Cambio de Rostros
Observarla se había vuelto una pequeña obsesión, algo pasajero, cosa de un rato; un rato que ya parecía una hora. Al principio, se había sentado en un lado alejado de la entrada principal en la escuela secundaria en Callhoun. No quería llamar mucho la atención, luego cambió de opinión al verla llegar. Supuso que el señor de lentes oscuros y apariencia de soldado que manejaba el viejo Mustang rojo era su padre. La chica vestía una blusa amarilla, chaqueta marrón, falda corta, color café oscuro, apenas por encima de la rodilla, medias muy reducidas, botas marrones, corte bajo. Cualquiera diría que personificaba la típica belleza americana, solo que una pulgada más alta de lo normal; rubia, cabello largo y ondulado, un cuerpo voluptuoso, que lucía como si hubiera sido esculpido a mano, por un artista cuya inspiración se había salido de control. El tamaño de su busto se alejaba de lo normal, no parecía fruto de alguna operación. Imposible que ese señor, con cara de coronel amargado, consintiera que su niña se hiciera una operación estética.
No es que hiciera mucho escándalo o se comportara de tal o cual manera, solo estaba allí, con un grupo de chicos y chicas, conversando de cosas amenas y de lo que hicieron el verano pasado, quizá era ese par de buenas razones lo que atraía a todos, quizá porque todos eran conocidos entre sí y ella misma, al ser la nueva, no podía entender la relación entre ellos; se podía pensar en muchas razones, seguro era alguna razón que no había considerado. Eso no importaba. No tuvo que preguntar su nombre, muchos reclamaban su atención, no solo chicos, las chicas también. Eglin Thompson. Así fue como lo supo. Era el nombre que más se oía en medio del barullo, una cacofónica nomenclatura que interrumpía el hilo de las diferentes conversaciones, creaba silencios y cambiaba los ritmos y direcciones. Era ella la directora, ellos la orquesta, respondían en sinfónica coordinación a sus ademanes y movimientos. Seguro era la chica más popular de la escuela. Ya era la reina de la graduación sin haberse graduado, apenas comenzaban las clases, pero eso era evidente. Poseía magnetismo, desbordaba alegría, la comunicaba y la hacía sentir a su alrededor; desenfado, despreocupación, eso transmitía. No es que se esforzara, era natural en ella, ser buena, ser bonita; no era una máscara, solo era ella misma. No supo si esa característica de la chica le agradaba o le molestaba; llamaba su atención, de eso no cabía duda.
Respondiendo al impulso general terminó acercándose a ella. Con timidez se fue aproximando a esa chica alta, de crin dorada, ojos azules, de cuerpo delgado, pero de líneas sinuosas, de rostro afable y carácter amigable, que se encontraba cerca del estacionamiento.
—¡Hola! ¡Soy Eglin Thompson! ¿Cuál es tu nombre? —Se presentó ella, antes de que pudiera abrir la boca, sin siquiera darle chance de reaccionar.
—Esmeralda Cabrera —respondió por puro reflejo.
Eglin se le quedó viendo divertida. Estaba pensando en ir a saludarla y resulta que la chica caminó hasta ella. Quizá fue muy rudo cortarla así, pero fue algo que hizo por instinto. A leguas se le notaba que era nueva en la escuela, pero le agradaba, como le agradaba todo el mundo. La vida era muy corta para no ser agradecida con todo. Dios le había dado muchos dones, al menos eso pensaba, y no era para malgastarlos, ser mala con las personas menos afortunadas. Creía en la justicia, eso le enseñó su padre. Sin embargo, Esmeralda, la chica que se presentaba ante ella no era débil, no era una desamparada, ni tampoco una tonta. Era más alta que ella misma y bajo esos lentes redondos y pasados de moda, del cabello recogido y esa desentendida combinación de ropa, se hallaba una belleza agazapada, el exotismo de la mujer latina, el fuego de esos ojos, matizado con aquella parca timidez. Que ni tan timorata era, había tomado la iniciativa de aproximarse al grupo donde se encontraba. Al grupo de "los populares". Rio para sus adentros, de nuevo. Le parecía un poco tonto ese asunto de la competitividad social en la escolaridad norteamericana. ¿Quién determinó que debíamos ser "populares" en la escuela? ¿Quién dijo que a los cerebritos había que llamarlos "nerds" y abusar de ellos? ¿Quién dijo que todas las rubias bonitas eran estúpidas y tetonas? ¿Quién decretó que los deportistas son malos estudiantes? Había una etiqueta social, un papel que te tocaba desempeñar y romper esos estereotipos era algo difícil en la época actual, pero no imposible. Había muchos jóvenes tratando de romper esas barreras. Eglin sentía que era una de ellos. Una persona que rompía paradigmas, que vivía sin códigos ni etiquetas. Se puede ser exitoso sin tener que pisotear a los otros y avanzar por méritos propios. Y no es que se angustiara mucho con eso, todo lo contrario, vivir así, actuar de esa manera le daba tranquilidad, la paz interna de saber qué hacía lo correcto.
—¿Juegas voleibol, Esmeralda? —preguntó de forma directa.
No era una pregunta que Esmeralda esperara. ¿Tan evidente era? Por qué no preguntar si era "la nueva". Chica interesante. Odiaba admitir ser presa aún de algunos estereotipos y prejuicios. Parte de ella le veía como la rubia atractiva y vacía que hacía sufrir a todos en la escuela. Se tomó unos segundos para cavilar su respuesta. Cabía la posibilidad de que toda aquella amabilidad fuera una fachada y en realidad, le estaba tendiendo una trampa para realizarle alguna broma, algún ritual de iniciación usado para dar una "bienvenida" adecuada a los nuevos y transferidos. Optó por contestar a media verdad.
—Un poco.
—¡Excelente! Apenas te vi, vi una jugadora de voleibol, mi intuición no me ha fallado —manifestó emocionada.
—Todavía no te emociones tanto, no soy tan buena —corrigió, al notar su entusiasmo.
—No seas modesta, necesitamos buenas jugadoras en el equipo —le contestó riendo —. Te presento a los chicos. Mitch Flemming, Casey Gilmore, Carol Ann Richmond, Peter Garland, Linda Severini, Sarah Gordillo y nuestro querido duendecillo de la suerte: Gules Mac Adams.
Todos asintieron, hicieron algún ademán o mueca al escuchar su nombre. Excepto el último, el ya nombrado duende de pelo rojo, que solo se limitó a mirarla a través de sus lentes oscuros.
—Les presento a Esmeralda Cabrera, nuestra próxima estrella, en el equipo de voleibol —anunció, mientras la abrazaba con el brazo izquierdo y le sacudía el cabello con la mano derecha —. Hay que despeinarla un poco pero ya que se suelte ese abundante cabello podrá demostrar su lado salvaje.
Esmeralda no supo cómo responder a eso. Se dejó hacer. Y no es tanto que se había cepillado el pelo con mucho cuidado y esmero en la mañana, sino que no esperaba una bienvenida como esa. Se sentía súper extraña y le estaban tratando como si fuera la gran amiga del curso anterior, aquella que todos esperaban ver de nuevo. Y por más agradable que parecía ser la situación, la verdad es que era incómoda. No hallaba una razón socialmente aceptable para separase del grupo, no debería sentirse así, no quería sentirse así ¿cómo podía controlarlo? Por ahora se sentía insegura en un medio ajeno al habitual. Las mudanzas son difíciles, está bien, creyó oírlo alguna vez, pensó entenderlo. Ahora sabía que una cosa es la teoría y otra la práctica. Cambiar de residencia; migración, una palabra que tenía un sentido muy profundo en su familia. Su corazón se hallaba divido entre la patria que la vio nacer y la patria de sus padres y de los padres de sus padres. Nunca había puesto un pie en México, lo conocía solo de fotos, de películas, de canciones en blanco y negro, pero a pesar de eso se hallaba tatuado en su piel, en su sangre, en sus pensamientos y hasta en sus movimientos. Y sentía que todos podían ver a través de aquel velo, que era un secreto a voces; como si portara una franela con la leyenda "Soy latina".
Alguien comentó "se acerca la hora de entrada" no supo quién fue, en realidad no se grabó los nombres, solo el de ella, Eglin. Igual le bendecía por dicho comentario. Iniciaron entonces la entrada al referido instituto educativo y fue salvada por la campana. Ocupó su puesto, aquel que le había designado la vida y con el cual esperaba sentirse cómoda. Los otros chicos y Eglin ocuparon otros tantos puestos y la jornada estudiantil, comenzó la normalidad requerida y ansiada. Clases, benditas clases.
Eglin le observó aislarse y le dejó hacer. No era un pájaro haciendo su nido, era un señor feudal levantando una fortaleza alrededor de su persona. Paciente, silenciosa, constante, colocaba ladrillo por ladrillo, piedra por piedra y cada uno era una nueva altura en la empalizada, así que cada vez era más fuerte. Sin embargo, hasta los castillos más grandes tienen su límite, su debilidad, entradas, almenas, ventanas por donde dejar ingresar la luz. Solo había que ser luz para entrar o ser merecedora de bienvenida y cruzar por la puerta principal, utilizar la fuerza no tendría ningún sentido y tampoco gloria.
