con un chirrido ominoso. La adrenalina la recorrió de pies a cabeza mientras se ponía en pie de un salto, con el corazón latiendo desbocado en su pecho.
Un nudo de desprecio se formó en el estómago de Neme al ver al Huaryan entrar en la celda. Sus pesadas botas, tez oscura bien cuidada y marcas iridiscentes alrededor de los ojos ámbar—todo adornado con un penacho presumido de plumas—lo identificaban. Ella lo conocía bien: Zahíroa-Suguirá-Suébica-Zuazaor-Cacique, el miserable hombre que había dado la voz de alarma cuando la atraparon en Zuazaor.
El Huaryan estaba acompañado por cuatro guardias, incluido aquel que le había hablado el día anterior. Esperaban, con las manos sobre las empuñaduras de las espadas de bronce.
—El Consejo de las Lunas exige tu presencia, traidora —anunció el Cacique del clan Suébica, su voz resonó en la pequeña celda como un juicio implacable.
Neme maldijo entre dientes. Había estado tan cerca, tan cerca de la libertad que podía saborearla, y ahora estos hombres llegaban para arrebatársela de las manos. ¿Por qué el Consejo de las Lunas insistía en su presencia en este momento crucial? ¿Habían decidido finalmente su destierro? ¿O habían tomado una decisión aún peor?
Con desdén, observó las marcas iridiscentes del Huaryan brillar en su presencia, provocando un escalofrío pasajero. En ese instante, el aire pareció enroscarse alrededor de sus muñecas, grilletes invisibles apretándola. Y entonces, escuchó el cambio sutil en el compás del Ubidanzugá inhibidor. Tan fugaz. El Quillazca la rodeó por un instante ínfimo y se escapó con el siguiente tono del objeto.
No pudo evitar que sus hombros se desplomaran. Ahora no solo había perdido su oportunidad con el Quillazca, sino que también estaba atrapada por cadenas etéreas de aire.
Los guardias la escoltaron por los pasillos lúgubres y mal iluminados de la fortaleza, su presencia imponente rodeándola como una jaula invisible. No podía permitirse que la expulsaran de Zuazaor. No cuando la tormenta se acercaba y su hija estaba tan cerca.
—¿Qué carajo está pasando? ¿Por qué me llevan ante el Consejo de Lunas? —preguntó con voz firme, intentando ocultar el nerviosismo que la embargaba—. ¿Acaso me volví tan importante que Chyquy no puede tomar las decisiones sobre mí por sí misma?
—No tienes derecho a dirigirte a la Quexuana por su nombre de pila, traidora —espetó el Huaryan con su tono áspero como una afilada espada.
Neme no se dejó intimidar.
—Estuviste ahí cuando me capturaron —dijo Neme, viendo al hombre que lideraba la marcha—. Viste como mande a volar a tus amigos. ¿De verdad crees que es coincidencia que me hayan capturado?
Los guardias intercambiaron miradas, pero ninguno respondió a su provocación. Neme frunció el ceño, sintiendo la tensión en el aire mientras continuaban avanzando por los pasillos sombríos.
—Podría haberlos matado a todos si hubiera querido —añadió Neme con una sonrisa desafiante—. Pero decidí dejarme capturar. ¿Se han preguntado por qué?
Hubo un breve momento de silencio tenso antes de que el otro guardia respondiera con una risa burlona.
—No somos tan ingenuos como para caer en tus juegos, traidora —dijo con desprecio.
—Malditos imbéciles —masculló entre dientes—. No van a conseguir que me doblegue tan fácilmente.
Persistencia: era la lección que Neme había grabado en su alma durante su cautiverio. Aunque sus intentos parecían inútiles, sabía que los hombres, esos seres arrogantes y presuntuosos, siempre revelaban más de lo que pretendían; los guardias no eran la excepción. Cada vez que ella rozaba sus egos frágiles, solían escupir verdades disfrazadas de amenazas. Pero esta vez, el silencio de los guardias era ensordecedor, una señal inequívoca de que no la desterrarían.
