
28. Un día especial
Oh, estuve tan inspirada en este capitulo :') Hasta lloré (bueno, casi) Espero que les guste.
¡Ah! Y quiero dejar antes clara una cosa, ya varias personas me han preguntado cuál es el actor que le pondría a mis personajes. Mi respuesta es: no tienen actor. Me gusta que ustedes se lo imaginen, como ustedes gusten. Muchas veces me ha pasado que leo una novela y después le ponen actor y me encuentro incoforme con éste, porque no es como yo me lo había estado imaginando y es como si me forzara a imaginarme a alguien que yo no me quiero imaginar. ¿Me explico? Bueno, ahora aclarado ese punto, perdonen la tardanza y las faltas de ortografía. Disfruten la lectura :)
*** Hola de nuevo, después de mucho mucho tiempo. Esta capítulo estuvo incompleto y eh aquí reescrito y mejorado en algunos puntos xd Pandas<3
***
Al final, Louis había estado con él tres días y el cuarto —y último— literalmente me puse de rodillas ante mi padre para que me dejara ir a su departamento. Le prometí, y mentí, que no estaríamos solos, que el señor Wilson también estaría presente, pero sobre todo, le dije que era un día muy especial.
Le mandé un mensaje a Louis diciéndole que se podía tomar el día libre, que saliera con Jamie o algo, que yo cuidaría a Seth ese día. En ese día tan especial, se sintió un poco mal ante el hecho de no ver a Seth y le prometí que arrastraría a éste más tarde hasta su casa.
En otras circunstancias, Seth se habría mostrado molesto ante el hecho de que lo cuidáramos. Diría que no necesitaba de una nana, que no tenía ocho ni nueve años, que podía cuidarse sólo y seguramente me habría mandado a casa por medio de órdenes y gritos.
Pero no era ese el Seth que abrió la puerta de su departamento en la mañana de un martes de verano. Lo inspeccioné de arriba a abajo. Ni siquiera se había molestado en quitarse la ropa del día anterior, ni en desempacar todas las cajas de la mudanza aun en su cuarto.
Le ordené que se metiera a bañar y, después de una indescifrable mirada por su parte, me obedeció. Me sentí tentada a desempacar las cajas, pero recordé que Seth no era mi hermano y no podía hurgar en sus cosas, quién sabe lo que tendría ahí dentro y no quería toparme con nada íntimo. Dejé la mochila que había llevado en el sofá de la sala. Todo estaba oscuro, como si fuera una cueva, nada estaba fuera de lugar y de no ser porque el agua cayendo con fuerza en el baño, parecería que nadie vivía ahí. En el lugar estaba escrito que el señor McFare no se la pasaba mucho en su casa, y menos Seth.
Abrí la oscura cortina para que entrara la luz del día por ese gran ventanal y me topé con la visión de la ciudad. Era un área nueva —diez años es nuevo— , como una zona metropolitana, muy cerca del centro, donde estaba toda la actividad urbana. Desde ahí podía ver las extensas calles, los edificios construidos en el siglo XVI y XVII y más modernos. Los turistas pasear, los habitantes caminando tranquilos de un edificio a otro, trabajadores con traje en su mayoría.
Pero fue el sol lo que más me llamó la atención. Pude verlo gracias a la nube que tapaba tres cuartos de éste y traslucía a través de la capa de humedad. Podía verlo naranja, o rojo, menos luminoso de lo usual gracias a la nube. Cuando se despejó fue incapaz de mirar más y mejor opté por admirar el cielo azul, cubierto por una leve brisa veraniega y nubes que se movían un poco rápido.
Era un día especial. Y no porque estuviera sola en el departamento de Seth y él estuviera bañándose —un rubor se extendió por mis mejillas— sino porque...
De mi mochila, saqué una caja de plástico transparente que dentro contenía un panquecito con crema de batir y chispas de colores arriba y lo puse sobre la mesa, un tanto ansiosa. Saqué mi celular y me dispuse a esperar a Seth jugando Pac-man tumbada en el sillón.
En la esquina, había una mesita de caoba debajo de una estéreo. Prendí la radio y me acosté con la cabeza apoyada en un brazo del sillón. Era un poco incómodo teniendo en cuenta que era totalmente anguloso y cuadrado.
