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El vidrio roto

—¿Sabes lo de tu amigo, el profesor judío? —le preguntó el capitán del recinto
—No es mi amigo. ¿Qué le pasó? —contestó el detective, a la vez haciendo una pregunta.
—Murió anoche.
—Pobre hombre —opinó con cierta condescendencia —. No se veía tan enfermo como para morir tan pronto de cáncer.
—No murió de cáncer. Cayó por unas escaleras —le informó.
—¡Vaya! ¿Qué le ocurrió? ¿Tuvo un desmayo y cayó?
—No, tropezó con una estudiante y rodó escalones abajo. La estudiante logró asirse y no le pasó nada.
—¡Qué mala suerte!
—Lo curioso es que no muere por la caída.
—¿En serio? ¿Cuál fue la causa de su muerte?
—Muerte por anafilaxia.
—¿Qué?
—Era alérgico a la penicilina y parece que alguien le inyectó, por error, ese medicamento, tuvo una reacción que le produjo un infarto.
—¿Eso es posible? —preguntó extrañado el detective.
—Sí, es posible.
—Eso se llama tener mala suerte, cae por unas escaleras, está enfermo de cáncer, pero muere de otra cosa — opinó el detective —es hasta bizarro.
—Está abierta una investigación. Nadie admite haberle suministrado dicha sustancia. Y parece ser así, se fracturó el cráneo, no está en los procedimientos de primeros auxilios suministrar penicilina. Hay algo raro allí.
—¿Mala praxis?
—No parece. El sujeto no tenía ninguna identificación que indicara que era alérgico a la penicilina. Así que no puedes acusar a nadie, como iban a saber enfermeros o doctores esa característica del paciente.
—¿Hay alguna demanda de los familiares?
—No, no han llegado aún. El hombre vivía solo y su familia es de otro estado. De Oregón.
—¿Quién lleva la investigación?
—Ramírez —le contestó el jefe.
—¿Podría apoyarlo? Me da curiosidad y la verdad estoy algo aburrido. Aquí hasta las moscas mueren de forma natural. No pasa nada.
—Es un pueblo tranquilo, pacifico, lleno de buenos vecinos, lo cual agradezco. Está bien, le comunicaré que le estarás relevando, que te pase toda la información.
—¿Qué? ¿Le va a quitar su caso?
—Él no lo quiere, temprano, en la mañana, me pidió que lo relevara, opina que no hay caso. Entonces me viene como anillo al dedo tu petición. Ya le notifico el cambio. Estará feliz.
Ramírez le puso al corriente. Enumeró quienes, del personal médico, había tenido contacto con el fallecido. Los dos paramédicos de la ambulancia, una enfermera y un doctor. Todos con conducta intachable y expediente laboral sin incidentes. Lo dicho, en esta amigable ciudad nunca pasaba nada malo. Leyó las declaraciones de los involucrados, no sacó nada en claro. Entendía ahora porque Ramírez opinaba que no había caso. Cualquier acusación que se le hiciera a alguno de ellos sería refutada por el más despistado de los abogados. No había nada, ni siquiera pruebas circunstanciales. Fue al colegio, revisó las cámaras de seguridad. Observó como el profesor Glassermann corría por los pasillos, luego subió las escaleras. El ángulo de esa cámara no permitía una vista de la escalera, solo del pasillo. Luego de un rato apareció la figura del profesor Martín, que bajó por las mismas escaleras. Una vez más, el profesor Glassermann apareció en pantalla, bajó las escaleras y entonces la chica Esmeralda hizo su aparición, corriendo hacia la gradería. Chocaron en el rellano de la misma, ella trató de agarrarlo, pero no logró. Hasta allí todo encajaba. El reporte decía que la chica tropezó con el profesor, ella pudo asirse, él no y cayó en la escalinata. Le pareció inusual la prisa de todos, excepto de la chica Thompson, quien hizo el trayecto hasta la salida caminando. Tendría que interrogar al profesor y la chica Cabrera.
Decidió dar un recorrido por el colegio, no sabía que buscaba, solo se dejó llevar por la intuición. Encendió un cigarrillo, el guarda le hizo señas, estaba prohibido fumar. Con una expresión de compromiso, lo apagó y al lanzarlo a un cesto de basura notó un casete roto con la cinta desparramada. No le prestó mucha atención al inicio, luego en otro cesto de basura halló una grabadora hecha pedazos que usaba el tipo de mini casete que había observado en el otro cesto. Le preguntó al guarda si sabía algo de ese dispositivo.
—Lo encontré tirado en una de mis rondas y lo eché a la basura —le contestó.
—¿Sabe a quién le pertenecía?
—No. Ni idea. ¿Quién utiliza esos aparatos hoy en día?
El oficial se puso guantes y procedió a tomar los restos de la grabadora y la cinta. Quizá no era nada relacionado con el caso. La respuesta a la pregunta del guarda era obvia: un psicólogo. No lo dijo, los loqueros utilizan ese tipo de grabadoras y, que casualidad, el fallecido ejercía esa profesión.
En el laboratorio le dijeron que la grabadora estaba demasiado fragmentada, que llevaría tiempo detectar e identificar huellas, repararla: ni hablar. Un caso parecido ocurría con el casete y la cinta, estaban destrozados, alguien, al parecer, los había pisoteado con mucha fuerza. La cinta estaba rota en varias secciones, reconstruirla sería poco menos que imposible. Cómo no podía avanzar mucho más por esa posible pista decidió entrevistar al profesor Martín y la estudiante Cabrera.
Linda oyó el timbre sonar. Vio al sargento Boulanger. "¿Otra vez? ¿Y ahora qué querrá con mi esposo este policía?" Pensó.
—¡Buenos días señora King!
—¡Buenos días oficial Boulanger!
—¡Recuerda mi nombre! Qué bonito detalle —exclamó sorprendido.
—Imposible no recordarlo.
—¿Está su esposo?
— Sí. ¿Ocurre algo malo? —le preguntó ella preocupada.
—No sé preocupe, son cosas de rutina —le dijo en tono condescendiente —es relacionado con la muerte de Abraham Glassermann. ¿Sabe que murió? ¿Verdad?
—Sí, nos enteramos ayer. Pobre Abe. Estaba un poco desequilibrado con lo de la enfermedad y nos separamos un poco. Pero nunca le deseamos mal —le respondió con tristeza la señora Linda —. Lamentamos su muerte.
Ella le permitió pasar, a pesar de sus palabras se preocupó enseguida. Segunda vez que el policía venía a su casa y otra vez por culpa de Abraham, que hasta muerto seguía siendo un incordio.
El profesor Kubbelmeyer, en la figura de Martín se sentó en la sala, colocando la laptop que le ayudaba a comunicarse en su regazo. Contestó todas las preguntas mediante ese aparato. El sargento tomó nota. Declaró que se había quedado hasta tarde con las chicas Thompson y Cabrera en el colegio para despedirlas, darle unos últimos consejos sobre la universidad y compartir. Explicó que el motivo de correr se debió a que temieron quedar encerrados, existía la posibilidad que el guarda no se percatara que aún estaban allí. Sobre la alergia a la penicilina del profesor Glassermann expuso no saber nada. La señora Linda agregó que debía tomar en cuenta que su esposo aún tenía fallas de memoria por lo del accidente. Discutieron otros por menores, nada que aportara luces al caso. El detective se despidió, agradeció su colaboración y emprendió camino hacia su siguiente destino, la residencia de la familia Cabrera. Le atendieron con cordialidad. Habló con la chica, tampoco agregó nada nuevo, la declaración fue, en líneas básicas, la misma. Se sentía culpable por no haber podido salvar al profesor, por eso fue con él en la ambulancia. Lamentando que hubiese muerto de esa forma. Cuando el oficial le preguntó por la alergia del profesor ella dijo no saber nada. Tenía sentido, una información tan personal, de un maestro, no tenía por qué saberla