Neme fue conducida por los guardias a través de los corredores sombríos del palacio hasta la majestuosa sala del Consejo de Lunas. Al entrar, una pulsación rítmica de un Ubidanzugá inhibidor llegó y de nuevo el contacto con el Quillazca se le fue arrebatado. Al momento, las cadenas de aire se desvanecieron, como vaho dispersándose con la luz. Neme ya recordaba porque odiaba la sala del Consejo de Lunas. Detestaba estar lejos de la energía natural. Pensó en escapar, pero sabía que no tendría oportunidad.
Su desdén se intensificó al ver a las Zyraquens, esas mujeres que se creían puras y justas, reunidas en un semicírculo lunar, con sus túnicas blancas de algodón bordadas con flores y aves, con una hipocresía que quemaba los ojos de Neme. Cada gesto, cada mirada, rezumaba la arrogancia de quienes se creían superiores. Reconoció entre ellas a Ytsarua y Wixana, personificaciones de la arrogancia Zyraquen, con aquel desprecio hacia todo lo que no encajaba en su estrecha visión del mundo.
En el centro, Chyquy, la Quexuana, se erguía en un trono que parecía esculpido de la propia luna, custodiada por la estatua de Diane, quien esgrimía a Anjiraca, el cetro místico de la Deidad Inmortal; el Arma que no fue hecha para matar.
Cada gesto, cada mirada, rezumaba la arrogancia de quienes se creían superiores. En el centro, Chyquy, la Quexuana, se erguía en un trono que parecía esculpido de la propia luna, custodiada por la estatua de Diane, quien esgrimía a Anjiraca, el cetro místico de la Deidad Inmortal; la Vara que Teje la Paz: el arma que no fue hecha para matar.
«¿Qué hace un hombre en el Consejo de Lunas?», pensó con un veneno que solo la traición podía destilar.
Pero aquel no era el único hombre, en una esquina los demás caciques de los clanes también se encontraban observándola, con aquellas miradas vulgares.
Chyquy la recibió con una mirada penetrante, esos ojos fríos llenos de decepción.
«Siempre la misma mirada, siempre el mismo desprecio», pensó Neme.
—Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo —dijo Chyquy con un tono que destilaba reproche—. ¿Sabes por qué te hemos mandado a llamar?
«Sí, vieja zorra, como si no lo supiera», pensó Neme, harta de ser llamada como si fuera una paria. Que la insultaran como una persona sin linaje, sin clan y sin hogar era algo detestable. Porque ella sí que lo tenía. Pero las Zyraquens y él, el traidor, le habían arrebatado todo.
El silencio se apoderó de la sala. Chyquy y las Zyraquens esperaban un gesto de sumisión, pero Neme no les daría ese placer. En su lugar, levantó el mentón y enderezó la espalda, desafiante incluso con todas las miradas clavadas en ella. Las mismas imbéciles que la habían desterrado seguían siendo parte del Consejo de Lunas aun después de catorce años, como le gustaría darle una bofetada a la estúpida de Ytsarua a ver si borraba esa sucia sonrisa de sus labios.
—Infiltrarte en secreto en Zuazaor, cuando estás desterrada de estas tierras, es un delito que no podemos pasar por alto —comentó la Quexuana, su voz resonó con una autoridad que Neme encontraba ridícula—. Usaste el Quillazca para engañar a nuestros guardias, una herramienta sagrada que fue profanada por tus manos. Además, has infligido heridas profundas a nuestros hermanos y hermanas, una violencia inaudita que mancha la paz de Zuazaor, perpetrada contra aquellos que no hacían más que honrar su juramento. Y no menos grave, has buscado el rostro de tu hija, a quien te está vedado contemplar. Un acto de rebeldía que no solo desafía nuestras leyes, sino que amenaza con deshilachar el entramado mismo de nuestro orden.
Chyquy observó a Neme con ojos penetrantes, buscando algún rastro de arrepentimiento.
«Como si alguna vez me arrepintiera», pensó Neme, su expresión tan desafiante como su espíritu indomable.
—Tu incursión en Zuazaor no es más que una traición que mancha tu alma, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo —dijo Chyquy, su voz no admitía réplica—. Has tejido una red de peligro sobre nuestras tierras y has osado desafiar el mandato supremo del Consejo de Lunas. Revela tus motivos, ¿qué sombras te impulsaron a tal desatino?
