CAPÍTULO UNO ✔️
12 de enero de 2016
Abrí el armario y reprimí un sollozo colocando el puño sobre mi boca. Cerré los ojos por un segundo queriendo que las lágrimas se retuvieran dentro de ellos, parecía que tantos días envuelta en llanto haría que parara, pero no fue así, mi interior aún seguía desmoronándose en una tormenta interna que aclamaba por consumirme de dentro hacia afuera si no dejaba salir el agua salada por mis ojos.
Era el día, en ese momento se cumplía una semana desde que Matt había partido, mi esposo había abandonado su presencia física después de una dura batalla que no logró ganar aunque nunca se diera por vencido.
Ahora, era solo un recuerdo que se repetía dentro de mi cabeza, pues desde que me volví a encontrar sola no conseguía asimilarlo; no poder escuchar su voz de nuevo, su risa, sus palabras dulces susurradas en mi oído todos los días, aquellos brazos que me envolvían en las noches y me daban paz, tranquilidad y confianza para afrontar lo que fuera; ni siquiera podía creer que ya no vería aquellos ojos azulados donde siempre me perdía, ya no, no regresaría.
Me encontraba de pie frente a nuestro armario, su ropa aún colgada y doblada perfectamente por él, como si en cualquier momento fuera a llegar a cambiarse, listo para salir a llevarme a una nueva aventura juntos.
—No te tortures Emma, solo hazlo. —Había dicho mi madre en aquella llamada que corté hacía solo unos minutos—. Debes dejarlo ir.
Lo decía como si fuera tan fácil, deshacerme de sus pertenencias, de aquel espacio que pudimos llamar nuestro durante los años de matrimonio. Empaquetar sus cosas, era como echar un montón de tierra a su recuerdo, guardar todo lo relacionado con él y empezar una vida nueva, una vida sin Matt era solo un camino de soledad, y no quería sentirlo; pasar de compartir todo con alguien, a volver a enfrentarme sola al mundo era algo para lo que no estaba preparada, y no sabría si en algún momento lo llegaría a estar.
Agarré una de sus camisas y la puse en mi rostro inhalando. Su olor era cada vez menor pero aún existía esa ligera pizca de él, aquel aroma de un jabón de cítricos que siendo simple podía llegar a enloquecerme.
—Me gusta tu loción, ¿de qué es? —Recordaba haberle preguntado en nuestra segunda cita, cuando mi timidez me permitió acercarme lo suficiente y colgarme de su cuello para abrazarlo, mi estatura baja me hacía más fácil el esconder mi cabeza debajo de su barbilla.
Su mano en mi espalda baja dejaba suaves caricias y sus labios rozaron mi oreja cuando me susurró una respuesta.
—Adivina.
Hice como si me lo pensara un momento, divertida de ser aquella chica libre y coqueta junto suyo.
—Es como cítrico. Pensé que te iría más lo dulce.
Se separó y me miró fijamente sosteniendo mi rostro con sus manos. Su sonrisa se ensanchó y con delicadeza dejó un beso suave y tierno sobre mis labios, nuestro primer beso.
—Tú eres todo lo dulce que necesito.
No me di cuenta que había empezado a llorar hasta que sentí una parte de la camisa mojada y mi respiración más trabajosa por sobre la tela.
Ahora solo vivía de recuerdos, estos me animaban pero otras veces me hacían decaer, supongo que eso nos pasaba a todos alguna vez, los recuerdos son los únicos que nos sostienen y a veces lo que nos hace doblegar, sin embargo, es lo único que nos queda al final.
A pesar del sentimiento agridulce que se producía en mi pecho cada que pensaba en Matt, no quería dejar de hacerlo, me negaba a olvidar.
Llevé la camisa conmigo sentándome en posición de indio en el pequeño sofá que ocupaba la mayor parte del espacio libre del cuarto; nuestro hogar nunca había sido muy grande, en cuanto la puerta principal era abierta cualquiera podría dar un vistazo rápido descubriendo todo, desde la cocina y comedor juntos hasta la sala de estar con solo un gran sillón en el que habíamos pasado tardes enteras disfrutando de un centenar de películas. Con el ropero, el sillón y la cama matrimonial en el medio, solo nos dejaba con espacios apenas considerables para pasar de un lado a otro en el cuarto sin tropezar; sin embargo, era nuestro, con sus diplomas en la pared, mis manualidades en las mesas de té y fotos de nuestra boda por todo el lugar lo hacían especial. «Error» pensé meneando la cabeza, lo que lo hacía único eran los recuerdos, la manera en que si veía el mueble con la pata floja me haría pensar en la vez que lo dejamos botar en la escalera al estar en un apartamento hasta el tercer piso, o ver aquella mancha azul en la pulcra y blanca pared que haría llegar a mi memoria nuestra guerra de pintura. ¿Cómo superar que ya no tendríamos más momentos qué recolectar?
Con un suspiro hondo sintiéndome agotada tras el llanto tomé el celular, queriendo enfocarme en otras cosas y no en aquellas cuatro paredes que solo me hacían tener destellos de lo que pareció una vida entera ahora inexistente. Había fotos familiares, anuncios de logros y caras sonrientes por doquier mientras deslizaba la pantalla en el muro de noticias; busqué en lo profundo de mi ser, recogiendo esa empatía que me gustaba tener intentando que también fuera para bien, que su felicidad pudiera ser igual la mía... sin embargo, aunque sentía cierta paz en mi corazón por ver a las personas bien y estables, seguía ese agujero en mi centro que parecía absorberme por completo no dejando aliviar mi tristeza por completo. Me hice un ovillo en el sillón preguntándome si en algún momento llegaría a desaparecer, o si aquel hueco era la pérdida de mi Matt diciéndome qué tan grande era en mi vida que yo no volvería a ser la misma.
Mi dedo se deslizó una vez más por la pantalla, congelándome en el momento que la foto apareció... eran los niños del salón al que impartía clases en la primaria, tan dulces y carismáticos al alcance de lo que una foto podía plasmar. Pasé mi mano casi superficialmente por la foto como si de papel se tratase y mi gesto percibiera la añoranza de saber que tampoco podía volver.
—Estás despedida —dijo la directora Montgomery con una voz aterciopelada y calmada como si aquello llegara a calmar el impacto de lo que eran sus palabras.
—¿Disculpe? —inquirí aún incrédula, acercándome más a su escritorio pidiendo en mi interior que en cualquier momento me dijera era una broma.
—Lo sentimos señora Walker. —Mi apellido de casada siendo pronunciado con tan pocos días de su pérdida me había dejado estática en mi asiento, más si es que era posible—. La escuela ha decidido que su condición no es la más óptima para dar clases a niños de tercero.
—Directora no estoy entendiendo nada de lo que dice, me gusta mi trabajo, llevo con estos niños desde que llegaron, me encanta ser su maestra y no he hecho algo que diga lo contrario.
Freya Montgomery subió sus lentes de lectura con el índice suspirando hondamente como si aquella situación le desgastara, cuando era yo quien sentía su vida se convertía en líquido escurrir por mis manos sin manera de detenerlo.
—Mire Emma, usted está deprimida y bueno lo entiendo ha perdido a un ser querido —tragué ante su comentario sintiéndome enderezar en mi asiento como si de alguna manera tuviera que mostrar fortaleza ante la situación—, pero esa no es la imagen que debe proyectar en su posición, con aquellas ojeras y cabello desarreglado.
Fruncí el ceño con desagrado, al menos mi ropa era decente y nunca llenaría a mis estudiantes de tristezas así fueran las propias.
—Se tomó la decisión de prescindir de sus servicios. Si en algún momento llega a necesitar alguna recomendación estaré gustosa de dársela. —Extendió su mano para que la estrechara mientras podía sentir mi incredulidad crecer con premura sobre mi rostro; sabía que no era una razón válida para despedirme, incluso podría haber tomado represalias legales pues Minnesota era de aquellos estados donde la comodidad ciudadana era principal de sus virtudes; no obstante, ¿de qué servía? Embarcarme en un asunto legal cuando ni siquiera sentía la fuerza por pelear.
Estreché su mano con la firmeza que podía y salí de la oficina con la cabeza en alto dispuesta a recoger mi dignidad e irme por la entrada, fue entonces que mis alumnos comenzaron a despedirse recordándome mi frágil estado y la manera en que las despedidas se habían convertido en mi tortura desde hacía ya unos días.
Aventé el celular a la cama y pasé mi mano por mi rostro repetidas veces sintiendo la hinchazón de este, definitivamente la vida adulta no era a nada como esperaba; los sentimientos eran dejados de lado sin ninguna validez, como si pasando cierta edad no se te permitiera estar mal emocionalmente, lo cual consideraba una completa estupidez. La salud mental afectaba la vida diaria tanto como la salud física, ¿por qué es algo que se seguía reprochando en vez de tratarlo? No importaba la situación que la persona pudiera estar viviendo, los problemas o tristezas; las deudas no paraban por nada, el trabajo seguía exigiendo resultados diarios y los costos de vivir se mantenían como un recordatorio de las responsabilidades que te impedían darte un momento para ti, fuera de duelo o paz. Definitivamente quería olvidar que era adulta por un segundo si es que era lo necesario para atravesar mi dolor como era debido.
No sé cuánto duré en ese lugar, mirando por la ventana del balcón intentando mantener la mente en blanco para no seguir llorando, mi celular vibraba a lo lejos pero poca era la importancia que tenía en ese momento mientras me envolvía en mi soledad que ahora era mi día a día. Espabilé lo suficiente cuando escuché el toque en la puerta, con un suspiro cansado bajé los pies del sillón caminando con lentitud hasta la entrada para saber quién era esta vez el que trataba de sacarme de casa.
Para mi sorpresa, no era ningún conocido, solo un repartidor del servicio de correos cuya cara asustada me recordó el aspecto que posiblemente portaba en aquel momento. Poco me importo, era mi casa, reflejaba mis emociones de la manera en que mejor me pareciera.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarlo? —pregunté con una voz ronca algo irreconocible, pero lo suficiente para despertarlo y darme una sonrisa cordial que seguro venía como requisito de su contrato, aunque de alguna manera pensaba era genuino.
—Sí, señora Walker. Traigo un paquete para usted. —Pasé saliva ante el apellido mencionado, aún así le dediqué una corta sonrisa —o más bien mueca—, aceptando la hoja que me tendía para firmar se recibido.
—Bien, ¿puedo saber quién lo envía?
—Viene de Tennessee, ha hecho un largo camino hasta acá. Que tenga buen día —comentó con alegría dándome la pequeña caja y recogiendo el recibo para marcharse.
Con el paquete en manos llegué al comedor para colocarlo sobre la mesa, mis pantuflas hacían escuchar el arrastre de mis pies y la larga camisa de pijama me daba movilidad para abrir la caja con tranquilidad.
Mis cejas se juntaron al ver un caballo de peluche, era muy bonito, de color negro azabache, con un cabello suave y textura afelpada. Lo dejé a un lado notando el sobre blanco donde se leía a palabras grandes: "rayito."
La caligrafía y el apodo hicieron que me invadiera la nostalgia rápidamente sabiendo lo que probablemente vendría.
"Mi querido rayito de sol:
El abuelo Jerry y yo sentimos profundamente lo de Matt y sentimos aún más el no haber podido acompañarte y apoyarte de la manera en que hubiéramos querido; no es una excusa, pero tenemos un doctor muy exigente que prohibió a tu abuelo los viajes en avión tras su operación y en carro hasta Minnesota uf, ni siquiera nos dejó preguntar. Mi querida niña, te conozco y puedo deducir fácilmente la manera en que intentas lidiar con el dolor, no te diré cómo deberías sobrellevarlo porque no soy tú, pero si sé que puedo hacer algo para ayudarte. Ven a visitarnos, regresa a Tennessee, hace años no estás por aquí y alejarte de todo aquel ruido de la ciudad podría venirte bien. No lo decidas ahora, toma tu tiempo y tu abuelo y yo estaremos preparados sea cual sea tu elección, solo recuerda que no estas sola y aislarte tampoco lo hará. Te extrañamos querida y te queremos mucho, esperamos tu visita.
PD: Por si no lo recuerdas, el peluche es Bandolero, tu caballo.
Con amor, tu abuela Claire."
Dejé la carta sobre la mesa con una mano temblorosa y tomé a Bandolero apretándolo contra mi pecho como si lo hubiera terminado de reconocer; pero claro que lo hacía. Mamá y yo habíamos vivido un tiempo en el rancho de los abuelos, con aquel peluche entre mis manos que podía ser y hacer de todo por mí, ahuyentar maldades y cuidarme por las noches de cualquier terror, hasta que un potrillo similar me había sido dado en mi cumpleaños número doce; cuando dejé el campo por la ciudad tenía apenas dieciocho años, sin embargo... no había vuelto. Ni siquiera sabía la razón, estaba cautivada por la ciudad, sus oportunidades, luces, extravagancia, por ser la que me llevó a conocer a mi maravilloso esposo, a darme la oportunidad de enamorarme y vivir experiencias que en mi entonces casa apenas soñaría; quizá sentía que donde volviera podía considerarse un retroceso, la campesina regresando a sus raíces porque los suburbios la han aplastado... no estaría tan alejado de la realidad y si así fuera, ¿qué? Con un suspiro tomé hoja y papel sentándome en el comedor, era hora de hablar con Matt.
*
¿Y bien? ¿Qué tal la nueva versión?
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