━ 𝐗𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈: Largo tiempo ha pasado
N. de la A.: cuando veáis la almohadilla #, reproducid el vídeo que os he dejado en multimedia y seguid leyendo. Así os resultará más fácil ambientar la escena.
✹.✹.✹
•─────── CAPÍTULO XXXVIII ───────•
LARGO TIEMPO HA PASADO
────────❅•❅────────
── 「 𝐓𝐇𝐀 𝐔̀𝐈𝐍𝐄 𝐅𝐇𝐀𝐃𝐀 𝐀𝐈𝐑 𝐒𝐄𝐀𝐂𝐇𝐀𝐃 」 ──
( NO OLVIDES VOTAR Y COMENTAR )
◦✧ ✹ ✧◦
LOS OJOS DE KALEN NO SE APARTABAN de Otmin, el temible general de la Bruja Blanca... Y el causante de la prematura muerte de Kenneth. A su alrededor, todo era caos y ruido; muerte y destrucción. Los acólitos de Jadis habían mordido el anzuelo, siguiéndoles hasta aquel laberinto de rocas en el que su ventaja numérica había quedado relegada a un discreto segundo plano. Al ser un lugar tan estrecho y con tantas irregularidades en el terreno, no les había quedado otra que dividirse en grupos más pequeños, lo que resultaba peligroso para aquellos que no conocían la zona.
Los dedos del arcano se cerraron con fuerza en torno al mango de su portentosa hacha de doble filo. Ahora que tanto Peter como Neisha se habían marchado, alejándose de la turba furiosa que los perseguía, se sentía algo más tranquilo. Su atención estaba fija en el minotauro de pelaje oscuro que tanto daño le había infligido a su familia. Aquella maldita bestia había aceptado su desafío y, confiado de su fuerza y de sus habilidades en el campo de batalla, no lo había dudado a la hora de arremeter contra él.
Kalen dio un salto hacia atrás, esquivando un fiero ataque por parte de Otmin. El minotauro era muchísimo más alto y fornido que él, y el hacha que sostenía entre sus pezuñas era el doble de grande que la suya. Por no mencionar los cuernos que nacían de su cráneo, los cuales poseían un acabado tan afilado como la punta de un cuchillo. Sin embargo, el hombre era más rápido y ágil que él, y aquello estaba quedando demostrado en cada uno de sus movimientos.
Los demás siervos de la Bruja Blanca pasaban de largo, ignorándoles. Ninguno parecía querer inmiscuirse en el combate que estaba librando su general. Aunque Kalen no quería confiarse; no cuando hasta el más mínimo desliz podría costarle la vida. Tenía todos y cada uno de sus sentidos centrados en Otmin, pero, a su vez, no perdía detalle de lo que sucedía a su alrededor.
La bestia volvió a la carga, enarbolando su arma con una fiereza y una determinación arrolladoras. La hoja cortó el aire, y el arcano tuvo que dar un giro de ciento ochenta grados para poder sortear aquella nueva acometida. Otmin trató de embestirlo con sus cuernos, pero Kalen, que ya se había anticipado a sus intenciones, volvió a hacerse a un lado para poder golpearlo en la cara con el contrafilo de su hacha.
Otmin retrocedió, tambaleante. Era tan gigantesco que el suelo parecía temblar bajo sus pies. Su pelaje negro como la obsidiana estaba sucio y enmarañado, y sus pequeños ojillos rielaban con furia. Berreó, indignado, antes de volver a abalanzarse sobre el guerrero. Kalen esquivó sus golpes, zigzagueando como una serpiente. Era tan rápido a la hora de moverse que, más que caminar, parecía flotar. Y aquello, como cabía esperar, solo servía para enfurecer aún más a su oponente.
Hasta que, en cierto momento, fue Kalen el que tomó la iniciativa.
Fintó a su derecha —a fin de confundir a Otmin— y, liberando una de sus manos para poder desenvainar la daga que llevaba amarrada a su cinturón, deslizó el acero por el costado izquierdo del minotauro. Un sonido gutural brotó de la garganta de Otmin, haciendo eco por todo el lugar. Este condujo uno de sus brazos hacia la zona en la que el puñal había sajado su carne, ocasionando que su pezuña se tiñera de rojo oscuro. Sus ojos volvieron a encontrarse con los de Kalen, cuya expresión delataba lo satisfecho que se sentía por haberle hecho sangrar.
Un nuevo gruñido surgió de lo más profundo de las entrañas de la bestia. Esta aferró nuevamente su arma con ambas pezuñas y, luego de patear el suelo con su pie derecho, echó a correr hacia el arcano. Kalen se preparó para recibirle, pero, justo cuando se dispuso a moverse para salir de su trayectoria, Otmin fintó. El hombre se tiró al suelo y dio una voltereta, aunque no se libró de un corte en la espalda que lo hizo aullar.
Un siseo de dolor se escabulló de sus labios, pero no se permitió perder ni un solo segundo comprobando la gravedad de la lesión. Aprovechando el impulso de la pirueta, volvió a ponerse en pie y giró sobre sus talones, justo a tiempo para poder detener con su propia hacha el nuevo ataque del minotauro. Con ambas manos, Kalen sostuvo su arma, imprimiendo todas sus energías en contener la ofensiva de Otmin y provocando que varias chispas brotaran a causa de la fricción del acero.
#
El arcano comprimió la mandíbula con desesperación. Aguantó un poco más, lo justo para poder reunir algo de poder e invocar su magia elemental. El agua era su elemento más afín, pero, en aquellas circunstancias, no se veía capaz de crear una bola acuosa de la nada. De manera que optó por el aire. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza mental para poder aguantar los constantes envites de Otmin mientras le cortaba el suministro de aire. Condujo una mano invisible hacia el general de la hechicera y, sin previo aviso, cerró su tráquea a cal y canto.
Casi de manera inmediata, Otmin se apartó, dejando caer su hacha al suelo. Sus ojos se abrieron de par en par en tanto se llevaba las pezuñas al cuello en un vano intento por conseguir algo de oxígeno. Kalen continuó mirándolo fijamente, con el sudor perlando su piel tintada de azul. Apretó un poco más, provocando que el minotauro que había asesinado a sangre fría a su hermano cayera sobre sus rodillas mientras abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua.
Solo los dioses sabían lo mucho que deseaba continuar, pero él era el primero que sabía que no debía sobrepasarse. A medida que transcurrían los segundos, Kalen notaba cómo su energía empezaba a menguar. Esa era su tara, la condición que les habían impuesto sus deidades a cambio de ser capaces de manejar los elementos: su magia tenía un límite para que todo se mantuviera en perfecto equilibrio. Y, si seguía así, él no tardaría en alcanzar el suyo. El desgaste físico de la pelea influía, por supuesto. De ahí que no pudiera abusar de su poder. No si quería seguir teniendo fuerzas para luchar.
Una flecha enemiga pasó muy cerca de su oreja derecha, sobresaltándole. Kalen se volteó en un acto reflejo, divisando en la cima de un risco a un enano que ya estaba cogiendo una nueva saeta de su aljaba. El guerrero maldijo para sus adentros, consciente de que, a esa distancia, no podría acertarle con su cuchillo. A su espalda podía escuchar cómo Otmin jadeaba y volvía a respirar con frenetismo. No le iba a quedar más remedio que echar a correr para ponerse fuera del alcance del...
Una figura descendió en picado desde el cielo y, en un abrir y cerrar de ojos, barrió con sus patas al enano y a los demás acólitos de la Bruja Blanca que se hallaban sobre aquella elevación rocosa. El grifo causante de ello graznó en tanto esquivaba numerosas flechas y batía sus poderosas alas para poder perderse nuevamente en las alturas.
Por los pelos.
Sus sentidos captaron movimiento tras él, lo que le urgió a darse la vuelta a la velocidad del rayo. Apenas le dio tiempo a detener la nueva acometida de Otmin, quien, aprovechando su distracción, se había puesto nuevamente en pie y recuperado su arma del suelo. Kalen apretó los dientes con tanta fuerza que llegó a pensar que se le rompería alguno, pero no cedió en ningún momento. Ambas hachas habían vuelto a encontrarse en medio de una lluvia de chispas, y ahora presionaban la una contra la otra en un tira y afloja de lo más mortífero.
Con una furia ciega destellando en sus iris oscuros, la bestia hizo el amago de propinarle un cabezazo. Al arcano le flaquearon las fuerzas al esquivarlo, lo que fue aprovechado por Otmin para hacerle perder terreno. Los pies de Kalen se deslizaron por el suelo terroso mientras el general de Jadis lo empujaba sin el menor atisbo de piedad. Hasta que el hombre tropezó con una piedra y se precipitó al suelo.
Cayó de espaldas, lo que provocó que el impacto resonara en sus costillas. Kalen abrió mucho los ojos, sobre todo cuando el minotauro reapareció en su campo visual para poder asestarle el golpe de gracia. Su corazón se saltó un par de latidos cuando el hacha comenzó a descender hacia él como una tormenta de metal.
Fue ahí que, ignorando el intenso pitido que se había instalado en sus oídos, el guerrero se apartó en el último segundo. Kalen rodó hacia su derecha, ocasionando que el filo del hacha se clavara en el suelo, a escasos centímetros de su cabeza. Había perdido la suya durante la caída, pero su daga —aquella que había vuelto a envainar tras herir a Otmin con ella— continuaba pendiendo de su cinturón.
De manera que no pensó: actuó.
Sin darse un solo respiro, se levantó como buenamente pudo, dio un quiebro para eludir el enorme brazo del general y se impulsó sobre la punta de sus pies para abalanzarse sobre él. Observó con satisfacción cómo los ojos de Otmin se abrían de par en par antes de que su puño cerrado acertara de lleno en su mandíbula. La bestia se bamboleó de un lado a otro, aturdida. Su arma continuaba enterrada en la hierba, por lo que Kalen no perdió ni un solo segundo a la hora de acabar con lo que había empezado.
En menos de un pestañeo, condujo su mano dominante a su puñal y lo desenvainó. Fintó de nuevo cuando el general hizo el amago de devolverle el puñetazo y, entonces, le hundió el cuchillo en el costado, allá donde la armadura no le protegía. Otmin dejó escapar un quejido lastimero. Su cuerpo se tensó como un resorte, con todos y cada uno de sus músculos contraídos debido al dolor y la impresión, para finalmente desplomarse sobre el suelo. Kalen reculó un par de pasos, con las pulsaciones disparadas y la sangre del minotauro tiñendo de rojo sus manos.
Estaba muerto.
El asesino de su hermano por fin había recibido su merecido.
No pudo seguir recreándose en aquel momento, puesto que una arpía apareció de la nada en su flanco izquierdo. Por suerte para él —y desgracia para ella—, Kalen la despachó con una patada en el estómago y varias cuchilladas en el pecho. La criatura emitió un chillido grotesco antes de desplomarse como lo había hecho Otmin.
El arcano miró al frente, luego a su izquierda y finalmente a su derecha. Aquel lugar se había convertido en un laberinto del que solo un bando saldría con vida. La angustia reptó por su pecho al ser consciente de que le iba a resultar bastante complicado localizar a sus sobrinas y a los futuros reyes. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se había sumido en aquel combate con el minotauro, y tampoco tenía la menor idea de por dónde se habían ido Neisha y Peter.
Cerró las manos en dos puños apretados, para posteriormente sacudir la cabeza y agacharse para recoger su hacha. No tenía tiempo que perder.
Unos pasos a su espalda le pusieron nuevamente en guardia.
Kalen giró sobre sus talones, listo para abatir a un nuevo enemigo... Pero la visión de unos orbes tan negros como la noche le pillaron desprevenido. Para cuando fue plenamente consciente de que era Jadis la que se encontraba de pie frente a él, con aquella mirada fría y carente de humanidad traspasándolo como la más afilada de las dagas, ya era tarde. Los labios de la Bruja Blanca se curvaron en una sonrisa maliciosa, justo antes de dirigir la punta de su vara al vientre del hombre.
No tuvo tiempo de nada, ni siquiera de reaccionar cuando le pareció escuchar a Sirianne gritando su nombre en la lejanía. Lo único que pudo hacer fue gruñirle una última vez a la mujer mitad genio mitad gigante antes de que su magia lo convirtiera en una estatua de piedra.
El castillo de la Bruja Blanca era, cuando menos, espeluznante. La pequeña Lucy se había quedado sin aliento al divisarlo en la lejanía, al igual que Susan. Ahora que ambas se encontraban en el interior de la edificación, podían imaginarse el miedo y la desesperación que debía de haber sentido Edmund durante el tiempo que había permanecido cautivo en aquel tétrico y lúgubre lugar. Si bien algunas estructuras estaban hechas de roca maciza, la inmensa mayoría del palacio era de hielo. Un hielo que, según les había comentado Aslan, estaba hechizado para que fuera sumamente resistente. No obstante, desde que la primavera había regresado a Narnia, el poder de Jadis no había hecho más que menguar. De ahí que en algunas zonas —como el techo o la parte superior de las paredes— el hielo estuviera comenzando a derretirse.
La niña caminaba pegada a su hermana en tanto escrutaba los alrededores con el corazón en un puño. El Gran León les sacaba un par de metros de ventaja, guiándolas por aquel laberinto de pasillos, escaleras y salas monstruosas. Aún les costaba asimilar que Aslan estuviera vivo. Que, con la primera luz del nuevo día, la Mesa de Piedra se hubiera roto y él hubiese resucitado. El felino les había explicado que todo formaba parte de su plan: sacrificarse para poder salvar a Edmund. Les había hablado de una magia muy antigua y poderosa que solo tomaba las almas de los traidores a Narnia. Cuando un inocente era sacrificado en aquel lugar, la mesa se quebraba y la muerte misma efectuaba un movimiento de retroceso.
Fuera como fuese —y aunque su mente infantil le impidiera comprender plenamente lo que había ocurrido—, la menor de los Pevensie se alegraba de que Aslan estuviera sano y salvo. Se habían pasado toda la noche junto a su cuerpo exánime, llorando por él y preguntándose qué iba a ser de ellos ahora que la hechicera tenía vía libre para acabar con su ejército y destruir Narnia. Pero, ahora que contaban con un nuevo plan, ni ella ni Susan tenían la menor intención de echarse atrás. A esas alturas era bastante probable que sus hermanos y amigos se encontraran en plena batalla, haciendo frente a un séquito al que no podrían vencer sin ayuda.
Por eso estaban allí, en el palacio de la Bruja Blanca. Aslan había mencionado algo sobre un jardín que debían encontrar, de ahí que estuviesen registrando hasta el último rincón del castillo.
Afortunadamente, no tardaron en dar con él. Tan solo tuvieron que dejar atrás el Salón del Trono y recorrer dos pasillos interminables para poder llegar a lo que, en efecto, se trataba de un jardín. Aunque no uno cualquiera, como habían llegado a pensar las humanas... Sino que en este, en vez de haber flores y plantas de diversos tamaños y colores, lo que primaban eran las esculturas de piedra.
Susan y Lucy se adentraron en la estancia con algo de inseguridad, mirando en todas las direcciones posibles. Había algo en aquellas figuras de roca grisácea que les ponía el vello de punta; algo extraño y fuera de lugar. Pronto las Hijas de Eva se dieron cuenta de que estas representaban a diversos narnianos, tales como centauros, faunos y animales parlantes.
No. No es que los representaran.
Sino que antaño habían sido criaturas de carne y hueso.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Susan, horrorizada.
El Gran León dejó de andar y se volteó hacia ellas.
—Una muestra de la crueldad y el cinismo de Jadis —contestó con voz calmada, como si nada ni nadie pudiera perturbar su paz. Su melena (aquella que, antes de ser sacrificado en la Mesa de Piedra, le habían rasurado para humillarle públicamente) había vuelto a crecer, volviendo a ser tan exuberante como siempre—. Este es el destino de aquellos que se negaron a hincar la rodilla ante ella. O, al menos, uno de ellos.
La morena no pudo por menos que cubrirse la boca con una mano. Lucy, por otro lado, sollozó. Aquel lugar era horrible.
—¿Están... Están muertos? —quiso saber la chiquilla.
—No, no lo están. —La respuesta de Aslan las alivió a ambas.
—¿Y puedes ayudarles? —Esta vez fue Susan quien habló.
El felino realizó un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Por eso estamos aquí —manifestó, a lo que las hermanas Pevensie intercambiaron una significativa mirada. Daban gracias a que la edificación estuviera desierta—. Peter y Edmund van a necesitar toda la ayuda posible.
Lucy estuvo a punto de preguntar cómo tenía pensado ayudar a todos aquellos narnianos a los que la hechicera había convertido en piedra, pero fue entonces cuando una de las tantas estatuas que había repartidas por la sala llamó su atención. Con las pulsaciones disparadas, la pequeña echó a andar hacia la escultura de un fauno de pelo rizado que poseía una bufanda en torno al cuello.
Era el Señor Tumnus.
El que había sido su primer amigo en Narnia. El mismo al que habían apresado por su culpa, por haber confraternizado con ella.
Un irrefrenable temblor se apoderó de su labio inferior mientras se detenía frente a la estatua del desventurado fauno. Gimoteó, con la visión borrosa y la nariz congestionada. Susan le pasó un brazo por encima de los hombros y la apegó a ella para tratar de reconfortarla. ¿Y si al final Aslan no podía hacer nada por ellos? ¿Y si se quedaban así para siempre?
Mientras aquella tormenta de pensamientos asediaba su mente, el Gran León se situó junto a ellas y roció a Tumnus con su aliento.
Tanto Susan como Lucy se tensaron, expectantes.
En cuestión de segundos, la magia de Jadis se revirtió. La piel del fauno dejó a un lado ese tono grisáceo característico de la piedra para volver a ser suave y sonrosada, cálida. Su cabello, su bufanda, sus graciosas patas de cabra... Poco a poco, todo fue volviendo a la normalidad, hasta que finalmente Tumnus tomó una gran bocanada de aire, con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a salir de las órbitas. Entonces el fauno se tambaleó, incapaz de mantener el equilibrio por sí solo, pero Lucy fue rápida a la hora de sujetarle por los hombros para que no se precipitara al suelo.
Tumnus la miró a los ojos, con el rostro magullado y amoratado.
—¿Lu... Lucy? —inquirió con la voz rasposa.
La susodicha sonrió de oreja a oreja, ocasionando que un par de hoyuelos se formaran en la piel subyacente de sus mejillas. Susan, por su parte, avanzó un paso hacia ellos, acaparando la atención de ambos.
—Lu, ¿él es...?
—Sí —la interrumpió la menor, aún sonriente. Sus manos todavía sostenían a su amigo, cuyo cuerpo no dejaba de temblar como un alfiler—. Este es el Señor Tumnus.
Les había tomado más tiempo del esperado descongelar a todos los narnianos petrificados, pero había valido completamente la pena. Entre todos formaban un grupo bastante numeroso, lo justo para marcar la diferencia entre la victoria y la derrota frente a las huestes de la Bruja Blanca. Animales de distintas especies, centauros, grifos, faunos, ninfas y dríades... Jadis había añadido a su escalofriante colección narnianos de todo tipo. Pero, sin duda alguna, los que más llamaron la atención de Susan y Lucy fueron aquellos que, a simple vista, parecían humanos normales y corrientes.
Arcanos.
Se habían topado con la grata sorpresa de que, entre los narnianos convertidos en piedra, había también varios arcanos. Sus complexiones altas y fornidas, sus cabellos largos decorados con abalorios de hueso y marfil y sus ojos brillantes y de colores llamativos eran la prueba fehaciente de que aquellos seres eran como Sirianne y Neisha.
Al verlos allí reunidos, la menor de los Pevensie no pudo evitar sonreír. Kalen, Hildreth, Syrin, Niss, Declan, Lynae... No podía esperar a ver sus caras de felicidad cuando se enterasen, cuando se reencontrasen con todos aquellos arcanos a los que la mujer mitad genio mitad gigante había sumido en un profundo sueño para su propio divertimento, como si no fueran más que simples trofeos.
—Aslan.
De entre todas las voces que hacían eco en la estancia, una en concreto se sobrepuso a todas las demás, colándose en los oídos de Lucy.
La pequeña, que permanecía de pie junto a Susan y Tumnus, desvió la mirada hacia un hombre alto y corpulento que le daba la espalda. Frente a él, el Gran León sonreía con cordialidad.
—Largo tiempo ha pasado, mi viejo amigo —articuló Aslan con emoción contenida. Parecía conocer muy bien a aquel misterioso arcano.
Movida por una extraña necesidad que no comprendía, Lucy estiró el cuello para poder ver mejor al hombre. Pese a no tenerle cara a cara, había algo en su porte que le resultaba familiar. Aunque no tuvo la oportunidad de seguir con su escrutinio, dado que su hermana no demoró en reclamar su atención dándole un suave pellizco en el brazo. A la niña no le quedó más remedio que volver a centrar su atención en ella y en el bullicio que las rodeaba.
Poco después Aslan habló, alzando la voz lo suficiente para que todos pudieran oírle. En un acto reflejo, Lucy volvió a mirar en su dirección, justo a tiempo para ver cómo el arcano giraba sobre sus talones, revelando así su semblante.
Y unos ojos verdes tan familiares que la dejaron sin aliento.
▬▬▬▬⊱≼❢❁❢≽⊰▬▬▬▬
N. de la A.:
...
...
...
Dudas/Preguntas/Opiniones/Desahogos/Linchamientos/Y todo aquello que se os ocurra ➳ Aquí, por favor. Que necesito leeros (¬‿¬)
Y, ahora así, procedo a desaparecer.
Chao, jeje.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro