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CAPÍTULO 1


Los pensamientos sobre Samira lo atacaban sin control alguno y en cualquier momento, sobre todo cada vez que llegaba a su apartamento; y día tras días, se enfrentaba al fantasma de sus recuerdos pululando por todo el lugar, arremetiendo contra sus puntos más vulnerables en una tortura metódica y rutinaria, aún guardaba la esperanza de que algún día cuando abriera esa puerta, ya no existiera nada de ella.

Dejó el maletín en el sofá y caminó directo a la cocina, mientras tiraba de su corbata, aflojándola lo suficiente para poder desojarse un par de botones de la camisa. Estaba agotado, física y emocionalmente, ya que se cargaba de trabajo para no pensar en nada más que no fueran sus obligaciones laborales; no obstante, fallaba olímpicamente porque los recuerdos de Samira aprovechaban la mínima grieta intentando llegar a él de una u otra manera.

Se hizo de una copa, sacó de la nevera la botella de Merlot que tenía por la mitad y se sirvió un poco más de lo que bebió la noche anterior, buscó en el interior de su chaqueta la caja de pastillas y se hizo de un comprimido, el que pasó con un gran trago de vino. Resopló, al tiempo que dejaba la copa junto a la caja.

Sabía que no estaba bien lo que venía haciendo desde hacía seis semanas, cuando Samira lo desechó como el ser inútil que era, pero si no recurría a la sedación de sus emociones, estaba seguro de que no encontraría la fuerza para soportarlo. Y así mismo como ella le había dicho en aquel maldito mensaje que, con gran masoquismo leía todas la noches, intentando encontrar ahí la razón de su abandono, no podía dejar que su mundo, su vida, todo de sí se redujera a ella, porque habían muchas personas que lo valoraban y lo querían mucho más de lo que podía quererse a sí mismo, pensar en ellos y en el dolor que pudiera causarles con esa idea que había estado rondando su cabeza, más veces que las que le gustaría admitir, era lo que lo llevaba a recurrir a los ansiolíticos para poder esta tranquilo cuando en soledad su tortura se hacía más intensa.

Inhaló fuertemente y de otro trago se bebió lo que quedaba en la copa, en la botella aún había un poco y se sintió incentivado a servírselo, pero antes caer en la tentación, se alejó, desviando su atención hacia la ducha, donde se quedaría un largo rato.

Avanzaba por el pasillo cuando sintió su teléfono vibrar en el bolsillo del pantalón y su estúpido corazón se empeñaba en dar un vuelco auspiciado por la esperanza de que fuese Samira quien lo llamara, pero bien sabía que al mirar en la pantalla todo sentimiento de optimismo se iría a la mierda, porque ella no había dado señales de ningún tipo, ni siquiera había actualizado la lista de reproducción que compartían, a pesar de qué él la había saturado con cientos de canciones que trataban sobre perdón, desamor y desesperación.

Después de todo, era el único medio por el que estaban unidos, ya que él intentó con el teléfono, el correo electrónico, la buscó por redes sociales, sin ningún resultado positivo. Simplemente se había disipado como humo, como si nunca hubiese existido.

Como cada nada noche; era su abuelo, para preguntarle si había llegado bien, suponía que él sospechaba que algo le estaba pasando, porque no solía inmiscuirse de esa forma en su vida, pero no quería contarle a nadie por lo que estaba pasando, no deseaba rectificarle a su familia que era un perdedor. Ese único miembro que no encajaba con ellos, ese que echaba todo a perder; una vergüenza, eso era.

Inspiró profundo para que su voz sonara más animada y contestó. Le aseguró que todo estaba bien, a pesar de que su abuelo intuía que algo le pasaba, no tenía la certeza de que Samira lo hubiese abandonado, porque desde entonces había ido tres veces a Santiago.

La primera vez hizo el viaje porque no podía creer que realmente Samira se había marchado a pesar de la nula comunicación y de que Ramona le asegurara que no estaba, necesitó confirmar por sí mismo que era cierto, que su gitana lo había abandonado. Ramona lo recibió y solo le entregó una caja que Samira dejó con los libros que le había prestado de la biblioteca de su abuelo.

