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El sol sale desde la franja montañosa, echándose amable sobre la villa ubicada en una verde colina. El astro rey aviva el inicio de la demostración anual de prodigios.

Los habitantes despiertan con la luz. Se preparan para recibir las varias docenas de turistas que se avecinan, y, más importante todavía, alentar a los buscadores de talentos que, llegando, evaluaran las obras de las jóvenes promesas de la villa.

Los padres ayudan a sus hijos a tender las lonas y armar los puestos donde enseñaran los trabajos. Un tropel de empleados contratados por el alcalde, entierran postes de madera destinados a sostener cuerdas con banderines de punta, lámparas de grasa animal, y guindales florales tejidos por las manos pequeñas de niñas risueñas instruidas por las abuelas.

Los aldeanos trabajan duro para que sus jóvenes sean atractivos para los buscadores. Si es una pizca, un solo empujón que ayude a elegir a uno de los suyos, dejaría a todos satisfechos y orgullosos. Tener alguien de la villa como protegido de una de las aldeas de prodigios, aumentaría la fama del asentamiento, y los llevaría a estar más seguros frente las amenazas del mundo. Para los padres significaría todavía más, nada les haría caminar con la frente más en alto que ver el trabajo de sus niños siendo reconocido.

Un chico panadero planta una mesa de madera y encima expone dos hileras de panes recién horneados capaces de recuperar el aliento y disminuir la fatiga. Uno de los primeros turistas, recién llegado de un pueblo vecino, toma uno de los panes, da un mordisco a la esponjosa masa, y abre los ojos en sorpresa cuando los pies le dejan de doler y su frente pierde calor.

Los mercaderes buscan mucho más que una prueba gratis, quieren conocer a través del trabajo de los hijos a familias con las que merezca realizar un contrato a medio o largo plazo. Un comerciante vestido con una túnica que acentúa su panza con forma de campana, ataca con halagos a los padres del panadero para descubrir si otros en su familia poseen dones similares o mejores.

Un aprendiz de zapatero enseña su nuevo calzado de cuero en un marco de madera hecho para la ocasión. Planta un pie en el costado derecho, luego el otro, y con las manos extendidas hacia los lados, sube por la pared, ganándose un jadeo de sorpresa de quienes miran. El muchacho, envalentonado, sigue ascendiendo. Coloca un pie en el techo del marco, luego el otro, y al quedar suspendido de cabeza, con su larga cabellera caída por la gravedad, gana un aplauso que dura hasta que se separa y se da de bruces contra la tierra. Su madre corre para consolarlo y recogerlo del suelo.

Una muchacha de sonrisa nerviosa, palmea sus mejillas y respira hondo para calmar su corazón turbulento. Viste prendas ligeras, de seda, casi trasparentes, adornada en las mangas con cintas de colores, y cascabeles en el ruedo de los pies, el ombligo lo mantiene al aire. Sin ser una preciosidad, zanja el tramo que le falta en belleza con una demostración de sus capacidades de baile. Se desplaza con lentitud en cada salto y giro, como si pesara lo mismo que una pluma. Las cintas siguen sus delicados movimientos, y en un costado de su abdomen descubierto muestra orgullosa la marca de La Bailarina, conformada por curvas entrelazadas en armonía.

La marca es el signo del prodigioso. Ese que todos despiertan entre los 9 a 16 años de edad, dictando así el camino a tomar en la vida.

El sol llega a su cumbre. La feria está cada vez más animada. Los turistas se mueven entre los puestos, disfrutando de la comida y el espectáculo, felicitando a los prodigiosos novatos que, con cada nueva demostración y alabanza, pierden el miedo de mostrar sus talentos a extraños y se lucen con mayor soltura.

Varios mercaderes ya tienen fichado a las familias de los prodigiosos más prometedores. Nunca se sabe quién será la persona que fabrique el próximo gran furor de las grandes aldeas, y aunque el joven en cuestión sea llevado por un buscador, todavía quedarían los padres o los hermanos. Por eso los amigos del comercio siempre procuraban firmar contratos con los cabecillas de la familia, y el cabecilla a su vez, trataba de no comprometerse demasiado en caso saliera un contrato mejor por parte de un tercero.

La aparición del primer buscador genera una gran conmoción.

