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Capítulo 2: La felicidad deseada

Tal vez, sólo tal vez, si fingía ser feliz, me volvería feliz.

Hubo un día en que me cansé de no ser el bastardo inferior de la casa. Ya no quería más soledad y refugio en mí. No quería más el consuelo de ensoñaciones que no ocurrirían. Quería estar contento.

Pasaron más días como el anteriormente narrado.

Eran tan rutinarios los días en la primera que prácticamente ya no puedo distinguir un día en especial de todos ellos.

A decir verdad, creo que la fecha que dije anteriormente no fuera la correcta. Probablemente ese día no transcurrió precisamente así. Posiblemente mezcle cosas de otros días.

El hecho del que hablaré no recuerdo muy bien en qué fecha transcurrió, pero haciendo unas cuentas y viendo cuando ocurrió ese día, podría haber transcurrido en los primeros días de mayo del 2003.

Me viene a la mente una escena.

En ella, yo estaba haciendo mi trabajo como siempre, con mis demás compañeros a los lados.

Una clásica escena en la que, como de costumbre, yo estaba atrás de la chica que amaba, y me sentía oprimido por los demás.

Sin embargo, algo diferenciaba este día de otros. Algo cambio por una razón que ni yo logro explicar.

Esta vez, en vez de simplemente aceptar mi triste realidad, vino a mi mente un pensamiento:

¿Por qué no cambiar todo esto? ¿Por qué simplemente aceptaba mi incapacidad para estar con los demás y no intentaba cambiar eso? ¿Por qué no por fin hacia de mi vida algo bonito?

Fue como si despertara. Como si despertara de un largo sueño en el que yo era un solitario y triste muchachito que no tenía idea de que hacer en el mundo. Quería convertir este día en un día.

Tenía conciencia por fin, y me prometía cambiar.

Me convertiría en alguien.

Cuando acabó este breve pensamiento, vi a mi alrededor.

Me sentía más gallardo. Me sentía más valiente y decidido.

***

Luego de la escuela, por fin llegue a casa.

En el camino, en vez de parecer tan triste y aburrido, mostré una pequeña sonrisa. Esa pequeña sonrisa, diminuta e insignificante que fácilmente otros compañeros míos podrían replicar y mejor, era un gesto de cambio. Una señal de que quería aprender a ser risueño y plácido.

Mi mamá pareció notar esto, y en un momento pude ver cómo me miraba, con una pequeña sonrisa aún menos destacada que la mía. Luego de que ella me vio, quito su mirada de encima y siguió viendo enfrente.

De niño, formule que la alegría es contagiosa.

Cuando regrese a casa, seguí mostrando mi sonrisa. En todo momento, a todas horas y en todos lados me mostré feliz.

Cuando cenamos, sonreí todo el tiempo. En mi habitación, mientras veía la tele, mantuve mi mueca.  Cuando me acercaba a mi hermano o a cualquier otro familiar, me mostraba alegre. No me importó si en el fondo realmente lo era. Yo creía ser feliz y si lo creía, se haría realidad.

Sin embargo, en un momento me molestó sonreír. De tanto evitar parecer triste, me cansé. Mis mejillas me dolían y me temblaban los labios. Pero no me importo tanto y sigue por un largo rato.

Pero llegó la hora de dormir.

Ahí, los músculos de mi cara descansaron y mi sonrisa medianamente desapareció.

¿De algo sirvió sonreír tanto?; no lo supe en ese momento.

***

El siguiente día fue más impresionante para mí debido a lo que llegó a pasar.

Como mencioné antes, no me juntaba con prácticamente nadie. Me sentía indigno de estar con ellos y hasta sentía que no me querían mucho.

Sin embargo, al despertar puse mi sonrisa y mi ánimo de mejorar volvió.

Se formuló en mi la idea de juntarme con mis compañeros. Me sentía excitado ante este pensamiento y desde que desperté quise ir a platicar con alguno o intentar juntarme con ellos.

Pensé que el momento preciso para estar con ellos era el recreo, así que espere por algo tiempo hasta llegó ese momento.

Aunque antes el recreo significaba un momento aburrido en el que simplemente veía como los demás se la pasaban mejor, aquí pasó algo muy distinto.

Cuando los veía, no lo hacía con tristeza; sino con anhelo. De mí surgía el deseo de lograr el placer y la compañía que ellos poseían. Quería lo que me había faltado desde hacía mucho tiempo.

Vi por todos lados. Miraba más escenas de amistad y jugueteo, sin encontrar un lugar en el que penetrar. Buscaba donde ir para relacionarme.

Al parecer Dios oyó mis plegarias, porque después mis ojos se posaron en una singular escena. Unos compañeros de clase míos estaban platicando, espaldas al frente. Eran cinco: Felipe, Gael, Jorge, Emanuel y Alfredo.

No sabía de qué podían hablar, pero parecía una escena en la que podía entrar.

Caminé lentamente hacia ellos, intentando que no notarán tanto mi presencia. Estaban espaldas al frente y platicaban muy a gusto, por lo que casi no podían percatarse de mí.

Yo ya estaba detrás de ellos. Pude notar mejor de lo que hablaban. Se encontraban platicando acerca del examen que vendría dentro de una semana.

—A mí sí me preocupa —decía Emanuel—. Siempre, pero siempre, me invade el miedo cuando va a haber examen. La última vez hasta se me olvidaron las respuestas del puritito miedo.

—Nombre —respondió Alfredo—. Yo lo tomo normal. No creo que sea algo de lo que realmente debamos preocuparnos. ¡Es un examen, la vida sigue!

—¡Ja! —río espontáneamente Jorge— Yo no necesito estudiar, los exámenes me los paso sólo con lo que me acuerdo.

—Ojalá y te vengan ganas de estudiar antes de que sea demasiado tarde —hablo de nuevo Alfredo.

A mí, particularmente no me preocupaba demasiado este asunto. Estudiaba, claramente, por eso no me sentía muy angustiado.

—Hola —dije tímidamente.

Ellos se sorprendieron un poco al verme.

—¡Oh, Germán —decía Emanuel—, nisiquiera nos habíamos dado cuenta de tí antes!

—¿Y de que se encuentran hablando? — pregunté como si no los hubiera oído antes.

—Del examen, mano —me respondió Alfredo—. A mí realmente no me importa.

—A mí tampoco, realmente —respondí—. ¡Es un examen, nomás!

—Igualito a lo que dijo este Alfredo —me demostró Emanuel.

A esto sonreí un poco.

—Pero cambiando de tema —nos propuso Alfredo—, ¿alguna de aquí les gusta?

Este tipo de preguntas eran frecuentes en gentes de nuestra edad. Para jovencitos como nosotros el amor tenía varias maneras de verse. Unos tenían un punto de vista de vergüenza ante el romance, tachado de algo tonto y hasta asqueroso. Unos tenían una idea apenas desarrollada y lo empezaban a considerar como algo que debían experimentar.

La mayoría dijo que no, incluyéndome, aún cuando no era cierta mi declaración. Pero, para sorpresa de nosotros, Gael nos confesó que si.

—¿¡Enserio!? — decía sorprendido Emanuel, como si fuera algo impensable.

— S-si — decía Gael, empezando a sentirse un poco avergonzado.

—¿De quién osas amar, pequeño Alfredo? —dijo Jorge, de una manera un poco graciosa.

— D-de de Amanda.

Aquella chica la conocíamos. Era una gordita de pelo café y ojos avellana. Era bastante graciosa y no era realmente fea.

Hablo por un rato más de ella y destapó varios sentimientos que no los pensábamos de él antes.

Al final volví a casa, con mi sonrisa de siempre.

Al final del día, empezando a dormir, me invadió una duda.

¿Servía realmente parecer feliz en todo momento? ¿Realmente imitarla haría que esa emoción fuera verdadera, o sólo la hacia de una manera superficial, sin pensar en lo que verdaderamente significaba esa emoción?

Entonces me di cuenta de que, realmente, no era feliz. Tuve un par de momentos de lucidez antes, como por ejemplo cuando por fin me acerque a los chicos, pero hasta ese momento no era del todo feliz.

Me volví a sentir depresivo.

***

Oh, es penosa mi poca habilidad para recordar fechas. Suena despistado de mi parte decir que no recuerdo fechas que deberían ser importantes.

Sin embargo, hay un día que nunca se me olvidará.

El 29 de mayo.

Esa mañana desperté, pero algo invadió mi pensamiento. Mi mente tenía una cosa en mente. Mi instinto me quería llevar hacia algún lado.

Era obvio, desde que desperté, que un plan me había formado.

Anteriormente tuve un sueño. En él, me encontraba caminando por la calle mientras a mi alrededor nieve caía y copos de nieve danzaban de una manera elegante y rápida.

Otras personas iban junto a mí. Traían gruesos chalecos para evitar este insufrible y espontáneo invierno que se llevaba a cabo sin explicación. Todos ellos se veían felices y tranquilos, como si el verano alrededor nuestro no existiera.

Más sin en cambio, yo si lograba sentir el frío. ¡Oh, que frío más horrendo experimente que no parecía realmente un sueño lo que vivía!

Me vi a mi mismo, sin dejar de caminar, y vi que yo no traía el chaleco. En vez de eso, usaba una rara camisa azul sin mangas. ¿Por qué estúpida razón yo no usaba lo que los demás para protegerme?

En eso, vi un callejón en el que, dentro de una caja de esas que suelen usar para guardar un regalo, había un chaleco. No dude ni un minuto más cuando fui para allá y lo agarre y me lo puse.

Me abrace a mi mismo y sentí mayor orgullo y felicidad. ¡Oh, deseada calidez que había buscado, te había encontrado!

Mire alrededor. ¿A donde se supone que iba a ir? ¿Cuál era mi propósito en este mundo?

Pero en un instante, reconocí mi deseo. Mis ojos se posaron en una chica que, además de tener el suéter usado por los demás, también tenía una linda bufanda roja sangre.

Además de la calidez superficial que sentía mi cuerpo, mi corazón se sintió cálido. Bombeaba en señal de vida y de conocimiento.

Corrí hacia ella, sintiéndome por fin vivo y estimulado. Corrí como si necesitara de ella para vivir. Porque lo necesitaba.

Por fin, después de mucho correr, llegue a ella, y la toque del hombro. Intenté ver su rostro, pero antes de eso, desperté.

Sin embargo, a diferencia de las otras veces, no me costó despertar. Ahora estaba decidido, firme ante un plan.

Hoy era el día en el que empezar ha demostrar mi humanidad. Hoy iría con ella.

Hoy, empezaría a cometer el plan que tanto tiempo no me atreví a hacer.

Era el día de empezar a amar.

***

Las clases transcurrieron con tranquilidad.

No hubo nada interesante.

Más sin en cambio, yo no podía despejar la cabeza.

La idea que planeaba no se iba.

El amor no salía de mi cerebro.

Quería simplemente gritar, ante todo el público y ante mí mismo: ¡Ana, te amor!

Era una frase simple, directa, que, realmente, me costaba decir.

En mi cabeza salían varios escenarios en los que yo le decía eso a ella. En algunos me rechazaba. En otros, me odiaba. En otros, se enamoraba y me aceptaba. En otros huía apenado. Irónicamente, no era capaz ni decirla en voz baja.

Yo hacia mis actividades. Intentaba hacerlas de manera robótica, sin perder el tiempo pensando en otra cosa. Pero, hay un pero, esto fue imposible.

Mi mente trataba de resolver un problema de matemáticas, pero era imposible porque yo simplemente estaba en lo de Ana y en como podría ella reaccionar si me acercaba a ella y otros escenarios que podían o no podían ocurrir.

Recuerdo que un momento, puse en la parte de respuesta, sin quererlo un Te amo, Ana.

¡Mi vergüenza fue inimaginable!

Lo más rápido que pude borre aquel bochornoso acontecimiento.

Mire a todos lados sintiéndome inseguro y pensando que alguien podía ver eso. Pequeñas gotas de sudor salieron de mi frente y pensé una y otra vez como pudo ser posible que hiciera eso. Parecía una acción tan estúpida e irreal, que nunca me figure que lograra pasar en algún momento de mi vida.

Pasó más el tiempo. Los minutos parecían más largos. La ansiedad inundaba mis pensamientos. Pero, finalmente, empezó el recreo.

Salí, con mi gallardía al tope y hasta dando pasos más largos.

Vague por largo tiempo, hasta que me la encontré.

Estaba sentada en la banca junto al árbol donde yo normalmente comía, y justo estaba comiendo.

Era una oportunidad perfecta. Podía estar más solo y hablar mejor con ella.

Me acerqué, sintiendo que me temblaban las piernas y con los labios a punto de decir una babosada.

Me senté, y empecé a platicar:

—¿Hace calor? — dije, sin pensar demasiado.

Inmediatamente me arrepentí de lo que dije. ¡Que estupidez dije! ¿¡No se me podía ocurrir algo más trillado!?

—Un poco —me respondió, quitándose algo de sudor de la frente.

—Ya lo creo —dije, para después soltar una leve carcajada.

Yo comí un poco de mi lonche. Ella hacia lo mismo, y parecía nisiquiera importarle mi presencia. Yo, sin en cambio, apenas tenía apetito. ¡Por Dios, que el corazón me estrujaba el estómago!

El silencio que hubo entre nosotros fue demasiado incómodo y muchas veces me sentía tentado de decir lo que traía en el pecho. Pero, gracias a Dios, nunca lo hice.

Cuando acabe, le pregunté algo:

—¿Que opinás del examen? — le pregunté, recordando la pregunta que había hecho Alfredo anteriormente.

—¿Como que qué opino?

¡Idiota! ¿¡No sabes hablar o qué!?

—Digo que si te preocupa o algo.

—¡Ah! Pues no me preocupa. He estudiado lo que creo es suficiente. ¿Y tú?

—Tampoco me preocupa.

Intenté parecer más serio, pero rápidamente deje de intentarlo.

—¿Quieres algo?

Le compré un jugo.

No negaré que al comprar aquel jugo, se me antojo uno igual. Estaba frío. Gotas de hielo derretido escurrían de él. Debía ser todo un manjar; por eso se lo compre.

Algo cálido surgió en mí al ver su sonrisa

—Gracias —fue lo único que dijo, para después irse. Pero antes de alejarse, me sonrió, con los ojos cerrados.

Al ver esa expresión, lo único que quería era tirarme al suelo y reír y reír como loco, golpeando el suelo y también gritando de vez en cuando: "¡Te amo, te amo!". Rápidamente me arrepentí de pensar eso.

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