CAPITULO 01
CAPITULO 1
El bosque estaba en calma, pero dentro de Alice todo era un torbellino. Caminaba lentamente, con la cabeza gacha y el corazón pesado, mientras sus pequeños pies levantaban el polvo del sendero. Sus calcetas blancas, ahora moteadas de tierra, y su vestido verde con manchas marrones hablaban de un día difícil sin hablar de su cabello cual sol revueltos. Los restos de lágrimas marcaban caminos en sus mejillas, y aunque hacía rato que había dejado de llorar, sus ojos aún reflejaban el dolor de lo ocurrido.
A cada paso, los recuerdos volvían con claridad desgarradora. Lo había visto desde lejos, ese grupo de niños del pueblo jugando entre risas y gritos mientras jugaban con varios aviones de papel que volaban entre ellos. Habían formado un círculo alrededor de algo, probablemente un juego, y Alice había sentido ese conocido anhelo crecer en su pecho. Quería correr hacia ellos, unirse a su diversión, escuchar sus risas sin ser una intrusa. Pero, como siempre, algo se interponía.
Ellos la vieron. Sus rostros, que minutos antes estaban llenos de alegría, se endurecieron al notar su presencia. Primero, las miradas. Después, las palabras.
—Miren quién está aquí —había dicho uno de ellos, un chico con un tono burlón y ojos brillantes de malicia—. Es la niña maldita.
El apodo había caído como un golpe en el estómago, aunque no era la primera vez que lo escuchaba. Se repitió de boca en boca, como un eco cruel que llenaba el aire.
—¡Niña maldita! ¡Niña maldita! —canturrearon algunos, mientras otros reían abiertamente.
Alice había apretado los puños, intentando no escuchar, pero entonces uno de los niños, más valiente o más cruel, se acercó demasiado.
—Yo no lo estoy —dijo en voz alta, lo suficiente como para que todos la escuchasen.
—Mi papá dice que eres una niña rara —había dicho, su tono cargado de desdén— Por eso ni tu mamá ni tu papá te quisieron cerca.
Un nudo en la garganta se formo.
Eso fue demasiado, pero no iba a dejar que lo viera. Antes de que pudiera terminar su frase, Alice se lanzó sobre él, empujándolo con todas sus fuerzas. La pequeña pelea que siguió fue confusa: gritos, empujones, tierra volando por todas partes. No sabía quién ganó, si es que eso importaba, pero al final, el grupo la dejó sola, magullada tanto por fuera como por dentro.
—Cobardes...
Ahora, mientras caminaba por el sendero que llevaba a su casa, la joven rubia repasaba cada momento, cada palabra, cada golpe. Le dolía, pero no quería llorar más. Pues hace mucho comprendio que las lagrimas no solucionaran nada...ni la consolaran de nada.
Entonces, entre los troncos altos y los susurros de las hojas, divisó su hogar. En medio de los grandes árboles, bañada por la luz dorada del sol que se filtraba entre las ramas, estaba la pequeña casa de madera. A simple vista, parecía vacía, tranquila en su soledad. Pero para Alice, era lo único que tenía, su refugio. Se detuvo por un momento al estar por fin a escasos metros de su casa. Su corazón latía con fuerza, no por el esfuerzo del camino, sino por el peso de lo que llevaba dentro. Era difícil, cargar con tantas preguntas sin respuestas, con la ausencia de una madre que no recordaba y un padre que estaba siempre lejos.
—Ellos son el problema, no yo. Ellos son el problema...no yo —susurró para sí misma, como si al decirlo en voz alta pudiera aferrarse a esa verdad.
Fue entonces que con pasos lentos, pero decididos se decidio seguir adelante. Su lucha no había terminado, pero aquí, al menos, podía sentir que pertenecía algún lugar. La puerta crujió ligeramente al abrirse, y la infante cruzó el umbral con pasos cansados, su mirada fija en el suelo de madera. El aroma familiar de pan recién horneado y especias la envolvió, cálido y reconfortante, pero no lo suficiente para disipar la nube que pesaba sobre su pecho.
Sara estaba de pie junto a la mesa, una mujer de rostro amable y manos trabajadas, aunque sus ojos siempre parecían llevar una mezcla de nostalgia y fortaleza. Vestía un delantal que tenía manchas de harina y unas cuantas de mermelada de frutas. Estaba limpiándose las manos con un paño cuando notó a Alice.
—¡Ah, ahí estás! —empezó con una sonrisa, pero al ver el estado de la niña su expresión cambió de inmediato.
La harina quedó olvidada y se acercó con rapidez, hincándose frente a la niña tomando su rostro entre sus manos cálidas y ásperas.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó con preocupación mientras sus ojos escudriñaban cada rincón de su rostro y luego descendían a las manchas de tierra en su vestido y calcetas.
Alice negó débilmente, apartando la mirada.
—Estoy bien —murmuró, aunque su voz carecía de la fuerza para que sonara convincente.
La mayor no pareció convencida, sus manos pasaron de revisar sus mejillas a inspeccionar sus brazos y rodillas en busca de algún rasguño o moretón.
—¿De verdad? —insistió la mujer, su tono suave pero lleno de inquietud.
Alice asintió con más firmeza esta vez, aunque sus labios temblaron un poco. Finalmente, levantó la mirada hacia Sara, y con voz apenas audible, formuló una pregunta que hizo que el corazón de la mayor se encogiera.
—¿Él vino?
Sara se quedó inmóvil por un momento. La pregunta la tomó por sorpresa, pero no tanto como el destello de esperanza, aunque tenue, que vio en los ojos de niña. Quiso mentir, quiso decir algo para aliviar el peso que sabía que la niña llevaba. Sin embargo, no pudo evitar que un gesto de lástima apareciera en su rostro antes de que pudiera responder.
Ese gesto fue suficiente. Alice bajó la mirada, ya sabía la respuesta.
—Voy a cambiarme —dijo rápidamente, sin emoción, y giró hacia las escaleras antes de que Sara pudiera decir algo más.
—Alice, espera —llamó, su voz firme pero gentil. La niña se detuvo a la mitad de la escalera, sus dedos pequeños aferrados al pasamanos. Sara intentó suavizar la tensión en su rostro mientras le hablaba— No te preocupes por nada, ¿de acuerdo? Hoy... hay varias sorpresas esperándote.
La joven rubia giró la cabeza ligeramente hacia ella. Las palabras de Sara no la consolaron, pero tampoco quería lastimarla con su indiferencia. Así que dibujó una pequeña sonrisa, apenas visible, lo suficiente para aparentar que estaba bien.
—Está bien —dijo con suavidad, antes de continuar subiendo los escalones.
Cuando llegó a su habitación, cerró la puerta tras de sí y se dejó caer en la cama. El peso del día parecía aún más pesado ahora que estaba sola. Miró al techo, sus pensamientos enredados. Por mucho que quisiera ignorarlo, el vacío en su pecho seguía ahí, recordándole la ausencia de un padre que prometía mucho y cumplía poco. Sabia que la esperanza siempre había sido su consuelo, pero siempre le dolia cada vez que esta se destruía cada cumpleaños o día festivo donde solo queria una cosa: la convivencia con su padre.
Suspiró y se levantó, comenzando a cambiarse. No sabía qué tipo de "sorpresas" la esperaban abajo, pero había aprendido a no esperar demasiado. Sin embargo, una pequeña chispa dentro de ella aún se aferraba a la posibilidad de que, esta vez, pudiera ser diferente. Fue entonces cuando lo notó: una pequeña carta descansaba sobre las sábanas juntoa ella y una caja envuelta en papel celeste. Alice se detuvo por un momento, su mirada azulada fija en los objetos. Su primer pensamiento fue que era un gesto de su niñera, un intento de animarla después del mal día. Una leve sonrisa se formó en sus labios al imaginar a la mujer dejando aquello con cuidado antes de volver a la cocina.
