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Acero Americano

Interestatal 75. Alrededor de las 4:00 a.m. El asfalto recibía una dosis de engomado caliente. Marcando su huella, un poderoso vehículo, circulaba a alta velocidad por aquella solitaria vía, las llantas respondían, chirriando, las exigencias del pie hundido en el acelerador. No era tanto un alto cilindrado lo que alimentaba las revoluciones por minuto, como los latidos de un corazón novato. Contracciones iban y venían, mientras la mirada enfocaba varios puntos, el camino, el rostro congestionado de la acompañante, el vientre hinchado, que no solo parecía tener vida propia, sino que contenía una vida que reclamaba libertad. Todo estaba acelerado o al menos simulaba estarlo, el tiempo era el único que, impertérrito, asistía a la escena, ejerciendo de freno invisible, distorsionando las percepciones de distancia. ¡Demonios! ¡Qué tan lejos podía estar Athens de Callhoun! Otra mirada... el contador marcaba 85 millas por hora, 15 por encima del límite. Debería ser asunto importante, sin embargo, no importaba. Interesaban las dos vidas a su cargo, la que estaba por dar a luz y la que estaba por nacer. El acero americano respondía bien, rugía con cada cambio de marcha, no en vano su nombre fue tomado del poder salvaje de la naturaleza. Qué mejor compañero para la tarea adjudicada que un Mustang. Qué mejor cumplido para el significado de caballos de fuerza. Qué mejor cuerpo, la más pura expresión de potencia y belleza. Cada línea, cada curvatura de la carrocería, la robustez del chasis, la batalla incesante entre las bujías y cilindros, la llamarada que lo impulsa, la multitudinaria exposición al desgaste, la fidelidad de su respuesta. No solo era un automóvil en ese momento, era un hogar, un refugio, la barcaza de rescate; el arca de la futura familia Thompson. No hacía falta introducir una pareja de cada animalito presente en el mundo, de hecho, el gato se había quedado, mudo, en su cesta, indiferente y somnoliento. No hacía falta recoger semillas ni cosechas, solo la pañalera, el agua mineral, un cojín para el asiento, la cámara de video; no más.

—James, deberías ir con más cuidado —le recomendó con voz quebrada la dama a su lado.

—Voy con cuidado. La velocidad es algo que puedo manejar, eso deberías saberlo, Kara. Tú deja todo en mis manos.

Piloto de combate, veterano de la Guerra del Golfo, la velocidad no era algo que le preocupase. El Mustang no era un F-15 Eagle. Pero no, no cambiaría su caballo rojo por el caza de superioridad aérea antes mencionado. El Mustang era de su propiedad, una extensión de él mismo, un símbolo patriota, el musculo motorizado, la elegancia hecha fuerza, la comodidad unida al utilitarismo, a su propia historia familiar. En cambio, un F-15 es propiedad del gobierno, de la fuerza aérea. Un artificio militar que pilotó con gusto y satisfacción, pero que estaba circunscrito a órdenes militares, a misiones, la dirección última correspondía a un organismo ajeno al cual él había pertenecido, no le daba esa sensación de ente salvaje, de vida rebelde, el indomable espíritu americano. Una cosa era celebrar el 4 de julio, con los petardos de rigor y otra era poseer un Mustang. Es un patriotismo distinto, una lealtad complementaria. No se dice que una religión, pero tampoco un pasatiempo de poca monta.

Era muy temprano y el sol apenas daba alguna muestra de poder en el lejano horizonte. Las luces del auto se abrían paso entre las intermitentes líneas blancas del camino. Una regularidad monocromática de necesaria presencia.

Por fin visualizó la salida de la autopista, cruzó raudo a la derecha y de manera progresiva comenzó a bajar la velocidad. Llovía un poco, el ambiente se hallaba frío. La humedad salpicaba a la pintoresca ruta, la alfombra verde le escoltaba lado a lado, los árboles recibían el baño, gustosos, casi se podía sentir su felicidad. El agua es vida, aun la tenue llovizna que se presentaba esa mañana. Un pequeño letrero indicaba el límite de velocidad: 30 millas por hora. Y ya sea por la cercanía del destino, por la prudencia que le abordaba o el pertinaz rocío, avanzó lentamente por Decatur Pike, respetando dichos límites. No había mucho tráfico, los semáforos se portaron comprensivos con su situación y los encontró siempre en verde, tenía vía libre, podía estar más tranquilo.

—¿Cómo vas amor? —inquirió con cariño.

