Capítulo 1: Inferior
Tal vez lo sepan o no, pero la memoria ahorra lo que le sirve. Por eso recordamos tan bonito el pasado, porque olvidamos los insanos recuerdos que nos hacen daño y guardamos lo bueno. Sería horrible que tuviéramos una memoria completa. Necesitamos sólo ahorrar lo indispensable.
Sin embargo, aún ahorrando lo mejor, no puedo pensar que haya tenido un buen pasado, incluso guardando muy bien los días placenteros.
Recuerdo un día de primaria. El 22 de marzo de 2003.
Me había despertado la alarma. Yo necesitaba a fuerzas la alarma para despertar de mi letargo. Yo soy alguien que se sume demasiado en el sueño. Tenía todo tipo de sueños extraños y alocados. Peripecias en las que mi mente se concentraba tanto que no era fácil sacarla de ahí.
No tenía ganas de despertar. Sólo quería dormir. Quería simplemente seguir descansando. No quería nada.
Pero tuve que despertar. Despertar, más no estar despierto del todo, únicamente parecer despierto.
La cama era tan cómoda. Aún recuerdo como se sentía, justo como si estuviera encima de ella. Cómoda; fría y cálida al mismo tiempo; con registros de sueños hermosos y antecedentes de cuerpos cálidos.
Se sentía como el máximo placer que me podría dar. Y me lo quitaban. Me quitaban mis sueños.
Fui a desayunar. Era un rico desayuno. Huevos y jugo de naranja. Otro placer, pero uno más aburrido. Esto me lo acabaría rápido, pero en el sueño sentía que podría durar varias décadas.
A mi lado, estaba Florinda, mi madre. Mujer angelical. Ella se veía triste y melancólica desde el accidente de mi padre, en el que el pobre perdió una pierna y quedó postrado a una silla de ruedas.
Recordando eso, ahora me parece sorprendente la diferencia entre mi madre y mi padre en ese tiempo.
Él yacía, débil, en la cama, sin poder caminar y descansando. Pero mi madre, estaba aún de pie, aunque con profunda melancolía. Él se veía miserable. Mi madre era angelical y divina. Ambos se necesitaban.
También estaba dormido mi hermano: Cristian.
Era un poco mayor que yo. Él ya iba en secundaria. Yo esperaba ser como él: fuerte y alegre; muchísimo mejor. Deseaba ser mucho mejor que el bastardo que yo mismo me consideraba.
Entonces mi madre me llevo a la escuela inmediatamente de acabar el desayuno.
Ese lugar es como un segundo hogar para los estudiantes. Ahí es donde uno pasa gran parte del día. Ahí conoces tus primeras amistades, donde aprendes cosas que poco a poco te llevarán a la grandeza. Conmigo no pasaron tales cosas.
Entré a la escuela, con la cara abajo, la pesada mochila en la espalda, la ropa bien planchada, el pelo bien peinado y bajo un sol que amanece y que de momento no era capaz de calentar. Me sentía elegante con el uniforme, con el pelo bien peinado. Pensaba que así se sentía papá con su uniforme cuando aún trabajaba en la empresa.
Pero ni sintiendo estar vestido como el duque de Inglaterra hacia que dejará de sentirme inferior.
Yo quería seguir durmiendo. No estaba listo para despertar. Este sol era detestable, era débil y aburrido. Mi cuerpo no tenía ganas de tareas físicas. Mi mente seguía en fantasía y no se adaptaba a la realidad. Era insoportable.
A mi lado corrían varios niños. Se me figuraba que todos ellos eran como yo. Todos traían uniforme y eran niños. Claro, sólo me parecía a ellos físicamente, en el fondo de nuestras almas nosotros no éramos para nada iguales.
Reían dementes, corrían, se saludaban. Una atmósfera de cordialidad, de amistad y confianza se cernían en la escuela. Hasta los maestros parecían alegres y animados.
Demasiada alegría para alguien no acostumbrado.
Yo me sentía fuera de lugar, diferente, indiferente ante las fuertes emociones. Era raro.
Si Dios me viera desde su trono, vería una hormiga negra alrededor de un grupo de hormigas rojas.
