Parte 07: El Mausoleo de Fobos
En los confines del universo, allende, por tal lejano planeta, carente de luz solar, brotó una flor de belleza inefable; el tinte carmesí que enaltecía su naturaleza la distinguía en tan inhóspito lugar, como la llama de Hera: ardiendo en sus tonos sin cesar. Eres impecable para mis ojos, cual aurora boreal en el polar norte de este mundo: admirada por los hombres, temida por los dioses. Sigo en esa mentalidad arcaica, que resalta inequívocamente mi camino hacia los suburbios; entre las murallas de Heracles y la mirada inquebrantable de Helios, recorro la perpetua condena de Fobos, la personificación del terror: "Es el rencor de un corazón amargado por la ignorancia, por la supeditación".
Mis carantoñas son extremas, tanto que puedo afirmar que, en sus ejecuciones, sirven de bulo para los metomentodos, para los gozadores del oprobio ajeno; en la mente de un trovador cobarde cualquier legajo de amor distorsionado es motivo de ovación, de supremacía y elementalidad. Yo, el hacedor de entelequias, cada cual más ridícula que la anterior; yo, el coleccionista de llagas, de estructuras putrefactas, con fétido hedor; yo, el cercenador de palabras, de "khódigos" que se extinguen en mi interior; yo, el retrato de un cuadro grotesco inspirado en las fabulas de Esopo, soy un refractor; yo, solamente yo entiendo lo que mi corazón añora con estupor...
Con el cántico soberano, el de mundana naturaleza, Leticia romperá las cartas sin delicadeza, exclamará con crudeza: "¡Zafio e inútil, torpe y fútil! ¡Tiritas y tiritas, es lo tuyo el mentir! ¡Me increpas de su odio, te muestras siempre hostil! ¡Eres la coordenada perdida de tu propio provenir!" Calumnias, falacias, argucias baratas que me desbaratan cual rata de ciudad; el calibre de sus frases, esbozadas sin impunidad, crueles emisores de rabia, de incomodidad. Esa coartada que lideras en la cumbre, sin premisa de lobo, soy preso de la incertidumbre; de esas gesticulaciones de lerdos resentidos, que musitan y musitan sobre el contenido: soldados sombríos sin espadas ni escudos, engreídos fantoches sañudos.
Pero hablemos de ti, de la dama de hierro, de la estrella estrellada a causa de un destierro; en mi mente viajamos en partes, cual confidente de Apolo, no busco olvidarte; si la sangre en mi cuerpo, añil se vuelve al instante, los destellos del sueño entenderé al soltarte; más si sufro por sollozados alardes, sabré que es de ingenuo el llamarte, ya que Fobos yace distante de Marte. Soy el cortejo del arte rastrero, un caballero funesto, con restos en sus manos; tildando de amigo y compañero al que está a mis espaldas, refunfuñando con otros, cuan vieja mi usanza: no soy mártir ni busco serlo, solo acudo al templo para desabastecerlo; emanciparlo de bienes, y por piezas de plata, venderlo.
Me critican con alevosía, se arrebatan en el escenario, caen atados por la fantasía; de misterios inversos, como la noche y el día, infértiles de razonamiento los que mueren por la habladuría. La viuda blanca, de vestimenta en terciopelo, con la piel castiza, sin señales de apego; un espectro pasajero que la protege del forastero, un alumbre viajero para el pordiosero. ¿A las rosas olvidaste o mutaste de ellas?, en el cuento de Narciso "no habían doncellas"; si se libran de amagos, de costumbres venideras, se derrumban las mazmorras, polutas las coronas quedan: un incienso y dos velas, la respuesta de "Canela".
Hoy quiero impregnarme en las telas de seda, adornarme de piedras preciosas halladas en la hoguera; que el infortunio me niegue el afecto, que me deje en ceguera, es la sombra de Fausto: una maldición verdadera. Si acudo al gitano, reposaré en miseria, perdiendo la consciencia y el vigor que a mi alma define; ¿Quién concibe esa doctrina de filósofo empedernido?, en los Andes, en los pinos me empino y deliro con locura desenfrenada: "El altar bañado en hiervas, una dama apaciguada, sus plegarias alcanzaron el rito, mis embates no agradan; si a su inocuo perfil alteré sin mesura, ya no puedo quejarme de la inerte laguna".
Cantuta, no te regué cuando debí, fumé de la codicia, de la soberbia bebí; necio hasta que el "Campo Santo" sea una obra póstuma, hasta que, como material imperfecto, se recuerde con algarabía. Si las cruces no marcan "Inri" en mi lamentación, a Camus, a Froud, les debo un "perdón"; disculparme con Dios, mi mayor confrontación, un preludio despojado de motivación. El Mausoleo que construí en tal inverosímil espacio: el bosquejo de un taciturno sujeto con complejos de gato; medio vivo, medio muerto, en el cajón de acetato. Pienso en tus labios, en tu rostro, en tu sonrisa, cuando en el témpano me poso, se desprende la cornisa; si mis tiempos pasaron, no le importa a la brisa, aquella que acaricia por mí tu faz liza: mi planta rojiza...
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