—Creo que bien. Las contracciones están por el orden de los tres minutos. Estamos haciendo buen tiempo y me tranquiliza que vas manejando más despacio — respondió.

—Ok, excelente, lleva la cuenta, mientras estés en esos parámetros hay tiempo —exclamó.

Rio para sus adentros. ¿Desde cuándo era un experto en labores de parto? Ambos eran primerizos y solo tenían los conocimientos de los largos cursos que realizaron durante el embarazo. Ahora tendrían esta experiencia de primera mano y podría considerarse que eso los prepararía para una segunda oportunidad. Estaban pasando de la teoría a la práctica, en una sola mañana y todavía quedaría mucho por desarrollar, en esa aventura de ser padres. Pensó, "es normal". El mutuo apoyo era más necesario que nunca en la situación en que se encontraban. "Para muchas mujeres, la presencia de su pareja u otra persona de apoyo durante el trabajo de parto es útil y debe alentarse. El apoyo moral, el estímulo constante y las expresiones de afecto pueden reducir la ansiedad y hacer que el trabajo de parto sea menos atemorizante. Compartir el estrés del trabajo de parto y ver y oír a su niño ayuda a crear fuertes lazos entre los padres y su hijo." Estaba recordando frase por frase un párrafo, que terminó por aprenderse de memoria, a fuerza de leerlo. Le había impresionado y se hallaba preparado y motivado para proporcionar ese apoyo.

"Bienvenidos a Athens, la ciudad amigable" rezaba una inscripción en la entrada de la localidad. No podía ser menos cierto. Era Athens una ciudad muy agradable, lo suficientemente grande para ser el conglomerado urbano más poblado de la región entre Chattanooga y Fort Knox, pero no tanto como para perder el encanto de un pueblo promedio; tan agradable de conocer como para vivir allí. Sus anchas calles y avenidas, su colección de construcciones rectangulares. Como si hubiese sido obra de un maquetista nostálgico y soñador. El edificio del ayuntamiento sobresalía entre los demás, no tanto por su altura como por sus dimensiones, con su característico color rojo y su arquitectura tan peculiar del sur. No era una ciudad de edificios altos ni rascacielos, se hallaba llena de paisajes amplios, espaciosos. Una naturalidad urbana llamativa y tranquilizante. No dejaba de sorprender la cantidad de canchas y estadios deportivos, parques, lugares de recreo y esparcimiento. Había un cementerio de veteranos, era menester hacer tiempo luego en la agenda para visitarlo con calma. Pasaron a un lado y continuaron el camino.

Entraron a Green Street, de allí tendrían que doblar hacia la avenida West Madison que era el último tramo de aquella pequeña odisea; casi al final de la amplia curva, se podía distinguir los variados edificios que componían al Starr Regional Medical Center. La misión se hallaba casi cumplida.

Una vez allí, se prepararon para el típico alumbramiento de película, entrando cámara en mano y pasar de una vez a la sala de parto. No fue así, a Kara le dejaron en observación y luego de algunos exámenes y palpaciones les comentaron que, en el tiempo aproximado de una hora, comenzaría la etapa final del trabajo de parto.

—Paciencia, Señora Thompson, el cuello no ha dilatado aún de forma completa. Sé que siente la necesidad de pujar, pero debe evitarlo —, le recomendó el doctor —de lo contrario corre el riesgo de desgarrar el cérvix y gastará energía inútilmente.

—Está bien, doctor, así lo haré —respondió ella.

Y dicho de esta manera, esperaron una hora y ya por fin tuvieron la oportunidad de tener a su bebé todo lo típico que se pudo, cámara en mano, las lágrimas y las risas de rigor. No hubo complicaciones ni sorpresas, un parto normal, resultado feliz. Luego de unos minutos la pequeña damita estaba en brazos de su madre recibiendo su primera leche.

Se dejó entonces descansar a la madre y al bebé. Ocasión que aprovechó el padre para tomar un refrigerio y relajarse un poco. Estaba disfrutando de su cappuccino, cuando reparó en la gorra de un hombre que estaba cercano a él. Era un hombre de mediana edad, robusto y gallardo, alto como una barda, con gafas de corrección, chaqueta de verde oscuro, líneas del rostro fuertes, algo agresivas, sin embargo, su mirada exultaba de emoción y alegría. Los ojos se le antojaban algo pequeños para lo expresivo de su mirada. Distinguir entre arrugas y pecas era todo un reto, pero era el rostro afable de un hombre en que se podía confiar; eso, inspiraba confianza. No había derrumbes ni fisuras en su expresión, un carácter curtido entre guerras de diversos niveles.

—¿Base Eglin? —le preguntó James de forma directa, señalando los distintivos de la gorra.

—Sí, señor, ya retirado como lo dicen mis canas —respondió este señalando los referidos cabellos grises.

—James Thompson, Capitán, piloto, también retirado, aunque no tenga canas.

—Mike Smith, Sargento, mecánico, técnico de armas.

—¿Qué le trae por acá Sargento?

—Una nieta. Mi hija acaba de dar a luz. Aquel manojo de nervios que está por allá es mi yerno. Un buen muchacho, pero de estómago débil. Ya no hacen a los hombres como antes —expresó risueño.

James no pudo reprimir una risa, mientras observaba al susodicho yerno del amigo Mike, sentado en una banca, jugando con un cigarrillo sin encender. Él también era un manojo de nervios, solo que simulaba serenidad. Sin saber si eran los años de entrenamiento militar o una actitud defensiva.

—No lo culpo, yo no estoy mejor que él —agregó.

—¿Su primer hijo?

Asintió con la cabeza.

—Niña realmente — corrigió.

—Las niñas son hermosas, son como pequeños gorriones. ¿Ha escuchado la expresión: la niña de mis ojos?

James nuevamente asintió con la cabeza.

—Pues se está embarcado en la aventura de su vida. Averiguará el significado de esa frase en su más puro concepto. ¿Qué nombre tendrá la beba?

—Eglin Theresa.

—Muy patriótico, algo extraño pero sublime a la vez.

—¿Y la nieta? ¿Cómo se llamará?

—Se llamará Esmeralda.

—"Emerald" muy bonito nombre.

—Así es... — aceptó —por cierto, ¿participó usted en la Guerra del Golfo?

—Sí, aunque no derribé ninguna nave enemiga.

Mike asintió con la cabeza de manera comprensiva.

—¿Es irónico? ¿no? Entrenar tanto tiempo, esforzarte para estar entre los mejores y a pesar de eso no poder poner en práctica lo aprendido. Aun así, luchar por tu país es de las mejores cosas que puede haber para un patriota.

—En parte eso fue lo que hizo que me retirara del servicio activo. Fue un poco decepcionante, hubo muchas misiones, pero la fuerza aérea iraquí no presentó suficiente combate, aunque el ala se anotó 5 derribos de MIGs-29 —añadió James con cierta nostalgia en la voz —. Aparte el deber de la familia me llamó y me decidí por una vida más sencilla, con menos adrenalina, pero con más sabor a hogar.

—Si le sirve de consuelo le entiendo a la perfección. El hombre adora la paz, pero no puede ignorar la guerra. En ese sentido somos seres contradictorios. Los nacionalismos campean donde la razón se retira. Porque la guerra es el uso de la fuerza, ciertamente aplicada con alguna inteligencia, pero no con la razón. El raciocinio se calla con patriotismos, la moralidad se barre debajo de la alfombra y el valor de la vida solo se aplica a los que luchan a tu lado, hablen tu lengua o no. La muerte es impersonal cuando la llevas a las filas enemigas y se vuelve personal cuando tu compañero de armas cae. Que raza tan extraña somos —. Observó el sargento —De todas maneras, le corrijo, amigo mío, criar una niña le va a proporcionar muchas emociones extraordinarias, ya lo verá, deje que entre en la adolescencia para que sepa lo que es buena adrenalina

James no respondió. Lo de la adolescencia ya tendría tiempo para cavilarlo, enfrentarlo y disfrutarlo, si ello era posible. No era cosa para estar pensándola ahora mismo. Primero lo primero, habría etapas y desafíos, eso no lo dudaba, habría que afrontarlas una a una y llevarlas al mejor término.

—No hablemos más de guerras y muertes. Se hace necesario hoy celebrar la vida —dijo el señor Smith, mientras levantaba su taza de café, simulando hacer un brindis.

James sonrió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Brindar con café. No parecía tan malo después de todo.

Ambos se quedaron conversando un rato, el otoño asomaba sus colores poco a poco. Ya lo había observado en los bosques, el verde cedía terreno con timidez en movimientos cromáticos casi imperceptibles. Era su turno en la rueda, el verano terminaba, la brisa soplaba suave y silenciosa, era posible percibir que un cambio de temporada se acercaba. Y así era, así culminó la mañana del 1 de septiembre de 1991, en Athens, Tennessee.

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