Yo lo comprendía. Yo no encajaba. Lo había comprendido desde el primer día que llegue aquí. Sólo tendría alguien que seguirme un día por la escuela y vería que yo no pertenecía por aquí.
Mientras tanto, me acerqué a un grupo de chicos. Mis amigos.
No eran amigos del todo. Eran simplemente el grupo al que yo pertenecía. Eran mis contactos más importantes por aquí. Me trataban bien, pero apenas y nos hablábamos. De casualidad, ellos me llegaban a hablar primero, pero apenas y tenía ganas de conversar con ellos.
—¡Buenos días, Germansito! —decía Alfredo, uno de los del grupo—, ¿como te ha tratado la vida?
Yo seguía con la mirada abajo. Pero pude levantarla un momento y verlo a los ojos.
—¡Bastante bien! —le respondí, con una pequeña sonrisa formada en los labios, que de seguro parecía forzada— ¿Y a tú? —dije tratando de parecer más cómico, pero sin sentir lograrlo.
—Normal, normal —bostezo por un breve momento—, con un montón de sueño, la verdad, ¿pero que se le ve a hacer?
—Pus si —respondí, bajando la mirada otra vez.
Después me le quede mirando por un breve momento, antes de que empezara a hablar con un amigo que estaba al lado suyo. Momento que yo aproveche.
Realmente, me importaba un comino si le importaba o fingía interés al igual que yo.
Yo simplemente entré al salón y me aleje de ellos, aunque ellos se me quedaron viendo por detrás un momento, hablando al mismo tiempo. Pero luego les valió y siguieron mirándose así mismos. Me sentía tan avergonzado de lo que había pasado antes. Me arrepentí de mi intento de parecer chistoso.
Me senté en el pupitre de siempre. Afuera seguía oyendo los gritos de alegría demente, pero realmente allí adentro todo era más tranquilo y calmado; se respiraba mejor la paz. Creía que la calma que tenía en el corazón era lo que alimentaba la paz de allí. Tal vez fuera así, tal vez no. No lo puedo suponer aunque pienso que habría la posibilidad de que si.
Tiempo después, llegaron los demás. Mis demás compañeros. Y esa paz respirable, que a mí me gustaba, se contaminó por el placer de los demás y el caos, provocando su aniquilación.
Ahora volvía a sentirme igual de excluido. Igual de bastardo.
Estaba rodeado ahora por docenas de chicos y chicas diferentes a mí. Sentía que todos estaban conspirando en contra mía.
Todo su ánimo y sus sonrisas me eran indiferentes, desconocidas, inexploradas. No lograba entender del todo porque todo ese ánimo.
El maestro comenzó la explicación del primer tema que íbamos a ver ese día, algo de español.
Yo intenté, pero no pude poner atención del todo. Por algo. Algo sentado frente a mí: Ana.
Veía su pelo, largo y de color café. Algo tendría ese pelo que me volvía loco. Era una fuerza atrayente que invitaba a desear. Su pelo me invitaba a ver su cara y besarla.
Esa chica me volvía loco.
Verle le cara para mí era una hazaña. No me sentía digno de verla y desearla. No era digno de desear ese tipo de cosas.
No era merecedor de tenerla.
En cambio, yo me resguardaba en mi soledad. Apenas y amigos tenía. Me escondía en una muralla de soledad y privacidad. No me "rajaba", no dejaba que mis más íntimos pensamientos fueran compartidos con otras personas.
No era merecedor de tener amigos.
¿Razón? No sentía ser alguien.
Yo era El chico Nadie. No sentía ser alguien por ahí. Sentía que todos por ahí poseían mayor categoría que yo. Me formulaba que yo era el más débil de la manada. Me sentía bastardo ante todos ellos. No lograba comprender todo el ánimo y las emociones que ahí estaban presentes. No era merecedor de ser amado.
Al pensar en todo esto, en mi dignidad baja, sólo me concentraba en mis cosas. En los trabajos que haría. No había espacio para el mundo exterior en mi sitio, vacío de emociones. No dejaría que nadie viniera por acá. A mi sitió de soledad.
Tiempo después llegó el recreo.
Cuando salí, volví a ver lo de siempre. La misma felicidad inexplicable para mí.
Salí dando pasos lentos, con la mirada baja. En una mano tenía un sándwich de queso y jamón que comería en una banca, solo.
Lo bueno de esta banca es que estaba al lado de un árbol que me daba sombra.
Mientras comía mi delicioso sándwich, logré ver a Ana. Ella platicaba y caminaba junto a una amiga. Se veía tan hermosa.
Aunque mucha emoción surgió de mí al verla, también vergüenza.
Seguí comiendo.
***
Regresé a casa. Estaba cansado. Igual de triste.
Había tenido una agotadora mañana de trabajo. Lo máximo que merecía (siendo alguien tan bajo de privilegios) era tener un rato de placer.
Llegué a casa junto a mi mamá. Ella rápido me hizo el almuerzo: espagueti.
En lo que lo preparaba, yo subí las escaleras y fui hacia mi habitación.
Tire la mochila por ahí y creo que me tiré por un rato en la cama. Suena aburrido simplemente tirarse en la cama y no hacer nada, pero prácticamente el tiempo se me fue volando pensando en algunas cosas: mi soledad y mi miserable alma.
Ahora que lo pienso, en estos momentos, eso era demasiado deprimente. A mí en esos tiempos hasta se me hacía normal. Era realmente triste.
No sé ni en que momento, llegó mi mamá.
—¡Tu desayuno mijo! —gritaba desde la puerta, pensado que estaba dormido.
***
Lo que sobró de la tarde y noche apenas lo recuerdo.
Tengo recuerdos vagos, tal vez debido a la inutilidad que representaría recordar eso.
Sólo recuerdo haber dibujado y hacer la tarea.
De los dibujos casi ni me acuerdo. Creo haber dibujado unos dinosaurios. Y la tarea, sólo recuerdo haberla hecho con unos audífonos puestos y a altas horas de la noche. Eso me gustaba mucho.
En un momento, fuimos todos a cenar.
Mientras cenábamos mole, note la tristeza en la cara de mis padres.
La cara de mi padre lucía triste de una manera solitaria, como si el sólo fuera un fantasma por ahí. Mientras, la cara de mi madre tenía una expresión aburrida y vacía.
Yo nunca decía nada ante esto. Sentía que si decía algo referente a eso, sólo los molestaría más con mi estúpida preocupación. Sólo cenaba y guardaba completo silencio.
Siempre tuve la idea de que ellos no conocían realmente la tristeza que yo sentía. Me hacía a la idea de que en esa casa, todos estábamos solos.
Sólo mi hermano parecía feliz, aunque a medias y sin mostrarlo tanto. Si antes lo había admirado ¡en ese momento lo odie! Odie que pareciese que él no entendía la tristeza de mis padres y la mía. Sentía envidia de su felicidad.
Estuvimos un rato viendo una película, pero al final todos nos fuimos a dormir.
Fui al baño y después fui con mis padres para despedirme.
—Sólo venía a desear buenas noches —dije en tono bajo y de manera culpable.
Ellos ya estaban durmiendo cuando entre, aunque apenas y parecían disgustados. Las luces nisiquiera estaban prendidas. Sin embargo, en esa oscuridad pude ver claramente los ojos cansados de ambos.
Me acerqué a mi mamá primero.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, amorcito —me dijo y me besó la frente.
Me fui hacía la puerta y en el camino grite: "¡Buenas noches papá!", para que él me respondiese con "¡Buenas noches, hijo". Algo en la pequeña pausa entre la última palabra me provoco algo, que se sumó con que, al cerrar la puerta, pude ver su cara mientras se acomodó en la almohada. Sus ojos viéndome
me dijeron: "Perdón".
Yo la verdad sentía pena de verlo. Si me lastimaba verlos tan tristes en la cena, me daba más pena saber que debajo de las cobijas mi padre sólo tenía una pierna.
Ese momento me atormenta. Me atormenta pensar que él sintió que lo odiaba.
Pasé por la habitación de mi hermano y dije, abriendo la puerta:
—Buenas noches.
—¡Buenas noches, Germansito!
Ya en la cama, vi la oscuridad por un par de minutos.
Y dormí. Dormí cómodo.
¿Porque fui capaz de dormir? No sé.
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