Se sentó en el borde de la cama y tomó la carta primero. Rompió el sello con cuidado con su sonrisa aún presente, pero apenas sus ojos comenzaron a recorrer las primeras líneas, su expresión se congeló. La letra inconfundible, inclinada pero elegante y algo apresurada, le confirmó lo que temía. La carta era de su padre.
El peso de esa realización cayó sobre ella como una piedra. Leyó en silencio, sus ojos absorbiendo cada palabra, aunque su corazón ya sabía lo que iba a encontrar.
"Querida Alice, lamento mucho no estar contigo en este día especial."
Las disculpas. Siempre las disculpas. Cada carta comenzaba igual, con palabras que se repetían tanto que habían perdido su significado hacía mucho tiempo. Sus dedos apretaron el papel ligeramente mientras continuaba.
"Mientras viajaba encontré un vestido hermoso que inmediatamente me hizo pensar en ti. Sé que te encantará. Quisiera estar ahí para verlo puesto en ti, pero por ahora espero que este pequeño regalo pueda demostrar cuánto pienso en ti."
Tu padre
Alice sintió un nudo formarse en su garganta, pero no lo dejó salir. Ya no. Había aprendido hace tiempo a tragarse esas lágrimas, a no permitir que la ausencia constante de su padre la quebrara. La carta terminaba, como siempre, con una nueva disculpa y la firma del hombre que parecía más un fantasma en su vida que una presencia real. La joven Everhart dejó caer la carta sobre su regazo y se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en algún punto de la pared.
—Qué sorpresa...—murmuró con sarcasmo, su tono una mezcla de amargura y tristeza—. Otra disculpa y otro regalo para compensar. Qué original, papá...
Aunque su comentario salió con una mueca de humor, sus ojos traicionaban la tristeza que intentaba ocultar. La carta había removido algo dentro de ella, una mezcla de enojo, decepción y esa eterna pregunta que jamás se atrevía a formular: ¿De verdad estoy maldita?
Con un suspiro pesado, tomó la caja que había acompañado la carta. El papel celeste era delicado, pero Alice lo rasgó con más fuerza de la necesaria, como si de alguna manera eso pudiera aliviar el peso en su pecho. Abrió la tapa, revelando el vestido que su padre había mencionado. Era, sin duda, hermoso. El tejido era de un azul profundo con pequeños bordados plateados que brillaban a la luz. Los detalles delicados en el cuello y las mangas hablaban de un trabajo hecho con mucho cuidado, algo especial, sin duda.
El tipo de vestido que una niña de su edad probablemente debería admirar con ilusión. Pero en lugar de eso, Alice lo observó con una mezcla de indiferencia y resignación.
Lo levantó con cuidado, dejando que la tela fluida cayera sobre sus manos. Por un momento, se imaginó llevándolo puesto, quizás para una ocasión especial que nunca llegaba. Pero la imagen en su mente siempre terminaba igual: ella sola, esperando por alguien que nunca estaría allí.
—Es bonito...—dijo en voz baja, dejando el vestido a un lado con delicadeza.
El nudo en su garganta seguía ahí, pero Alice decidió ignorarlo. Tenía que bajar pronto y no quería que Sara la viese así y arruinar todo el ambiente.
Cerró la caja con cuidado, colocándola sobre la mesita junto a su cama, y se levantó. Quizás la "sorpresa" que Sara había mencionado lograría mejorar su ánimo, aunque dudaba que pudiera llenar el vacío que sentía en su pecho. Cruzó la habitación, dejando el vestido y la carta detrás. Porque, al final del día, un vestido no llenaba el vacío que su padre había dejado. Y Alice estaba demasiado cansada para seguir esperando.
Las horas transcurrieron, y aunque el peso de la mañana seguía presente en el corazón de Alice, Sara se esforzó con todo su ser para iluminar el resto del día. Con una energía inagotable, la mujer había transformado la pequeña cabaña en un rincón cálido y festivo, decorado con guirnaldas improvisadas de flores del bosque y luces encantadas que titilaban suavemente en el aire como diminutas luciérnagas.
Cuando llegó el momento de los regalos, Sara se presentó con una sonrisa llena de orgullo, sosteniendo una pequeña cajita envuelta con un moño dorado. Alice, quien había estado sentada en el sillón con las piernas cruzadas, la recibió con un destello de curiosidad en sus ojos azules. Al abrirla, encontró un pequeño broche con forma de mariposa, delicadamente tallado en un tono rosado casi transparente.
—Es un pequeño hechizo que aprendí de alguien hace años —dijo Sara, acariciando el cabello rubio de la infante mientras la niña observaba el broche con asombro—. No es mucho, pero pensé que te gustaría.
Antes de que Alice pudiera responder, la mariposa cobró vida. Con un aleteo ligero, se elevó en el aire, dejando un rastro brillante de un suave color rosado que desaparecía al instante. Y por primera vez del dia, rió, su alegría genuina llenaba toda la habitación.
—¡Es hermosa! ¡Gracias! —exclamó, extendiendo la mano para que la mariposa regresara y se posara en su dedo.
—Bueno, ¿lista para tu pastel? —preguntó Sara, tomando las manos de Alice y llevándola hacia la mesa del comedor, donde esperaba un pastel decorado con delicadas flores de azúcar.
El pastel tenía once velas, que se encendieron mágicamente en cuanto Alice se colocó frente a él. En el centro del pastel las palabras "Feliz cumpleaños" comenzaron a formarse solas con un brillo dorado, como si una mano invisible las estuviera escribiendo. La joven Everhart rió divertida, mirando a la mayor, quien ya comenzaba a cantar una canción de cumpleaños.
La voz de Sara era cualquier cosa menos afinada, pero cantaba con tanta energía y alegría que era imposible no sonreír. Alice observó con cariño a la mujer, quien agitaba las manos en un intento de animarla a soplar las velas.
—Vamos, pequeña. ¡Pide tu deseo! —exclamó con una risa contagiosa, señalando las velas que titilaban.
Alice se inclinó un poco más cerca del pastel, sus ojos fijándose en las pequeñas llamas que bailaban al compás de la brisa que se filtraba por la ventana. Cerró los ojos y respiró profundamente, permitiendo que en su mente se formara un deseo, uno tan profundo que incluso le costaba ponerlo en palabras. Deseaba pertenecer. Deseaba un día en el que no la miraran como una extraña, un día en el que los susurros y las palabras hirientes fueran reemplazados por risas y amistad. Deseaba, con todo su corazón, que su padre la visitara de verdad, no a través de cartas.
Con el deseo grabado en lo más profundo de su ser, abrió los ojos.
Con un fuerte soplido, las llamas se extinguieron de golpe, dejando un tenue hilo de humo que se alzó hacia el techo. Sara aplaudió con entusiasmo, ignorando su propia torpeza al intentar llevar el ritmo, y la mariposa encantada comenzó a girar en círculos sobre la cabeza de Alice, como si también celebrara el momento.
—¡Eso es! Ahora vamos a disfrutar de este pastel —declaró mientras cortaba una porción y la colocaba en dos platos.
Alice tomó un bocado, sintiendo el dulce sabor en su lengua, y por un momento, las preocupaciones del día se desvanecieron. Allí, bajo la cálida luz del atardecer que se filtraba por las ventanas, con Sara cantando alegremente y el rastro rosado de la mariposa iluminando el aire, su corazón encontró un instante de paz. Uno que extrañamente, jamás había sentido.
La noche comenzaba a cubrir suavemente el bosque, y el aire fresco se filtraba a través de las ventanas abiertas de la cabaña. La tenue luz de una lámpara iluminaba la habitación de la infante de ojos azules, proyectando sombras que bailaban sobre las paredes. Acostada en su cama, Alice se dejaba envolver por el calor de sus mantas mientras Sara ajustaba la cobija hasta cubrirla por completo.
—Ahora sí, lista para dormir —dijo con una sonrisa tranquila.
Alice, todavía rebosante de energía pese a la larga jornada, dejó escapar un suspiro y se giró hacia ella.
