Capítulo 4: Tristeza
Antes me sentía inferior y melancólico. Ahora me sentía realmente triste y desolado. Anteriormente me refugiaba voluntariamente en la soledad, pero ahora sí creía estar solo.
Estaba feliz cuando llegue a la casa; se trataba de un día común y corriente.
Sin embargo, después, descubrí una horrenda sorpresa.
Acababa de llegar de la escuela, y venía feliz yo y mi madre. Si, pude descubrir que, en efecto, la felicidad era pegadiza. Mi madre también había podido superar su profunda melancolía, y su belleza tuvo un aire de pureza.
Al llegar, yo le dije a mi mamá que quería un sándwich de queso y jamón.
Florinda fue a la cocina, y pronto, su sonrisa se desvaneció.
Mi padre estaba al lado de una mesa... se había cortado las venas y tenía el cuchillo en una mano.
No sería capaz de contar del todo lo que sentí.
Mi madre lloró desconsoladamente. Se tendió en el suelo y tenía las manos en la cara y de sus dedos escurrían lágrimas.
Yo me quedé pasmado al no saber cómo sentirme.
Me sentía culpable. Recordé su mirada en medio de la oscuridad en aquella noche en la que no me despedí de él. Pensé en que nunca me había puesto en sus zapatos y por un momento pensar como se podría sentir al estar postrado en una silla de ruedas.
Lloraba y lloraba por mi estupidez.
Lloraba por el pobre de mí padre.
Lloraba por también querer morir.
Lloraba por siempre ser cobarde. Con todo era cobarde. Desde hasta mi padre.
El odio a mí mismo volvió.
Después de eso, siguió el velorio.
Recuerdo el ambiente y su extraña atmósfera.
Era algo demasiado raro estar en un lugar como ese aún más cuando uno es un niño. No entendía porque tanta gente venía a ver a mi padre dentro de ese ataúd, y más cuando no conocía a la mayoría de ellos. La mayoría de ellos eran parientes lejanos que de niño nunca había visto. Algunos si los conocía, pero no entendía cual era la necesidad de venir a ver esto.
La sala donde estábamos olía a café y había galletas. Era botana consoladora, comida hecha para pasar este momento, alimento para la tristeza.
Me parecía retorcida la idea de tanta gente viniendo a "festejar" la muerte de mi padre; a venir a ver a mi triste madre y sus sollozos desesperados; parecía que le suplicaba a mi padre que no la dejara, que el daría todo por volverlo a ver. Eran escenas desgarrados y surrealistas.
No me venía la mente la idea de que ellos pudieran tener compasión por la muerte de mi padre, pues sólo nosotros habíamos convivido con él cercanamente, y el resto apenas y venían.
Tampoco veía comprensión en sus caras. Para mí, parecía que se forzaban por parecer desgarrados por la partida del hoy difunto. Veía a tías y tíos que nunca había conocido aferrarse a su ataúd y consolando a mi madre. Pensaba que no se trataban de nada más que arpías, gente aprovechada. Sospeche por un momento que iban a aprovecharse de la situación de mi madre por algún fin morboso.
Aunque, reflexionando, creo que yo tampoco fui lo suficientemente cercano a mi padre.
También vi niños y niñas, primos que tampoco nos conocíamos. Ellos sí que parecían ajenos a todo esto. Nisiquiera lloraban o parecían sentir algo por aquel hombre que yo ahora apreciaba tanto. No los podía culpar; yo estaría igual si hubieran muertos sus padres. Realmente, fue estúpido que me enojara con esos niños, pues les recriminaba su falta de empatía, intentado compensar la falta de amor que le di e intentado parecer más bueno.
Estar en este lugar era como encontrarse en un lugar abandonado a la realidad. El ambiente de vacío, la comida puesta como una jodida broma a la tristeza de nosotros y todo esto hecho como una especie de festejo. En estos momentos probablemente sonaría A walk into space.
Yo veía todo esto sentado junto a varias sillas donde estaban más personas. Entre ellas, un señor de bigotes espesos y con forma como escoba. Tenía unos grandes lentes redondos. Su mirada veía el ataúd como reflexiva o nostálgica.
—Yo era su padre —dijo, dándose cuenta de que lo miraba—. Nos alejamos tanto que nisiquiera supe que naciste tú. Estoy seguro que ni quieres convivir conmigo. No te culpo. Yo ya me voy a morir y tú tienes que conocer a más gente.
Se calló un momento, pero dijo algo al final: «Por lo que más quieras, aférrate a la vida, o al menos intenta». Eso nunca lo olvidé. Puede que incluso la conversación que dije fuera una mentira, producto del olvido, pero esto último estoy completamente seguro de que no.
Luego empezó el entierro.
Se llevaron en un carro y nosotros fuimos detrás del carro.
Íbamos con paso lento, con mirada vacía que no tiene ningún punto de fijación, y con algo de frío por el aire que hacía. Creo que esto lo hacíamos en la tarde o comenzó la tarde.
Caminamos durante largo rato. Mis pies nisiquiera sufrieron por el camino; lo hice en base al dolor que me carcomía el cerebro.
El pensamiento de la indiferencia que tuve con mi padre antes de que muriera casi nunca se me iba de la mente. Había veces en las que pasaba un pequeño rato antes de que volviera la culpa, pero eran muy breves y me sentía aún peor cuando vivían a mí esos recuerdos.
Me sentía culpable. Me sentía cansado.
Después de mucho, enterraron a mi padre. Había, por supuesto, un padre que decía un discurso sobre él, mientras nosotros seguíamos llorando en aquel lugar tan silencioso. Yo sólo veía su ataúd. Pensaba si su expresión había cambiado desde la última vez que lo vi. ¿Acaso los muertos cambian? En sí, ¿de qué manera lo hacen?
Luego miraba las demás lápidas. "¿Que pensarían si estuvieran vivos?" me preguntaba "¿Acaso habrán sufrido algo como mi padre? ¿Como será el cielo y el infierno? ¿Porque tenemos que morir? Que tanto podrían decirnos estos muertos".
Luego pusieron la lápida de mi padre. Nos quedamos mirándolo un largo rato.
***
Días nublados siguieron. Llovió fuertemente y cayó granizo pesado. Una verdadera barbaridad lo que pasaba en las calles; lo que surgía del cielo; algo bestial. Recuerdo incluso haber visto en las calles gente correr hacia sus casas, quejándose de todas las maneras posibles de esas condiciones. Era cómico. Era lo más cómico que podía pasar por entonces.
¿Hasta cuando duro esto?, ya ni me acuerdo. Tal vez dos o tres días. Posiblemente una semana. Honestamente, el tiempo era irregular para mí por aquel tiempo, pues había veces en las que parecía no pasaba nada y luego surgían periodos de tiempo donde reflexionaba largo rato.
Las condiciones eran tan horribles que se cancelaron las clases.
Como yo pasaba todo el día en casa, podía oír a mi mamá llorar mientras yo estaba en la habitación.
Ella se refugiaba en su habitación, creyendo que yo no la notaba, y comenzaba a llorar.
Regresa a mí una escena del pasado: yo estaba en mi habitación, cobijado, viendo la tele y sin nada que hacer.
Estar rodeado por esa cobija era reconfortante. Me sentía aún más como un niño, abrazado inocentemente a ella, como si quisiera un escape a la dulzura y al alivio de las emociones melancólicas; parecería tierno, pero era demasiado deprimente el tener que refugiarme en un cariño barato.
En la televisión pasaban puros shows estúpidos, caricaturas sin seriedad que en ese momento me repugnaba ver. Cambiaba y cambiaba el canal, pero más y más mierda risueña. Sentía que la televisión se burlaba de mí, de mis carencias emocionales y me mostraba de manera horrenda algo que antes era entretenido.
En general, parecía que todos se burlaban de mí.
Me había esforzado demasiado en buscar felicidad y placer; había construido mucho progreso y había abierto las heridas de mi corazón y mostraba todo lo que tenía en el interior. Pero la vida le lanzó mugre a esas heridas que tanto oculte, y se me infectaron y contraje de nuevo la enfermedad de la culpa y la melancolía.
Luego, vinieron los parientes desconocidos que querían parecer más infelices que yo, como burlándose de mi falta de querer y lo desdichado que fui con mi padre.
Entonces a mí vino un recuerdo, algo que pasó hace ya casi un año.
Era día de traer ropa normal. Todos trajeron sus ropas cotidianas; ropas coloridas y alegres.
Mientras, yo usaba una playera azul fuerte y unos pantalones azul marino.
Obviamente, en esos días era cuando me sentía inferior y me apartaba en el rincón a veces incómodo pero siempre acogedor de la soledad.
Ana, en cambio, usaba una playera morada con un corazón rosa en el centro y aparte tenía un pantalón gris.
Se veía demasiado tierna, y más con las coletas que llevaba.
Aunque me alejaba comúnmente en la soledad, en ese momento quería salir de ella. Como he llegado a escribir antes, la pasión era algo que siempre reprimía.
Hacíamos trabajos y trabajos en la aula, pero por más que pasaba el tiempo el amor no paraba de brotar.
Se sentía demasiado feo. Se sentía como no cubrir una profunda cortadura o como si estuviera conteniendo el dolor de estar siendo calcinado.
Nisiquiera me atrevía a decirle "Se ve muy bonito eso". Era demasiado contener las emociones. No quería decir nada, deseaba que únicamente se fuera la pasión y volviera la indiferencia.
Incluso llegaban a pesar escenas entre ella y yo en mi mente. Pero no era como la otra vez, después de sentirme glorioso, si no que eran pensamientos intrusivos que yo aborrecía.
Al recordar esa escena, me parecía aún más que era demasiado idiota.
En medio de ese cuadro plagado de melancolía, y abrazado a un soporte barato, sentía que había dejado pasar demasiadas emociones. Me parecía que aún más en esos momentos, en los que estaba empezando a salir de la soledad, aún no me había sincerado lo suficiente. Me parecía que aún me faltaba demasiado que expresar y vivir. Que este avance aún estaba hueco.
Oh, Ana, ¿podrías darte cuenta de mi amor?
Me preguntaba si ella en estos momentos podía sentir mi amor, si podría ser capaz de formular la teoría de mi cariño. ¿Acaso ella podía notar ese deseo que sentía por ella? ¿Acaso mis acciones eran demasiado obvias, o en cambio estaban plagadas de formalismo y no de verdadero afecto? ¿En realidad estaba mostrando una pequeña brecha de mi interior, o realmente seguía siendo demasiado cerrado?
Lo peor de estos momentos de soledad, es el hecho de que no sientes que haya alguien al que puedas confesarte, porque la razón de la soledad es que eres distinto.
***
La lluvia siguió siendo igual de peligrosa.
Entonces comencé a frecuentar la ventana y a asomarme para encontrar alivio de la tristeza en la desgracia y la bestialidad de la lluvia.
Muchas veces, nos llega a consolar la desgracia ajena; hay veces en las que no la queremos ver, pero sucede ante nuestros ojos y nos podemos, o llegar a reír si es algo leve de lo que hasta la víctima puede reírse, o sentirnos mal si es algo verdaderamente malo. Hay personas que incluso la provocan para encontrar el placer en eso, y otros que no sienten empatía en los casos graves.
Yo me ponía en la ventana porque prácticamente me empezó a valer de donde viniera el placer. Los desgraciados se pueden reír de los demás desgraciados, ¿no?
Veía los estragos que hacía la lluvia, el sufrimiento que pasaban algunos intentando pasar entre todo ese desastre.
Llegaba incluso a reírme. Degustaba de ese sufrimiento. A este punto, me había rebajado y en gran parte había perdido el avance que tenía.
Ahora sí, me sentía avergonzado. Me odiaba. Odiaba mi carencia de expresión, esa poca empatía por los demás que tenía.
Me reía de la desgracia de esas personas, excitado por el momento de placer, hasta que también me reconforte en la imagen de yo sufriendo lo mismo, sintiendo que daría lo mismo.
Me daba asco, pero me lo aguantaba por querer pasar aunque sea un buen rato.
***
De nuevo, en salón.
De nuevo, con mis compañeros alrededor. Esta vez, sentía odio; esta vez, la inferioridad de mi ser predicaba en el odio y no en el aborrecimiento.
Sentía que estaba plagado de emociones, pero que yo era un idiota tratando de expresarlas.
Ya no sentía que los demás me odiaban, pero el duelo en mi interior seguía pendiente, y ahora con verdadero odio y desprecio. Sentía ahora que mis relaciones con Alfredo y Ana eran una estupidez, que mis conversaciones estaban plagadas de estupideces y no con verdadera emoción.
Esto era horrendo.
¿Todo mi aprendizaje a la basura? ¿Acaso todo lo que había logrado, toda esa gloria había ido a parar a la basura?
No podía aguantar las ganas de llorar. Temblaba de sensibilidad, no podía mantenerme firme.
***
Llegó el recreo.
Cuando oí la campana, me pareció lo mismo. Antes siquiera tenía ganas de salir para tomar un poco de aire y ver a Ana. Pero ahora no. Ana ahora estaba más inalcanzable que nunca por la falta de métodos para socializar con ella, pues no podía comunicar mis emociones.
Aparte, ese viento me traía muchas emociones, pero odiaba no poder expresarlas. Ardía en cólera por mis incapacidades. ¡Tantas emociones, tantos sentimientos y tantas cosas que podría decir y haber dicho, pero no era capaz de eso!
Pero igual salí.
Mis pasos eran lentos, cansados. Caminaba hacia no sé dónde, pues caminaba más como por una especie de instinto que por alguna verdadera razón por hacerlo. Era como si esperara que mis pies me llevarán a algún lado, que yo no tenía ya ningún destino ni algún lugar al que querer ir.
El sol me parecía peor. Me quemaba más. Me molestaba mucho más de lo habitual.
Veía con tristeza a Ana. "¡Idiota de mí, al querer estar a su lado!" Me decía en la mente.
Y sin quererlo había llegado a donde Alfredo.
"¡Pobre idiota de él, al tratarme tan bien sin que yo lo hubiera tratado igual!" Me decía. En ese momento no entendí verdaderamente porque él había querido ser mi amigo en un inicio. ¿Para que estar con alguien como yo?
Recordé lo bien que me había tratado antes. Me hablaba a menudo; me saludaba cada vez que lo veía, de un modo alegre, mientras yo lo hacía con indiferencia y disgusto, como alguien que soportaba; incluso llegó a regalarme una que otra cosa, como un lápiz que no usaba o un dulce de los muchos que compraba cuando viajaba.
¿Porque tanto? ¿Para que intentar simpatizar con alguien que aborrecía todo contacto? No entendía.
Nisiquiera con los demás había tenido tanto apoyo e intentaban tanto ser mis amigos. Los demás prácticamente me ignoraban, incluso Ana.
—¿Que pasa, Germán? —me pregunto Alfredo con su característico tono positivo—. Te ves medio triste.
Con cada diálogo, más me hacía a la idea de que Alfredo podía comprender verdaderamente las emociones y simpatizar a un punto en el que podría aguantar todo trato y comprender lo más posiblemente a los demás.
—Porque lo estoy —fue simplemente lo que dije.
—¿Y eso?
No sabía que decir. Como ya dije, me había hecho a la idea de que mis emociones eran inexistentes, así que rápidamente pensé que cualquier cosa que dijera sería una estupidez.
—Papá murió.
¿Que era esa respuesta? Creo que incluso impregnaba un sentimiento de indiferencia. Quería salir de ahí, pero Alfredo no me lo dejó e intento compadecerse.
—Vamos a otro lado, Germán...
Fue rara la manera en la que pronunció mi nombre. Era como si tan sólo esas dos palabras le hubieran revelado todo eso.
Fuimos atrás de la escuela, en el lugar donde anteriormente me había llenado él de esperanza y gallardía.
Cuando llegamos, lo que inmediatamente me dijo fue:
—¿Algo de lo que debamos hablar?
Yo no quería hablar. Quería ya callarme de mierda. Ya no quería más que callarme.
—Ay, Alfredo —le decía—, soy horrendo.
Mis labios hacían una mueca de desesperación, de profundo arrepentimiento. Tenía incluso miedo de que Alfredo se fuera y me abandonará por lo que iba a decirle. Tal vez incluso le confesara todo a los demás, en especial a Ana, y de verdad el odio empezaría.
Pero, la verdad, todas esas suposiciones estaban basadas en la desconfianza, desconfianza en todo y en todos.
Pero el odio pudo más. Fue tanto mi odio, pero tanto, que ya no tenía ganas de seguir resguardado todo. Si, quería acabar conmigo, quería ya destruirme, así que me suicide demostrando todo lo malo que ya tenía en la cabeza.
"¡Al carajo todo, yo no importó y ya no importa nada!" Pensé con furia y finalmente grité:
—¡Mi padre se suicidó, y nunca le dije nada! ¡En sus últimos días nunca le pude expresar nada que lo impulsará a vivir! ¡Yo ya no quiero vivir!
Y
o me encaje los dedos en el cráneo, y Alfredo me veía con miedo. Parecía impresionado por la muestra de todo el odio. Me había oído, había escuchado mis confesiones, pero nunca algo así.
—¡Fui horrendo, Alfredo! ¡Nunca le pude expresar algo de simpatía! ¡Fui el culpable de su suicidio! ¡Yo necesito lo mismo, porque soy lo malo que debe aniquilar!
Alfredo se quedó callado un momento.
Yo me senté en el suelo y miraba a Alfredo repleto de agónica excitación, aún con mis manos en el cráneo, dispuesto a expresar todo lo que tenía dentro destruyendo mi cráneo.
Pero finalmente hablo.
—Germán —dijo, agarrando mi hombro, con vos serena—, lo que hiciste no estuvo cargado de odio, sino de miedo; no de maldad, sino de inocencia. Fuiste cerrado, y eso fue bastante malo, pero tu padre nunca hubiera querido que su hijo se echará la culpa por toda la vida. Dices que él se sintió culpable por ser una carga, pero tú no tienes que hacer lo mismo porque eso sería repetir lo malo, lo que no debe ser recreado. Él ya no pudo vivir tal como al inicio, pero tú aún puedes cambiar y vivir más dignamente.
Y agregó, con un tono un poco deprimente: "¿Puedes al menos hacerle el favor a tu padre de vivir como él al final ya no pudo?".
Lo entendí.
Todas las preguntas que nos hacemos de la muerte solo los vivos las pueden responder. Muerte no es contrario de vida, sino homónimo. Vivir es igual de inexplicable que morir.
Las lágrimas por fin salieron de mis ojos. Pero no eran realmente por tristeza, sino por liberación. Estas lágrimas no eran instantáneas como las que salieron cuando me enteré de la muerte de mi padre, sino que fueron algo hecho por liberación y escape.
Alfredo me dio su hombro para llorar. Llorar cómodamente. Naturalmente.
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