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Más buscadores aparecen en las siguientes horas, venidos de aldeas medianas y pequeñas, pero aun así las risas y las lágrimas no faltaron tras elegir a sus nuevos aprendices. Poco importó que las hazañas de los productos fuesen erráticas o de bajo nivel, allí se apostó al futuro, a curtir los talentos de aquellos muchachos y construir beneficios a largo plazo, evitando que las aldeas enemigas se los queden.
Solo otro buscador de una de las grandes aldeas llegó.
Un hombre larguirucho, con una túnica de colores blanco y negro, que se arrastra e impide ver sus pies, y que ninguna mota de tierra o polvo se atreve a ensuciar. De su banda dorada cuelga una insignia de ónix con torres gemelas de oro: Fortalementa. Camina con la espalda encorvada hacia adelante, y las manos entrelazadas detrás de la espalda. Su nariz de buitre se mueve de derecha a izquierda, mezclado a sus ojos de latente desprecio, da la impresión de siempre estar olfateando bosta.
Los cuatros guardias que lo acompañan no muestran más amabilidad que él. Los uniformes son del mismo color, pantalones, un camisón, y una pieza de armadura ya sea una hombrera o un yermo, piezas seguramente venidas de la mano de algún herrero poderoso. El buscador, con sus labios siempre rectos, solo necesita hacer un ademan de desagrado hacia los ofrecimientos para expresar su rechazo. Y así fue, esparciendo descontento, hasta alcanzar el puesto del final de la villa, un puesto al que le costó identificar como otra exposición.
Es un chiquillo sentado de piernas cruzadas en la grama. En sus deditos envueltos por vendas viejas que esconden cortes, maneja un cuchillo artesanal, apenas un rectángulo de metal en un puñal de roble. Talla una figura en un trozo de madera. El joven es de corta estatura, y sus greñas castañas ocultan sus oscuros ojos. Las ropas son poco más que harapos que dejan al descubierto su hombro izquierdo, donde se revela la marca de una flecha golpeando una línea recta y curvándola bajo su trayectoria: El Escultor.
El muchacho está solo, sin padres ni hermanos que lo animen o aprecien. Algunos nativos de la villa lo reconocen como aquel niño que vive en la cabaña vieja del bosquecillo cercano, donde se pierde junto a su abuelo, un viejo sombrío y cascarrabias que todos llevan un par de meses sin ver.
—Que pieza más rustica... —El buscador de Fortalementa le arrebata la figura y se endereza para examinarla. El chico aguarda con la cabeza baja—. ¿Cuánto tardaste en fabricarla? ¿Quince minutos?
Mueve entre sus dedos aquel trozo de madera e identifica un cuerpo de liebre con protuberancias en la cabeza que reconoce como astas. La producción y el estilo son de novato, pero no amorfo, se puede identificar, pero aun así el buscador no duda en menospreciarlo.
—Este es el nivel de los pueblerinos. No sé ni para qué nos molestamos. Todo el talento que necesitamos está en Fortalementa.
Deja que la estatuilla de liebre real se resbale entre sus dedos y caiga a la grama. Da media vuelta y enfila a la entrada de la villa. Sus guardias lo acompañan, y una mirada también lo sigue, ojos grandes y tranquilos detrás de una cortina de greñas color café.
Camui recupera la figura y continua la talla, puliendo, sacando lo que sobra como le enseñó su abuelo. Rememora las veces que se topó con el animal durante sus cacerías, ese demasiado rápido para dejarse atrapar.
—Es una linda figurilla esa que tienes —Dice una voz de mujer.
La sombra de alguien le cubre. Camui detiene el cuchillo y levanta la cara, esperando encontrar ojos desdeñosos y desconfiados, ojos que piensen que le puede robar o hacer el mal, o que no vale nada. Ojos como los de todos en esa villa. Pero en vez, lo que recibe es cordialidad, una mirada curiosa bajo un sombrero ancho y negro que termina en punta, con flores y hierbas silvestres que sobresalen de una cinta granate que envuelve el cono. Un manto oscuro cubre el cuerpo de la fémina, solo el brazo derecho sobresale para sostener un cayado de madera, cuyos nudos en la punta parecen dos caras, la de un hombre y una mujer... Ninguno se muestra contento, y como para compensar eso la mujer que los empuña sonríe por ambos. Lo que a primera vista parece guante de cuero arrugado, le envuelve la mano.
—Liebre real. Sus cuernos son como las ramas de un árbol joven, pero cuesta tallar ramas tan pequeñas, ¿no es así? —La mujer se inclina y extiende una mano para tocar la figurilla. Camui deja de tallar, y no despega la mirada del movimiento. Los dedos de la bruja frenan a centímetros del trozo de madera—. ¿Puedo tomarlo?
El chico entrecierra los ojos y tarda unos segundos en asentir, sin dejar de preguntarse qué es lo que quiere aquella señora. O señorita. Es adulta y de ojos sabios casi como su abuelo, puede que incluso más, pero su cara es lisa y juvenil, y una cascada de cabello plateado le baja por la espalda.
La bruja sostiene la burda imitación de animal. La observa y mueve con cuidado.
—¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes?
Camui guarda silencio.
—¿Te arrancó la lengua un gato?
El chico se sonroja y sacude la cabeza hacia los lados.
—Entonces háblame, muchacho. Los seres vivos hacen eso, hablan hasta por los codos.
Camui duda que solo los vivos puedan hablar, pero no lo discute. Entreabre los labios, y las palabras le salen roncas por los meses que lleva sin hablar con alguien vivo.
—Camui. Diez... Inviernos.
—Diez primaveras. Eres demasiado joven para estar contando en inviernos.
Como Camui mantiene los ojos bajos, no nota como la bruja busca su expresión con la mirada, y al no obtenerla se concentra en la figurilla.