—¿Qué es lo que escondes? Puedo verlo en tu cara —preguntó con ojos brillantes, siempre curiosa.
La mayor rió con suavidad. —Siempre tan observadora. Muy bien, tengo algo para ti —dijo mientras sacaba algo de su delantal.
Cuando mostró el sobre, Alice se quedó sin palabras. Sus manos temblaron al alargarla para tomarlo. No era cualquier carta. Era una de esas cartas. Su corazón dio un vuelco al leer su nombre escrito con elegante caligrafía en la parte frontal, junto con la dirección exacta de su hogar, tan detallada que parecía saber incluso cómo el bosque se inclinaba sobre la cabaña.
—Es tuyo, cariño —dijo Sara con una mezcla de alegría y un atisbo de nostalgia, dejando la carta en las manos de Alice. Se inclinó, besó su frente y murmuró—. Buenas noches, mi niña.
Alice esperó a que Sara cerrara la puerta tras de sí antes de sentarse de golpe en su cama. El sello de cera roja que cerraba el sobre era inconfundible: el escudo de la escuela con sus cuatro casas, parecia brillar ante sus ojos. Apenas podía respirar y juraria que sus latidos llenaban la habitacion, comenzo a romper con cuidado el sello y desplegaba el pergamino. Sus ojos recorrieron las palabras con una rapidez febril:
Estimada señorita Alice Everhart
Tenemos el placer de informarle que ha sido aceptada en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Por favor, encuentre adjunta la lista de libros y materiales necesarios para su primer año.
....
...
La carta continuaba, pero Alice no pudo leer más. Un grito de pura alegría escapó de sus labios.
—¡Voy a Hogwarts! —exclamó, levantándose de la cama de un salto.
Saltaba y giraba por la habitación, como si la emoción no pudiera contenerse dentro de su pequeño cuerpo. Sus ojos se cristalizaron como gotas de rocio despues de una tormenta, pero estas no cargaban de tristeza como solia serlo, no, esta vez la alegria la hacia querer llorar a mares. Eran de alivio, de esperanza, de un futuro que por fin se abría ante ella como siempre había soñado. En medio de su euforia, el pequeño broche en forma de mariposa revoloteó desde el escritorio para comenzar un aleteo que parecia transmitir felicidad, parecia estar uniéndose a la celebración. El brillo rosado y suave que dejaba en el aire parecía sincronizarse con la alegría de la joven infante, envolviendo la habitación en un resplandor mágico.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que este día llegaría! —gritó al aire, abrazando la carta contra su pecho como si fuera el mayor tesoro del mundo.
Corrió hacia la ventana, abriéndola de par en par para sentir el aire fresco de la noche en su rostro. El bosque, siempre silencioso y tranquilo, parecía cobrar vida con su felicidad. Alice alzó la carta hacia las estrellas, como si quisiera compartir su alegría con el universo, pero en realidad, esa emoción estaba dirigido a alguien más.
—¡Voy a aprender magia! ¿Viste madre? ¡Ire hacer magia!
Su voz se perdió entre los árboles, pero en su interior, algo había cambiado. La soledad que a menudo sentía en su pequeño rincón del mundo se desvanecía. Ahora tenía un propósito, un destino, y nada ni nadie podría quitarle esa emoción. Esa noche, Alice no durmió. Su mente estaba llena de imágenes de un gran castillo, de pasillos mágicos, de hechizos y misterios, almenos eso era lo que mostraba y contabaSara en algunas de sus viejas fotos en sus años de estudiante. Asi que no podia evitar imaginarse todo aquello desde que tiene memoria. Y, sobre todo, de la posibilidad de encontrar un lugar al que pertenecer, donde no permitiria que nadie la llamara "maldita",donde sería simplemente Alice Everhart Sinclair.
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El andén 9 ¾ estaba repleto de movimiento y magia. Vapor blanco salía a borbotones del brillante tren escarlata mientras estudiantes y familias se despedían con abrazos, risas y promesas de cartas. Alice empujaba su carrito con cierta dificultad, sus maletas pesadas y la jaula de Willow (su lechuza) balanceándose al borde. Sara caminaba junto a ella, una expresión serena en su rostro, aunque sus ojos revelaban una leve tristeza que la infante prefirió no mencionar. Alice ntentaba absorber cada detalle a su alrededor: los carritos cargados de baúles, varias lechuzas en jaulas y los uniformes recién planchados que algunos chicos ya lucían. Sin embargo, en medio del entusiasmo, algo captó su atención.
A pocos metros, una familia estaba reunida. Un padre inclinaba su rostro para hablarle en susurros a su hija, mientras la madre la rodeaba con un abrazo protector. La niña, que parecía tener su misma edad, sonreía ampliamente mientras ambos le decían adiós con lágrimas contenidas. La escena la golpeó como una ráfaga de viento helado.
Se detuvo, dejando que las ruedas de su carrito chirriaran en el suelo del andén. Sintió un nudo apretándose en su pecho. Aquella imagen no era más que un recordatorio cruel de lo que nunca había tenido y lo que anhelaba tener. Una madre, cuya voz y rostro eran un misterio, y su padre, una figura lejana que sólo vivía en cartas y recuerdos borrosos. Juntando a los tres, para Alice solo parecían ser un retrato donde su rostro era lo unico claro que las pinceladas habían hecho, mientras que con los mayores eran simples garabatos borrosos sin nada claro o color.
—Alice —la voz suave de Sara llamandola la hizo reaccionar mientras se acercaba a ella con una mirada preocupada— el tren está por salir. Tenemos que apurarnos.
La de ojos cual cielo parpadeó, tratando de apartar los pensamientos oscuros. Se giró hacía la mayor, obligándose a sonreír.
—Sí, claro —dijo, intentando sonar alegre mientras empujaba nuevamente el carrito—. ¡Vamos! No quiero llegar tarde.
Avanzaron rápidamente, zigzagueando entre estudiantes y padres hasta llegar al tren, cuyo silbato comenzaba a resonar con fuerza. Alice dejó que un elfo tomara su equipaje mientras Sara la miraba con una mezcla de orgullo y melancolía.
—Aquí estamos —dijo con una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos. Se inclinó para abrazarla con fuerza, sus brazos cálidos y reconfortantes—. Estoy tan orgullosa de ti, Alice... Eres fuerte, inteligente, y este es sólo el comienzo de grandes cosas.
Alice, por un momento, permitió que sus barreras se desmoronaran y devolvió el abrazo con toda la fuerza que su pequeño cuerpo pudo reunir.
—Gracias—susurró con voz temblorosa, pero con un tono sincero. Podía no tener una madre, pero Sara era lo más cercano que tenía a eso y le agradecia enormente que haya tratado de ser una para ella—. Prometo escribirte todo.
La mujer de ojos cafés se apartó, besando su frente con un gesto maternal que hizo que Alice quisiera quedarse un segundo más, pero el tren empezó a moverse.
—¡Es hora de correr! —exclamó Sara mientras se limpiaba una lagrima traidora que caía por su mejilla.
La joven rubia subió al vagón de un salto, girándose rápidamente para asomarse por la ventana. Agitó su mano con energía mientras el tren aceleraba, dejando atrás el andén.
—¡Adiós! ¡Prometo enviarte cartas! —gritó con voz llena de emoción.
Sara se quedó allí, viendo cómo su pequeña se alejaba hacía una nueva vida. Solo habían pasado unos minutos de su partida y ya la extrañaba por completo, pero sabía que apenas era el comienzo. Alice, mientras tanto, se giró hacia el interior del vagón con el corazón latiendo con fuerza. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. A pesar del vacío que aún cargaba en su corazón, la emoción del futuro desconocido la llenaba de una luz cálida. Algo le decía que ese momento era el comienzo de algo extraordinario, y por primera vez en mucho tiempo, permitió que la emoción y la esperanza superaran la tristeza. La joven rubia caminó por el pasillo del tren, buscando un compartimento libre, mientras una sonrisa brillante empezaba a iluminar su rostro. Hogwarts la esperaba.