Después de unos comerciales, comenzó a sonar una balada de Bryan Adams. Involuntariamente, se me subieron los colores a la cabeza al escuchar la voz ronca de Bryan y mezclarse en mi mente con el recuerdo de Seth cantándome en el festival de primavera.
Oh, qué lejos se veían esos días.
Y qué mirada me había lanzado y hubiera dado lo que fuera en ese momento por poder besarlo sin cambiar. El cambio de cuerpos comenzaba a ser de una virtud a un problema, y fue ahí cuando dio sus comienzos como estorbo y fastidio.
Pensaba en Gabriel y sus avances cuando escuché la puerta del baño abrirse y una nube de vapor salió de del. Seth apareció detrás del vapor, ya vestido, con la toalla colgada al cuello y el cabello totalmente húmedo. Se dirigía a su cuarto pero pareció percatarse en mí tumbada en el sillón. Su pequeña sorpresa me hizo pensar que se había olvidado de mi presencia.
—¿Qué escuchas? —me preguntó sin interés.
—Oh... eh —al darme cuenta de que la voz de Bryan alcanzaba un tono alto donde expresaba su amor por la chica, volví a sonrojarme y me sentí estúpida. Desesperadamente, arrojé la mano para apagar el estéreo y me senté torpemente pero tan rápido como pude. Solté una risita y me acomodé el cabello que se me había despeinado entre tanto jaleo—. N-nada.
Seth asintió y entró a su cuarto. Realmente no le importaba lo que le respondiera, ¿verdad? Su respuesta sería la misma: asentir con expresión ausente. Seth tardaría mucho en ser el de antes.
Sabía que pasaría, Tayler tuvo una etapa similar.
Sabía que su indiferencia me dolería, tal vez lo que sentía hacia mí ya se había evaporado. Lo sabía, lo sabía.
Pero no quería dejarlo solo. Lo que sentía por él era aún más fuerte.
Le di un apretón a mi celular en la mano en un acto de autoconsolación y lo dejé sobre la mesita para caminar en zancadas hacia Seth.
Lo encontré sentado en la cama de cara a la ventana y de espaldas a mí, encorvado, la toalla había resbalado de sus hombros y comenzaba a humedecer la sábana.
Triste. Solo. Abandonado.
No. Nada de eso. Yo haría que Seth sonriera otra vez. Y más en ese día tan especial.
Sin pensarlo dos veces, me aventé a su cama y él rebotó, sobresaltándose. Rodeé como trompo, con los brazos arriba de mi cabeza, hasta llegar a su cadera y lo miré desde abajo, sonriendo y enseñando los dientes con inocencia fingida.
—¿Qué haces? —le pregunté.
Me miró. Su expresión cambió un poco, ya no estaba serio, pero tenía la mirada perdida, como si estuviera pensando antes de tomar una decisión muy difícil e importante.
No me respondió.
—Hagamos algo. Estoy aburrida —me quejé.
Me volvió a mirar, esta vez un poco confundido.
—¡Ya sé! —me incorporé, aventando los zapatos y sentándome sobre mis piernas en la cama—. Juguemos.
—¿A qué?
—Mmm —giré la cabeza hacia el suelo, buscando algún juego de mesa o algo que nos entretuviera—. ¿Tienes videojuegos?
Seth me señaló el mueble que sostenía su pantalla plana y debajo, un Xbox360.
—¡Oh, perfecto! —exclamé y salté de la cama para buscar en las puertitas debajo del estante de la consola.
No tenía muchos juegos, no reconocí la mayoría, pero me decidí por el más clásico y se lo mostré a Seth.
—¿Ese, en serio? —sus cejas se alzaron, sorprendidas.
Me tragué las ganas que tuve de sonreír por ese pequeño logro y actúe como si no estuviera intentando con todas mis ganas levantarlo del frío subsuelo donde yacía su madre.
—¡Sí! ¿Qué tiene?
—Está bien. Ponlo.
—Eh... No sé cómo prender esta cosa —me encogí de hombros tímidamente y señalé la consola.
Seth abrió la boca para decir algo, y luego la cerró para mirarme con cara de no puedo creerlo. Solté una risita. Al final, suspiró, arrodillándose junto a mí y haciendo lo que yo no sabía hacer.
En realidad, sí que sabía. Por favor, tenía un hermano, y además en éstos días no a quien no sepa prender una consola, a menos que pase de los setenta años.
Era tan experta como Tayler en cualquier juego —bueno, no tan experta—.
Estuvimos jugando alrededor de una hora; yo daba grititos y gruñidos cuando perdía, enrollaba el cuerpo entero en un brusco movimiento, reía maliciosamente cuando lo atacaba.
Su rostro se mantuvo serio casi toda la hora, eran esas pequeñas sonrisas que le salían al verme poner caras lo que me hacían sentir cómo crecía un juego artificial dentro de mí, y se moría por estallar.
Me sentía tan feliz en ese momento que no quería que terminara.
Pero, una vez que nos aburrimos del juego, regresamos de golpe a la realidad. Antes de que Seth pudiera pensar en otra cosa, me aventé por otro juego, esta vez uno de acción y armas. Hicimos equipo en algunas batallas y en otras peleábamos entre nosotros. Esta vez los gritos y quejas intensificaron, y cuando yo ganaba, me dejaba caer hacia atrás, riéndome tan fuerte que esperaba inundarlo con mi voz.
Cuando terminamos, corrí a poner música. Mariah Carey cantaba sus gorgoritos en la radio, con su estridente y aterciopelada voz.
—¡Vamos! —jalé a Seth de la mano.
Mientras lo sacaba de su habitación, vi por el rabillo del ojo un dibujo de la flor de Guindo santo descansando en un estante del escritorio. Los recuerdos del fallecimiento de la señora Elizabeth me golpearon como campanadas, todos y cada momento desde que caí de las escaleras junto a Seth.
Y pensé que, a pesar de que los cambios ya no eran sino un estorbo y una molestia, le tenía mucho qué agradecer; de no haber sido por eso, jamás me habría relacionado con Seth, jamás lo hubiera vuelto a ver, no estaría a su lado como ahora lo estaba, no sería él de las personas más importantes de mi vida.
Recobré el sentido del tiempo y empujé a Seth por la espalda hasta la cocina y lo senté en una silla frente a la mesa.
Me miraba incrédulo y un pequeño brillo divertido pude advertir en sus ojos.
Oh, Dios, por favor, recé.
—¿Qué te picó? —preguntó, soltando una carcajada. Le sonreí tan radiante como pude. Por unos segundos, creí ver rubor en sus mejillas, pero se esfumó tan rápido como inició. —¿Qué es esto? —preguntó al ver la caja sobre la mesa.
En lugar de contestarle, me apresuré a abrirla antes de sacar el panquecito y tirarla. Puse el pastelillo cubierto de glaseado frente a Seth y fui hasta mi mochila, donde saqué otra cajita. Me coloqué a espaldas de él, pegándome a su torso, de la caja saqué una velita que puse sobre el panecillo y encendí con un fósforo.
—Feliz cumpleaños —le susurré al oído, contemplando el fuego bailar débilmente sobre la mecha—. Perdona que no sea un pastel.
Seth negó con la cabeza, atónito y los ojos puestos en la llama.
—Lo había olvidado —murmuró; sonreí con tristeza, sabiendo que era verdad.
—Felices diecisiete —me puse a un lado de él y le sonreí—. Pide un deseo y sopla la vela.
La miró un segundo para después inclinarse y soplarla. Me pregunté cuál había sido su deseo. Me dolía pensar que tal vez fuese volver a ver a su madre a los ojos. ¿Qué habrá pedido?
—Te acordaste —me dijo con voz débil.
—¿Cómo no iba a hacerlo? —solté con naturalidad, y cuando me di cuenta de mis palabras, mis mejillas se tornaron rositas. Carraspeé y le dije—: Pruébalo, está bueno. Hice más ayer, pero papá y Tayler los devoraron todos. Por suerte, pude salvar éste.
Le dio una mordida e hizo una mueca mientras masticaba. Después me miró y subió su pulgar, en aprobación.
Nunca comprendí por qué mamá se emocionaba tanto cuando le decíamos que sus platillos estaban deliciosos. Ahora lo hacía.
Creyendo que tal vez se sentí incómodo mientras lo observaba comer, fui de nuevo hacia mi mochila para sacar una bolsa de regalo.
—Eso no es todo —. Puse la bolsa con globos de colores por todas partes frente a él cuando s terminó el panecillo. Lo miré emocionada. Parpadeé tres veces, mirándolo con la cara de ¿qué esperas? —. Anda, ábrelo.
Me dedicó una pequeña sonrisa de medio lado y abrió el regalo. De la bolsa sacó una camisa de tres cuartos de manga, con ambas de éstas de colores diferentes: gris y azul. En el cuello, los colores se invertían y se cortaban con los tres botones a la mitad de la camisa. El resto era negro.
Tardé horas —en realidad sólo una— buscando algo que me convenciera para Seth, que realmente quedara con su estilo. Jamie había estado conmigo, fue mi modelo. Claro que él no estaba muy contento con la idea de usarlo como modelo para comprar un regalo a alguien que a él no le agradaba mucho. Pero porque era su cumpleaños, lo hizo por mí.
Modeló montones de camisas y sudaderas, pero yo las negué todas.
Al final, esa camisa terminó por volverme loca.
Seth la miró y parpadeó.
—¡Tarán! —canté. Después de un silencio en el se dedicó a verla de todos los ángulos existentes, me preocupé—. ¿Qué, no te gusta?
Y en lugar de contestar —usual de Seth—, se quitó la camisa que tenía puesta —sí, en frente de mí— y se puso la que yo le regalase. Se la miró unos segundos y después me miró a mí; la comisura de sus labios se curvó y fue casi una sonrisa completa.
—Gracias.
Ese gracias fue suficiente para que el corazón quisiera salírseme del pecho. Estúpido corazón, quédate ahí.
Le sonreí de vuelta.
—De nada.
—Espero que esto sea todo —Seth se puso de pie.
—¡Noup! Agarra tus cosas. Nos vamos.
Me colgué la mochila al hombro con la misma emoción con la que una niña exploradora se la cuelga en su primer campamento.
—¿A dónde?
—Casa de Louis. No pensarás que soy la única que se acordó, ¿verdad?
En el trayecto, le mandé un mensaje a Louis, diciéndole que estábamos a punto de llegar.
Fue Liz quien nos abrió. Le había puesto a Seth una pañoleta en los ojos y lo guié por la casa, aun sabiendo que él conocía el amueblado de memoria. Liz corrió silenciosamente delante de mí hasta llegar al jardín trasero.
—Todavía no —canté.
Lo detuve frente al marco de la ventana corrediza y le quité la pañoleta mientras contaba—. Tres, dos, ¡uno! —Tiré al tiempo que Liz abría la ventana.
Hubo un momento de silencio donde Seth se dedicó a contemplar a todos; los hermanos y padres de Louis también estaban ahí, dispersados por el jardín, con una gran mesa plegable en medio cubierta por un mantel rojo. Sobre ella había comida: pastel, gelatina, refresco; vasos, cubiertos. Globos amarrados a las sillas y pelotas por todos lados.
Todos sonreían y esperaban una reacción por parte de Seth. Lo miré. Tenía la boca abierta, curvada en una apenas perceptible sonrisa y sus ojos estaban empañados.
Escuché cómo respiraba hondo antes de mirarme.
—¿Tú hiciste todo esto?
Negué con la cabeza.
—No, fue idea de todos.
Lo arrastré jardín adentro, donde todos se acercaron a abrazarlo, abrazos que duraban largos segundos, acompañados de unas palabras de aliento al oído. Incluso Jamie se acercó.
Sabía que no era un muy buen momento para Seth. Su estabilidad emocional aún seguía débil, sensible. Pero fue como si todo se concentrara en ese instante, como si lo hubiéramos sacado de un profundo pozo y estuviera caminando por primera vez en mucho tiempo, contemplando el brillo de la luz que el sol brinda y sintiendo su calor, el calor de un hogar. Pero al mismo tiempo sintiéndolo extraño. Incómodo, ajeno a ese tipo de ambientes, tan llenos de cariño, como si no se sintiera merecedor de él. Sin embargo, lo era, y muy dentro de él lo sabía. Esto hacía que unas rebeldes lágrimas resbalaran de sus ojos.
Viéndolo así, lagrimear de felicidad, sonriendo triste y alegremente, sentí de nuevo ese sentimiento de paz dentro de mi pecho. La sensación de certeza de que nada saldría mal. Mientras esto siguiera vigente, todo saldría bien, lograríamos salir adelante. ¿Era esto amor? Esta infinidad expandiéndose por mi pecho, la ternura al verlo y sentirlo cerca, la triste felicidad combinándose en un solo momento. Sí. Seth, te amo. Ahora lo sé.
Y ahí de pie, me di cuenta de que Melisa tenía razón, era algo que sólo yo podía descubrir, un sentimiento tan indescriptible. Sentí que, si alzaba mi mano hasta mi pecho y la cerraba en un puño, podría sentir vivamente mi corazón latir con vehemencia, tan vivo como nunca.
Cuando me di cuenta, también lloraba.
Seth terminó de abrazar a todos y me miró. Me miró de la misma manera que yo lo había visto a él y me sentí derretir. Caminó hasta mí y me abrazó. Rodeé mis brazos en torno a su torso y con una mano acaricié el oscuro cabello de su nuca.
—Gracias —me susurró.
Y de nuevo ese sentimiento. Todo lo que había hecho me parecía poco para un gracias suyo, pero ahí estaba, y mi pecho se infló de felicidad.
—Te quiero.
Ya. Lo había dicho porque realmente lo sentía en ese momento, porque ninguna otra palabra expresaba mejor lo que había dentro de mí, porque sabía que era lo que Seth necesitaba escuchar.
Sentí cómo Seth apretaba y me pegaba más a él, estrechando el contacto hasta sentir su pecho en el mío. Hundió su nariz en mi cuello y sentí su respiración mientras yo hundía mi cara en las cortas y oscuras hebras de su cabello. Respiré un perfume que hasta ese momento no había reconocido en él y me inundé con su olor.
Como si los papeles se hubieran invertido, fui yo quien besó su frente, sosteniéndolo cuan un niño pequeño.
Me miró con esos ojos infinitos suyos, y noté un brillo que me hizo sentir como astrónomo descubriendo una galaxia nueva. Como una estrella que empezó a crecer en su pecho y terminó por reflejarse en sus ojos.
Los ojos son la ventana del alma, dijo una vez mamá.
Y unos segundos después, advertí que ese brillo era mi reflejo.
No hubo necesidad de que repitiera mis palabras, Seth tampoco dijo nada y no fue necesario. Él me limpió una lágrima y yo le limpié una a él. Inesperadamente me volvió a abrazar y sujetó mi cabeza en su mano.
—Gracias —dijo—. Gracias—. Supe que agradecía más allá del regalo y el panecillo.
—Gracias a ti —le respondí.
La hermanita de Louis, la pequeña Penelope, prendió una grabadora conectada en una esquina del jardín, y una cancioncita infantil y pegajosa nos llegó. Seth y yo tuvimos que separarnos. Saludé y conocí a los padres de Louis, Louisa y Marco Yenkeller, y a su hermano mayor, Marco, que parecía tener la edad de Tayler. Saludé a todos y abracé a Melisa más tiempo del dedicado también a los demás. Le di las gracias, aunque ella no comprendió muy bien por qué.
Arrastraron a Seth frente al pastel y sopló las diecisiete velas, dándole una mordida al final que lo llenó de la nariz al mentón gracias al empujón sin piedad que le dieron Penelope y Louis, sacándonos risas a todos.
La madre de Louis le ofreció un pañuelo semi-húmedo, el cual terminó tan lleno de pastel como antes lo estuvo la cara de Seth. Mientras comíamos cada quien su respectiva rebanada, la señora nos miró y nos sonrió y dijo, llevándose una mano a la mejilla:
—Aún me los imagino como unos chiquillos. ¿Cuándo crecieron tanto?
Marco, el hermano mayor de Louis, pasó a un lado de Louisa con la boca llena de pastel, arrimando su cara al plato para no dejar que cayeran migajas.
—Marco, ten cuidado —la señora Yenkeller abandonó su posición nostálgica de inmediato.
—Sí, ma —contestó éste.
—Hey, Jenna —me susurró Lily al oído, apartando su plato—. ¿Qué ha pasado? —hizo un gesto con los ojos hacia Seth y me miró intensamente—. Los veo muy raritos a los dos.
—¿Raritos? —me indigné, sin ocultar que estaba fingiendo. Reí—. No pasa nada, Lily. Aún está triste, es todo. No se supera algo así de la noche a la mañana.
—No, no, no, no —agitó el tenedor frente a mí—. Me refiero al abrazo de hace un momento.
—Oh, eso... Ya se lo dije. Ya lo sabe. ¿Sabes? Siempre lo supo. Sí... Bueno, no siempre. Sabes de lo que hablo. Pero tal vez lo supo antes de que yo lo supiera. O tal vez lo supo cuando yo me estaba dando cuenta, pero estoy segura de que ya lo sabía cuando yo se lo dije.
Hablé tan rápido que Lily tuvo que parpadear más de una vez y abrir los ojos totalmente, tratando de comprender lo que decía e intentando encontrarle sentido.
—Sí... Es que ya lo sabe. Y yo también —concluí, ruborizándome y sintiéndome tonta por no poder explicarme.
—¿Y son novios o qué? —se atrevió a preguntar, moviendo el tenedor de arriba hacia abajo después de echarse otro pedazo a la boca.
—¿Q-qué? —susurré tan alto como pude.
Miré a los lados para cerciorarme de que nadie nos escuchaba.
—¿Cómo puedes pensar en que me haga su novia en un momento así? ¿Decirle "oye, ya somos novios" cuando está devastado? ¿Estás loca? Lo importante no es eso, Lily. Eso se dará con el tiempo.
—Miss Experta al habla —se burló—. Lo sé, sólo quería ver tu reacción.
—Serás...
Después de comer pastel, Penelope puso varias sillitas en fila, una girando hacia el lado contrario que la silla vecina, y así todas, una mirando hacia atrás y otra hacia delante alternativamente.
Esa niña era el alma de la fiesta, era la más alegre y feliz de todos, ignoraba lo que había pasado y no le importaba saber, ella sólo quería divertirse y pasar un buen rato.
Nos jaló a cada uno a las sillas, explicándonos las reglas del juego, a pesar de nosotros ya sabérnoslas.
Bailar alrededor de las sillas mientras la música sonara, y al callar ésta, sentarnos en la que nos quedara más cercana. El que no alcazaba silla, perdía.
Éramos diez —los señores Yenkeller no participaron—, y como las reglas indicaban, debíamos poner nueve sillas. Incluso Marco fue obligado a jugar.
Se pusieron las canciones infantiles que hacía muchísimo no escuchaba y me sentí niña de nuevo, con el único objetivo de jugar y divertirme empujando a los demás cuando estaban a punto de ganarme el asiento.
El primero en perder fue Gabriel, después Marco, Melisa, Yo, Liz, Seth, Lily y luego la pequeña Penelope.
Todos nos quedamos de piedra. Nadie se imaginaba que ella perdería, pues era la más pequeña y teníamos la silenciosa orden de no dejarla perder, pero al parecer, ella se había dejado: vi cómo a propósito dudaba de dónde sentarse y se quedó parada cuando le ganaron los dos últimos lugares.
Jamie y Louis eran los finalistas, y aunque todos hicieron bulla porque la pelea por la última silla estaría reñida, sentí que ellos no estaban muy cómodos con la situación, aunque demostraran lo contrario.
—¡Ánimo, Jamie! —gritaba la madre de Louis mientras daba palmadas al compás de la canción y el aludido levantaba el pulgar en su dirección.
Louis renegó a su mamá.
—¡Yo soy tu hijo, dame ánimos a mí!
Todos rieron.
Lo más probable es que sus padres no supieran nada.
Yo no era la única tensa, Seth y los demás también lo estaban. Penelope saltaba y aplaudía con entusiasmo.
Cuando la música terminó, involuntariamente Jamie se sentó encima de Louis en un intento desesperado de quitarle la silla. Y Louis, ignorando su peso, levantó los brazos gritanto:
—¡Gané! ¡Penny, gané!
Disimuló bien el efecto que el cuerpo de Jamie encima de él producía. Éste, por su parte, se había sonrojado y lo ocultaba con un ataque de risa, pero se apresuró a quitarse. Louis se puso de pie y Penelope corrió hasta él y los brazos de su hermano la alzaron.
—¡Ganaste, ganaste! —repetía la pequeña.
No fui la única que frunció el ceño al percatarse de que, de no haber sido por ella, Louis y Jamie no habrían tenido ese pequeño... momento.
Miré a los padres de Louis. La señora sonreía al ver a sus hijos, pero el señor no estaba tan sonriente. Suspiré. ¿Lo sabrían ya? ¿Lo sospecharían? ¿Lo olerían en el aire? No es por juzgarlos, pero no me parecían el tipo de familia que se abre a ese tipo de temas.
—¿Todo bien? —le pregunté a Jamie cuando llegó a mi lado.
—Sí, sí —jadeó. Lo miré y se puso más rojo—. Mierda no. Yo... Tengo que ir al baño.
Se dirigió a zancadas al interior de la casa.
Miré a Seth, se estaba empinando un vaso rojo de plástico mientras veía como Louis bajaba a Penelope. Sintió mi mirada y se giró hacia mí.
—¡Seth, hay regalos! —Penelope le gritó y se sujetó a su pierna.
Él se hincó y la sentó en su pierna.
—¿Ah, sí? —le preguntó con una sonrisa tierna.
—¡Sí! ¡Están en la sala!
Todos fuimos a la sala, donde había nueve regalos exactamente, restregados por los sillones y la mesa del centro.
—No tenían que molestarse —dijo Seth sorprendido.
—¡Ah, no es nada, hijo! —el señor Yenkeller le puso un brazo en el hombro—. Sabes que puedes quedarte cuando y cuanto quieras, eh. ¿Cómo está tu padre?
—Bien, gracias. Hoy regresa.
—Qué bueno, hijo. ¿Irás a Londres con él?
—Sí, mañana temprano.
Me giré a verlo cuando lo escuché decir eso. Él me miró.
Por un momento me sentí herida, puesto que yo nada sabía de esa salida a Londres. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Iría a Londres? ¿Por qué?
Me mandó un mensaje de disculpa a través de sus ojos, yo sólo alcé las cejas sin expresión alguna.
No le dije nada, sin embargo. Él era el centro de atención en ese momento y toda conversación con él sería atentamente escuchada. En vez de eso, abrimos los regalos. Un reloj de pulsera por parte de los Yenkeller, una sudadera, tres camisas, una cartera, una nueva funda para su celular, una gorra y un perfume.
Poco después, los padres de Louis tuvieron que retirarse por cuestiones de trabajo y Marco también se despidió, excusándose con una cita. Nos quedamos jugando con Penelope en el jardón un rato más, hasta que el sol ya empezaba a ponerse y cayó dormida en el sofá, desparramando alrededor de ella su vestidito rosa.
Nosotros nos quedamos platicando en el jardín, puesto que nadie daba indicios de querer retirarse aún.
Seth se recobró en un treinta por ciento, pues lo vi reír mucho con los chicos. No tenía idea desde cuando Gabriel y Seth eran tan amigos, pero se gastaban varias bromas.
Busqué la mirada de Seth repetidas ocasiones, preguntándome por qué había mantenido ese dato ajeno a mí, pero él nunca me veía.
Estaba platicando con Melisa sobre algo sin importancia cuando Jamie pasó de largo y me dijo de paso:
—Creo que Seth quiere decirte algo.
Detrás de mí, Seth buscaba mi mirada.
Supe que teníamos que hablar cuando nuestros ojos se encontraron. Me retiré con una disculpa y caminé por el césped hasta el lateral de la casa, donde seguramente nadie nos molestaría. Seth apareció no mucho después y lo miré.
—Iba a decírtelo.
—¿A qué irás? —le pregunté.
—Hace mucho mi madre nos prometió que nos llevaría a Londres a visitar a su familia. Nunca fue muy unida a ellos y apenas si me conocen. De hecho, en el final no me reconocieron. Lamento no habértelo dicho antes.
—No, está bien —le sonreí—. Comprendo. ¿A qué hora te irás mañana?
—A las ocho.
—¿De la mañana? —Seth asintió—. ¿Y cuándo volverás?
Ante mi pregunta, Seth sonrió tristemente, pero sus ojos bajaron hasta mis labios.
—Pronto.
Mi corazón palpitaba con fuerza y violencia. ¿Por qué no me decía?
—¿Cuándo? —insistí.
—No lo sé, Jenna. Tal vez me pierda la primera semana de clases. O tal vez dos. No depende de mí, ¿comprendes?
Asentí, algo abrumada por el repentino cambio de planes. Yo quería volver a su departamento y decirle que le quería. Ahora tenía que esperar por más tiempo.
—No te tardes —le pedí y me incliné para besarlo, lo cual él evadió y en su lugar, acarició mi mejilla con la palma de su mano. Me dejó un suave y largo beso en la frente.
—No prometo nada.
***
Algo me dijo que hizo bien en no prometerlo.
Nos despedimos esa noche con sólo un abrazo. No más besos ni caricias. Todos le deseamos buen viaje y me quedé ahí, esperando a Tayler que iría a recogerme.
En la mañana, fue mi hermano el que tocó a mi puerta cuando yo aún estaba dormida, echada cual vaca en la cama. Gruñí algo sobre que era muy temprano y que se fuera a ordeñar patos, pero a pesar de mis protestas, entró y me dejó a lado de mis babas una cajita plateada, poco más grande que mi puño. Picada por la curiosidad, y una vez Tayler fuera de mi vista, abrí la caja y me encontré con una rosa.
No.
Parpadeé varias veces para despejar mi vista.
Era una flor de Guindo, blanca, con reflejos rosas del interior de la caja. La toqué, creyendo que era una flor disecada, pero me llevé una gran sorpresa cuando la sentí dura bajo mis dedos. Era de cristal. De inmediato, busqué algo más dentro pero sólo había una nota que decía con letra cursiva para ti. Era todo.
—Idiota.
Dejé la caja y la flor en la mesita de noche y me aventé hacia la puerta, arrastrando las cobijas enredadas en mis pies. Éstas me hicieron tropezar, pero logré sujetarme del picaporte, con mis piernas inmóviles.
—¡Tayler, ¿quién envió la caja?! —le grité desde arriba.
Ya sabía de quién era, tenía su nombre grabado en la esquina de mi pecho, su imagen en mi mente y su sensación en mi corazón, pero quería escucharlo.
Necesitaba escucharlo.
Su voz me llegó ahogada, como quien se hace escuchar aun teniendo la boca atiborrada de comida.
—¡McFare!
Di patadas hasta que las cobijas se alejaron dos metros de mis pies y corrí hasta el cuarto de mi padre, donde había una ventana con vista hacia a fuera. Papá ya no estaba, claro, hacía no mucho que había ido a mi cuarto a darme el beso de despedida antes de irse a trabajar.
Me asomé por la ventana y pude verlo. Ahí estaba, con un carro con el motor encendido a lado, esperando a mi puerta. Divisé la figura de su padre en el asiento del conductor, esperando.
Debería haber bajado corriendo a abrirle pero me quedé inmóvil, observándolo meter las manos en los bolsillos, ese gesto que siempre me resultó irresistible en él.
Sabiendo que no le abrirían la puerta, caminó hacia el auto y abrió la puerta del copiloto. Pero antes de entrar, sintió mi mirada y nuestros ojos se encontraron. Lo sentí a centímetros de mí, y me sonrojé. Me dedicó una tierna sonrisa y entró en el auto. Me quedé paralizada aún minutos después de que el carro gris se alejara, con ese sentimiento nuevamente que se expandía por mi pecho y me sofocaba. Era como si un árbol creciera dentro de mí, extendiendo sus ramas y floreciendo. Floreciendo como flores de Guindo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro