16
Sin abandonar su postura, Rorro tomó el volado inferior del vestido color limón de su damisela en apuros. Con extenuante lentitud lo levantó, rozándole la piel, erizándola por completo.
Removiéndose en el sillón, el cuerpo de Emma se mantenía cautivo de las piernas y el cuerpo fornido de su atacante.
— ¿Así que estás jugando a la nena sexy? — ronco, hurgueteaba en la mente femenina.
— No — respondió pestañeando, altiva.
El vestido, recalaría finalmente en torno a sus caderas, frunciéndose en varios pliegues. En llamas, su pubis gritaba esperando una resolución. Ninguno de los dos tenía ansias de detenerse.
— Te gusta ser traviesa, ¿no?
Emma hizo un puchero con la boca, arrastrándolo al límite.
— A ver si esto también te gusta — sugerente, sus dedos recorrieron el ombligo de Emma, pasando por debajo de la tela amarilla del vestido.
Las aletas de su nariz se abrieron, buscando oxígeno sin aroma a sexo. Fracasando estrepitosamente, ella se encomendó a ser una espectadora de lujo.
Curiosos y vivaces como su dueño, los pulgares de él transgredirían la barrera propuesta por la ropa interior femenina.
Inclinando su torso, dejando espacio suficiente para que su brazo maniobrara, Rodrigo no podía contener por mucho más su excitación. Cualquier atisbo por mantener la compostura de horas atrás, sería en vano.
Su mano escribía promesas en su monte de Venus; suavemente, la yema de su pulgar y su índice, vagaban con destino cierto. Un gemido brotó de la garganta ardiente de Emma, desesperada y locuaz. Aferrándose a la tela suave del sillón, creyó rasgarla con su propio amarre.
La sonrisa, masculina y siniestra de Rodrigo, le esclavizaban los sentidos.
— Creo...que...me...va...a...gustar...mucho — anticipándose al plan pergeñado por él, ella exhaló en sus labios.
Jalando de ellos, Rodrigo la arrastraba a la orilla, preparándola a lo que vendría.
De a poco y con tibieza, su cuerpo etéreo se amoldaría a la intrusión de los dedos anchos y firmes de su compañero. Vulnerándola, su ingreso era más y más consensuado. La humedad lo permitía, con el palpitar de sus pliegues femeninos dejándose llevar.
Presionando su mandíbula con fuerza, Rodrigo absorbía su propio deseo carnal al verla tan lista y entregada. Un estúpido ego machista circundó su mente. Un tonto sentimiento de propiedad inundó su corazón.
Las rodillas de Emma estaban incontenibles, meciéndose debajo del miembro duro y retenido de los jeans de Rodrigo sentía su espina, partirse en dos.
Rodrigo oía el modo en que los dientes de ella rechinaban y las chispas de sus ojos eran doradas como la llama intensa que flameaba en su vientre. Deliciosa, confortable y agradecido, su cuerpo lo cobijaba.
— Me gusta el color de tus ojos cuando estás excitada — pausado, sin perder la calma, disparaba quemándole la carne.
Trémula, la entrepierna de Emma veneraba más y más la invasión deliberada de aquel hombre que la hacía perder la conciencia con solo mirarla. La expectación, la curiosidad, el hambre por darle aquel ansiado orgasmo, se arremolinaban en el cuerpo de él con una fuerza centrípeta incontenible.
Ardiente, Emma sentía que la sangre le corría por las venas con la fuerza de la lava, llagando todo a su paso, derritiéndolo a su merced. La sensación de escalar cada vez más rápido hacia la cima era incontenible. Un cosquilleo minúsculo recorrió su piel ardida y sonrojada, atrapándola entre sus garras.
Insistentemente, sus dedos sabios, empujaban más y más hacia adentro, rehundiéndose con mayor facilidad a su paraíso interior.
Echando la cabeza hacia atrás, con fuertes latigazos, el cuello níveo de Emma se exponía a ser vulnerado. Aceptando la invitación, Rodrigo lo rasparía eróticamente con el filo de sus dientes.
Exhalando un grito de placer, agudo y sensual, ella estaba cerca, quizás demasiado, al borde de morir incendiada en aquella hoguera encendida, adrede, por ese hombre de ojos verdes tan expresivos.
Respirando con dificultad, Emma jadeaba intentando mantener el control de su propio cuerpo, de cada una de sus hormonas. Sin embargo, con la traición de su ser pendiendo del abismo, se rindió ante su encantamiento. Rorro fijó su mirar en el modo en que ella cerró los párpados, con rudeza, acatando la intrusión, para cuando un corcoveo automático la dejó sin aliento; como las olas del mar, redondeó su espalda liberando un orgasmo tan buscado y tan encontrado. Rodrigo obtuvo de su parte un gemido exhausto como corolario de ese instante, que retumbando en su oído, convirtió sus entrañas en cenizas.
Espasmos dulces arrinconando cada célula de su espíritu, caricias atrapando su necesidad, y palabras ilusionándole el alma, era todo aquello que Rodrigo era capaz de brindarle en esos minutos de desesperante tortura.
Sus ojos canela, cerrados con fuerza, retenían cada segundo de placer. Finalmente caerían rendidos, como todo su cuerpo, ante la corrupción impuesta por Rodrigo, que con una sonrisa incandescente, abandonaba su accionar, refugiando su aliento en las hebras de la melena caramelo de Emma, alborotada sobre el sillón.
Sin embargo, un último gesto, rompería con cualquier análisis: arqueando su ceja pecaminosamente, él le repasó los labios con dedos exploradores. La lengua ávida de Emma no fue menos al lamérselos, con su gusto salado y su propio aroma a orgasmo letal.
— Sos una depravada — desde el fondo de su garganta, las palabras de Rorro tronaron en la tormenta de su desenfado femenino.
Gentil, éste posaría un beso en la punta de su nariz; a posteriori, acomodó la tanga de su víctima para luego, hacer lo propio con el vestido color limón. Él continuaba conteniendo sus impulsos para hacer de su encuentro algo más que una noche de pasión.
Saliendo del sofá, giró frente a ella. Poniendo sus brazos en alto, se estiraba. Rotaba su torso, aflojaba la tensión de sus hombros.
"Y ganaba tiempo", pensó para sí mismo.
Hecha un ovillo de hormonas, las piernas le pedían socorro. Acababa de tener un orgasmo demoledor, en el sillón de su casa y cuando menos lo preveía. Con la fuerza restante, poca pero suficiente, tomó asiento sobre un cojín para reseguir el andar de su secuestrador de sentimientos.
Primero, iría al baño. Permanecería allí solo unos segundos, pensando, agitado.
Acto seguido, tomó su billetera de la mesa, las llaves de su moto y por último, dobló en el pliegue de su brazo, la campera de cuero.
Llena, adormecida y somnolienta, con una sonrisa plasmada en su bello rostro, Emma recibiría un beso sobrio en la cabeza antes de su partida.
— Espero que lo hayas disfrutado — pudiendo responder solo con un sonido generado entre la nariz y el paladar, ella cerró los ojos y con esa acción, un nuevo capítulo.
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Con el dolor de cada pedacito de su cuerpo, el culpable de aquel arrebato tenía nombre y doble apellido: Rodrigo Montero Viedma. Moviendo el cuello de un lado al otro, sentándose en el sofá, retuvo en su mente aquellos minutos de inconfundible placer.
Nuevamente, sus labios se curvaron agradecidos.
Pero Rodrigo ya no estaba. Y ya lo extrañaba.
Generoso, el goce sería solo de ella. Húmeda, con el sabor de su propio cuerpo en los labios, fue al baño deseosa porque el agua emulase la suavidad de sus caricias. Dejándola caer estrepitosamente sobre su figura, revitalizaba su sed de Rodrigo.
Como un oasis, él aparecería en su vida desértica e infértil para sembrar esperanzas. Abrazándose a sí misma, debajo de la lluvia de la ducha, se entregó a la posibilidad de contemplar a la ilusión como una herramienta para salir adelante.
Quitando el vapor del espejo con el puño cerrado, vio luz en su rostro. Un color distinto en las mejillas, un color canela más intenso en su melena enmarañada. Renovada, tuvo ganas de llorar, pero de alegría.
Estaba viva y la plenitud de aquel descubrimiento la reconfortaba.
Inspirando con una mueca contenta en su rostro, peinaba su cabello, el cual conservaba el aliento abandonado por Rorro durante la contienda nocturna. Él desarmaba sus murallas haciendo añicos de aquellas dudas iniciales. Lucía tendría que estar al tanto de esas nuevas sensaciones y del final diferente que su mente daba a su pesadilla recurrente.
Una tormenta de verano apodada "Camaleón" arrasaba con sus defensas, vulnerándola, dejándola desnuda frente a la clara realidad: estaba enamorándose perdidamente de él.
Su corazón lo sabría desde el primer minuto en que lo vio en la cárcel; sin embargo, su cabeza, más cauta y temerosa, no deseaba reconocerlo.
Pero ya no podía tapar el sol con un dedo.
Con el ruido de su estómago alertándola por la falta de alimento desde la noche anterior, tomó fiambre de la heladera y unas rebanadas de pan. Sentándose en una de las sillas de la cocina, mezcló sus ojos con la espesura de las nubes.
