V
Cuando despierto, aún estoy en el auto.
Mi cabeza duele y no sólo por la pelea. No es necesario que mire a mi compañero. Ya he memorizado su imagen. Es joven. Su pelo es delgado y corto. Sus ojos son oscuros. Trato de retener el color exacto, pero fracaso, quizás producto de su poder. Sus facciones son finas, casi como las de uno de nosotros. Aun así, no me olvido de lo que es: un hierro, un humano cuya absoluta falta de empatía con la magia le hace letal. ¿Cómo llegó a ser así? La mayoría de los de su clase deben pasar los sesenta años antes de llegar a ese estado. Él no puede tener más de veinte. Ahí debe haber una historia interesante.
Conduce bien; casi no siento el camino. Evito manejar, aunque mi padre nos enseño cuando éramos muy niñas. Mi pierna no se mueve bien y eso de manejar automáticos suena demasiado cómodo para mi.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —le pregunto sin mirarlo.
—Peter —dice fríamente.
Me niego a aceptar esa respuesta.
—Todos se llaman así —le contesto—. Es un nombre clave: Wendy, Peter, Hook. Disney no te bautizó, tu mamá sí. Dime cómo te llamas.
Me mira y por un segundo adivino una sonrisa pero la ahoga y prende la radio. Trato de identificar la canción, pero no puedo. Dos guitarras, una de doce cuerdas. Son dulces. La voz del cantante es gruesa, inapropiada de cierta forma, pero de alguna manera completa la ecuación. Estoy tranquila. El agente no es mala persona. Sabe que la música aminora el efecto que tiene sobre mí y, aunque no me haya querido decir su nombre, lo perdono un poco.
Damos vuelta alrededor del viejo barrio universitario. Ya no hay estudiantes en las calles: mendigos y perros callejeros iluminan la oscuridad. Sé dónde estamos: el Asilo de Santa Pandora para criminales desequilibrados. Es un lugar de pesadillas con paredes pintadas de cínico blanco invierno. Mi padre trajo a mucho a este lugar, en su mayoría gente del otoño.
—Isabela nos espera dentro —dice Peter—. Mis órdenes también la incluyen a ella.
Si uno visita el asilo de día verá a pacientes tomando el sol, sonriendo, recuperándose. Sí, hay pacientes que no han llegado demasiado lejos y pueden sanar. Pero Santa Pandora guarda secretos escondidos en cortinajes de ilusión.
El edificio es un pequeño búnker, pero es necesario verlo un par de veces para darse cuenta de que hay vigilancia y seguridad en cada rincón. Agentes armados custodian las esquinas. La puerta que separa el mundo normal de esta fortificación es de acero anciano, un material que tiene memoria y sabe bien cómo repeler a los subterráneos.
Cruzamos el patio y nos metemos en un estrecho pasillo, iluminado cada tres metros por un débil neón. Las puertas negras me hacen temblar. De algunas de ellas brotan palabritas sueltas en idiomas que no puedo entender; en otras escucho música. Violines quizás, pero no puedo estar segura.
—Este es el Corredor de la Fortuna —dice Peter sin detenerse—. Aquí están encerrados aquellos que han viajado al corazón de la locura, pero vamos más lejos aún.
Nos cruzamos con un par de doctores que nos sonríen. También son agentes; lo adivino por su caminar forzadamente natural, tratando de ocultar el sigilo con el que viven. Nuestro pasillo termina en una puerta angosta y adornada con un número dos.
—Necesito tu ayuda —dice Peter con voz tensa—. Yo no puedo abrir esta puerta. Esta sección es la única que funciona con glamur.
Lo siento avergonzarse. Ni todo el entrenamiento de la agencia le permitiría manipular nuestras ilusiones.
Abro la puerta y entiendo lo que el número dos quiere decir. Es un bolsillo dimensional: un semiplano al interior del edificio. Me siento como en una película de ciencia ficción, o pero, en un juego de rol.
—Bienvenida a la planta dos —dice Peter orgulloso, como si él mismo la hubiese construido—. Aquí, Nunca Jamás almacena algunos ejemplares más interesantes.
No me gusta su uso de la palabra «ejemplares». Como si fuésemos las criaturas de leyendas humanas y no seres vivos merecedores de respeto.
Sin embargo, la vista no es muy impresionante —un jardín de pasto azul, unos árboles verdes, violeta y lila, algunas abejas del tamaño de un puño y varias aves de cuatro alas. Nada que no hubiera visto en los jardines rococó de los clientes de mi padre. Es una pequeña recopilación de cómo se supone debe ser el reino de las hadas.
Un jardinero riega las plantas con parsimonia. Nos de una rápida mirada y sigue como su tarea.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto.
—¿Qué hacemos aquí? Aquí pedimos ayuda. Aún no estamos en el corazón de Santa Pandora. Vamos al piso cuatro, por favor —le dice al jardinero.
El hombre parece haber entendido, pues se pone a regar un punto frente a él que no está cubierto por el pasto azul.
—¿Qué está haciendo? —pregunto confundida.
—Está cultivando una escalera. Tardará un rato, pero es la única forma de mantener el pabellón aislado.
Al principio parece un brote, pero de a poco se transforma en una figura reconocible. Escalón, se forma una escalera que parece ir subiendo. La operación toma unos minutos.
Ascendemos, yo atrás de Peter, desconfiada. ¿Cómo es posible que exista un lugar tan lleno de magia subterránea y yo no lo sepa? No habla muy bien de mi talento como detective.
La puerta del cuarto piso no tiene nada en particular, salvo que está adornada por el número cuatro. Otra vez yo debo abrirla.
—Pase usted, señorito—digo para molestarlo.
Peter no es inmuta, a pesar de mi reverencia burlona. Entiendo por qué cuando entro al pabellón. Aquí las celdas son vidrio y dentro de cada uno de ellas yace una pesadilla esperando despertar: humanos, subterráneos y cosas que ni siquiera puedo identificar.
En una de las celdas un ser tentacular devora los retos de su comida. Su piel gelatinosa deja entrever un esqueleto humano. Junto a él, en una celda acolchada, yace un hombre de cabello rojo que no deja de golpearse contra las murallas. Cada vez que lo hace declara la velocidad de su impacto: veinte kilómetros por hora, quince, doce. En otra celda hay una mujer de piel gris y enormes ojos de color azul. No lleva ropa, sino que está cubierta por un exoesqueleto. Es una formícida, como muchas otras de la ciudad, pero esta está poseída por un frío intenso que puedo sentir en mis huesos.
—Una devoradora de glamur —dice Peter sin detenerse—, una viuda negra.
He escuchado de ellas. Cazan a otros subterráneos. Más horrores desfilan ante nuestros ojos, pero en el centro de aquel asombroso pabellón nos espera el peor de todos: Isabela.
Está acompañada de dos representantes del Consejo en las Sombras. Los reconozco por sus gestos estirados y lo desgastado de su glamur. Son sidhes, viejos guerreros sin guerra.
El varón es Carmín de dos Lunas, Señor del Pozo de Plata. Un veterano del Consejo, debe estar llegando a los ochenta años. Su compañera es la directora de operaciones del Consejo, Mariana Vela de Invierno. No es precisamente una jovencita, pero me parece que lleva como diez años luciendo exactamente igual de anciana. Es como si disfrutara de una eterna vejez.
—¡Qué divertido! —digo sonriendo—. Primero este era un caso pequeño, que debía tratarse con discreción, pero ahora se reúnen dos miembros del Consejo y dos miembros de la agencia en un bonito lugar.
Nadie parece interesarse por mi cometario. Isabela de un paso adelante. Abre su boca perfectamente delineada.
—¿Cuándo pensabas contarme lo del vino de lágrimas?
Mariana sostiene en sus manso lo que a simple vista parece una botella de vino blanco, pero cuyo brillo es antinatural.
—¡Hey, no me han dado tiempo! —digo mirando a mi jefa.
Peter da un paso adelante y se pone entre mis interrogantes y yo. No me gusta que traten de defenderme. Sé cuidarme sola.
—Ella tiene razón —dice frío y serio—. Había un ser de otoño involucrado.
Los miembros del consejo dan un paso atrás al escuchar a Peter. Le temen al frío que emana de su percho. El hierro los asusta de verdad. Algunos humanos simplemente no nos necesitan, nunca lo hicieron y su cuerpo rechaza nuestra presencia.
—¿Un ser de otoño, dices? —pregunta Mariana—. Pero son criaturas febles. ¿Qué daño podría traernos?
—Es verdad —dice Isabela—. Hay cosas peores que ellos, peores incluso que nosotros.
El silencio que se produce me duce lo que ya sé: esto es más grande que el vino, que Isabela, que yo y todos los presentes.
—Es necesario que les muestre algo —continúa Isabela con pesar—. Todo el que quiera continuar en esta investigación, sígame.
