PRÓLOGO
PRÓLOGO
La puerta de la casa se cerró con un leve clic detrás de ella, mientras una suave ráfaga de viento entraba por la rendija antes de sellarse por completo. La mujer rubia, con su cabello cayendo en cascada sobre sus hombros, avanzó en silencio, con el bebé envuelto en sus brazos. Su respiración era lenta, apenas perceptible, como si el acto de entrar a su propio hogar la hubiera sumido en una especie de trance. Todo a su alrededor estaba envuelto en un silencio espeso, como si el aire mismo hubiera quedado suspendido en espera.
No escuchaba el familiar murmullo de la voz de su esposo, ni los sonidos cotidianos de la casa. Supuso que no estaba. Aquello, en otro momento, la habría puesto en alerta, pero ahora no sentía nada, solo una calma inquietante, como si su mente estuviera caminando por un camino distante del presente. Sus pies avanzaban mecánicamente por el pasillo, y sus pasos resonaban en el suelo de madera, rompiendo el mutismo, pero no la tensión.
Al llegar a la sala de estar, colocó cuidadosamente al bebé sobre el mullido sofá, acomodándolo entre los cojines. La pequeña criatura, de mejillas rosadas y ojos curiosos, no hizo ningún ruido, simplemente comenzó a jugar con su pie, emitiendo suaves balbuceos. No era consciente del mundo en el que estaba ni del peso invisible que parecía cargar su madre.
La mujer se quedó de pie, mirando a su hija. Pero su mirada estaba vacía, perdida en un abismo que iba más allá de lo que sus ojos veían. Algo la había dejado completamente helada, un momento, algo indescriptible, había roto en su interior algo fundamental. Lo único que mantenía su mente anclada a la realidad era la figura del bebé frente a ella, su pequeña hija, completamente ajena a lo que estaba ocurriendo a su alrededor, a lo que estaba a punto de suceder.
Por un instante, la mujer no se movió. Solo miraba a la pequeña, que seguía jugando, sonriendo con inocencia, sin saber el peligro que rondaba en el aire. Un estremecimiento recorrió su columna, pero no por el frío ni por el miedo, sino por la certeza. Una certeza que la aplastaba con un peso que no podía describir, pero que entendía con todo su ser.
Dio unos pasos hacia atrás, lenta, casi torpemente, alejándose del sofá y de la bebé. Su mano derecha temblaba ligeramente mientras sacaba su varita de entre los pliegues de su abrigo. La madera lisa y familiar parecía extrañamente pesada en sus manos, como si el objeto mismo supiera lo que iba a ocurrir. La mujer la sostuvo con firmeza, aunque su mente estaba inundada de dudas.
El silencio en la habitación era casi insoportable. Solo los suaves ruidos del bebé llenaban el vacío, esos pequeños sonidos despreocupados que contrastaban violentamente con el peso de lo que estaba por hacer. La bebé seguía moviendo sus pequeños pies, sus ojos brillantes mirando hacia su madre, totalmente ajena al destino que se cernía sobre ella.
La mujer tragó saliva. Su garganta estaba seca, y su respiración, aunque lenta, era pesada. Alzó la varita, apuntando directamente hacia su hija, su propia carne y sangre. Sus labios temblaban al comenzar a susurrar las palabras. La varita tembló en su mano, pero el hechizo ya había sido decidido.
—Es la única manera —murmuró, su voz casi quebrándose, como si quisiera convencerse a sí misma.
En ese instante, un destello silencioso, salió de la punta de su varita. El brillo envolvió a la pequeña, y por un segundo, todo quedó en silencio.
Los ruidos del bebé cesaron abruptamente.
La mujer bajó la varita lentamente, observando en silencio lo que acababa de hacer. El alivio y el dolor se mezclaban en su pecho, luchando por imponerse uno sobre el otro. Su hija, aquella pequeña y frágil criatura, ahora estaba a salvo... o al menos, eso se repetía para sí misma. A salvo de lo que venía. A salvo de lo que ella había visto en su mente.
Un brillo extraño comenzó a formarse en los ojos de la mujer. Algo profundo y oscuro, una mezcla de tristeza y felicidad. Un pequeño rayo de luz cruzó su mirada, y antes de que pudiera contenerse, una sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios. Era una tenue, pero cargada de significado. Era una de felicidad y de comprensión.
Había visto algo. Algo que nadie más podría saber por ahora.
Algo que le decía que este era el único camino. Su hija estaba destinada a algo más grande, y aunque no lo comprendía del todo, lo sabía con certeza. Y ese conocimiento le arrancó una lágrima.
La pequeña gota rodó por su mejilla, solitaria, mientras la sonrisa permanecía en sus labios. No era el final, sino el principio de algo que aún no podría decir.
Con un último vistazo a su hija inmóvil, la mujer se giró, dejando que el eco de sus pasos resonara nuevamente por la casa vacía, ahora más silenciosa que nunca. Pero en su interior, la determinación ardía como una llama silenciosa, guiada por un destino que solo ella podía entender.
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