La noche presagiaba un nuevo frente de lluvias intensas; el calor era agobiante aunque no tanto como el experimentado por su entrepierna horas atrás. Bebiendo agua, intentó apalear el recuerdo caliente de los dedos intrusos de Rorro dentro de sus pliegues; de sus masajes impúdicos y demoledores. Pero no sería sólo sexo: él se convertiría en el primer hombre que lograba crearle una sensación de confort consigo misma jamás experimentado.
Con medio sándwich en el plato y masticando de a un bocado pequeño por vez, fue hacia la sala, identificando de inmediato aquella caja de estampado liberty en la cual atesoraba aquellas cartas manuscritas dirigidas a su madre. En ellas, anhelaba respuestas; en cada línea buscaba explicaciones. Metódicamente guardadas por fecha, evidenció la evolución de su caligrafía, el tenor de sus reclamos y la paz que de a poco llegaba a su espíritu.
Ese momento, sería el preciso para continuar con aquel proceso de introspección personal.
Tomando una hoja de su cuaderno y la pluma de empuñadura de plata labrada que Ruth le regalaría para su graduación, se ubicó siendo espectadora, otra vez, de esos rayos lejanos que se colaban por el cielo fulgurante.
"Mamá: sé que no te he escrito por mucho tiempo. Ocupaciones, desencuentros, mudanza y sobre todo, mucha soledad, fueron los pretextos principales para no hacerlo. Sin embargo, hoy no quiero escribir con el ánimo derribado; por el contrario, quisiera que estés a mi lado para confesarte que por primera vez creo estar enamorándome de un ser especial. Se llama Rodrigo y aunque no tiene una reputación perfecta ni un pasado brillante, me hace feliz con sus acciones.
Es atento, considerado y paternal. Tiene una hija, Valentina, a la que desea ver con todas sus fuerzas. Lo estoy ayudando para cumplir con ese sueño. Y me hace feliz a mí poder hacerlo.
Yo creo en su inocencia; basta ver el brillo de sus ojos cuando habla de su difunta esposa para saber que no fue quien ocasionó su muerte. No obstante, ha purgado su condena y está libre e intentando empezar una nueva vida. Me ha permitido entrar en ella de modos distintos, y aunque esto recién comienza, mis esperanzas se alimentan de esas pequeñeces que engrandecen el alma.
Quisiera que estés aquí para que seas testigo del modo en que me protege, lo bello que es y el humor tan irónico que tantas carcajadas me genera. Es pulcro en su aspecto y en sus dichos; trabajador y responsable, consiguió un puesto en el restaurant de Camila.
Sé que nunca te gustaron los chicos en motocicleta, te daba pavor cuando veías alguno por la calle haciendo piruetas. Yo me subí a su moto, y no sentí miedo en absoluto... ¿sabés por qué? Porque estaba con él. Y siento que cuando estoy a su lado, nada malo puede sucederme. ¿No es eso fabuloso? ¿Acaso no es eso el amor? ¿Sentir que uno es protegido contra viento y marea ante cualquier adversidad?
Mami, hoy te escribo con la fantasía de que escuches mis palabras, de que estés en paz, sabiendo que trato salir adelante.
Siempre estarás en mis pensamientos y sé que no he sido muy buena hija. Pero te amo, y siempre lo haré a pesar del triste final al que has llegado..."
Con una lágrima surcándole la mejilla, una sonrisa era el final más apropiado para esas líneas repletas de emoción y optimismo. Doblándola como las otras, prolijamente, esta carta era dispuesta detrás de la última, que tenía fecha de siete meses atrás.
El sonido de su celular rompería el silencio solo vulnerado por su respiración y algún que otro trueno lejano.
Era Rodrigo, y su rostro se iluminó.
"¿Despierta? Yo terminando de preparar "Nigiri" ¿Sabés que lo probé y no me gustó? Nunca había tenido la oportunidad de comer un plato así...y me he dado cuenta que el pescado crudo, no es lo mío. ¿Puedo decirte que te extraño? Paradójicamente, es ridículo extrañarte cuando te vi no hace muchas horas atrás..."
Estupefacta, su boca dibujo una O gigante, tan grande, que temió que su mandíbula no cayera al piso y se quebrase.
Rodrigo ya estaba en Hunton House cuando formuló aquel mensaje; con una sonrisa bobalicona y la satisfacción de sentir cosas extrañas pero agradables en su pecho. Él estaba acostumbrado a reprimir sus emociones, a excepción de los momentos en que escribía a Valentina, donde los tapujos y la vergüenza no existían.
Frenética, Emma comenzó a esbozar una respuesta, aprovechando la inspiración literaria surgida con la carta a su madre minutos atrás.
"Me he levantado hace buen rato, estoy bañada y con la cena a medio deglutir. Has dejado marcas en mi cuerpo, tales como cansancio y expectativa. Supongo que ese también es un modo de extrañarte...¿no?"
La respuesta no se haría esperar porque Rodrigo estaba alerta. Flavio, su compañero de cocina, lo codeaba insistentemente para que le contase el por qué de semejante gestualidad. Pero Rorro era cauto, y fiel al estilo de supervivencia adoptado en el penal, daría vagas explicaciones.
"¿Solo me extraña tu cuerpo?" guardando el aparato en el bolsillo de su jean continuó picando cebolla.
Acomodándose en el sofá, ella no tardaría en contestar a su chanza.
"en absoluto..." leyó Rodrigo impaciente por continuar, pero Bautista Hunton no tenía un buen día y exigía rapidez en la preparación de uno de los platos.
Controlándose en la medida de lo posible por no recibir respuesta, Emma engulló uno de los últimos trozos de sándwich, tan solo para abstraerse de que necesitaba imperiosamente seguir conversando con él.
El parpadeo y el ruido ronco de un mensaje entrante, la pondría en jaque nuevamente.
" No me distraigas más! Tengo que seguir trabajando...sino no podré obtener buenas referencias por parte de mi jefa"
Una pizca de celos en imaginar lo privilegiada que estaba siendo Camila al tenerlo cerca, punzó su estómago. Y se lo hizo saber indirectamente.
"Ojo con tu jefa...ella es muy sexy"
Mirando de reojo, viendo que nadie se encontraba a su alrededor, Rodrigo tecleó un rápido mensaje:
"Prefiero las de cabello canela y ojos encendidos...", sonrió por su picardía al pulsar enviar.
Emma maldijo, sabiendo que volvía a tenerla en un puño otra vez.
"...y yo los musculosos hombres con tatuajes enigmáticos en su pecho" resumió quedándose en una vaga descripción de todo aquello que aún era una duda.
Como una adolescente, se removió sobre los almohadones del sillón imaginando sus respuestas, alimentándose de ese juego no tan inocente y sumamente necesario.
"Muy observadora ha resultado ser, licenciada. Espero que todo aquello que pueda seguir viendo le resulte tan interesante como mi tatuaje"
Abanicándose con una hoja de papel, esta conversación la acaloraba.
"Todo lo que tengas para ofrecerme me resultará interesante. Dalo por descartado"
Mordisqueó sus uñas, expectante por un mensaje más. Pero el idilio llegaría a su fin; Rodrigo estaba trabajando y necesitaba estar con todos sus sentidos alerta y no coqueteando con su tutora.
Impulsada por las solapas abiertas de aquella caja en la cual guardaba el cuadro con su diploma de graduación, rebuscó entre las cosas que todavía estaban dentro. La ayuda de Rodrigo llegaría recién el lunes.
Platos y fuentes de vidrio, un juego de vajilla completo de su abuela Gilda, platería antigua obtenida de un negocio de San Telmo próximo a Hunton House en una tarde de depresión y tazas sin pareja que eran de su época de estudiante, formaban parte de aquel circo de colores, texturas y elementos de cocina que se dispuso a observar.
Con recelo, las envolvió de nuevo con papel de diario para colocarlas en otra caja, rotulada con la leyenda "para regalar". Eran objetos sanos que un asilo bien podría necesitar y ella, en esta nueva etapa de su vida, ya no.
Prosiguiendo con la segunda caja, numerosos libros, escritos y viejos textos, encontrarían finalmente lugar en una repisa ya instalada en su habitación, que hasta ese preciso instante, sólo acumulaba tierra.
Al volver la vista hacia atrás miró a la cama con sábanas revueltas; sonrió pícaramente, recordando el modo sensual de desvestirla, la mirada lujuriosa de Rodrigo y su dureza luchando contra sus jeans primero y contra su bóxer, después.
Pasó los dedos por sus labios arrastrando el ardor de sus besos intensos.
Dibujando una mueca satisfecha, lo imaginó probando "nigiri y a su rostro fruncido al momento de rechazarlo. Meneó la cabeza, disfrutando de su fantasía.
La tercera caja era quizás, la de contenido más sentimental: álbumes, cartas de su abuela, dibujos hechos en su infancia los cuales permanecerían imantados en la heladera hasta la muerte de su madre y un par de casettes con canciones interpretadas por ella.
Durante años, ese cúmulo de recuerdos se habrían mantenido encerrados tras esas paredes de cartón, más precisamente desde sus 18 años, cuando decidió mantener cautivo ese botín, hasta que tuviese la suficiente valentía de abrirlo y enfrentarse a aquel sórdido sentimiento de despojo.
Esa noche era quizás el momento indicado para liberarse de los fantasmas del recuerdo. Esa noche, se sentía fuerte y en aspecto, indestructible.
Arrancando las cintas que por el paso del tiempo se adherían con mayor persistencia, respiró hondo, incorporando un poco de coraje extra. Abriendo las aletas, se sumergió en el pasado, para comprender que debía alejarse de él para acercarse a un futuro.
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