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Berlín de Noche

El profesor Martin se halló de pronto acostado en un sofá, en el salón de un edificio. A todas luces parecía un Hotel. Unos personajes bastante pintorescos estaban con él, parecían sacados de una película de Al Capone. Le dolía la cabeza y por más que quiso, no recordaba nada, ni que día era, ni como había llegado a ese lugar, mucho menos que sitio era. Le hablaban, no entendía lo que decían esas personas. No era inglés, de eso estaba seguro. ¿alemán? Sí, parecía alemán.

Los chicos, pues eso eran ambos, unos chicos, se mostraban muy preocupados. De lo poco o mucho que decían, la palabra "profesor" era la única inteligible. Trató de incorporarse en el sofá, sentarse. Buscando apoyo, colocó una de sus manos en el hombro del chico más cercano. El de los ojos azules. Entonces se percató de un hecho sumamente anormal: ¡su mano! ¡Su mano era blanca! Esquelética, pequeña y de piel arrugada, algo decrépita. Olvidó todo lo demás por unos instantes y se dedicó a examinar sus extremidades. Alarmado comprobó que la piel de ambas manos lucía igual. Se arremangó la camisa hasta el codo de su brazo izquierdo. ¡Qué era aquello! ¿Dónde estaba su hermosa piel de ébano, sus músculos? El brazo era pálido y delgado, lleno de lunares y de vello canoso. La gente se arremolinaba a su alrededor, comenzó a gritar, mientras se quitaba la ropa para poder inspeccionar el resto de su cuerpo. Los chicos intentaron calmarlo e impedir que se desnudara en público. Forcejeó con todas sus fuerzas, pensando en poder zafarse fácil de esos molestos chiquillos, sin embargo, no lo logró. Su potencia física había desaparecido, se sentía débil, afiebrado. Pataleó con desespero, logrando casi por casualidad golpear la ingle de uno de los jóvenes. Éste, con la mueca de dolor aún dibujada en su rostro, le propinó un sólido puñetazo en el rostro. Adolorido cayó de nuevo en el sofá, quedó aturdido por el golpe. El chico también cayó, en el suelo, llevando las manos a su entrepierna. El segundo muchacho por un momento dudó, ¿a quién auxiliar? ¿Al histérico profesor o al amigo lastimado? Martín dándose cuenta de la situación, aprovechó para levantarse y correr. Aunque llamar carrera a su intento de huida era algo pretencioso. Más lento de lo que él hubiera querido, se abrió paso a trompicones entre los curiosos y sin querer empujó a una señora muy ataviada, echándola al suelo. Unos hombres uniformados aparecieron entre las personas, interceptando su marcha. ¿De dónde habían salido? Si no hubiera sido por lo extraño y alarmante de la situación le hubiese parecido risible. No sabía decir si eran policías, bomberos, actores de circo, bufones de un teatro ambulante. Solo faltaba que la vestimenta estuviera en blanco y negro, todo se veía antiguo; nuevo y reluciente, pero antiguo. Usaban una especie de gorro cónico que parecía un dedal, un abrigo de diez botones, guantes para invierno. Una pequeña mochila a su izquierda y una pistola en el cinto. Sí, sí, eran policías. Una insignia en el gorrito decía Polizeiwache o algo parecido, no hacía falta saber alemán para intuir que significaba. Intentó embestir a uno de ellos, sintió chocar contra una muralla. Lo movió un poco, pero nada más. El uniformado al principio se vio sorprendido por el ataque del singular hombrecillo, pronto reaccionó ante la agresión. Y entonces más allá de conceptos, paradigmas y estereotipos de los años treinta que pudiera albergar en su mente, Martin, corroboraría que eran agentes de la ley a fuerza de cachiporrazos.

Inconsciencia de nuevo, uno de los golpes le había desmayado. Todo se volvió negro por un tiempo indeterminado. Recobró la conciencia. Una fuente de luz, una cama, un techo desconocido. A su lado, se encontraba uno de los chicos del incidente en el hotel. Se hallaba dormido, en una silla, con los brazos cruzados y sosteniendo un abrigo. No vio a nadie más. No le vigilaban, no estaba esposado. Era, quizás, su oportunidad para escapar de estos desconocidos y de la extraña circunstancia. Estaba un poco magullado y le dolía la cabeza, aun así, debía intentarlo. Tratando de conservar la calma, examinó su cuerpo, se desabotonó la camisa y con amargura redescubrió ese cuerpo delgado, pálido y fofo. ¿Estaría soñando? ¿Era una pesadilla? No podía ser cierto, aquello era imposible. Sin querer su corazón se aceleraba, su respiración también. Debía calmarse, podía hiperventilar y desmayarse. ¿Cómo calmarse ante la insólita circunstancia? Con sigilo, y no sin algo de trabajo, se incorporó en la cama. ¡Diablos! Estaba mareado. Tenía la cabeza cubierta con un vendaje, le habían propinado un fuerte golpe. No se atrevió a examinarla, mejor dejar la venda así. La cubrió con un sombrero, el cual lo consiguió en un mueble cercano a la cama, deseaba no llamar la atención cuando saliera de esa habitación. No sabía lo que encontraría más allá de la puerta. Caviló, los uniformados utilizaban abrigo, el chico tenía uno, existía la posibilidad de que afuera hiciera frío. El único abrigo en la habitación lo tenía abrazado el joven. Tocaría prescindir de ese detalle.

Estaba descalzo, buscó, debajo de la cómoda estaban unos zapatos que parecían calzarle. Los tomó; sí, le calzaban. Se arregló lo mejor que pudo la camisa y se aprestó a salir. De improviso la puerta se abrió. Un hombre vestido como doctor y una enfermera de un extraño uniforme marrón se disponían entrar. Sin embargo, por unos instantes, nadie se movió. El doctor lo miró, luego a la cama desarreglada, al chico dormido y por último a la enfermera. Con cierta delicadeza le quitó el sombrero y colocándolo de nuevo en el mueble, lo guio hasta la cama y pareció indicarle que se recostara. La puerta estaba abierta, la enfermera aún no entraba. Martin, sintiendo que la oportunidad de escapar se desvanecía, decidió actuar. Con toda la fuerza y voluntad que pudo reunir empujó al doctor y se dirigió hacia la puerta. La enfermera, asombrada, se hizo a un lado. ¡Excelente! No tendría obstáculos. La maniobra parecía un éxito, cruzó el umbral y por puro instinto cruzó hacía la derecha. Si, había acertado, al final del pasillo se encontraban unas escaleras. Era probable que condujeran hacia alguna salida. No hubo dado más de un paso cuando fue retenido por una mano desconocida. No volteó, intentó zafarse del agarre, debía continuar sin mirar atrás, su concentración se enfocaba en llegar hasta la escalera. No consiguió soltarse, otras manos le asieron. Perdió la calma y de nuevo comenzó a forcejear con esos entes desconocidos que frustraban su escape. Fue inútil, lo arrastraron de nuevo a la habitación. Allí descubrió que no eran tan desconocidos, se trataba de los policías que lo habían interceptado en el hotel, ya sin abrigos y sin el dichoso gorrito. Y a pesar de la inutilidad, siguió luchando. Ya no era voluntad, era pánico. El doctor le indicó algo a la enfermera, esta lo inyectó, dolorosa y trabajosamente en el hombro, debido a su oposición. Sintió desvanecerse a pesar de su lucha. Inconsciencia de nuevo. "Que macabro circulo vicioso" pensó, antes de sumergirse en la oscuridad.

Por tercera vez regresó a la conciencia, era la misma habitación, las circunstancias repetían, igual que la cama, con algunos detalles extra. Estaba atado con fuerza. El chico del abrigo no estaba, en su lugar: un lozano oficial, vestido de negro, leía un periódico mientras jugueteaba con un cigarro apagado en la boca. Aquello no le pareció una broma, ese uniforme no era ridículo ni extraño. Era inconfundible hasta para el más neófito conocedor de la historia. Esas elegantes líneas, las sigrunen en la solapa del cuello, la cruz de hierro, las calaveras del Totenkopf, la cinta con la esvástica en el brazo izquierdo. Ese símbolo que fue utilizado por los Nazis y que perdió su emblemática nobleza y adquirió una significación macabra; sinónimo de genocidio, locura y matanza, cuando antes lo fue de amistad, bondad y bienaventuranza. Y si antes el pánico había hecho que luchara con desespero para huir, el terror que le confería esa inverosímil situación le paralizaba. La fecha del periódico le terminó por desmoronar: 23 de noviembre de 1938. ¿Qué era aquello? Cada vez que despertaba las cosas se tornaban más confusas. El joven oficial, cuando se percató que estaba consciente, soltó el periódico, se colocó la gorra y muy alborozado se dirigió a él. Comenzó a hablar, Martin no entendió nada de lo que le decía, al menos era cortés. Quién lo diría, un miembro de las SS lo trataba mejor que unos estudiantes y la policía local. El pensamiento, lejos de ser tranquilizador le perturbaba; ¿estaba aceptando que ese joven en realidad fuese un oficial de las SS? ¿Cómo era eso posible? No, no, esto debería ser una confusión, un mal sueño, una alucinación o una broma de mal gusto. Aquello no era real, su mente luchaba entre lo que parecía evidente y ante la imposibilidad de la situación. Sentía haber perdido la cordura. Necesitaba explicaciones, salidas, algo que le permitiera una idea de lo que ocurría, sus pensamientos eran muchos y a la vez no eran nada, ya que no tenían sentido.

Como el joven oficial no obtuvo respuesta suya, frunció el ceño, extrañado con la actuación del profesor y salió, sin mostrar premura, de la habitación. Regresó unos minutos después, acompañado de un oficial de rango mayor, quien también intentó comunicarse con él. Este no desplegaba la jovialidad del joven, era austero, serio y de rostro muy preocupado. El profesor, ya al borde de otro colapso, comenzó a recitar una y otra vez que era ciudadano norteamericano, su nombre, dirección de residencia, el nombre de su esposa, de sus hijos, el instituto en el cual daba clases, el número de su carnet de circulación. Pidió que contactaran con la embajada americana, hablar con alguien que entendiera el inglés, que lo desataran; agua, estaba sediento. Dijo todo lo que se le ocurrió en su consternación. Aquello debía ser una broma, de no ser una pesadilla, de no ser un secuestro, de no ser una alucinación por una súbita pérdida de cordura. No podía ser cierto. Su mente se rebelaba ante una realidad incomprensible, ante una imposibilidad revelada entre lúgubres actos e interludios de oscuridad e inconsciencia.

Los oficiales callaron al oírlo hablar en inglés, no comprendían dicho idioma, eso sí, sabían reconocerlo. Intercambiaron miradas, hicieron algunas anotaciones y salieron de nuevo, dejando al lloroso paciente solo, con sus letanías. Al rato entraron de nuevo el doctor y otra enfermera de marrón. Le prepararon el brazo. ¡No! ¡No otra vez! ¡No más inyecciones! Sin embargo, eso recibió, una dosis de quién sabe qué líquido. Poco a poco fue dejando de recitar su retahíla y se entregó a la inducida lasitud sin manera de oponer resistencia. Otro espacio en blanco en esa insólita y chocante realidad.

En el pasillo, los oficiales cavilaban sobre la situación. Pobre profesor, parecía haber perdido la cordura. Inquirieron al doctor. Preguntaron si el golpe recibido en la cabeza era tan grave como para provocar el estado enajenado del paciente. El doctor opinó que no debería ser ese el motivo, sin embargo, era muy pronto para conclusiones. Menester era mantener una observación constante y solicitaría el apoyo de algunos colegas para estudiar el caso de mejor manera. Y así, todos de acuerdo se dispusieron a otras tareas. El doctor a sus pacientes, los oficiales a iniciar algunas pesquisas. Buscarían un traductor para poder comunicarse con ese alter ego que ahora se manifestaba en la personalidad del profesor, en idioma inglés. También había que poner a resguardo los estudios del profesor. Aunque su principal mentor no estuviera en sus cabales podrían ser útiles a la patria. Era una lástima, un prometedor científico parecía haber perdido la cabeza, justo cuando le abrían las puertas a su investigación. Sufrió el colapso cuando iba a presentar sus ideas, que, según algunas consideraciones de los superiores, eran de suma importancia para el partido, para la ciencia, para el Reich. El secretismo les intrigaba y la férrea obediencia imponía discreción.

Bajaron las escaleras, salieron del recinto. ¡Qué hermosa visión era Berlín de noche!¡Una ciudad de luces, cosmopolita e imponente!

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