Capítulo único
El partido más importante para Davis comenzaba tras el silbido del árbitro. Davis y su equipo eran conscientes de la magnitud de un partido final en tierras desconocidas. Eran unos forasteros ante sesenta mil almas que jugaban en su contra. El rival a vencer era un hueso duro de roer; el Internacional de San Pablo. El equipo más poderoso del torneo y el favorito a ganar.
La moral del equipo no se vino abajo luego de que el equipo local anotara muy rápido el primer tanto, venciendo con facilidad al arquero Renato. El público en las butacas ya presagiaba otro título. La pelota era del local. Minddey F.C., no lograba acercarse al área. Todo fue oscuridad al acabar el primer tiempo, pero el espíritu seguía fortalecido. La prensa ya alistaba los titulares. El equipo local estaba a cuarenta y cinco minutos de levantar otra copa.
Renato, el arquero de Minddey, aún creía en la remontada. Mohamed se lamentaba junto a Lorenzo, que recriminaba su rol defensivo. Davis, el capitán, junto a su compañero Bernardo, mostraban el semblante dividido entre la angustia y la esperanza. Guillermo animaba al resto y el técnico Wanderley mostraba entereza.
El segundo tiempo se inclinó hacia el local nuevamente. La pelota tenía dueño y Minddey comenzó a presionar. De pronto, la pelota se elevó en el medio campo. El local perdió el balón y, de inmediato, el equipo de Davis inició la galopada. Mohamed vació el medio campo y lanzó un pase largo al hueco que encontró desprevenido al lateral. El público local tembló y Bernardo puso el balón en las redes, decretando un empate inesperado.
Un desaforado Wanderley lo celebró mirando al cielo. La pifia del público no mellaba la euforia. El partido se reanudó con el Internacional atacando con todo su arsenal, pero siendo desprolijo. Luego de largos minutos de asedio, el local le cedió la iniciativa al visitante. El tiempo era el enemigo de Davis y compañía.
El equipo de Davis recuperó el balón y, llevados por la presión del tiempo, comenzaron a arrinconar a un cansado equipo local que defendía la ventaja con uñas y dientes. El público se guardó la silbatina para otro momento, ya que la posesión del equipo visitante creaba zozobra. En cinco minutos la historia podía cambiar.
Desde la portería, Renato sacó un balón largo que llegó a la cabeza del rival. Mohamed saltó, se adueñó del balón y corrió como si tuviera tres pulmones. A todo galope, venció la marca de un rival. Luego, se la pasó a Lorenzo: él dominó el balón con torpeza y un rival le arrebató el esférico, adelantándolo demasiado. Un desaparecido Guillermo reventó el balón y este llegó a Davis, que quedó directo al arco. El público se levantó de sus asientos. Davis se acomodó para chutar, pero un defensa se barrió y Davis cayó antes de convertir el gol: el árbitro amonestó al infractor y decretó tiro libre sin necesidad de la tecnología.
Un nervioso Davis acomodó el inquieto balón y miró al arco con recelo: el muchacho asintió a sus compañeros y quedó listo para lo que fuera. El arquero angustiado gritaba a su barrera. El público en silencio cerraba los ojos. El árbitro pitó y Davis pateó el último tiro libre. El balón se elevó, venciendo la barrera. El público se puso de pie.
Un relator narró:
—¡Davis remató al arco...! Pegó en el larguero... ¡Gol! ¡Goool!
El agónico gol desembocó en algarabía para unos y desazón para otros. El joven Davis fue el primero en gritar al cielo el gol de su vida. Todo el equipo se abalanzó en torno a él para celebrarlo. Wanderley lloró junto a su cuerpo técnico. Los muchachos habían vencido a Goliat. Los pocos hinchas visitantes en el palco se hicieron sentir en el estadio.
El árbitro pitó el final y todo fue fiesta. Los medios de comunicación en Minddey City se embriagaron con tal proeza histórica. Un equipo que vino desde abajo había hecho historia. Jugadores desconocidos pasaron del anonimato a los reflectores. El vestuario se llenó de algarabía. Todo era júbilo y llanto: un llanto de alegría.
La copa Tesoca Libertadores iba camino a la vitrina de títulos. Un suceso digno de un videojuego o de un sueño irrepetible. Nadie daba un centavo por ellos. El solo jugar la final ya era demasiado premio para muchos de los jugadores. La copa ya era una realidad y sus dolientes hinchas ya esperaban con júbilo al equipo en casa para celebrarlo en grande.
Unas horas después, la celebración continuó hasta en el autobús con destino al aeropuerto.
—¡Davis, Davis! ¿Cómo fue el gol? —preguntó su compañero de adelante.
—Un poco fácil ahora que lo pienso —replicó Davis con los ojos vidriados.
—¡Te juro que pensé que no entraba a la portería! —respondió Bernardo.
—Yo ya estaba alistando mis maletas, al igual que Renato —intervino su compañero Mohamed con ironía.
—¿Yo? —preguntó Renato—. Pero si el balón cruzaba la línea era gol.
Lorenzo rio y el bus estalló en risa.
—Yo le tenía mucha fe —intervino Guillermo—. Mi pase hizo historia.
De pronto, el técnico Wanderley junto al resto se unió al ambiente ameno. Luego, adoptó un tono solemne y arengó a sus jugadores.
—¡Hoy hicimos historia! Pero esto no se acabó. ¡Vamos por el mundial de clubes!
Todos se unieron en un sí ensordecedor y motivante. No había espacio en el autobús para más alegría rebosante e irrepetible de un puñado de camaradas. Las carcajadas alimentaron el buen ánimo. Las lágrimas también tenían su lugar en el bus. Davis pensó en su enamorada y sintió deseos de llorar.
El autobús llegó al aeropuerto de la ciudad de San Pablo. El plantel, con maletas en mano, se desplazó hasta el área de embarque para abordar un vuelo chárter. Davis animoso y meditabundo cogió el móvil y marcó al número de su enamorada.
—¡Davis! ¡Hey, felicitaciones! ¡Quiero verte acá de una vez! No soporto estar lejos de ti.
—Yaiza, escuchar tu voz complementa mi alegría. Dentro de poco partimos.
—¡Aquí todo es bullicio y euforia! ¡Los noticieros repiten una y otra vez los goles! La gente los está esperando.
—¡Guao! Me imagino. Ya quiero volver al país y estar contigo.
—Sí, además, tengo algo importante que contarte, pero solo lo sabrás cuando estés aquí. Sé que esto te pondrá aún más feliz.
—Yaiza, tengo tanta alegría que soy capaz de esperar paciente cualquier cosa.
Rieron.
—Te quiero mucho. Llega temprano, Davis.
—Yo igual, Yaiza. Pronto estaremos juntos. Te mando un beso y abrazo.
—Recibido, y yo te mando un millón de besos y abrazos.
A las seis y treinta de la tarde, Davis y todo el equipo abordó el avión chárter de la aerolínea Mavin. Un avión para setenta pasajeros, donde la matrícula resaltaba con notoriedad.
Davis y compañía tomaron su asiento. Wanderley terminaba una entrevista y la azafata daba instrucciones de seguridad. La puerta se cerró y en la cabina, el capitán se reencontró con los instrumentos de navegación para llegar a cabo otro vuelo más. El copiloto tomó su lugar y la aeronave despegó como de costumbre. Estaban a solo cuatro horas de volver a casa. El avión alcanzó los veinte mil pies de altura y el piloto activó la presurización. Solo quedaba esperar.
Discurrieron más de dos horas de viaje y el ambiente en el avión era de sosiego y murmullo. Las ansias por volver a casa eran evidentes en los rostros de los futbolistas. Davis junto a su amigo Bernardo miraban televisión. Algunos dormían y otros conversaban bajo un manto de oscuridad.
«¿Qué será lo importante que tiene que decirme Yaiza?», se preguntaba Davis con inquietud.
Su inquietud aminoró y se convirtió en sosiego. Sus ansias por llegar y ver a su enamorada no tenían parangón.
Transcurrió un largo tiempo y, en la cabina, el copiloto era consciente de lo que pasaba por la cabeza del capitán. Su rostro mostraba a alguien que había pasado por alto los protocolos de aviación. Segundos después, su actitud alimentó sus sospechas. A poco más de diez kilómetros del aeropuerto, el capitán se comunicó con la torre de control. A pesar de todo, el copiloto no mostró preocupación.
—Vuelo 9290 en acercamiento al aeropuerto internacional de Minddey.
El piloto insistió.
—Necesito prioridad para el aterrizaje. Vuelo 9290.
Al copiloto le pareció extraño el accionar de su compañero. Estaban a tres kilómetros del aeropuerto.
Pasó unos minutos y el capitán volvió a comunicarse con la torre de control.
—Vuelo 9290. Se nos ha presentado un problema...
Al instante, el controlador respondió:
—Muy bien, capitán. Le daré coordenadas para proceder al acercamiento. Dígame el rumbo que tiene, por favor.
—3,9,2... 3,92.
—Capitán, gire por la izquierda para permanecer en su posición. Tengo otro avión, delante suyo, que necesita efectuar el aterrizaje.
—Negativo. Necesito un descenso a la brevedad posible. Vuelo 9290.
El capitán se mostró calmo y el copiloto se contagió de aquello.
El controlador aceptó el pedido y ordenó al segundo avión que volara en círculos, para darle espacio al 9290.
Minutos después, la energía se fue y los ocupantes soltaron quejidos de sorpresa y también de inquietud. Davis movió la cabeza con incredulidad y Bernardo mostró impasibilidad. La azafata empezó a dar instrucciones y los tripulantes musitaron en las tinieblas.
El avión comenzó a descender y todos se levantaron de sus asientos.
—Se cae... —susurró alguien.
Segundos después, el capitán voceó.
—Vuelo 9290. La nave ha sufrido un corte de energía. ¡Necesitamos vectores de radar!
—Dígame su altitud, por favor.
—Estamos a ocho mil pies, ocho mil pies...
El controlador sintió un escalofrío al escuchar la altitud del avión.
—Dígame el rumbo, por favor. ¿Vuelo 9290?
El silencio fue el único protagonista en ese instante.
La nave pasó de los ocho mil pies a estrellarse aparatosamente en un cerro próximo al aeropuerto. Un estruendo sacudió la espesa vegetación y todos los ocupantes y tripulantes perecieron a poco pisar tierra.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro