Parte 1: Florecer.
En mi habitación, las noches eran frías, insulsas y hostiles, como vivir en un desierto floreado, en un páramo inimaginable cubierto de cenizas, cenizas que en su seno criaban a las más lindas rosas negras. No veía más allá de mi imaginación, una de alguien nefelibata que encierra sus deseos para darles vida en el colectivo astral de las neuronas. Pensé y pensé tanto en la codicia de esa sed material que creía ajena, así como la falsa ilusión carnal que me trasmitían tus besos, decorados ellos de un agridulce sabor a lima: esas eran tus condiciones para mi pronta sumisión.
Desperté por la mañana, con los ojos caídos y con mi cuerpo cerca del desmayo, adolorido por los problemas del corazón. Me asomé al baño, saqué esa cosa que tengo entre las piernas y oriné como enfermo; un día antes bebí tanto vino que deduje que lo que salió de ese cuarto no era yo, sino el reflejo de mi espejo. Bajé y prendí la estufa, puse a hervir agua y me senté frente a la televisión; solo quería algo de música y un café para terminar de quemar mi tímpano y mi lastimada garganta.
En la barbarie de un hombre desganado, mi sollozado rostro encumbró su apariencia y la dotó de vitalidad; parece que la cafeína iluminó mi espontaneidad. Sin comprender mi estado de ánimo, por lo volátil que este era, decidí encontrar una respuesta mirando la tosca pantalla de mi celular; yacía en esa aplicación que tortura individuos con un simple mensaje. El chat con ella estaba igual, no había cambiado nada desde aquel día en donde todo terminó; no pude evitar sentir frustración y tristeza, incluso tras salir de aquella absurda conversación.
En la noche de aquel día, una vibración llegué a escuchar, así que arrebatadamente cogí el aparato ese y lo desbloqueé; qué pena, no era ella. Un amigo quería que charlase con él y dos personas más, pese a que tenía una idea del por qué de esa reunión, simplemente decidí no pensar en ello. Como lo esperaba: un sermón y un "piénsalo", estaba acostumbrado a ese tipo de cosas; más en ese instante de reflexión, donde mi alborotado encéfalo brillaba por su ausencia.
Al otro día viajé hacia un pueblito de vacaciones, la tierra de mis padres y de mis abuelos, iba con la intención de torturar mi ridiculez y de sacar a flote mi autoaceptación. Ni bien llegué, salí, salí y me embriagué, tomé hasta arrodillar y vomitar por las calles rocosas de tan pintoresco y rústico lugar; cuentan las voces que mis llantos de impotencia e indignación se escucharon en toda la cordillera central: qué escándalo. Al levantarme miré el techo, era uno desconocido para mi tupida vista, una que enjaulada estaba por la solidez de mis abundantes lagañas; me pregunto si aquel punzar en el pecho fue causa de esa abrumadora neblina en mis cuencas.
Por la tardé caminé al único panteón que existía en la zona, la morada espiritual donde los restos de mi madre posaban cubiertos por la frivolidad y tempestad del cemento y la lluvia serrana; o quizá la lluvia nacida en mí... Diálogo de sordo, uno sin receptor físico plausible, encadenado, pronto a ser llevado por el viento a la tierra de los olvidados, a los "cristales de tiempo" que tenían morada en el "Valhalla", en el "más allá". Cabizbajo, con los hombros amordazados por mi porvenir de escribano, saqué el teléfono de mi bolsillo y volví a ver aquel chat con ella...: Aún sin respuesta.
En la mañana siguiente obligué a mi espíritu librarse de las ataduras de mis sábanas, hice que pare mi cuerpo y lo ponga a trabajar en un nuevo poema basado en el depresivo Schopenhauer: otra vez el "Erizo" y su dogmático espectro. Terminé con mis pupilas mojadas, bañadas en sangre de mi acongojado aliento; alucinante melodía de Lucifer y el genovés de Paganini en un violín. Entonces la dama observó mi persecución monstruosa, la leyó y contestó en un audio con su aguda voz: "Perdón...". Salí por última vez de aquella dramática escena contemporánea, de médula medieval y de grueso renacentista: al fin mi sombría alma pudo volver a "florecer".
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