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II: La inflación y su relación con el precio de las tortillas

El metro avanzaba en dirección a indios verdes y la gente que vendía dentro del vagón se encontraba anunciando sus productos, mientras yo me encontraba pensando en Sadie, la chica rubia. No era estúpido y sabía que lo que la hacía diferente a todas las personas de la preparatoria, era el dinero. No sabia por qué, pero aunque la gente rica se vistiera como cualquier persona normal, se veia distinta, se notaba que no eran de la misma clase social que otros. No sabía si eran por los rasgos físicos o por algún tipo de aura que los delataba.

Después de conocer a Sadie, tuve algunas clases interesantes como psicología y derecho. Tenía claro que quería estudiar algo relacionado con el área social pero no sabía que carrera escoger, me encontraba entre derecho y contaduría, incluso estaba pensando en estudiar las dos carreras al mismo tiempo pero dudaba de si seria una buena idea.

Anahi, mi mejor amiga, vivía cerca de la escuela, así que se iba en bici hasta su casa pero Caleb y yo vivíamos hasta la otra punta de la ciudad. No colocamos bien nuestras opciones para el examen de colocación y terminamos tomando clases en la zona sur de la ciudad de México.

Caleb y yo regresábamos juntos a nuestras casas en los primeros semestres, pero a partir del 4to semestre, él comenzó a dar clases de tailandés, así que se quedaba en la escuela hasta tarde.

Así que, como yo no tenía nada que hacer en la preparatoria, me iba en cuanto terminaban las clases. Era un trayecto largo, de más o menos 1 hora y media.

Tenía puesto un audífono y escuchaba a hombres g, pero claro, siempre manteniendome atento a mi alrededor.

Aunque iba algo apretado en el vagón, podía ver mi reflejo en la ventana de la puerta del metro. Sentía que mi apariencia era demasiado promedio.

Era moreno bronceado o algo así, a veces, mi mamá y mi abuelita me decían que cuando era bebé era más blanquito y que incluso tenía los ojos claros, pero como empecé a jugar en el rincón del patio donde más pegaba el sol, termine volviéndome moreno. En algún momento, me llegue a odiar por haber hecho eso, ya que el color de mi piel me había traído más problemas que cosas buenas.

Tenía cejas gruesas y pobladas, cabello negro. Media 1.65 cm, lo que a veces me acomplejaba, pues sentia que no imponia demasiado con esa estatura. Usaba gafas pero a veces no las llevaba a la escuela para darme un aspecto distinto. Mi sonrisa no era perfecta pero no tenía problemas en mostrarla, tenía los colmillos ligeramente arriba de los otros dientes.

En lo que pensaba todo esto, llegué al final de la línea. Lo bueno de bajar al último era que no tenías que empujar para salir, lo malo era que si te quedabas dormido, a veces la gente no te despertaba y te quedabas en la bodega de trenes. Nunca me pasó, pero Anahi juraba que a un amigo de su primo le ocurrió y que vio a la rata gigante del metro y escucho los llantos de los aztecas.

Baje de la línea con toda la gente, subí las escaleras rápidamente y me dirigí al andén dónde estaba la combi blanca que me llevaría a mi casa. Antes de subirme, oculte mi celular y audífonos en un bolsillo secreto de mi sudadera y prepare un celular antiguo cerca de la bolsa delantera de mi mochila. Ya me había tocado vivir un asalto, pero como iba dormido, no me quitaron nada pero no sabía si volvería a contar con esa misma suerte.

Después de un viaje de 30 minutos en combi, llegué a mi casa... Bueno, en realidad era la casa de mi querida abuela Adela. Era una casa en las faldas de un cerro, que estaba  pintada de un color amarillo brillante y tenía una tienda de abarrotes, en la que mi mamá y yo vendíamos lo básico.

Abrí la puerta de mi casa, me llegó el olor a enchiladas y en seguida ví a mi mamá en la cocina, usando la licuadora.

—Hola mamá, ya llegue —Salude, compitiendo con el sonido de la licuadora. Deje caer mi mochila al lado de la sala. Mi mamá me miró con cara furiosa.

—Una no puede tener la casa ordenada porque llegas y haces tu desmadre —Me dijo y me lanzó una mirada llena de enojo. Sus ojos oscuros brillaban de coraje.

Suspiré y recogí la mochila.

Me acerque a mi mamá y le di un beso en la mejilla, me fui a mi pequeño cuarto y avente la mochila en un rincón, para regresar con mi mamá. Quería platicar.

—¿Dónde está mi abuelita?—-Le pregunté, mirando como cortaba la cebolla con rapidez. Estaba seguro de que ella podría ir a Master chef y ganar sin ningun problema.

—Salio al mercado —Contesto mi mamá, sin dejar su tarea. Me di cuenta de que estaba sin hacer nada y le pregunté que en que la podía ayudar, solo me pidió que fuera por medio kilo de tortillas.

Me quite mi sudadera, dejando al descubierto mi camisa blanca con un estampado ridículo de dragón ball. Esperaba poder ir a comprar más ropa la siguiente semana y deshacerme de esa estúpida camisa.

Salí de mi casa y comencé a caminar hacia la parte baja del cerro, cuidando en no pisar ningún deshecho de algún animal. Me encontré a un perrito callejero al que a veces le alimentaba, que me acompaño en mi recorrido.

Mi mamá se llamaba Claudia y en algún momento mientras estudiaba el bachillerato, se enamoro de mi papá y quedó embarazada de mi. Según me contó mi mamá, mi abuelita Adela se enojo tanto que le dio diabetes y casi termino muriéndose de una embolia, después de eso, la dejo quedarse en la casa con la condición de que buscara un trabajo para mantenerme, fue así como empezó a vender cosas por catálogo y logro poner la tienda de abarrotes.

Mi papá venia de Oaxaca, en busca de un trabajo para poder mandarle dinero a su mamá y a sus hermanas pequeñas, cuando conoció a mi mamá y la embarazó. Poco después de eso, el regreso a su pueblo y nunca se enteró que mi mamá estaba embarazada. Ella nunca quiso contactarlo, pero yo trate de ir a buscarlo cuando cumplí 15 años,  pero ni siquiera sabia en que parte de Oaxaca vivia y tampoco tenia una identificación oficial para comprar el boleto de autobus. Tampoco sabia el nombre de mi abuela ni el de mis tías.

Bajando el cerro e imaginando como sería el rostro de mi abuelita paterna, me deprimí. En cuanto tuviera 18, iría a buscar a mi papá a Oaxaca.

Llegué por fin a la tortillería y pedí el medio kilo. El señor de la tortillería me saludo y me dijo:

—Son 5 pesos. La siguiente semana el kilo sube a 13.

Suspiré y entregue la moneda. Aunque solo subiera 2 pesos el kilo de tortillas, me dolía, porque eso significaba que todos los precios se dispararían.

Tome una tortilla, la corte a la mitad y le di una parte al perrito que me seguía, la acepto gustoso y me lamió la mano.

Volvimos a subir el cerro, el perrito y yo, mientras el sol me pegaba con fuerza en la espalda. Otra vez me iba a quemar los brazos y la gente, de nuevo, me iba a tratar como asaltante.

Resignado, patee una piedra y solo pedí que el bloqueador solar funcionara y que está vez, no fuera solo un placebo.

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