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5

Con el bastón aparta unos matorrales. La arboleda abre su espesura para albergar un camino de tierra formado por los pasos de muchos años, que sube por una colina hasta una cabaña de madera de fachada rustica, con solo penumbra asomándose desde las ventanas.

—¿Es tu casa? —Pregunta Ivy. Camui asiente y se apega todavía más al cuerpo de la bruja.

Ivy llega hasta la puerta y la abre con un golpe de bastón. El interior de la cabaña sopla una peste a letrina y a comida en descomposición. La bruja atraviesa el umbral sin inmutarse, y encuentra una sala desordenada y polvorienta. Cada esquina del lugar está impregnada de una gruesa capa de maldad.

Camui reconoce su carcaj y arco tirados junto la estufa, pero no los recupera, en vez señala silencioso la habitación de su abuelo, y la prodigiosa toma ese camino.

—Mantente alerta, Camui. El peligro ronda.

Quedan delante de la puerta de Rod, cuna del hedor y las malas vibras. Ivy empuja la puerta con suavidad usando el cayado. Camui se cubre la boca y la nariz con la mano, no quiere ver, pero tiene que hacerlo.

Las cortinas están a medio correr, y la escasa luz del sol que se filtra parece gris y carente de calor. La cama está cubierta de pieles manchadas que se tuercen hacia abajo por el peso de la figura hinchada que la ocupa. Los brazos del ente son hueso bajo su piel, y su cabeza esta torcida hacia atrás con los ojos en blanco. Del nido se resbalan restos de comida, orina y heces combinadas. Por un momento Camui creyó que eso estaba muerto, pero el cuello de Rod cruje y su cabeza se endereza para mirarlo.

—¡Mocoso! ¿Cómo pudiste abandonar a tu viejo? —Las palabras le salieron con más soltura, era la voz habitual de su abuelo, y eso estremece a Camui— Ardo en ganas de matarte por malagradecido, de arrancarte esa cabeza tonta que llevas. Pero no lo haré, no soy un desconsiderado como tú. ¡Busca comida! ¡Tengo hambre! ¡Y busca vino! ¡Y una jovencita de la villa!

Camui se queda mirando con los ojos y la boca abierta, deseando despertar de la pesadilla. Ivy tapa al chico con su cuerpo, y avanza hasta quedar cerca de la cama, dejando solo el espacio suficiente para evitar mancharse con la porquería que chorrea.

—Solo un señor del disfraz con una marca tan podrida como la tuya sería capaz de hacer esto —Dice y golpea con la parte baja del bastón el suelo.

Los ojos de la mujer de madera se encienden de rojo y abre la boca, de su garganta nudosa florece un aliento de fuego que incendia las pieles y barriga del anciano. Rod tiembla, y de sus labios agrietados brota un chillido agudo, la elegía de una abominación herida.

—¡Abuelo! —Camui por reflejo intenta meterse y salvarlo, pero Ivy lo empuja hacia atrás con el codo.

—Cálmate, Camui. Él no es tu familia. Es un impostor.

Las palabras congelan al muchacho, quien ahora observa a lo que yace en la cama buscando las costuras.

Las ropas se queman. Queda descubierta la panza hinchada del viejo, estirada y llena de estrías, cómo si padeciera alguna clase de retorcido embarazo. Algo se rasga, es el ombligo. Unos dedos pequeños de uñas mugrientas abren paso a unas manos. El ocupante empuja y se sienta.

—¡Aniquiladora! ¿C-Cómo...? —Chilla y tose—. ¿Cómo me encontraste?

Es pequeño como un niño, más pequeño que Camui, de brazos y piernas flácidas, prominente barriga, rostro retorcido como si le hubiesen dado un puñetazo del que nunca se recuperó, coronado por una calva rodeada por greñas blancas de caspa. Esta desnudo. En el centro de su pecho lampiño palpita una marca que en origen parecía una máscara, y que ahora está trazada por surcos anchos y escarlatas que amoratan la piel y le hacen lucir como una araña, una marca vestida de mal.

—El fuego afloja hasta las lenguas más infames y testarudas —Dice Ivy—. Eres el último miembro de tu pandilla, Humber. El penúltimo me dijo donde planeabas esconderte. En las sombras de una villa sin importancia como la cucaracha que eres.

La aniquiladora inclina el bastón hacia el hombrecillo. Humber, pálido del susto, levanta las manos.

—¡Espera! Si me matas también matarás a este anciano.

Tales palabras sacan a Camui del estupor. Mira a la bruja, esperanzado, pero Ivy echa por tierra esa fantasía.

—¿Me crees estúpida? Ese hombre ya está muerto.

—¡No! ¡Su corazón todavía late! Mira —En un intento de preservar su vida el hombrecillo hunde el brazo hacia el pecho. Rebusca, palpa, y saca con la mano envuelta en un guante de sangre, un corazón que palpita. Lo sostiene con cuidado de no desgarrar los vasos sanguíneos—. Mejoré mi arte. Ahora puedo ocupar un cuerpo sin matarlo. Así es más cómodo, así duran más.

Tal visión bizarra marea a Camui del asco, quien tiene que sostenerse del brazo de Ivy para evitar desplomarse. Lagrimas humedecen los ojos del chico. Mantiene los dientes apretados, y una mano temblorosa cerca del cuchillo que descansa en su cintura.

La bruja continúa fulminando con la mirada al señor del disfraz.

—Podemos llegar a un trato. Deja que escape y lo devolveré tal y como era —Humber vuelve a hundir el reluciente órgano color rojo purpura en el cuerpo y lo deja en el primer espacio que encuentra—. Para mí es sencillo. Sí, muy sencillo. Del mismo modo que para ti es fácil quitarte y ponerte ese manto que llevas. Mis métodos serán repulsivos para los blandengues, pero sigo siendo un humilde sastre.

—¿Ninguno de los de tu calaña puede aceptar la muerte con dignidad?

La respuesta de Humber es mirar hacia los lados con ojos viciosos, indiferente hacia las atrocidades que cometió.

Ivy suspira, y vuelve su vista a Camui para disculparse por lo que está a punto de hacer. Fue en ese segundo que fugaz, que el hombrecillo se pone de pie y salta desde la barriga, con un puñal de marfil en la mano. Camui también reacciona.

El filo atraviesa la piel del estómago y se hunde hasta la empuñadura. La costilla se agita frente el rostro de Ivy, pero lo único que logra es rasgar la base del ancho sombrero. El cuerpo de Humber golpea el suelo, quedando sobre el charco de suciedad, con el cuchillo de artesano clavado en las tripas.

Camui permanece con el brazo extendido, su boca tiembla pero no musita palabra, y más allá del moribundo en el piso, su vista se concentra en el abuelo. Ivy, con la sorpresa superada, parpadea, lleva una mano a su pecho y suelta una exhalación de alivio.

Rod cierra lentamente los ojos. Le hubiese gustado despedirse del muchacho, pero por fin llega su anhelado descanso. Se marcha en paz, porque según lo último que ve, parece que Camui quedó en buenas manos.

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