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01. la cabeza de un inocente

El cómo había llegado a su departamento no era relevante; no había una gran hazaña o una historia fascinante detrás de la captura de aquel hombre, solo una anécdota repleta de masculinidad tóxica y mucha estupidez. El hombre, en cambio, probablemente consideraría los recuerdos de aquella mañana como muchísimo más trascendentales, pero esa probablemente era la primera vez que una mujer lo encadenaba a una silla, mientras que para ella no era la primera vez que encadenaba a un hombre a una silla.

Agatha le apartó el cabello del rostro al hombre, lo llevaba demasiado largo y los mechones le caían en la frente y se le adherían a la piel por el sudor. No era demasiado mayor, quizá de su propia edad, rondando los treinta años, poco más o poco menos.

Los ojos le lagrimearon un poco al tacto, pero ella sabía que eso era solo manifestación de su cólera y no signo de dolor, o no un dolor severo, al menos, solo el dolor típico del contacto con una magulladura reciente. Agatha no lo estaba lastimando seriamente, no todavía, y se había asegurado de ello al colocarse unos gruesos guantes amarillos de hule que le llegaban hasta los codos.

Las patas de la silla de metal rechinaron contra el suelo cuando el hombre siguió retorciéndose en su asiento.

Agatha le quitó la cinta adhesiva de la boca y él emitió un chirrido anormalmente agudo. El contorno de su boca y parte de sus mejillas se enrojecieron e irritaron por el drástico retiro del adhesivo.

— ¡Maldita puta! —exclamó él.

—No decías eso hace rato cuando estabas tan ansioso por venir a casa conmigo —respondió Agatha, con fastidio—, apenas tuve que mirarte y ya corrías detrás de mi falda.

Ella estaba algo corta de paciencia esa mañana, así que se dio la vuelta y se alejó del hombre hacía la mesa que tenía contra la pared. La mesa estaba repleta de extremo a extremo de utensilios, desde armas de fuego hasta cuchillos. Agatha no planeaba tomar ninguno de ellos, pero el hombre debió creer que sí porque en un instante se desvaneció su falsa bravuconería y se encontró mucho más dispuesto a rebajarse a suplicar.

—Espera. Por favor. Podemos hablar de esto. No sé qué es lo que hice, pero seguro podemos solucionarlo —aseguró rápidamente, la voz le temblaba y las lágrimas le empezaban a correr libres.

Ella suspiró y comenzó a quitarse los guantes. Dedo a dedo.

— ¿Cuál es tu nombre?

—Alexei Petrov.

Agatha terminó de quitarse el guante de la mano derecha y lo dejó sobre la mesa, entonces procedió a quitarse el de la mano izquierda.

—Creo, Alexei, que estás en un serio dilema. Verás, yo no tengo ningún problema contigo, en realidad, ni siquiera mis jefes tienen problemas contigo. Tú nos das igual, nos importas tan poco que probablemente podrías incluso intentar robar dinero a alguno de los casinos de la Bratva y nadie sospecharía de ti, porque tú no importas. Pero, y ahí está el problema que te aqueja, mis jefes sí tienen un problema con tu hermano.

Alexei cerró los ojos con fuerza y contó hasta cinco en voz alta, después abrió los ojos y sacudió la cabeza de forma extraña, como un perro después de recibir un baño. Su expresión era fastidiosamente lastimera, y Agatha se dio el lujo de dejar de mirarla un momento mientras se daba la vuelta para dejar su otro guante también sobre la mesa sin siquiera rozar la madera de la que ésta estaba hecha.

—Por favor, mi hermano...

—Si vas a suplicar por su vida, mejor no te molestes, porque él no necesita tus súplicas. Normalmente uno no mata a quien le debe, porque entonces, ¿quién paga? No, no, a mis jefes no les gusta perder dinero. Matar a alguien que no debe pero que es amado por un deudor, por otra parte, es mucho más ilustrativo.

Agatha rozó con su dedo índice el reposabrazos de la silla, apenas un roce pero deliberadamente hizo volar las chispas. Hubo un pequeño destello, y luego la corriente atravesó toda la silla, que era de metal, para recorrer el cuerpo de Alexei. El hombre se sobresaltó, su cuerpo dando tirones contra las ataduras que lo retenían mientras se retorcía con la espalda demasiado arqueada. Tenía los ojos cerrados y las lágrimas solitarias que antes habían adornado sus mejillas se convirtieron en verdaderos torrentes. Gritó con fuerza, un chillido agudo y perforador.

Ella apenas y había tocado la silla, había sido solo una pequeña descarga. Agatha podía prolongar esa sensación por muchísimo más tiempo, suficiente como para que su víctima sintiera que comenzaba a freírse de adentro hacia afuera, pero prefería preservar esos esfuerzos para cuando necesitaba información.

Alexei no podía decirle absolutamente nada útil. Torturarlo no tenía ningún sentido. La descarga que le había dado había sido más por curiosidad que por otra cosa, después de todo, no todo el mundo reaccionaba del mismo modo ante el dolor.

—Tú... Tú... —intentó hablar Alexei, pero la voz se le quebraba y algo en él parecía haber hecho cortocircuito.

—Mi nombre es Agatha Lane —dijo ella—. Los medios me han apodado Voltaje, algunas veces. A veces me dan apodos distintos. Ellos piensan que hay varias personas con las mismas habilidades que yo rondando por ahí, por si necesitabas más evidencia de que la estupidez existe. Soy una ejecutora. Y te digo esto porque si sabes quién soy, te harás una buena idea de lo que se avecina.

—Por favor...

Agatha no le permitió terminar su súplica, sino que le concedió algo de dignidad forzada. No se acercó a hacer contacto físico con la silla, pero juntó sus manos entre sí y éstas comenzaron a emitir chispas por cuenta propia, un campo eléctrico que crecía entre sus dedos, tan estrechamente vinculado con lo electromagnético que la silla metálica se movió unos milímetros hacia ella.

La energía comenzó a hacerse visible según aumentaba, como rayos que atravesaban el aire de una de las palmas de sus manos a la otra y luego de regreso.

Después voló libre.

El aire crepitó.

Un rayo salió directo del campo entre sus manos y surcó el aire para golpear a Alexei en el pecho. Su ropa se convirtió en un desastre humeante mientras su cuerpo se desplomaba flácido, mantenido en el mueble solo por sus cadenas.

Agatha sabía que si revisaba su piel, encontraría una marca allí donde lo había golpeado, una especie de cicatriz, oscura e intrincada, expandiéndose desde el punto de impacto como las raíces o ramas de un árbol. No se molestó en verificar. Le dio la espalda al cuerpo y caminó hacia su mesa en busca de el instrumento más adecuado para continuar con sus deberes.

Tuvo que aprovechar la distancia, el impulso y muchos otros factores que concernían más a la física que a la lógica, pero entonces avanzó un par de pasos al mismo tiempo que giraba, con un gran y pesado machete en la mano, y la cabeza de Alexei Petrov cayó al suelo con un golpe sordo pero extraño, como el de comida que se aplastaba.

El corte fue mayormente limpió y las salpicaduras de sangre fueron mínimas. Agatha hizo movimientos con su hombro. Era difícil hacer un corte limpio como aquel y quería evitar cualquier tipo posible de lesión.

Tomó la cabeza por el cabello y la levantó del suelo, ignorando el desastre de sangre aún no coagulada mientras la dejaba en el interior de una bolsa de plástico y después en una caja de cartón.

Esa era la cabeza de un inocente, y cortarla estaba muy muy lejos de ser lo peor que Agatha alguna vez había hecho. A veces se preguntaba qué pensaría su versión antigua sobre en quién se había convertido, y la respuesta la hacía sentirse miserable, pero entonces solo necesitaba recordarse que esa versión suya había sabido poco o nada de la vida, del dolor, y de lo mucho que todo podía cambiar en poco tiempo.

Ella hacía su trabajo. Era buena en su trabajo.

Y si su trabajo hacía mejor o peor el mundo, bueno, eso ya no era su maldito problema.

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