Al salir de clases la interceptó en el pasillo.
—Esmeralda, ¿tienes un minuto?
Ella, asintió con la cabeza.
—Sí, claro.
—¿Tienes algún plan para esta noche?
De nuevo la pregunta inesperada. Creyendo que podía, sin querer, comprometerse en alguna salida, decidió responder con la verdad, aunque esta resultara muy personal.
—No lo llamaría plan, pero sí, mi familia ha estado actuando un poco extraña y distanciada. Quizá planearon una actividad distractora para mantenerme ocupada en la tarde, supongo que me aguarda una fiesta sorpresa en casa.
—¿Fiesta sorpresa?
—Sí, por mi cumpleaños.
Eglin se echó a reír a carcajadas. Esmeralda se sonrojó. Ya había ocurrido, la reina del baile al fin mostraba su perversidad. No debió contarle eso. Se molestó con ella misma por ser tan sincera e inocente.
—¡No pongas esa cara! No me estoy burlando —aclaró al ver el enrojecimiento en la cara de Esmeralda —, mira.
Acto seguido le mostró su carnet de conducir.
—Mira la fecha de nacimiento.
Esmeralda ajustó sus lentes. La vista no la engañaba. Ahora entendía su risa, la fecha de nacimiento coincidía con la suya; primero de septiembre, de paso, el mismo año, ambas cumplían diecisiete. Aquello no hizo otra cosa que provocarle más vergüenza.
—Mira, cumplimos años el mismo día.
—Y el mismo año —agregó Esmeralda.
Aquello parecía el colmo de las casualidades. ¿Cómo era posible? Un matemático le podría dar la respuesta concisa que ella no lograba ver en aquel instante. La única respuesta válida era una sonrisa nerviosa.
Eglin le preguntó en donde había nacido.
—En Athens —contestó Esmeralda.
—Somos como hermanas entonces porque yo nací allí también y debiste nacer en el Starr Medical Center. No hay otra opción lógica.
—Si, en el Starr Medical Center, cerca de las 5:30 am.
—Yo nací a las 5:15, soy mayor que tú —expuso sonriendo —. Te abordé porque quería invitarte a mi fiesta de cumpleaños y tú también tienes una. Deja que te felicite, ¡feliz cumpleaños! —expresó con emoción y alegría.
Eglin le abrazó con fuerza. Se sintió querida, sin darse cuenta respondió al abrazo. Se quedaron un rato en el pasillo de esa forma, como las mejores amigas, como personas unidas por un vínculo personal, por el destino, por lo intangible, por las incomprendidas emociones.
Salieron de la escuela, Eglin se fue con su padre. A Esmeralda ya no le pareció un señor tan malhumorado, ni tan sargento. Le ofreció llevarla hasta su casa, ella declinó la propuesta. "Vivo cerca" le dijo "puedo ir caminando". En realidad, era lejos, le dio vergüenza aceptar el aventón. Además, había recibido un mensaje de texto de su madre, anunciando que la buscaría para ir al centro, de compras.
Tal y como lo sospechó, le esperaban en casa con una fiesta sorpresa. La salida de compras había sido la medida distractora. No había muchas personas, su padre, su hermanito, unos amigos de su padre y nadie más. Pudiera parecer poco a los ojos de otra persona, la concurrencia era baja. Sin embargo, ella valoraba el esfuerzo. No había habido tiempo aún de hacer nuevos amigos, el cambio de ciudad no sólo era un cambio de dirección, sino de rostros, costumbres y aires. Mientras la familia se mantuviera unida no debería haber cambio que los afectara. O al menos eso pensaba.
—¿Qué tal el primer día de escuela? —preguntó a Esmeralda su madre al terminar la fiesta de cumpleaños, mientras limpiaban la cocina.
—Bastante bien, la escuela es bonita y la gente amigable —respondió ella.
—Qué bueno, me preocupaba un poco, las mudanzas siempre traen complicaciones, la adaptación al entorno, las costumbres, la nueva ciudad, la nueva escuela, los nuevos amigos... ¿Hiciste nuevos amigos?
—Sí, creo que sí. Quizá es muy temprano para decirlo: tuve una conexión interesante con una chica en especial, pero todos fueron muy buenos conmigo.
—Cuéntame los detalles.
—Es una chica de mi edad, de hecho, cumple años hoy, tal como yo; es de lo más curioso, nacimos el mismo día, mismo año y en la misma ciudad.
—Tu naciste en Athens... ¿Ella nació allá también?
—Sí, así me dijo, no me dio todos los detalles.
—Qué cosa tan curiosa.
—Nos enteramos al ella invitarme a su fiesta de cumpleaños. Invitación que rechacé porque sospeché que ustedes me preparaban alguna sorpresa.
—¿O sea que no fue sorpresa?
—¿Sorpresa? Fue asombroso. No se me ocurrió que eso pudiera pasar, hacer amistad con una chica que nació el mismo día que yo, de paso no cualquier chica; es hermosa, inteligente, buena persona, deportista, juega voleibol, igual que yo, se nota a leguas que es una persona fuera de serie, solo le faltó que fuese zurda y que se llamara Esmeralda también —respondió emocionada —y que fuese morena, es de cabello rubio.
—Me refería a la fiesta de cumpleaños, niña tonta —corrigió la madre, algo desilusionada.
Esmeralda tomó nota del error, ya no tenía forma de enmendarlo.
—¡Ups! La fiesta... —se sonrojó —no, no fue sorpresa. No te aflijas mami, de verdad estoy muy agradecida por el detalle y la torta estaba deliciosa, todos estuvieron muy atentos...
—Está bien, no pasa nada. De todas maneras, llamarla "fiesta" es un tanto pomposo. Una reunión familiar con gaseosas y pastel, eso fue. Somos nuevos en la ciudad y no estuvieron las amistades habituales que dejamos atrás.
Esmeralda abrazó con fuerza a su madre. Fue la única cosa que se le ocurrió para disculpar su propio despiste y agradecer los esfuerzos de ambos, papá y mamá, hacían por mantener la familia próspera y unida.
—Por cierto, cuando hablaste de esa chica parecías un chico enamorado. Te brillaron los ojos y la emoción se brotaba por los poros. Me causó mucha gracia —le comentó su madre.
—¿En serio? ¡Ay, qué vergüenza!
—Solo ten cuidado; los adolescentes a veces pueden ser muy crueles. No entregues tu cariño tan fácil. No quiero imaginar cuando te enamores de algún chico; eres inteligente y prudente, pero también emocional y apasionada. Mucho cuidadito. ¿Sí?
Esmeralda asintió con la cabeza. La vergüenza no le permitía emitir palabra alguna en aquellos momentos.
Eglin, por su parte, tuvo su fiesta de cumpleaños algo más concurrida. Colmada de atenciones y obsequios, aunque era una fiesta poco típica, nada de alcohol. El Coronel, así llamaban los chicos a James, el padre de Eglin, no toleraba el alcohol. A todos les intimidaba aquel rostro severo que sonreía todo el tiempo. Era austero, pero justo; gruñón, pero alegre; serio, pero divertido; infundía respeto y confianza, creando confusión a quien se aferrase a alguna descripción clásica del padre huraño y riguroso. Así hubo pastel y gaseosas, música a alto volumen, sin cerveza y hasta una hora decente. Al día siguiente había día escuela, los vecinos tienen derecho de descansar y él, el deber de colocar los limites.
—¿Qué tal te pareció Esmeralda? —le preguntó Eglin a Gules, cuando finalizó la fiesta, estando a solas.
—¿Quién?
—La chica nueva, no te hagas el desentendido. Tú sabes de quién hablo, además te vi observándola mucho, no me digas que no.
Gules sonrió. Atrapado.
—Sí, es muy linda, alta, algo tímida.
— ¿Eso es todo? ¿No hay más que agregar?
—Qué te puedo decir... —expresó, meditando su respuesta —Tú eres mi Dama Galadriel, ella Arwen Tinuviel y yo un Enano pelirrojo, Gimli, hijo de Gloin, si te place obsequiarme una hebra de tu cabello.
—¡Ja! ¡ja! ¡ja! Entendí la referencia. Y no, no te voy a dar de mis cabellos ni un pelo. Tú, duende travieso, que enano ni que nada, eres un Don Juan con muchas damas. ¿Desde cuándo soy tu Dama Galadriel?
—Desde siempre...
—Si claro... ve a casa o tus minas —le despidió toda divertida, Eglin, la fiesta había culminado ya hace rato — gracias por venir, eso sí te lo concedo, eres el primero en llegar y el último en irte.
—Siempre, mi querida Dama —le respondió Gules con una excesiva y cómica reverencia, besándole las manos.
—Ya, ya... luego te doy una hebra de cabello de las pelucas viejas de mi tía, pequeño fanfarrón.
El chico se colocó sus lentes oscuros y sonriendo tomó rumbo a casa.
—Mi Dama. ¡Algún día deberás admitir que te amo! —exclamó para sí mismo con la solemnidad que ameritaba el caso.
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