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Una propuesta inapropiadamente apropiada

Daniela

Heme aquí otra vez, subiendo por ese ascensor de los setenta con los botones desgastados y dudoso mantenimiento. Aunque no me consideraba una persona del todo asocial, me alegraba estar sola entre aquellas cuatro paredes. Me ahorraba la incomodidad de tener que saludar y compartir unos cuantos minutos en un espacio tan encerrado y reducido junto a un desconocido. Además, la ausencia de música lo hubiera hecho aún más difícil de llevar. Observaba los números cambiante en la pequeña pantalla superior y, al mismo tiempo, escuchaba el sonido rítmico que emitía en cada nivel de altura. Al abrirse la primera puerta del ascensor, halé con fuerza hacia adentro la que quedaba de mi lado para poder ingresar al sexto piso. Pasando por el corto pasillo de la izquierda, llegué frente al consultorio de mi dentista. Su nombre, Ivan Volkova, y su profesión figuraban sobre la opaca placa de metal que yacía arriba del timbre. Lo presioné y lo oí sonar a través de la puerta del departamento 601; sin embargo, tuve que esperar unos cuantos minutos antes de que se abriera. Los sábados por la mañana, solían ser solo el dentista y su asistente, por lo que esta última tenía que hacerle de portera y secretaria a la vez. Tomé la manecilla y empujé la puerta lentamente para evitar golpear a cualquiera que estuviera sentado o parado tras ella; el mismo error no se comete dos veces, o, al menos, no debería.

—Buenos días —saludé a la asistente a través del vidrio de la recepción.

—Buenos días, ahorita la atendemos —contestó antes de adentrarse nuevamente en el consultorio. 

—Gracias.

Tomé asiento en el banco de madera, junto a la puerta, y coloqué mi bolso a un costado. El aire acondicionado de piso, corroído y tan viejo como el lugar, apenas enfriaba aquel ambiente con olor a cajas de cartón guardadas en una bodega. Parecía que su consultorio se hubiera quedado rezagado en el tiempo. Las persianas seguían igual de opacas, y la decoración tampoco había cambiado: un mueble de madera con una pintoresca figurita de un dentista atendiendo brutalmente a un paciente, y una intuía de Antigua Guatemala. Me recosté sobre el apoyabrazos y saqué mi libro para intentar olvidar el calor y entretenerme mientras llegaba mi turno. Me sumí en la famosa historia del Mercader de Venecia.

Unos diez minutos más tarde, la asistente regresó a su escritorio, lo cual indicaba que pronto llegaría mi turno. Dicho y hecho, otro rato después, el doctor abrió la puerta para darle paso a un paciente. Mientras este último se aproximaba a la recepción, yo me puse de pie para ir al encuentro del dentista.

—¡Buenos días, Daniela! ¿Cómo estás? —saludó el doctor efusivamente, acercándoseme para saludarme con un beso sobre la mejilla. 

—Bien, gracias —respondí con una sonrisa.

—¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Felicidades por el éxito de tus libros! 

—Gracias.

—¿Cómo están tus papás?

—Bien.

—Qué bueno. Pasemos, por favor —pidió, abriéndome paso dentro de uno de los salones.

—Gracias.

El doctor Ivan, al igual que mis padres, estaba en sus cincuentas. A pesar de eso, lo único que revelaba su edad era su cabello grisáceo, ya que su cuerpo se mantenía en buena forma y sus lentes casi transparentes disimulaban muy bien sus arrugas. Además, a pesar de ser más chapín que la tortilla con frijol, su aspecto concidía con su apellido de origen ruso. Sin embargo, lo único que sabía de su vida personal era lo que él, como típico dentista, se animaba a contar mientras trabajaba con mis dientes, y lo que mi prima, siendo su alumna, me había mencionado. Ella dijo que, antes de darle clases a su promoción, solía tener un carácter bastante difícil, llegando incluso al punto de gritarle injustamente a un alumno en público. Sin embargo, la separación con su esposa y los problemas emergentes con su hijo le cambiaron la vida completamente. Tanto mi prima como yo solo conocimos su nueva versión: un dentista que amaba su profesión y lo reflejaba a través de su buen trato con los pacientes y aprendices del oficio. De allí por qué, tras haber desfilado por unos cuantos dentistas, entre buenos y malos, mis padres y yo terminamos haciéndonos clientes frecuentes del doctor Ivan. Aunque no conociera a ciencia cierta la situación que lo llevó a transformarse en una persona completamente distinta, bien dicen que no hay mal que por bien no venga.

—Tus papás me contaron que te fuiste a España —comentó, preparando el material.

—Sí —dije, acomodándome sobre la unidad dental. 

—¿Te hiciste algún procedimiento allá?

—No, solo limpiezas —respondí, quitándome los lentes.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar por aquí? —preguntó, girándose hacia mí para posicionar el respaldo.

—Seis meses.

—¡Bastante! ¿Has estado usando el retenedor?

—Todas las noches.

—Muy bien. A ver, abramos esa boca —pidió, colocando la luz justo frente a mi rostro.

Durante la limpieza y brevemente interrumpido por pedidos de material a su asistente, comenzó a hablarme de su hijo. No se quejó, como supuse, sino que me expresó su preocupación por él. Por lo que pude escuchar, antes de ignorarlo por completo ante la incomodidad del proceso dental, el chico era un mantenido. No trabajaba y tampoco quería estudiar; ya había pasado por dos carreras de las cuales desistió. Me apenó mucho que el doctor pasara por eso y, aunque no conociera para nada a su hijo, no pude evitar sentir cierta cólera ante su actitud inmadura.

Terminada la limpieza y una vez que la asistente se hubiera retirado para encargarse del papeleo, me reincorporé sobre la unidad dental.

—Antes de que te vayas —me detuvo, sin pararse de su silla y retirándose los lentes y el cubrebocas—. Quisiera hablar contigo de algo.

—Mhm —pronuncié, sacando el paño del bolsillo de mi falda para limpiar mis lentes.

Una vez con estos puestos, dejé caer las manos sobre mi regazo y lo miré atentamente. Este, acompañado de un suspiro, se quitó los guantes y apoyó ambas manos sobre sus rodillas. Su comportamiento tenso e inusual empezaba a preocuparme, tanto que mi pulso comenzaba a acelerarse al pensar que tenía alguna enfermedad grave que se reflejaba en mi dentadura. Si me decía que tenía diabetes, no me sorpendería; después de todo, ambas partes de mi familia eran propensas a dicha enfermedad. Además, mi debilidad por los postres y los dulces era tal que intentaba mitigar el impacto de tanta azúcar en mi sistema corriendo siete kilómetros cada tarde, excepto los fines de semana.

—Eres una chica muy responsable, dedicada, inteligente, linda y lista —afirmó—. Y estaba pensando que, tal vez, una chica como tú, podría sacudir a mi hijo un poco.

Ese pedido, más que relajarme por estar libre de alguna enfermedad inminente, me hizo sentir incómoda como nunca antes. Entreabrí la boca con la intención de decir algo, pero el doctor se me adelantó.

—Yo te pagaría por hacerlo o por cualquier molestia.

Veía la desesperación de aquel dentista en sus ojos, mucho más de lo que expresaba su proposición un tanto inapropiada. Sentí muchísima pena por él, pero no me convenía involucrarme en ese problema, ni ninguno semejante. No era buena mintiendo ni fingiendo, y no estaba dispuesta a sacrificar mi paz de conciencia ni a cuidar a chicos de papi y mami como si fuera su mamá. Además, ¿qué sería de mi reputación? Sería tirar a la basura todo el esfuerzo que había puesto durante mi adolescencia para mantener mi estatus de chica aplicada, centrada y decente. Tal vez era un tema que ya había perdido su importancia en el siglo veintiuno, pero, para mí seguía siendo una de las cosas más importantes en una persona, especialmente para la consideración de mí misma.

—Me halagada mucho que piense en mí de esa manera y... —balbuceé, desviando la mirada hacia el vacío para disimular la tensión del momento—. Yo no podría opinar sobre cómo ser un padre o una madre porque no tengo la experiencia. Pero, en mi opinión, no creo que esa sería la mejor manera de hacer que su hijo mejore. 

—Entiendo. Es solo que ya lo intenté todo y fue lo único que se me ocurrió, pero tal vez tengas razón. Discúlpame si te hice sentir incómoda.

—No, está bien —aseguré, encogiendo los labios. 

—Entonces ya terminamos. Todo parece estar muy bien.

—Muchas gracias.

Nos pusimos de pie y me encaminó hacia la puerta.

—Allí me saludas a tus papás —pidió.

—Sí, gracias. Feliz tarde.

—Pasemos, por favor —le indicó a otra paciente joven que aguardaba su turno pacientemente.

Me acerqué a la recepción para encargarme del papeleo.

—¿Va a ser el mismo seguro de siempre?

—No, ahorita le paso el mío.

Luego de la insólita cita médica, me dirigí hacia Cayalá. Necesitaba un lugar relativamente tranquilo y abierto, cualquiera diferente del airbnb que renté, para despertar un poco mi dormida inspiración. Así que fui directamente hacia Café Barista para trabajar en unas traducciones que tenía pendientes. Saqué la computadora de mi bolso y, después de que me llevaran mi bebida, un white choloclate snow, me puse los audífonos para escuchar música y así no distraerme con conversaciones ajenas o cualquier tipo de ruido a mi alrededor. En eso, llegó la hora del almuerzo, por lo que pedí algo de comer antes de seguir trabajando por largo rato.

Tras haber terminado y ver que la intensidad del sol había bajado, pagué la comida y guardé mis cosas para salir a dar un paseo. Pero sin antes pasar al baño para aplicarme otra capa abundante de protector solar. Detestaba andar con la piel grasienta, manchando cualquier mínima cosa que entrara en contacto con mi piel, pero prefería eso a quemarme. Mi piel era tan blanca que me bastaba estar cinco o diez minutos bajo la luz del sol para enrojecerme como una manzana. Al pasar frente a Gelatiamo, se me antojó un helado, así que pedí uno de pistacho antes de seguir caminando por la parte techada de la vereda.  

Una vez en el jardín del famoso gigante de Cayalá, tomé asiento en una banca, cubierta por la sombra de un árbol. Observaba disimuladamente a las personas que pasaban o se sentaban frente a mí, con la esperanza de ver algo que despertara en mí alguna chispa de inspiración. Entre cucharada y cucharada de helado, me lo terminé sin encontrar nada interesante para ser narrado; solo se me venían a la cabeza los usuales comentarios hacia el aspecto y los manierismos de los transeúntes. Así que dejé el envase de helado junto a mí para luego sacar mi cuaderno de ideas. Con portaminas en mano, el cual me daba mucha seguridad al escribir y evitaba cualquier desastre dentro de mi bolso en comparación con el lápiz, estaba lista para que las musas bajaran de las definidas nubes del cielo. Sin embargo, cada palabra o frase que plasmaba sobre el papel terminaba borrándola. Además, pasaba largos minutos mirando hacia el suelo, las plantas y las hojas de los árboles como si detrás de ellos intentara encontrar la inspiración que se escondía de mí. Al constatar que estaba desperdiciando mi valioso tiempo, decidí guardarlo todo de regreso en mi bolso para sacar mi libro y continuar con mi lectura. Tal vez entre esas páginas se escondía la señora inspiración.

A las cinco de la tarde, antes de que comenzara a hacerse de noche, regresé a mi airbnb en la zona 1. Al entrar en mi apartado individual de la vivienda y cerrar la puerta tras de mí, se me escapó un profundo y largo suspiro. Dejé caer las llaves sobre la encimera de la concineta, a unos pasos de la entrada, y coloqué mi bolso sobre una de las dos sillas del reducido comedor. No es que fuera tan pobre para contar cada centavo en mi cuenta bancaria y tampoco una millonaria para sonarme la nariz con billetes, pero había conseguido un buen lugar a un precio bastante razonable. Tenía justo lo que necesitaba: una nevera, una estufa, un horno de microondas, utensilios de cocina, una habitación con una cama, un baño, unos estantes, un largo colgador, entre otras muchas cosas. Tomé una ducha y me aseé. Con el pijama puesto, me dediqué a guardar mis cosas en los estantes, aunque, la verdad, mi subconsciente sabía muy bien que solo lo hacía para no enfrentarme al bloqueo que había estado atormentándome hace meses. Así que, luego de terminar, dejé mi principal distractor, el teléfono, cargándose sobre la mesa de noche, me quité el reloj de mano y lo dejé junto al aparato. Luego, regresé al comedor, lista para escribir cualquier cosa que se me viniera a la cabeza. Solía trabajar acostada sobre la cama, pero, en casos desesperados como este, podía dar por hecho que no avanzaría nada si lo hacía.

Los minutos pasaban, y no hacía nada más de contemplar la hoja en blanco de mi cuaderno. Jugueteaba con el portaminas entre mis dedos y peinaba mi corto cabello haciendo pequeños bucles con la otra mano. Aquella quietud se hacía cada vez más insoportable, junto con la ansiedad que me causaba no hacer prácticamente nada con mi tiempo. No había nada que me distrajera o me sacara de esa tortura que era enfrentarme a mis pensamientos, o la falta de ellos. Parecía que mi imaginación ya se había agotado, que ya había escrito todo lo que tenía por escribir, que mi vida ya no tenía nada interesante para narrar, que mis ojos ya habían visto todo del mundo, y mi imaginación ya había visitado todos los universos posibles. Tenía medio de ser uno de esos escritores de temporada como John Green, o de unos cuantos éxitos antes de ser olvidados. No era por menospreciarlos, pero, en mi perfeccionismo y altas aspiraciones, deseaba ser tan inmortal como Jane Austen. Deseaba que ni siquiera el tiempo lograra borrar la marca de mi pluma, que mis palabras siguieran siendo un valioso mensaje para los lectores y les hicieran sentir más de una emoción apesar de los años. Sin embargo, la escritura, aquello que tanto amaba y de lo que tanto respiraba, se había vuelto en uno de los oficios más tediosos y pesados.

Me quité los lentes para poder cubrir mi rostro con ambas manos y emití un quejido. «¿Cuándo es que todo esto pasó?» me pregunté. Quería entender qué se me había escapado, qué no estaba haciendo bien o qué me faltaba. Cocinar, salir con conocidos, leer, ver películas y conocer nuevos lugares solían ser la gasolina que me permitía arrancar con una nueva idea maestra. Pero ya nada de eso funcionaba. Dándome por vencida, resoplé, dejé todo sobre la mesa, apagué las luces y regresé al dormitorio. Como siempre, antes de dormir, quería darme un tiempo para imaginar escenarios que reflejaran mis profundos deseos. Pero, teniendo la cabeza más vacía y seca que un desierto, me dediqué a pensar en soluciones para mi lamentable estado. Necesitaba algo que me hiciera vivir una aventura, que me sacara de mi zona de confort, que me desgarrara el alma a risas o lágrimas, lo suficiente para recordarlo por siempre y querer plasmarlo en un libro. Prácticamente ya no tenía a nadie en Guatemala que me inspirara tanta confianza o que siquiera tuviera tiempo para animarse a ayudarme. Además, contactar a personas de mi pasado no era una buena alternativa para vivir una nueva experiencia. Necesitaba algo nuevo. Quería evitar pensar en ello, pero lo único que se me vino a la cabeza fue la proposición del doctor Ivan. Aceptarla iba en contra mis principios y, como diría el Señor Darcy, de mi buen juicio, pero tal vez justamente eso era lo que necesitaba. Además, era mi único recurso en esta situación tan desesperada. «¿Qué tan malo puede ser?», pensé.

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