Capítulo 4
El enterarme de que la madre que conocí durante toda mi vida no lo era realmente según nuestra sangre nos trajo tiempos difíciles. Mamá no se rindió tan rápidamente y pidió una confirmación con un segundo examen, esta vez en un establecimiento que ella misma eligió y pagó para evitar que Antonio y Lorena puedan sentirse superiores o que nos regalaban todo. Esperamos los resultados con ansias, fuimos a retirarlos presencialmente los cuatro juntos y obtuvimos exactamente lo mismo. Ya no había nada que discutir, yo real y oficialmente era hija biológica de ese matrimonio desconocido que llegaron a romper todo lo que para mí fue familiar hasta ese momento.
Después de ello vinieron meses difíciles, caracterizados por constantes discusiones por teléfono entre mi madre y Lorena principalmente, la más exigente de la pareja y más decidida a obtener mi custodia. Nunca antes había visto a mamá haciendo tantos esfuerzos por conseguir dinero y hacerlo durar tanto como fuera posible, haciendo todos los cortes en los gastos que nos podíamos permitir para tener una suma mayor a fin de mes que invertir. Todo para pagar los costosos gastos que un abogado exigía para llevar nuestro caso, sin asegurarnos a ciencia cierta que podría ganar. Era un panorama más bien deprimente, pues Lorena y Antonio iniciaron los trámites de mi custodia contratando a los mejores abogados que su dinero les podía permitir y, llegué a pensar, que incluso hablaron con sus contactos más selectos para que intervinieran como pudieran. Cada vez que nos encontrábamos con ellos ellos parecían muy seguros de sí mismos pese a que mi madre tenía la ventaja de haberse hecho cargo de mí hasta la actualidad.
Por ese período mi imagen de Lorena nunca mejoró, al contrario, esa perseverancia y seguridad de sí misma me molestaba de sobremanera. Antonio desde un principio me agradaba más debido a su tono conciliador durante las discusiones, pero eso se acabó se acabó cuando llegaron a mi casa pidiéndole a mamá que me dejara ir con ellos por la buena antes de iniciar los juicios próximos a los que nos enfrentaríamos por no llegar a un acuerdo.
—Mi hija será siempre mi hija, no importa qué digan esos exámenes. Así que olvídense de sus locas ideas, sus abogados y juicios sin sentido. Ella no irá a ningún lado, ningún juez en este mundo con buen sentido de la ética permitirá algo como lo que ustedes proponen —escuché desde mi habitación a mamá. En cuanto vio quienes venían de visita me mandó a esconderme para que no me vieran.
—La entiendo, pero yo quiero a mi hija de vuelta conmigo —trató de convencerla Lorena recurriendo a la lástima, otra razón por la que la odiaba.
—Tuvo a la niña que yo di a luz, usted la crió y amó durante toda su corta vida. En resumen, Paola fue su hija, no la mía, confórmese con eso.
—¡Es que no puedo! Usted no entiende nada, señora, habla sin saber y sin ponerse en nuestro lugar. Si no las hubiesen cambiado, yo todavía sería madre y usted estaría en mi lugar ¿Se da cuenta de lo injusto que es eso?
—Calma cariño —trató Antonio de serenar el ambiente, aunque sus ideas no distaban tanto de las de su mujer.
—¡Usted es la que no entiende! ¡Ninguno de ustedes lo hace! —Alzó la voz mi mamá— Amaia es mi hija, la he criado yo estos dieciséis años y así será hasta que ya no me necesite, cuando ya sea una adulta capaz de decidir y llevar su vida independiente. Ahora, por favor, váyanse de mi casa, ahora, que solo están aquí molestando a mi niña.
—Iniciaremos los trámites para conseguir la custodia —informó Antonio—. Si usted no acepta, iremos a juicio con todo el peso que eso conlleva hasta ganarlo. Lucharemos por lo que creemos que es justo.
Tanto mamá como yo tragamos saliva a sabiendas de lo que aquella amenaza significaba, aunque seguíamos pensando que el juez tendría que tener muy poca empatía y comprensión de las relaciones humanas como para aceptar la petición de Antonio y Lorena. A pesar de esto, decidimos continuar con los ahorros. Desde ese día empezamos a pasar más necesidades de las que alguna vez tuvimos. Mamá contrató a un abogado, el mejor que pudo pagar, buscando la manera de conservar mi custodia, facilitando toda la documentación que se nos pedía. Cada papel nuevo que recolectamos se sumaba a la pila de antecedentes que reunimos que llegó a llenar varias carpetas. Gran parte del sueldo se iba en pagar a ese señor, impresiones, fotocopias y solicitudes de documentos oficiales. Por primera vez en años se atrasó con el pago de las cuentas básicas y dejó de comer por alimentarme, situación que empeoró cuando fue despedida de su trabajo. Nunca me quiso decir por qué sus jefes tomaron esa decisión en un momento tan inoportuno para nosotras.
—¿Qué vamos a hacer ahora, mamá?
—Ya conseguiré algo.
—Debes dejar a ese abogado, no podremos seguir pagándole.
—No, todo menos eso. Ahora es necesario.
—Pero estás gastando todo por mi culpa.
—No es tu culpa, que eso te quede siempre claro, tú no tienes la culpa de nada. Lo que estoy haciendo lo haría una y mil veces, las que sean necesarias para que te quedes conmigo.
Pero nada de eso lograba calmar el dolor y la culpa que tenía sobre mis hombros. Todas las mañanas me levantaba sintiéndome como si arrastrara una gran y pesada roca que desgarraba mi cuerpo a medida que tiraba de ella. Nada ni nadie podía librarme de ella, ni siquiera las palabras de consuelo de mi mamá que siempre daban resultado en el pasado o las de mis amigas en el colegio, quienes intentaban ayudar tanto como les era posible. Incluso propusieron a todo nuestro curso hacer una colecta para ayudar económicamente y así aliviar un poco a mi mamá.
Durante ese período se hizo común que en el día aguantara el nudo en la garganta, mientras en las noches lloraba en mi habitación en silencio, escuchando a mi madre hacer lo mismo en la suya. De algún modo llegó un momento en el que me resigné a mi destino y cada día me preguntaba cómo viviría sin los pequeños detalles que hacían única y especial mi vida en ese hogar. Las despedidas en las noches, la forma en que mamá me levanta en las mañanas, el cómo hace las comidas que sabe que no me gustan del todo y cómo hace para calmar mi mal humor, que siempre creí que venía del hombre que nos abandonó diez años antes. Así como pensaba en esos pequeños detalles, me preguntaba qué características compartía con ese matrimonio, causándome repulsión la sola idea de que podría parecerme en algo a ellos y dándome más motivos para rezar y pedir que no me tuviera que marchar.
Con el abogado organizamos todos los argumentos que favorecen a mamá, que me había criado, era una madre cariñosa y cuidadosa conmigo, nunca había sufrido maltrato y teníamos el respaldo de vecinos que declararon a su favor, describiendola como una mujer tranquila, decente y cordial. Así minimizábamos los contras, como la pobreza en la que vivíamos y las condiciones de nuestra casa. Dimos todos los papeles, organizamos nuestras declaraciones, prendimos velas a varios santos y rezamos con gran efusión, rogando por un buen porvenir. Pese a todos los esfuerzos y las esperanzas puestas en el asunto, el juez que nos tocó dio un fallo que no nos favoreció. Después de seis meses de ir y venir, de tanto esfuerzo dedicado y esperanzas puestas en alto, perdimos ante ese matrimonio que sin piedad destruyó lo poco que quedaba de mi pequeña familia ya rota en el pasado. Todo porque para el juez pesó más la pobreza que el amor y la calidad de la relación que mi madre y yo teníamos. Mientras nosotras nos abrazamos llorando por aquella justicia, a nuestro lado Lorena y Antonio celebraban con grandes sonrisas y miraban expectantes. Esa misma tarde antes de irnos cada uno por su lado nos anunciaron que ese mismo fin de semana harían valer su derecho como padres. Me dieron dos días para prepararme.
Ese par de días fueron de los más trágicos que he vivido. Los dediqué a arreglar las cosas que me llevaría con gran lentitud como si así se atrasara la llegada de lo inevitable. Con mamá no nos queríamos separar ni estar fuera del campo de visión de la otra. Cuando finalmente llegó el sábado, fue una despedida dura, llena de lágrimas y palabras alentadoras acerca de una apelación, sin importarle a mi madre quedar en la ruina por recuperarme. Ni siquiera se preocupó por las amenazas de llamar a la policía por haberme escondido en casa de los vecinos para impedir que me llevaran. Su plan habría dado mejores resultados si la señora Gladys no se hubiese acobardado, sacándome a la calle cuando escuchó las advertencias de Lorena y Antonio.
—Ahí estás, cariño. Ya entra al auto, debemos irnos de aquí —me llamó ella con una sonrisa que no logré tragar como verdadera.
—No, no iré. Mi opinión también cuenta y no la consideraron en ninguna etapa del proceso ¿Acaso no valgo nada?
—No es eso, cariño. Lo que pasa es que esto es un tema de adultos que los niños no siempre entienden —respondió Antonio con paciencia—. Queremos lo mejor para ti y lo mejor es sacarte de aquí y llevarte a un lugar más seguro y digno. Aquí podrías correr peligro...
—¿Qué peligro si mamá nunca me ha hecho nada?
—Nunca se sabe qué personas pueden vivir en un barrio así.
—Amaia, debemos irnos ya —se impacientó Lorena—. Esa casa podría caer encima de ti, no hace falta que tiemble, hasta el viento la botaría. Menos charla y ya vámonos, despídete.
Ambos me tendían sus manos para que las tomara, pero yo, ignorándolos, me aferré a mi madre en busca de protección, como si abrazándonos la una a la otra ya nadie nos pudiera separar. Sin embargo, ningún humano puede ser un escudo de acero y a la fuerza Antonio tomó mi brazo y tiró de mí para llevarme. Todo pasó rápido, un momento estaba con mamá y al otro en el asiento trasero de un auto con las puertas bloqueadas por el seguro para niños. En menos de cinco segundos mamá estaba en el suelo y Antonio y Lorena subiéndose a los asientos delanteros, listos para echar a andar la máquina.
El auto avanzó rápido, pero la imagen de mamá llorando en la calle no desaparecía del parabrisas trasero, por donde yo miraba al barrio donde se encontraba mi hogar, el cual, presentía, no volvería a visitar en un largo tiempo.
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