—Te quedó muy bien aun careciendo de un maestro.
Camui farfulla, quiere decir que sí tuvo un maestro. Su abuelo lleva la marca del escultor justo como él. Desde que Camui despertó su marca hace un año, su abuelo solo pudo enseñarle muy poco, pero Camui apreció las lecciones básicas que recibió.
El chiquillo mantiene la cabeza gacha, confundido, preguntándose qué debería hacer.
—Señorita, no debería hablar con él —Otra voz se une a la conversación. Camui mira de reojo por debajo de sus greñas y reconoce al viejo alcalde de la aldea, calvo, de barba canosa, ojos pequeños y ropa holgada para lidiar con el calor—. Vive alejado de la villa, es casi un salvaje. Es peligroso lo que la soledad puede hacerle a una persona, incluso a un niño.
—¿Y su familia? —La mujer endereza la espalda y encara al líder.
—Su abuelo es un ermitaño que llegó hace unos cinco años. Nunca intentó integrarse, estuvo satisfecho con quedarse en la arboleda cercana —Señala con la mirada a un cumulo de arboles al Este de la villa, pequeño pero de gran espesura por los arboles muy apretados y viejos—. No tenemos un escultor propio. Intentamos que formara parte de la comunidad, pero siempre se negó y se mostró distante. Algunas veces sospechamos que se trataba de un prófugo o un exiliado, pero son solo chismes.
—Si son solo chismes entonces estaré bien.
El líder frenó sus intentos de convencer a la mujer. Es una visitante, sí, pero carece de cualquier banda o emblema que la indique como alguien importante, así que el viejo se fue a prestar su atención a otras personas.
—Si tienes esa marca, significa que puedes hacer más que esculpir figurillas. Mucho más —La mujer se vuelve para evaluar al muchacho.
Camui reanuda la talla en silencio, con cada pasada del cuchillo, virutas de madera caen sobre y entre sus piernas cruzadas. Busca hacer la figura lo más parecida posible a la liebre real. Añade todo lo que conoce sobre la bestia, lo que la envuelve y representa, cada sentimiento.
La bruja se entretiene durante un minuto espiando el proceso hasta que se aventura a cuestionar:
—¿Viniste solo para quedarte aquí en la tierra, viendo a la gente pasar?
La pregunta quiere causar la más mínima reacción en Camui... Y la obtiene. El niño detiene el cuchillo y sube la vista. Los ojos oscuros del muchacho hacen contacto directo con la mirada gris de la mujer.
—¿Usted es cómo aquel hombre? —Pregunta Camui, quien lleva la mirada al fondo del gentío, donde el alcalde agradece, con las manos juntas, al hombre de la túnica roja y negra por su visita, a pesar de que este se limitó a menospreciar el trabajo de la gente.
—¿El buscador de Fortalementa? —La mujer sigue la vista del chico y reconoce al hombre. —Él caza talento. Yo cazo errores.
Mueve el bastón al frente y reposo sus manos cruzadas sobre los nudos gruesos de la punta.
—Aunque a veces los errores también poseen talento. Eso es problemático...
A diferencia de su mano izquierda, la derecha esta oscurecida y arrugada. Camui asume que es un guante viejo, y demora unos segundos en reparar que se trata de piel, de una cama de quemaduras. Traga saliva, intentando imaginar sin éxito lo que debió pasarle para terminar con toda su mano así. La herida parece seguir más allá de la muñeca, aunque la mujer no hace ápice de dolor. Camui se da cuenta que está siendo demasiado evidente mirando, tiembla y desvía la vista con prisas por la vergüenza de ser pillado husmeando.
—Perdón.
—¿Perdón? ¿De qué hablas? No tengo nada que perdonarte.
Camui respira hondo. Piensa que la mujer solo está siendo amable al ignorar su grosería.
—Yo... No quiero que me lleven. No quiero irme sin arreglarlo todo primero.
La bruja arquea una ceja por la respuesta. Generalmente que un buscador te escoja es visto como una oportunidad única en la vida. Pero Camui tiene asuntos pendientes.
—¿Si no quieres que te lleven entonces qué haces acá? Las ferias sirven para eso, para venderte.
—Vine para... —Duda. Reanuda el contacto visual con la mujer, y ella lo mantiene, dándole esperanzas—Vine a pedir ayuda. Algo cambió a mi abuelo.
Las palabras le salen tan agrias que un par de lágrimas amenazan con brotar de los ojos de Camui, pero rápidamente las barres con el dorso de la mano que sostiene el cuchillo.
—No tengo monedas. Le pagaré con esto.
Extiende a la tosca liebre real, pero la mujer aparta las manos. Camui se tensa.
—Solo lo aceptaré si me muestras lo que eres, Camui.
—Se arruinará. No podré pagarle.
—La creación y la destrucción son las bases de todas las cosas. Un poco de daño al arte no me asusta, además la demostración será mi paga.
Camui baja la cabeza un momento. Al volverla a subir, sus ojos brillan con una resolución aterradora.
—Prométame que me ayudará sin importar lo que ocurra. Deme su palabra, su nombre.
—Que niño más astuto. Está bien —La mujer suelta una risilla, pero pronto su semblante se reviste de seriedad, lo mismo con el timbre de su voz. Coloca la mano quemada sobre su corazón—. Yo, Ivy la aniquiladora, juro por todos los arboles de esta tierra que te ayudaré.
Ivy la aniquiladora. Un titulo que deja pensando al chico. El juramento en sí le resulta raro, pero recuerda que su abuelo le dijo que los prodigiosos de las aldeas suelen usar nombres algo tontos para distinguirse, y la mujer que tiene delante, Ivy, parece alguien venida de una de esas aldeas.
Una bruja misteriosa y erudita.
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