Capítulo 19
Amar duele, pero, ¿cuánto?
Ethan
«Porque me he enamorado...».
Esa frase no paraba de repetirse en mi cabeza una y otra vez. Delany dijo lo que tanto me temía que sucediera y lo cierto era que no me preocupaba mucho por ella, sino por mí, porque yo también comenzaba a sentir algo por esa hermosa chica y no quería hacerlo. ¿Cómo mierdas le dices al corazón que no sienta?
Era grosero por mi parte, lo sabía, pero no quería sentir y estaba furioso por eso.
—¡Maldita sea, Delany! —grité frustrado al sentarme sobre la cama.
Yo no era bueno para ella, ni siquiera podía pensar en una relación formal: había cientos de cosas que necesitaban mi atención...
No quería volver a sentir... a enamorarme de alguien, aunque en realidad en el fondo me sentía solo después de un largo y arduo día de trabajo, en ese momento cuando me dejaba caer en el sofá en medio de las sombras de la madrugada y el dolor del pecho por las palabras que obstruían mi garganta, aumentaba, amenazando con ahogarme y sin nadie a mi lado para evitarlo.
«¿Cómo sabes que alguien es la persona indicada?, ¿cómo haces para no invertir tiempo en la persona equivocada o no lastimar a la correcta?», todo era tan complicado, un puto juego de azar muy parecido a la ruleta rusa.
Ya le había dado suficientes vueltas a ese asunto y siempre llegaba a la misma concusión que Delany: era un idiota. No quería hablar de una relación, sin embargo, cuando estaba cerca de ella me era imposible reprimir mis sentimientos y con ello, seducirla. Me abstuve lo más que pude, mas era... perfecta, maldición, la imperfección más perfecta en un simple cuerpo humano.
¿Qué se suponía que debía hacer? Si iba a buscarla terminaría jodiendo más las cosas y no quería perderla, pero tampoco podía prometerle algo que no sabía si sería capaz de cumplir.
«Necesito un trago».
Salí de la habitación y fui directo al bar junto a la playa. Era elegante y bastante acogedor para pasar un buen rato a esas horas del día. Entonces la vi. Delany se encontraba sentada en la pequeña sala de un costado, dándome la espalda.
—Un agua mineral —pedí al barman. Me bastó verla para arrepentirme de pedir más alcohol.
Una hermosa joven de piel morena tomó asiento al lado de Delany y no tardaron en entablar conversación.
Me encontraba a solo veinte metros y no tuve el valor para ir hasta ella y decirle la verdad: que estaba aterrado.
¿Has amado? Yo sí. Amé de la manera más noble y pura que alguna vez pude. Tenía diecinueve años cuando la conocí en aquel auditorio, llevaba una linda sudadera gris y me observaba mientras yo entrenaba baloncesto con mi equipo de la universidad.
Nunca supe qué era lo que hacía ahí, aunque ese día su hermosa sonrisa y esos bellos ojos grises no pasaron desapercibidos. Le pedí su número y la invité a cenar. El revoloteo de las mariposas en mi interior, los suspiros a media noche, los nervios ante su mirada y la sonrisillas estúpidas cada vez que su imagen invadía mi cabeza eran mi día a día.
Hice con ella de todo, me volvía loco: no solo era hermosa, sino inteligente y eso me mataba. Estaba en la misma universidad como supuse al verla en aquellas gradas, no obstante, no me había dado cuenta del defecto más doloroso que tenía.
Un día llegó a nuestra cita con el olor a marihuana impregnado en cada fibra de su cuerpo, justo la noche en que la iba a presentar con mi familia, y a partir de ahí se jodió todo: me confesó que hacía años que la consumía y yo... la amaba tanto que la acepté, sin saber que estaba firmando mi condena. Cada vez era más frecuente percibir ese olor en ella, en su ropa, en cada recoveco de su cuerpo y me dolía... Quise ayudarla, le rogué que dejara eso, tuvimos decenas de pláticas sobre el tema y después de cientos de promesas, todo empeoró.
No sabía cómo ayudarla y eso me carcomía. Entonces comenzó a llevar sus cigarros de marihuana a nuestras citas, a disfrutar de ello en mi compañía... A ella no le importaba su bienestar, el problema fue que nunca se dio cuenta del daño que me hacía a mí. A pesar de todo, estaba dispuesto a amarla, a ayudarla. Poco después llegó el cristal.
Le lloré y supliqué que no se lastimara más, pero no me escuchó. Perdió peso, ya no comía, su piel se volvió de un color amarillento y la primera visita al hospital llegó. La había encontrado inconsciente en su departamento maloliente y me asusté, así que terminé por llevarla a urgencias.
El médico me explicó su situación desfavorable y me recomendó internarla en una clínica de rehabilitación, sin embargo, solo su familia podía hacerlo y por desgracia, yo no la conocía. Las discusiones se volvieron más frecuentes y con ello las visitas al hospital.
Hubiese dado mi propia vida por salvarla, por sanarla, pero, ¿cómo ayudas a alguien que no reconoce su problema? Las mariposas se volvieron gusanos; los suspiros, sollozos; los nervios, punzadas en el pecho y las sonrisas, lágrimas.
El nueve de agosto del 2015 se llevó a cabo una reunión de gala en la empresa para conmemorar su aniversario número cincuenta. Llegué a su departamento por ella. Bailaba, reía y gritaba, perdida en la fantasía que el puto cristal le metía en la cabeza. Me dejé caer en una silla cercana y me di cuenta que muchas cosas habían desaparecido al ser vendidas para sustentar su maldita adicción.
Ese día no fui a la reunión. «Laura esto tiene que terminar, me estás matando. Ya no sé qué hacer para ayudarte, yo...», recuerdo que las lágrimas me impidieron hablar y ella solo me contempló sin entender lo que sucedía. ¡Maldición, había vendido el puto refrigerador para seguir drogándose!
Avanzó inestable hasta dejarse caer a mi lado. Apestaba y aun así la acogí entre mis brazos y le di un tierno beso en la frente. Las horas pasaron y cuando se encontró más tranquila, le di un baño y la llevé a la cama. «Perdóname, no te merezco, pero te amo y prometo que las cosas van a cambiar, mañana iré a la clínica y me internaré», susurró agotada bajo las sábanas.
No quería dejarla, sin embargo, tenía que ir y enfrentar a mi padre, quien me reprendió por mi ausencia en la reunión y yo solo permanecí callado, no tuve el valor para decirles cual era la situación. Como siempre, Elaine y Santiago fueron los que estuvieron a mi lado.
A la mañana siguiente fui a llevarle algo para que comiera, mas cuando entré... Murió por una sobredosis en algún momento de la madrugada.
Yo pagué los gastos funerarios, al parecer su familia no podía cubrirlos y fue ahí donde descubrí el porqué de su adicción: su familia era altamente disfuncional y la drogadicción estaba implícita en todos los integrantes, y a pesar de lograr salir de ese núcleo e ir a la universidad, no logró escapar sin rasguños o en ese caso, sin contagiarse.
No me aparté ni un segundo del ataúd. Dejarla ir fue lo más doloroso que experimenté...
Duré años en cerrar la herida que ella dejó y la cicatriz seguía teniendo en mí un efecto inmediato ante la más mínima señal de ese revoloteo que se había convertido en mi fobia.
Laura, esa linda chica que hizo vibrar mi corazón y lo destruyo por completo y ahora ahí estaba Delany, diciéndome que se enamoró, avivando esa débil braza que creía extinta y que mi miedo buscaba sofocar de inmediato.
Contemplé cómo la morena comenzó a besar su cuello, su mandíbula, sus labios... Delany se puso en pie y se fue. Quería ir tras ella, no obstante, el haber recordado a Laura... No me encontraba en condiciones para hablar con ella.
La dejé marchar mientras me preguntaba si alguna vez podría tenerla, si sería digno de una mujer tan hermosa e inteligente o si por el contrario me encontraba maldito y no merecía ser amado. Sin importar cual pudiese ser la respuesta, aún existía otro inconveniente: Jazmín y mi familia.
No quería darle vueltas al asunto, mi cabeza me confundía y al final no lograba encontrar una respuesta, así que, en su lugar fui directo a la playa a caminar, necesitaba estar solo. Terminé sentado en un pequeño risco a unos cientos de metros del hotel.
Las olas eran salvajes y el viento rugía. Pasé horas observando cómo el agua salada chocaba contra las rocas unos metros más abajo, al tiempo que me cuestionaba qué debía hacer respecto a Delany.
¿Qué era lo mejor que podía pasar?, permitirme amarla, aunque eso implicaría intentar una relación a distancia porque era muy probable que tuviese que volver a la Ciudad de México a arreglar algunos asuntos, eso ya era bastante para descartar esa posibilidad, eso sin contemplar el resto de no que se aglomeraban en el fondo.
¿Qué era lo peor que podía pasar?, lastimarla y perderla. Eso sin duda sería doloroso porque en tan pocos días ya había logrado no solo arrebatarme mi cuerpo y robarme el aliento, sino colarse entre mi cabeza y también en mi pecho.
Al final, solo sabía que estaba confundido y eso era frustrante.
¿Qué prefieres?, ¿darlo todo con probabilidades de perderlo o, no dar nada con probabilidad de perderlo todo?, exacto, sin importar la decisión que tomara sabía que el dolor era inevitable y eso era precisamente lo que me asustaba: sentir. No quería que mi corazón sintiera y ella lo había devuelto a la vida.
«El problema con el amor es que el dolor se vuelve inevitable».
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