El tren avanzaba hacia el corazón del paisaje inglés, dejando atrás la estación llena de familias emocionadas y futuros estudiantes que tomaran el mismo tren. Alice caminaba por el pasillo del vagón, intentando no hacer caso a las miradas que recibía de otros niños. Ya se daba una idea de las miradas de la mayoria, pero no dejaría que eso la detuviese. Pero no podía ignorarlo todo y los comentarios no se hicieron esperar.
—Es ella, ¿verdad? —susurró un niño, inclinándose hacia su amigo mientras la miraba de reojo.
—La niña maldita —respondió el otro con los ojos bien abiertos como si Alice pudiera lanzar un hechizo en cualquier momento.
La joven Everart apretó los dientes, fingiendo que no los había escuchado. Pero las palabras seguían flotando en el aire como un eco molesto.
—Dicen que su madre intentó... —murmuró una niña en otro compartimento, cortándose al ver que Alice la había escuchado.
La rubia no esperó más. Apresuró el paso, sintiendo que su pecho se tensaba con cada comentario, cada mirada. Había esperado que Hogwarts fuera un nuevo comienzo, un lugar donde nadie supiera sobre los rumores que giraban en torno a su familia. Pero parecía que incluso aquí, los susurros y las miradas la seguían como una sombra. Sin duda queria responderles, pero las palabras y las razones de sus comentarios y miradas, no pudieron evitar que le doliera el corazón. Así que no les mostraria lo afectada que sus palabras le causaban.
Al final del pasillo divisó un compartimento que parecía vacío. Sin dudarlo abrió la puerta, entró apresurada y cerró tras de sí con un golpe sordo. Se quedó allí un momento, apoyando su frente contra la puerta mientras trataba de calmarse.
Respiró hondo, intentando reprimir las lágrimas que amenazaban con salir.
No voy a llorar
No les mostraré lo que quieren
Se dijo a sí misma, pero el nudo en su garganta le dificultaba creerlo.
—¿Estás bien?
La voz la tomó por sorpresa. Alice giró bruscamente y se quedó petrificada al ver que el compartimento no estaba vacío. Dos niños estaban sentados allí, mirándola con curiosidad.
El primero era un chico delgado, con cabello negro despeinado y unas gafas redondas que parecían demasiado grandes para su rostro. El segundo, un pelirrojo con pecas y una túnica algo arrugada, sostenía un emparedado o algo de comida envuelta en una mano.
—Oh... lo siento, yo... no sabía que había alguien aquí —dijo rápidamente.
—No pasa nada —respondió el chico de gafas con una pequeña sonrisa— puedes quedarte si gustas.
Alice vaciló, sus dedos todavía tocando la manija de la puerta. Los ojos del chico no mostraban desagrado ni juicio, solo una sincera amabilidad que la desarmó. Algo que la hizo sentir extraña, no estaba acostumbrada a ese tipo de mirada, a excepcion de Sara.
—Sí, siéntate —agregó el pelirrojo señalando ambos asientos vacios. Luego se encogió de hombros— aquí hay espacio de sobra.
La joven Everhart miró los asientos vacíos a lado de ellos y luego volvió a mirarlos. Nadie la había invitado a sentarse desde que abordó el tren. Era un gesto tan simple, pero para Alice significaba todo.
—Gracias —murmuró, acercándose lentamente antes de dejarse caer en el asiento a la par de infante de cabellera negra despeinada.
—Soy Harry. Harry Potter —dijo el chico de gafas extendiéndole la mano.
—Y yo Ronald Weasley, pero puedes decirme Ron —añadió el pelirrojo con una amplia sonrisa.
Alice los miró, sorprendida por la naturalidad con la que se presentaban. Por primera vez desde que había subido al tren (y tal vez toda su vida) sintió que podía respirar.
—Alice. Alice Everhart —respondió, estrechando las manos que le ofrecían.
Harry y Ron intercambiaron una mirada rápida antes de asentir. No parecía que hubieran escuchado su nombre antes, y eso llenó a Alice de un alivio inesperado. La de ojos azules se acomodó un poco más en su asiento, tratando de relajarse junto a Harry y Ron. Sentada a la par del chico de cabello negro, su mirada se perdió un instante en el paisaje que pasaba fugazmente por la ventana.
Harry Potter... ¿de dónde había escuchado ese nombre? Antes de que pudiera darle más vueltas, notó la mirada fija de Ron sobre ellos.
—¿Por qué nos miras así? —preguntó Harry mientras arquea una ceja.
El pelirrojo parpadeó como si lo hubieran sacado de un trance, y luego soltó una risa nerviosa.
—Es que no puedo creerlo. Estoy sentado frente a dos de las personas más famosas del mundo mágico.
Alice y Harry intercambiaron miradas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Alice, inclinándose ligeramente hacia el con su ceño fruncido en confusión. Algo le decía que su historia era más conocida que de lo que creía y eso no le gustaba.
Ron abrió los ojos como platos, como si no pudiera entender cómo no sabían de lo que hablaba.
—¡Harry Potter, el niño que sobrevivió! —exclamó señalando a Harry como si fuera obvio—. Todos conocen tu historia. Derrotaste a Quien-Tú-Sabes cuando eras un bebé. ¡Eres una leyenda!
Harry se encogió ligeramente en su asiento, un poco incómodo bajo la atención.
—Ya he escuchado eso antes de venir aqui... —murmuró, mirando a Alice en busca de apoyo, pero la expresión de Ron se volvió hacia ella.
—Y tú —continuó— eres la niña que debió morir.
El aire en el compartimento pareció volverse más pesado de inmediato. Harry miró a Alice con confusión, mientras ella se tensaba internamente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Harry con suavidad.
La rubia tragó saliva, sintiendo que las miradas estaban sobre ella. Era un apodo que odiaba, que le perseguía desde que tenía memoria, pero algo en la honestidad de Harry y la torpeza genuina de Ron le hizo pensar que quizás no eran como con los demás. Con un nudo en su garganta trato de responder.
—Es... una historia —dijo finalmente, su voz temblando ligeramente antes de estabilizarse— mi madre era una bruja muy poderosa que contribuyo en la primera guerra magica, pero dicen que un día entro en desesperación por alguna razón
Ron y Harry la escuchaban con atención. Por primera vez, Alice sintió que estaba siendo escuchada, no juzgada.
—Se dice que se enteró de algo. Nadie sabe qué exactamente, pero que fue suficiente para volverla loca. —Alice dejó escapar un suspiro, su voz teñida de una tristeza que no podía ocultar, aunque lo intentase— intentó matarme cuando yo era solo un bebé, pero obviamente, no lo logro.
Los chicos la miraron en silencio, pero no con el desprecio o el miedo al que Alice estaba acostumbrada. Harry, en particular, parecía comprender más de lo que decía.
—Desde entonces... la gente me llama así. La niña que debió morir. —Alice dejó caer la mano y miró al suelo, sintiendo el peso de su historia. Pero por primera vez, al decirlo en voz alta, no se sintió tan sola.
Hubo un largo silencio hasta que Ron, con un tono torpe pero sincero, murmuró:
—Historia de origen brutal.
La joven Everhart levantó la vista sorprendida.
—¿Qué?
—Que es brutal—repitió Ron más firme— no puedo creer que te juzguen de algo que ni siquiera pasó. Además, si estás aquí, es porque tienes que estarlo.
Harry asintió lentamente, sus ojos aún fijos en ella
—Él tiene razón —dijo— yo también tengo una cicatriz, y no define quién soy.
—Aunque ambos los conozcan por ello —murmuró el pelirrojo desviando por un momento la mirada antes de ganarse un golpe se codo por parte de Harry. Logrando que ambos se rieron por ello.
Alice parpadeó mirando a los dos chicos frente a ella. Sus palabras, aunque simples, resonaron profundamente en su corazón. Por primera vez en mucho tiempo, una pequeña sonrisa apareció en su rostro. Tal vez, sólo tal vez, este podría ser el comienzo que siempre había deseado.
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