un estudiante. Todo concordaba con lo que él había visto en los videos de seguridad y las declaraciones de terceros. Dudó en ir a entrevistar a la chica Thompson, ella no tuvo contacto con el profesor cuando ocurrió el accidente, llegó minutos después a la escalera, sin embargo, fue a su casa. Nada, lo mismo, ella declaró haberse dirigido a la salida, caminando, la única puerta que estaba abierta a esa hora y cuando arribó ya el profesor había sufrido el accidente, fue la última en llegar. Ya había interrogado al guarda en el colegio. No había nada extraño. Fue al hospital, interrogó a los enfermeros y al doctor, le explicaron los procedimientos inmediatos a una posible fractura de cráneo y en ellos no estaba el suministrar antibióticos al paciente. Agradeció de nuevo la atención. Durante los siguientes días se asesoró con fuentes independientes y corroboró que los paramédicos, los enfermeros y el doctor decían la verdad. Aquello no conducía a ningún lado. Con respecto a la grabadora y la cinta, se determinó que había pertenecido al profesor Glassermann, este detalle lo reconoció el director del colegio, él mismo se lo había regalado años antes. Los familiares no entablaron demanda contra el hospital, así que perdió valor como prueba y fue a parar al almacén, en el departamento no oficial de cosas inservibles. Una caja donde iban a parar las cosas sobrantes que no habían conseguido el estatus de prueba, con la olvidada esperanza de que algún día podrían ser de utilidad, cosa que no había sucedido desde su creación. Había perdido valor utilitario, no era otra cosa que escombros y desechos.
—Por más raro que parezca, no hay caso —le comentó a su jefe —no hay demanda, no hay móvil, no hay arma letal, de suerte que hubo un cuerpo.
—A nivel policiaco no hay caso y si pudiera haberlo a nivel judicial ya eso fue resuelto. El hospital llegó a un acuerdo privado con la familia. Lo que resta es redactar el informe y continuar en la labor y nuestro deber diario.
—Lo sé. Y eso me frustra un poco.
—¿Por qué? —le preguntó el jefe a ver su expresión disconforme —Caso cerrado, ya no nos incumbe, nuestra labor está hecha.
—Está bien, eso lo entiendo — hizo una pausa —. Siento que hay algo más, aunque no logro ver que es.
— Suenas como la víctima cuando vino a hablar contigo —le dijo en tono condescendiente, rodeándolo con el brazo —. Eso como que es contagioso —le dijo en son de broma.
—¡Ja! ¡Ja! Sí, quizá. Estoy a punto de pedirle un favor referente a ello.
—¿Qué será Boulanger?
—Me permita acceder el casete roto, quiero repararlo o conseguir alguien que pueda hacerlo.
—Está bien. Te voy a conceder ese requerimiento. No quiero que te obsesiones, repáralo, si puedes, para que salgas de dudas y olvides el asunto.
— Gracias, jefe.
Al entierro del profesor concurrieron pocas personas. Los directivos del colegio, la familia recién llegada, una hermana y un sobrino, las chicas Cabrera y Thompson, el cartero que cubría la ruta. El oficial Boulanger asistió y todo aquello le pareció muy triste. El hombre tenía pocos amigos, le llamó la atención la presencia de las chicas Thompson y Cabrera. Nadie de la familia King fue, pero ellas sí. Se veían bastante afectadas, sobretodo la chica Thompson. Era curioso, no sabía interpretarlo. El caso estaba cerrado. Sin embargo, su intuición de policía le decía que algo no concordaba. Quiso restarle importancia, sacarse esa idea de la cabeza, no lo logró. Sentía que Glassermann le había dejado de herencia su preocupación ficticia. Y como la inquietud no le abandonara fue al almacén, retiró los restos de la grabadora y el casete. Ahora quedaba la tarea de buscar quien pudiera restaurarlo.

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