Neme se mordió el labio inferior, sintiendo la rabia burbujeando en su interior. ¿Por qué ahora, después de catorce años de destierro, mostraban interés en sus motivos? Aquello no era un simple juicio para desterrarla; algo más estaba en juego. Además, estaba aquel inusual Huaryan que no le despegaba la mirada, mientras se ajustaba los lentes con gesto nervioso, como si esperara algo de ella.
«Algo ha cambiado», percibió Neme. Chyquy nunca había intentado dialogar con ella antes.
—¿Por qué lo hice? —repitió Neme, su tono lleno de incredulidad y desdén—. ¿Acaso no lo saben ustedes mejor que nadie? Ustedes, que me arrebataron todo lo que amaba, que me condenaron a una vida de soledad y desesperación. ¿Acaso esperaban que me sometiera a sus reglas sin oponer resistencia?
Chyquy frunció el ceño, pegando un bufido exasperado. La anciana Zyraquen parecía decepcionada, como si Neme fuera una estudiante terca que se negaba a aprender la lección más básica.
—Catorce años han pasado, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo, y aún la sabiduría te esquiva. El destierro no ha moldeado tu entendimiento como se esperaba —pronunció Chyquy con una calma imponente—. Parece que medidas más severas serán necesarias para que la magnitud de tus faltas te sea revelada.
Alrededor, los rostros de los presentes eran un mosaico de emociones contenidas. El cacique Zahíroa, con su barba trenzada, intercambió miradas preocupadas con el Huaryan, cuyos ojos ámbar reflejaban un temor reverencial. El guardia del cacique Aqoru, apoyó su mano sobre la empuñadura de su espada de bronce, listo para intervenir si la tensión diera paso a la violencia.
Neme apretó los dientes, enfrentando la mirada acusadora de Chyquy con determinación. Maldito Ubidanzugá inhibidor, si ese condenado objeto de energía natural no estuviera, ahorcaría a la anciana ahora mismo.
—¿Medidas más drásticas? — replicó Neme con una risa amarga, su voz cortaba el aire como un cuchillo—. ¿Acaso piensan encerrarme para siempre? Pueden intentarlo, pero no me detendrán. Nunca han podido hacerlo. ¿Pero a qué se debe esta charla? No me has dirigido más de dos palabras en catorce años, Chyquy. ¿Qué quieres de mí? ¿Crees que soy tan ingenua como esas aprendices tuyas? Habla ahora o destiérrame de una vez.
La sala se llenó de murmullos apagados ante las palabras desafiantes de Neme. Incluso Chyquy frunció el ceño ante la sorpresa. Nadie osaba llamar públicamente a la Quexuana por su nombre de pila. La engreída maestra de ceremonias, una Zyraquen delgada y alta, llamada Kikiná, hizo una señal discreta a los caciques, quienes asintieron y en un sutil movimiento alertaron a los guardias. Estos, vestidos con armaduras de bronce, que relucían bajo la luz de las antorchas acompañados de pieles, se movieron sutilmente, cerrando el circulo alrededor de Neme, como lobos acechando a su presa.
«No me doblegaré ante ustedes, no de nuevo», pensó intentando captar las vibraciones del ubidanzugá inhibidor, cuya presencia era como una sombra fría en su mente.
—No tenemos intención de encerrarte para siempre, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo —intervino Nymyxa, una de las Zyraquens más jóvenes del consejo, su voz era un susurro que se elevaba por encima del murmullo de la sala—. Pero debemos asegurarnos de que entiendas la gravedad de la situación en la que nos encontramos. El mundo está en peligro, y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir para detenerlo.
Los guardias, que hasta ese momento habían mantenido una postura amenazante, parecieron dudar. Sus ojos se desviaron hacia Nymyxa, buscando en ella una señal de cómo proceder. La tensión en sus cuerpos se suavizó ligeramente, pero sus manos seguían firmes en las empuñaduras de sus espadas.
Neme arqueó una ceja, sorprendida por la revelación. ¿Necesitaban su ayuda? Aquello no se parecía en nada a lo que había esperado escuchar en aquel juicio.
—Vaya, coloréame intrigada —comentó Neme con ironía—. El invierno está a punto de caer sobre nosotros, un hecho que no ha escapado a nadie. Pero, por favor, ¿cómo me afecta a mí?