Surgen las nubes, grandes, gibosas, blancas como la nieve, únicas en aquel cielo azul. Del manto blanco aparece un carruaje sin animal de carga ni conductor aparente, cuyas ruedas de plata giran en la brisa. El carruaje es de madera blanca y tiene en los costados el símbolo de una nube de mármol con contornos lapislázuli. Los turistas más conocedores identifican el símbolo: La aldea de Neburia.

El carruaje sobrevuela muy de cerca y sin ruido, los techos de madera pintada de las casas. Aterriza en medio de la multitud, haciendo un hueco con su presencia. Los aldeanos, leyendo el asombro general de los viajeros, sacan pecho entendiendo que reciben la llegada de personajes de renombre.

Más allá del interés de encontrar el favor de un buscador, lo que deja sin aliento a la mayoría es la belleza de la buscadora en sí. Una hermosura capaz de causar una guerra entre dos reinos.

El rostro de la mujer se asoma desde la ventana del carruaje. Posee la palidez de la nieve más pura, y está enmarcado por un cabello corto y negro como alas de cuervo. Los labios, rosados y esbeltos, de vez en cuando los cubre al desplegar un abanico gris con diseño de telaraña. La nariz, un pequeño botón. Los ojos son celestes, grandes y segadores, distraen tanto que cuesta reparar en la frialdad que habita en ellos.

La puerta del carruaje abre sin que nadie, de fuera o del interior, la toque. La túnica de la buscadora es larga, blanca y prístina, con una banda que la rodea por la cintura y por el hombro, prenda que señala su estatus como buscadora, y que guarda una insignia de plata con el símbolo de Neburia clavado a la tela. La mujer se desliza fuera de la puerta y se deja caer, pero sus pies jamás tocan el suelo. Las sandalias de hilo de plata que trae, con las suelas rodeadas por un círculo de bruma, la suspenden unos quince centímetros sobre la grama. Las briznas verdes bajo cada paso de la dama, son bañadas por una capa ligera de fría escarcha.

Nadie lo sospecha, pero un puntapié con esas elegantes sandalias convertiría en hielo el cuerpo del enemigo y lo haría reventar en pedazos. Es un calzado de alta categoría, precioso y letal, al igual que la dueña.

Otras dos mujeres salen del carruaje, no tan preciosas, pero indudablemente dignas y bellas. Visten la misma túnica blanca pero sin la banda, enseñan el símbolo de Neburia bordado en la ropa. Ninguna de ellas levita, en vez cargan una lanza en el hombro y una espada en la cintura respectivamente, armas que las señalan como guardianas de la buscadora.

La buscadora avanza escoltada por su séquito, sin dedicarle la menor sonrisa a nadie. Distintos varones intentan llamar su atención, con la esperanza de enamorarla. Un prodigioso guerrero sobrepasa sus propias fuerzas al pedirle a sus hermanos que agreguen otras cuatro ruedas de hierro a su barra, pero el pesó resulta demasiado y, con un crujido, la banca de madera que lo sostiene se parte en dos. Sus hermanos, en pánico, tienen que trabajar entre todos para quitarle las pesas de la garganta y salvarle la vida.

Durante el mal rato la neburiana les miró de reojo, y después, sin cambiar su expresión gélida, retomó su camino. Tamaña indiferencia extendió el malestar y la inseguridad entre los muchachos. Fueron los visitantes quienes echaron un poco de luz al asunto, aclarando que en Neburia solo aceptan mujeres.

Resulta raro que una villa pequeña y apartada como esa reciba la visita de una buscadora de Neburia, que es una de las diez grandes aldeas. Aunque también es entendible, pues hay una competencia feroz por encontrar a los mejores prospectos. Cada aldea lucha para asegurar su supremacía, y muchas veces para encontrar talento toca indagar en los lugares más inesperados.

Al final, solo una chica es del agrado la buscadora. Con su abanico de telaraña apunta a la bailarina y la escoge. Le permitió cinco minutos para despedirse de su familia. Sus padres conmovidos, y sus hermanas pequeñas llenas de lágrimas, dicen adiós con un abrazo a la chica que sube en el carruaje, y se marcha volando a un lugar lejano, colmado de promesas y oportunidades para el futuro...

Y pruebas. 

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