Por más que le preguntó si sabía dónde estaba Samira, ella se empeñó en decir que no, estaba seguro de que le mentía, pero ni cómo obligarla a que tan solo le diera una pista. Así que fue a la casa en El Arrayán, dejó la caja, pidió que pusieran los libros en su lugar y regresó a Rio.

La siguiente semana volvió, Julio César y Daniela aceptaron reunirse con él, pero tampoco le dijeron algo sobre el paradero de Samira, estuvo seguro de que también le mintieron. La actitud bastante hostil de ellos; le hacía suponer que estaban al tanto de algo de lo que él no tenía idea y que había molestado a Samira.

Si tan solo tuviera la oportunidad de hablar una vez más con ella y preguntarle qué había hecho mal, en qué se equivocó, porque intentó seguir todas las pautas para tener una buena relación y al parecer terminó arruinándolo. Esa incertidumbre era la gasolina que mantenía vivo el fuego de su constante mal humor.

La última vez que visitó Santiago lo hizo para reunirse con Rafael, fue quien se mostró genuinamente desconcertado, estuvo de acuerdo en que Ramona, Daniela y Julio, debían saber dónde estaba porque ellos eran inseparables y se contaban todo, le prometió que intentaría averiguar algo.

De eso ya habían pasado ocho días y seguía a la deriva, en medio de un caos que nunca llegaba a ningún lado, resoluciones inconclusas que dejaban siempre el mismo sabor agridulce.

En cuanto terminó la llamada con su abuelo, lanzó el teléfono a la cama y se fue al baño, se quedó ahí, bajo la regadera, con el agua caliente cayendo por su espalda y lloraba una vez más, sin sentir las lágrimas.

Muchas veces quería dejar su mente en blanco, pero el problema con su cabeza era que nunca estaba despejada, su cerebro en ese momento era una casa para sus demonios, que ahora eran más numerosos y se alimentaban de sus angustias.

Era consciente de que el demonio más violento era él mismo, sobre todo desde que Samira lo abandonó, se sentía despojado, sentía que algo se había apagado en él y no sabía cómo volver a encenderlo. No conseguía reponerse. Creía que quizá fue que se lo tomó todo muy a pecho, que Samira solo significó un respiro a sus verdaderos miedos, y ahora que se marchó, volvieron a salir a la superficie... Quizá se arriesgó más allá de sus límites y ahora que no funcionó su breve historia de amor todo es todavía peor.

Intentaba recuperarse, pedir una cita con Danilo, contarle lo que le pasaba, pero las sensaciones de rechazo, injusticia y ausencia emergían y no lo dejaban salir del hueco en el que se encontraba.

Salió de la ducha, envolviéndose una toalla en las caderas, regresó a la cocina y abrió la nevera en busca de algo para comer, porque sabía que el dolor de cabeza que no le daba tregua, se debía a que apenas se había alimentado en los últimos días.

En un tazón echó yogurt, arándanos, frambuesas y un poco de granola, de pie junto a la barra, apenas se comió unas cuantas cucharadas, porque ya se sentía adormilado.

Regresó a la habitación, se cepilló los dientes, se puso el pantalón del pijama y se metió a la cama, esperando que la ausencia de Samira no lo atormentara también en sueños.

Samira se sentía como un rompecabezas ambulante que iba esparciendo sus piezas día tras días, resignada a no volver a verlas, resignada a seguir adelante a pesar de que la ausencia de Renato, la hacía ver como si se hubiese tratado de un sueño. Como si el tacto de su piel hubiese sido parte de la más hermosa alucinación, que poco a poco se había ido convirtiendo en una pesadilla, porque no podía olvidarlo incluso cuando debía. Dolía como el día en que vio ese mensaje que se convirtió en el preludio de sus destrozadas ilusiones. Era un dolor casi físico, porque sentía como si tuviese enterrado algo en el pecho y cada vez que respiraba se hundía más.

Creyó que su dolor era demasiado intenso porque le quedaba mucho tiempo para pensar e indiscutiblemente siempre terminaba extrañando a Renato, pero ya llevaba una semana trabajando en una pequeña cafetería en la que no paraba de servir, churros y chocolate caliente y todavía se imaginaba regresando no a Chile, sino a Rio, para buscarlo, se veía a sí misma arrojándose a sus brazos y llenándolo de besos, pero una vez que despertaba a su nueva realidad, el vacío no hacía más que crecer.

Vivía como en un duelo perpetuo, Renato era como una herida que se rehusaba a sanar. Pensar en él la llenaba de una calma momentánea y después, el dolor era tan intenso que llegaba a odiarlo.

Solo en las noches, cuando se metía a la cama con triple cobija hasta el cuello, para sobrevivir al frío, era que se permitía llorar bajito para que Romina y Víctor en la habitación de al lado, no escucharan su sufrimiento, mientras recordaba a Renato con sus manos grandes y delgadas recorriendo las curvas más pronunciadas de su cuerpo. Pensaba en sus labios llenos y las caricias apasionadas que había repartido por toda su piel, en la suavidad de su cabello oscuro, en sus ojos azules y en el último momento íntimo que tuvieron.

Despertó con el pecho adolorido y las lágrimas al filo de los párpados, agradeció que la alarma de su teléfono la sacara de ese momento en que veía a Renato disfrutando del placer que Lara le otorgaba a través de una felación.

Llevaba un par de semanas sin que su subconsciente la torturara de esa manera, pensó que lo estaba superando, pero se daba cuenta de que estaba equivocada porque la pesadilla seguía ahí, constante. Renato junto a la rusa aparecía en sus sueños más profundos; así como también él se apoderaba de los instantes de lucidez con los recuerdos de todo lo que vivieron juntos. Renato en su mente en todo momento, como un fantasma imposible de exorcizar. Como la realización de todas sus culpas y los deseos que debía reprimir una vez más.

Se apresuró a silenciar la alarma, se levantó, acomodó la cama y se fue al baño, donde le fue imposible no derramar algunas lágrimas mientras se duchaba. Veinte minutos después salía de la habitación, ya vestida para irse al trabajo, pero antes prepararía el café.

—Buenos días —saludó Víctor, ya también listo para ir al trabajo.

—Buenos días —correspondió Samira con una leve sonrisa, mientras buscaba las tres tazas para servir café y metió al microondas unos cruasanes de nutella que había comprado el día anterior en el café en el que trabajaba.

Víctor y Romina no querían que les ayudara con los gastos en el apartamento, aún así; ella no podía estar ahí sin dar nada, por lo que utilizó algo del dinero que aún le quedaba, aprovechando que había empezado a trabajar y tendría muy pronto ingresos, para comprar algunos alimentos. Los cuales acomodó en las dependas y nevera, sin decirle nada a ellos, para que no le recordaran que no era necesario que hiciera ese tipo de gastos.

—Hola, muy buenos días. —Romina apareció, intentando abotonarse los puños de la blusa, pero se dio por vencida—. Amor, ¿me ayudas? —preguntó, extendiéndole la mano a su marido que estaba sentado en el comedor redondo de cuatro puestos—. Qué rico huele.

—Es la nutella —dijo Samira, al tiempo que ponía en la mesa el plato en el que estaban los cruasanes. Miró cómo Víctor le abotonaba los puños de la blusa a Romina. Le gustaba mucho la complicidad y amor que veía en ellos. No eran como una pareja de gitanos comunes o como los que ella conocía. Víctor solía ser muy servicial con Romina, él no era de los que se quedaba viendo televisión mientras ella limpiaba, sino que entre los dos se repartían los oficios del hogar, también solían salir cada uno con sus amigos, él no la limitaba en absoluto.

A Samira le fue imposible no pensar, que quizá Adonay podría ser más como Víctor, desprenderse un poco de las estrictas costumbres regidas por el machismo con las que lo había criado su tío Bavol.

En cuanto Romina tuvo abotonados los puños de su blusa, fue hasta la cocina para ayudarle a Samira con las tazas de café. Y luego fueron al comedor a sentarse, mientras desayunaban conversaban del clima, del trabajo y de otras cosas poco relevantes.

Sin embargo, Romina y Víctor se dedicaron fugaces miradas en los que ambos estaban de acuerdo con que Samira había llorado una vez más, a pesar de que ella se esforzaba por mostrarse animada, desde que llegó la habían escuchado llorar varias veces, lucía pálida, a veces melancólica y hasta había perdido unas cuantas libras, lo que le deba un aspecto casi enfermizo.

Al principio supusieron que solo de trataba de la nostalgia que le provocaba venirse a probar nuevos rumbos, pero tras la preocupación que despertó en ambos, decidieron llamar a Ramona para que les explicara mejor la situación. Ella fue muy sincera al decirle que Samira no estaba pasando por su mejor momento y que estaba sufriendo por una desilusión amorosa, pero que no quería decir nada al respecto porque le avergonzaba, les hizo prometer que no le dirían nada para no incomodarla.

No obstante, una noche, ya muy tarde, que la escucharon llorando, Romina salió de su habitación y fue a verla, a pesar de que Samira se esforzó por esconder su estado emocional, no pudo y terminó llorando en los brazos de Romina mientras esta la consolaba con palabras cariñosas y caricias en el pelo, le confesó casi todo lo que había pasado con Renato, porque la vergüenza y el miedo de ser juzgada no le permitieron decirle que fue tan tonta y que echó al fuego su honra.

Se apuraron en terminar con el desayuno porque todos debían ir a sus trabajos. Romina y Víctor se iban en auto, mientras que Samira caminaba las seis calles para llegar al café en el que estaba trabajando.

A pesar del frío, aprovecharía el trayecto para escuchar el libro de superación emocional que Julio Cesar le había obsequiado, se puso los airpods, se ajustó la bufanda y metió las manos en los bolsillos de la gabardina mientras se concentraba en el tema del audiolibro que era sobre el complejo viaje que requería trascender las catástrofes de la vida con valor y resiliencia, ya fuese por el final de una relación amorosa o por un colapso profesional.

Cuando llegó se encontró a Lena, su jefa, a la que, con tan pocos días de conocer, ya admiraba. Ella era una joven de apenas veintitrés años que estaba luchando por ese emprendimiento con el que tenía menos de un año. Samira amaba su pelo teñido de azul, su estilo bohemio y su positivismo que sin duda había trasladado a su negocio.

Tenía a tres personas trabajando para ella, porque era lo que de momento se podía permitir pagar; antes de Samira, solo tenía dos empleados, a Pablo en la cocina y a Javier ateniendo las mesas, mientras que ella misma se encargaba de permanecer en la caja registradora. Debido al invierno, su clientela fue en aumento y por eso requirió de otra persona, fue ahí cuando un día, en una de las largas caminata que Samira daba para no quedarse encerrada llorando, que vio entre tantos locales bohemios del barrio Malasaña, el cartel en el que solicitaban personal.

Lena no le hizo muchas preguntas, ni exigió tantas cosas, solo le pidió que fuera al día siguiente muy temprano porque era la hora de más clientela. Al parecer, los visitantes en su mayoría provenientes de la zona, sentían cierta debilidad por los churros que ahí se preparaban y que, según Lena, eran la receta tradicional de su abuela materna.

—Buenos días, Lena —saludó sonriente, al tiempo que pausaba el audio libro, luego se quitó los auriculares.

—Buenos días, Samira —respondió con una sonrisa mientras abría la puerta. Le agradaba la chica nueva, porque siempre llegaba antes de la hora, lo que le era bastante beneficioso porque le ayudaba con los preparativos previos a la apertura; además, tenía una personalidad bastante encantadora, atendía con gran entusiasmo y amabilidad, era servicial y enérgica.

Samira pasó al fondo, donde estaba un perchero y un armario en el que dejaba sus cosas, se quitó los guantes, el gorro, la gabardina, se cambió el jersey por la blusa del uniforme, se puso el delantal y se guardó el móvil en el bolsillo.

Lena le permitía tenerlo y usarlo, siempre y cuando no hubiese muchos comensales. Cosa que pasaba a eso de las once de la mañana, cuando la demanda de churros, magdalenas y chocolate caliente menguaba un poco.

El nuevo proceso de adaptación no estaba siendo para nada fácil; primero, porque seguía pensando en Renato, flagelándose a sí misma con alevosía. Quería verlo, aunque fuese una última vez, luchaba constantemente con sus ganas de echar su dignidad a la mierda y volver, enfrentarlo, gritarle cada reproche que había estado pensando desde que se montó en el avión y se arrepintió de no escupirle a la cara todo lo que había descubierto; por otro lado, intentaba adaptarse a un nuevo estilo de vida, aprender el significado de los nuevos modismos que a veces la dejaban en blanco y debía buscar ayuda con Lena para que le dijera el significado de algunas palabras.

A mediodía Lena aprovechaba para ir a su piso que estaba a un par de calles, necesitaba darle de comer a su gato, que ya Samira lo había visto en fotos, era un hermoso angora turco blanco con un ojo azul y otro verde. Lena hablaba de Gatsby como si se tratara de un niño, incluso le contó que su nombre se debía a que su libro favorito era El gran Gatsby.

Verla tan animada, le hizo tener la resolución a Samira, que una vez que se mudara a un lugar que fuese solo para ella, adoptaría uno, para así no sentirse tan sola, necesitaba un confidente a quien contarle sus penas y alegrías. Ya que, por arriesgarse al amor, había perdido a su mejor amigo; sí, tenía a Ramona, a Julio César y a Daniela, pero ni siquiera con ellos había creado esa complicidad que creó con Renato.

Lena se despidió, diciendo que volvería en una hora, Samira terminó de limpiar y organizar las mesas y fue a sentarse detrás del mostrador, junto a Javier, quien de momento se quedaría encargado del café en ausencia de la dueña.

Pablo también aprovechaba para salir de la cocina y sentarse con su portátil en uno de los taburetes de la barra de madera que estaba contra la pared al final del pequeño local. Agradecía esos momentos libres para adelantar de su otro trabajo como desarrollador web. Por supuesto, Lena se lo permitía porque él se había encargado de crear la marca digital y llevar el marketing del café.

Ya a esa hora un vacío empezaba a instalarse en el estómago de Samira, precediendo a la emoción cargada de culpa que se despertaba con la llegada de una notificación, esa que de alguna manera mantenía a sus esperanzadas agonizando. Se moría por morderse las uñas, pero no podía hacerlo, no era higiénico, sobre todo porque trabajaba manipulando alimentos. Javier le hablaba sobre la fiesta a la que fue la noche anterior, pero Samira no podía escucharlo, su voz no era más que un lejano eco que se perdía entre los latidos desaforados de su corazón.

Trataba de no parecer una obsesa mirando la pantalla de su móvil, ni una maleducada por no estar prestando atención a lo que le decía su compañero de trabajo; sin embargo, cuando sintió la vibración de la notificación dio un respingo y el corazón se le saltó un latido, de inmediato desplegó el visor para ver el mensaje.

«Renato ha agregado una nueva canción: Baja la guardia, Santiago Cruz»

Por supuesto que no iba a entrar en la aplicación para no ponerse en evidencia, pero de inmediato memorizó el tema.

—Disculpa Javier, voy al baño, ya vengo... —le dijo saltando del taburete en el que estaba sentada, casi corrió al baño que quedaba al otro lado del salón, al lado derecho de donde se ubicaba la barra en la que estaba Pablo, quien le dedicó una mirada de reojo.

Samira sabía que ya ellos estaban seguros de que a esa hora siempre recibía un mensaje importante; después de todo, eran pocos sus contactos, pero siempre a esa hora corría a encerrarse en el baño y algunas veces salía con evidentes huellas de llanto, pero todavía no le tenían la confianza suficiente para preguntarle qué era eso que la emocionaba al punto de hacerla llorar.

Se sentó en la tapa del retrete y buscó por fuera la canción. Renato seguía día a día, agregando una canción al despertar, algo que para ella era el método de tortura más cruel que pudiera existir.

Una pequeña parte de su ser le susurraba que creyera, le pedía que se comunicara con él para aclarar las cosas como adultos, pero el miedo a descubrir que su abuela, su madre y sus cuñadas siempre tuvieron razón sobre lo que los payos buscaban en las incautas gitanas era más poderosa. Muy en el fondo no quería odiar a Renato y sabía que eso pasaría si llegaba a tener la certeza de que para él solo fue el cheque de cambio por toda la ayuda que le prestó.

Sí, ella había cedido, tomó sus decisiones conscientemente, quiso estar con él y darle mucho más que su amistad, pero en ese punto no sabía si fue manipulada, si él siempre supo cómo jugar sus cartas para que fuese ella misma quien cayera en la trampa.

Entró a otra aplicación para escuchar la canción, ya con un nudo en la garganta porque estaba segura de que la letra tocaría las fibras más sensibles de su ser.

No sé cuántas veces puedas repararte la ilusión,

Sé que te estás sintiendo muy herida

Nunca he sabido como hacer las cosas,

Colecciono amores y derrotas,

Y hoy le doy nombre a tu dolor...

https://youtu.be/l-bQKxvW9jU



Enseguida las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas a pesar de que usaba una esquina del delantal para secarlas, pero eran tan abundantes que no le daba tiempo de deshacerse de todas.

Se mordía fuertemente el labio para no sollozar y que sus nuevos compañeros escucharan su sufrimiento. Era tan masoquista que sabiendo que cada canción la hacía llorar no podía esperar para escucharla. Sorbió fuertemente y luego agarró una bocanada de aire, en busca de calma y valor, con dedos temblorosos pausó la canción, no tenía caso escucharla si no cambiaría nada.

En un arranque de rabia e impotencia, pulsó la aplicación de música donde estaba la lista de reproducción que compartía con Renato, consideraba que era momento de cortar el único hilo que la unía a él. Presionó hasta que la aplicación le preguntó si estaba segura de eliminarla, tragó grueso y con la mirada borrosa por todas las lágrimas que acudían raudas, miraba ese «Sí-No»

Apretó fuertemente los dientes y los párpados.

—Mierda... —masculló en medio de un sollozo cargado de impotencia y terminó pulsando «No». Por más que quisiera aún no estaba preparada para sacarlo definitivamente de su vida—. Soy tan estúpida —chilló, limpiándose con los nudillos un hilillo de mocos y lágrimas que se escurrió por su labio superior—. Estúpida... No quiero odiarte, pero sé que tengo que hacerlo para poder olvidarte...

—Samira. —El llamado a la puerta hecho por Javier hizo que ella diera un respingo.

—Sí, sí... ya voy, enseguida salgo —dijo toda azorada y con la voz ronca, con movimientos nerviosos y torpes se guardó el móvil en el bolsillo del delantal al tiempo que se levantaba.

—¿Estás bien? —Su voz se dejó escuchar amortiguada al otro lado de la puerta.

—Sí, sí, ya salgo, en un minuto —hablaba al tiempo que sus manos acunadas se llenaban de agua.

—No, no te apures, solo quería saber si te sientes bien.

—Estoy bien, gracias... —Se llevó las manos a la cara, esperando que el agua bastante fría ayudara con la ligera inflamación de sus párpados y su nariz sonrojada.

—Bueno, tranquila. Tómate el tiempo que necesites.

Samira suspiró aliviada porque no tenía que salir enseguida; no obstante, daría lo que fuera para saber cuánto tiempo era que necesitaba para reponerse al dolor, cuánto tiempo se llevaría en sanar las heridas en su corazón.


MENINAS: Como dice en la descripción, esto solo es el borrador del tercer libro, aún no tiene edición ni corrección, tampoco estará completo aquí, sino en Amazon. Esto es para las chicas que no tienen facebook y no pueden leerlo en el grupo Sras. Garnett 

Sin más, espero que disfruten y dejen sus comentarios que me animan a seguir. ¡Besos!

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