—Este ciclo se acerca a su fin; la tormenta y el invierno están a punto de desencadenarse —explicó Nymyxa, su mirada se perdía en el fuego de las antorchas, como si pudiera ver más allá de las llamas—. Como en tiempos pasados, nuestra civilización tambalea al borde de la extinción. Nunca hemos estado seguros de evitar este destino o asegurar nuestra supervivencia. Históricamente, solo unos pocos han perdurado. El deber de las Zyraquens siempre ha sido buscar una forma de salvar a nuestro pueblo, y esta vez creemos que hay una posibilidad. Necesitamos tu ayuda para descubrir una nueva energía que podría detener el inminente invierno.
—¿Una nueva energía? —cuestionó Neme, cuestionó Neme, mostrando su escepticismo, mientras una sombra de curiosidad cruzaba su rostro endurecido.
—En efecto —continuó Nymyxa—. Sospechamos de un poder oculto, uno que emana directamente de la Deidad Inmortal. Pero para acceder a él, debemos unir el Quillazca y el Sugunquy.
¿Unir energías naturales opuestas? ¿Había escuchado correctamente? Los ancestros de Neme habían abandonado tales intentos después de casi diezmar su civilización. Era una locura, una insensatez sin igual.
—Y no trabajarás sola, por supuesto —agregó Nymyxa, sin inmutarse por el silencio de Neme—. Chiaza-Suguirá-Suébica-Zuazaor-Huayran liderará la investigación junto a ti, buscando una manera de fusionar estas energías y detener el invierno.
Neme no pudo evitar soltar una carcajada. ¿Trabajar con un hombre? Seguro que estaban bromeando. ¿Y él liderando una investigación? Solo un lunático confiaría semejante tarea a un hombre. Desde su experiencia, había que ser un necio para confiar en un varón. Después de todo, no eran más que inadaptados e inútiles, incapaces de llevar a cabo tareas delicadas y complejas. En su opinión, los hombres solo destacaban en el manejo de la espada, y poco más.
Con un gesto desdeñoso, la mirada desafiante de Neme reflejaba la determinación que ardía en su interior. Las palabras urgentes de Nymyxa no lograron ablandar su postura. Los guardias, ahora confundidos, intercambiaron miradas inciertas y retrocedieron un paso, como si la fuerza de la voluntad de Neme fuera un escudo impenetrable.
—No tengo interés en ayudar a las Zyraquens —replicó Neme, su voz era un eco de desafío que rebotaba en las paredes de piedra de la sala del consejo—. ¿No fueron ustedes quienes me acusaron de descuidar a nuestro pueblo? Déjenme en paz.
—Si nos ayudas, podríamos reconsiderar tu exilio —ofreció Nymyxa, intentando calmarla. Su tono era suave, pero sus ojos revelaban una urgencia que no se atrevía a vocalizar—. Podrías seguir viva, en contra de lo que piensan algunos. Incluso podrías recuperar tu lugar como Zyraquen.
—¿Y por qué debería importarme ser una Zyraquen? —El tono de Neme destilaba sarcasmo, y su mirada desafiante se clavaba en cada una de las presentes—. Mi vida me pertenece a mí, no a ustedes. ¿Acaso no notaron mis intentos repetidos de ponerle fin? Son ustedes quienes me lo impidieron. ¿O acaso quieren que les recuerde cómo me condenaron a vivir luego de que me cortara el cuello y ustedes decidieran sanarme en contra de mi voluntad? ¿No es eso suficiente evidencia?
El Consejo de Lunas observaba en silencio, sus rostros impasibles ocultaban la agitación interna. Chyquy, en particular, parecía debatirse entre la ira y la desesperación. Las demás Zyraquens, vestidas con túnicas de colores pálidos de lana que resaltaban aún más su tez oscura, intercambiaban miradas cargadas de significado, como si en cada gesto se debatiera el destino de su mundo.
El Consejo de Lunas observaba en silencio, sus rostros impasibles ocultaban la agitación interna. Chyquy, en particular, parecía debatirse entre la ira y la desesperación.
—Además —continuó Neme, con voz cargada de ironía—. ¿consultaron esto entre todas ustedes? Chyquy no parece muy entusiasmada con la idea. Unir el Quillazca y el Sugunquy... ¿han perdido la razón? ¿Alguien le ha recordado a este estúpido hombre, Chiaza, qué sucede cuando esas energías naturales opuestas se unen? ¿Debemos recordarle que antes había dos grandes ciudades en Soguapabara, y ahora solo queda una debido a un insensato experimento?
—Has traicionado a tu clan, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo —espetó Chyquy con su mirada gélida clavada en Neme—. Perteneciste al Consejo de Lunas, pero desististe de maquinar en contra de nosotros. Buscabas una manera de huir en vez de ayudar a tu pueblo. Y lo volverías a hacer, ¿verdad? Por un capricho.
Neme apretó los puños, conteniendo la furia que amenazaba con desbordarse. Su voz, sin embargo, resonó con una determinación feroz.
—Lo volvería a hacer mil veces si eso significa salvar a mi hija —declaró con vehemencia—. Ustedes pueden pensar en el bien del grupo, pero yo solo tengo en mente a mi familia. Este mundo está condenado al caos, con un invierno imposible de detener. Lo mejor que podía hacer era averiguar un modo de sacar a mi hija de Soguapabara. Y si eso significa desafiar al Consejo de Lunas, entonces así será.
Las Zyraquens intercambiaron miradas preocupadas, conscientes de la gravedad de las palabras de Neme. Para ellas, el bienestar del grupo siempre había sido lo más importante, pero Neme desafiaba esa noción con su enfoque individualista y visceral. El Huaryan, el hombre de mirada nerviosa y postura erguida observaba desde las sombras, su presencia era como una promesa silenciosa de protección y lealtad.
Neme no podía vivir en un mundo donde su hija muriera congelada por el invierno, donde el hambre la consumiera y su vida se extinguiera lentamente debido a la escasez de recursos.
Chyquy, sin ceder, enfrentó a Neme con una mirada penetrante.
—Tu hija te odia, Neme —afirmó con voz firme—. Detesta cómo abandonaste a los tuyos, cómo intentaste huir sin luchar por ellos cuando eras su esperanza. ¿Por qué insistes en buscar su aprobación? ¿Por qué tanta obsesión con ella?
Neme retrocedió un paso, sorprendida por la franqueza de Chyquy. La anciana siempre había sido reservada con respecto a los asuntos personales, pero ahora parecía dispuesta a exponer todas las verdades ocultas.
—No es asunto tuyo —respondió Neme con brusquedad—. Mi hija es lo único que me queda en este mundo, y haré lo que sea necesario para protegerla.
Chyquy dirigió una mirada al Huaryan que estaba a un costado. Chiaza le sostuvo la mirada el tiempo suficiente para que la anciana luego dirigiera su atención a Nymyxa. Finalmente, esta asintió.
—¿Y si te permitiéramos ver a tu hija, aceptarías ayudarnos? —propuso Nymyxa.
Las palabras resonaron en la sala, llenándola de un silencio cargado de expectación. Las Zyraquens observaban a Neme con atención, esperando su respuesta con nerviosismo palpable. Incluso Chyquy parecía contemplar la posibilidad con cautela, su postura rígida y su mirada, un faro de emoción contenida.
«¿Ver a mi hija?», pensó con incredulidad.
No pudo articular palabra rápidamente; su agilidad mental, de la cual se sentía orgullosa, se vio bloqueada de repente. Había luchado catorce años para poder ver a Suani, y ahora se lo estaban ofreciendo. Sabía que las Zyraquens siempre cumplían su palabra, así que esto no era una artimaña. Su corazón, un tambor de guerra en su pecho, marcaba el ritmo de su urgencia.
Era todo lo que había deseado.
—Solo aceptaré ayudarlos si permiten que Suani abandone Soguapabara —declaró Neme en cambio.
Chyquy, con ferocidad en la mirada, no tardó en intervenir.
—¿Dejarla ir? —espetó, como si su voz se tratara de un látigo que cortaba el aire—. Por favor, te están brindando la oportunidad de verla, ¿y te resistes? Podríamos desterrarte e impedirte volver a verla. Podríamos encarcelarte y poner fin a todo esto, y nunca más verías a tu hija.
—Podría haberla visto cuando quisiera desde que estoy en Zuazaor —afirmó Neme con voz firme como el bronce de una espada.
—Déjate de fanfarronerías —replicó Chyquy con una mezcla de desdén y advertencia—. Estabas encerrada, custodiada por un Huaryan e inhibida por un Ubidanzugá. Además de que una Zyraquen te visitaba todos los días.
—¿Acaso estar encerrada alguna vez me ha detenido? —contraatacó Neme, con una sonrisa como si se tratara de un arco tenso listo para disparar—. No me importan los Huaryan; ninguno de ellos ha sido rival para mí. Ni siquiera muchas Zyraquens. Si me capturaron, fue porque lo permití. ¿O acaso olvidan cuánto tiempo les llevó atraparme?
Chyquy abrió la boca para hablar, con una leve sonrisa en los labios.
—¿Sabías que hay un momento en el que el campo inhibidor del Ubidanzugá se debilita? —continuó Neme—. Claro, es algo que todas las Zyraquens aprendemos en algún momento de nuestra formación. Sin embargo, nadie ha sabido cuándo ocurre esta fluctuación en el poder. El Ubidanzugá se nutre de la energía natural, como la leña de una fogata. Las Zyraquens diseñaron una forma de que se recargara automáticamente con el Quillazca, para que no fuera necesario que una Zyraquen se desgastara con su uso. Pero eso también deja una debilidad. ¿Sabías que el Ubidanzugá también posee un ritmo propio?
Chyquy cerró la boca de golpe.
—El problema de ese método —prosiguió Neme—. es que hay un momento en el que el ritmo y la armonización se pierden. Un silencio de negra fuera del compás, para ser exactos. Un segundo en el que el Quillazca se vuelve accesible.
Chyquy frunció el ceño.
—Un Huaryan vigilaba tu celda —terció la Quexuana—. Y, aun así, un segundo no sería suficiente para que encontraras al Ubidanzugá sin que llegaran más guardias junto a las Zyraquens a detenerte.
—¿Me crees una de tus ingenuas aprendizas? —dijo Neme, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, con una postura como la de una Quexuana en un trono improvisado—. Armonizaría a tierra para moldear la piedra y abrir una salida, mientras amordazo al guardia armonizando viento y fuego para destruir el Ubidanzugá en la sala de guardias. Aquel objeto no puede tener un radio mayor a diez metros. Deberías saberlo mejor que nadie. Además, los ritmos crean una onda de sonido. Es fácil saber su ubicación si has estado encerrada un tiempo.
Neme dejó que sus músculos se relajaran; estaba agotada de mantenerse de pie. Hacía tiempo que había dejado de ser una muchachita, y tampoco había descansado ni se había alimentado especialmente bien en estos días. Sin embargo, su corazón latía como un tambor que anunciaba el cambio de las mareas.
¡Por Diane y su sagrado cetro! ¿Habían creído todo? La teoría tenía sentido, claro, pero ¿podría haberlo logrado realmente con la intervención de los guardias? Los caciques, observaban desde sus asientos elevados, sus rostros tallados en piedra apenas se movían, pero sus ojos no perdían detalle, como aves de presa al acecho.
—Estaba a punto de escapar cuando sus hombres vinieron por mí —prosiguió Neme, su voz goteando desprecio, como veneno derramándose lentamente—. Pero han pasado catorce años desde que el Consejo de las Lunas me convocó. Tenía que ver de qué se trataba todo este alboroto.
La mandíbula de Chyquy se tensó, una vena latía en su sien como un tambor de guerra silencioso.
—Aún podría desterrarte —dijo, sus ojos afilados—. Impedirte ver a tu hija en este mismo instante.
—Pero no lo harás, ¿verdad? —Neme curvó los labios en un baile juguetón—. Te falta autoridad. Algo te impide tener la última palabra.
La anciana bufó, apoyándose en el trono.
El Consejo de las Lunas quedó sumido en un silencio denso, atrapado por las palabras desafiantes de Neme. La tensión crujía en el aire, como si una tormenta de emociones estuviera a punto de desatarse. Las miradas resentidas y desconfiadas de las Zyraquens se clavaron en Neme, esperando su respuesta con expectación. Los Huaryan, guardianes silenciosos, se movían inquietos, sus armaduras chispeando con reflejos de fuego.
Ella se mantuvo firme, su determinación palpable en cada sílaba.
—Si desean mi ayuda —declaró Neme, su mirada recorriendo la sala, capturando la atención de cada Zyraquen y Huaryan presente—, permitirán que mi hija abandone Soguapabara. He oído que el Gran Consejo está en la ciudad y que se marcharan antes de que llegue el invierno. Ese es el momento en que mi hija debería unirse a ellos. Además, ellos siempre han insistido en reclutar a una Zyraquen, a cambio se han propuesto darnos grandes recursos, eso podría servir para enfrentar el invierno.
Sus palabras resonaron, desafiando la autoridad del consejo. Los rostros de las Zyraquens se endurecieron, mientras Chyquy fruncía el ceño con desagrado. Los caciques, sentados en sus sillas talladas, intercambiaban miradas cargadas de significado, sus pensamientos ocultos tras máscaras de neutralidad.
—¿Crees que puedes imponernos tus condiciones, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo? —espetó Chyquy con voz gélida, resentimiento hacia la mujer que osaba desafiar su autoridad—. Eres una traidora, una mancha en tu clan. No tienes derecho a exigir nada de nosotros.
Sin embargo, a pesar de la resistencia de Chyquy y las miradas hostiles de las demás Zyraquens, la tensión persistía en la sala. Neme había tocado una fibra sensible, su propuesta desencadenando un debate interno.
—Parece que necesitan a alguien hábil en Quillazca —insistió Neme, su vehemencia inquebrantable—. Pero alguien que pueda trabajar con un hombre, arriesgando su vida. Una Zyraquen no bastará. Me necesitan más de lo que yo las necesito a ustedes.
Finalmente, tras un momento de deliberación, Chyquy suspiró con resignación, reconociendo la inevitable verdad en las palabras de Neme.
—Está bien, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo —dijo Chyquy con voz cansada, su semblante mostrando una mezcla de desdén y resentimiento—. Presentaré tu petición a Suani, pero no puedo obligarla a marcharse con el Gran Consejo. Es su elección como aprendiza Zyraquen: abandonar su entrenamiento para salvar su propia piel en lugar de intentar rescatar a su pueblo. Pero recuerda que esto no te gana nuestro perdón. Te vigilaremos de cerca, y cualquier desviación será castigada con todo el peso de la ley Zyraquen.
Neme asintió con satisfacción, sabedora de haber ganado una pequeña batalla contra el consejo. Aunque Chyquy, la líder de las Zyraquens haría todo lo posible por entorpecer sus esfuerzos, Neme se reconfortaba con la oportunidad de salvar a su hija de una muerte inminente. Siempre había deseado eso.
—Solo tienen un año para detener el invierno —espetó Chyquy con vehemencia—. Pero escucha bien, Neme-Sinlin-Desclán-Terranulo. Si en medio año no vemos resultados, cancelaremos el proyecto. Y nuestra parte del trato de enviar a Suani con el Gran Consejo quedará anulada, puesto que habrás incumplido tu parte.
Al concluir la reunión, Neme fue escoltada de regreso a sus guardias, quienes la llevarían a su celda mientras se ultimaban los preparativos finales. En el camino hacia la salida, se cruzó con Chiaza, aquel Huaryan que había propuesto el plan insensato. La intensidad en la mirada del hombre le hizo estremecer interiormente, recordándole la extraordinaria tarea que les aguardaba.
«¿Trabajar con un hombre? —Neme se preguntó en silencio, observando a Chiaza con cautela. La mera idea la llenaba de profundo desprecio, alimentado por la traición que había sufrido en manos de un hombre.—. ¿Unir ambas energías naturales para detener los ciclos? ¿En qué locura me he involucrado?»
Pero había algo más en la mirada optimista de Chiaza que había despertado su desconfianza. ¿Cuándo sería el momento en el que él la traicionaría?
Un escalofrío recorrió la espalda de Neme mientras continuaba su camino, sintiéndose atrapada por las circunstancias. Solo le quedaba un año, un año para detener el invierno, para lograr lo que su pueblo había intentado sin éxito durante milenios. Y ahora, el destino la había arrojado a esta precaria alianza con un hombre, dejándola atrapada entre el deber y el desprecio.
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