Peter y yo nos ponemos en marcha. Lo siento caminar tras de mí. No se da vuelta a ver a los ancianos que se quedan atrás, pensando quizás que mantener los ojos cerrados los protege. No los culpo por intentarlo. En esta vida hay cosas que no podemos enfrentar y menos si no tenemos ni un poco de valor. A Isabela, sin embargo, no le interesa el pasado y continúa su charla.
—Hace dos semanas la agencia capturó a una criatura cerca de las líneas del tren.
Entramos a una de las celdas de vidrio, más grande que las otras. Tiene treinta metros cuadrados o un poco más. Tiene treinta metros cuadrados o un poco más. Tres médicos de la agencia se mueven entre las cuatro camas que adornan el lugar. En cada una yace un paciente demasiado grande para ser humano. Me pongo a la defensiva ante la posibilidad de otros grigori. Dos de ellos lo parecen y uno parece ser alguna clase de hombre vegetal, pero el que realmente me asusta es el cuarto. Su piel no es de piedra, sino un saco de cuero inflado.
—Sugiero que todos den un paso atrás —dice Isabela sacando un cuchillo de su chaqueta.
Los doctores obedecen con un poco de temor. Uno de ellos trata de detenerla, para proteger al espécimen, pero su colega frena el ademán. Sabio de su parte. Nada debe interponerse en el paso de Isabela.
El corte cruza la piel gomosa de aquella cosa y acto seguido somos invadidos por un humo amarillo con olor a canela y miel.
—¿Eso es glamur? —pregunto sin miedo de evidenciar mi ignorancia.
—Y muy antiguo —dice Isabela mientras sigue con su operación—. Esto no es piel, es un traje.
El traje finalmente cede; cae como una piel vieja, dejando al descubierto a su tripulante. Es un niño, al menos de cuerpo. Su piel está gris, ajada. Sus ojos reflejan vida, pero su mente ha sido llevada muy lejos. Para sellar el espíritu del niño han usado un eslabón de la cadena.
Peter estira una de sus manos para tocar al chico, pero se contiene. En vez de eso mira a Isabela.
—¿Quién le hizo esto? ¿Un ser del otoño?
Ella niega con la cabeza.
—No conozco a ninguno que pueda hacer este trabajo de mutación —die—. Este trabajo fue hecho por un ser con glamur, con magia antigua —pausa, pensando en si decir lo que sigue—. Si prometen no reír, diría que lo hizo un elfo, un elfo de verdad.
Peter suelta una carcajada explosiva.
Yo no sé si Isabela habla en serio o está jugado. Los elfos propiamente tal no existen. Fueron inventados por los humanos por todas las razones equivocadas, las mismas razones por las que suelen inventar sus cosas. Muchas criaturas similares, desde los sidhe, hasta los knockers, han sido llamado elfos, pero eso es más bien una cuestión de racismo e ignorancia. Espero la risa de mi jefa. La he visto sonreír y reírse de mi muchas veces. Espero y luego espero un poco más, pero se carcajada nunca llega. En lugar de eso surgen lágrimas de su único ojo mientras sostiene la mano del niño.
Me pregunto la razón de su tristeza. ¿Tanto le importa un niño humano? Para mí, siempre ha sido la dura jefa que mi padre me heredó, peor en este instante me doy cuneta de mi error. Isabela luce casi como una humana, pero es una madrina, un subterráneo orientado al cuidado y el orden de otros seres vivos. Hada madrina. El pensamiento me da risa, pero la ahogo al escuchar su voz.
—Así queda un niño cuando le han quitado todas sus lágrimas. Este es un negocio de doble ganancia —Isabela se agita y pasa su mano por su pelo, luego lo sujeta fuerte—. Cuando a un niño le quitas las barreras de contención que ofrecen sus lágrimas, se deshumaniza. Es como crear un ser de otoño artificial.
—Mientras que con el vino aseguran la adicción de los subterráneos —sentencia Peter.
Isabela asiente.
—Lo vi antes —su único ojo se fija en mí—. La ambrosía convierte a los subterráneos en monstruos... Monstruos leales. Alguien está creando un ejército. Esto no saldrá de acá, bajo pena de destierro. ¿Me entendieron?
Lo dice mirándome. El destierro no afecta a Peter, claro. Pero a mí sí. Un subterráneo fuera de una comunidad muere por falta de glamur. La soledad para nosotros no es lago teórico, es un mal real.
Peter susurra algo en el oído de Isabela y deja la habitación. Desearía haberlo escuchado, pero parece tener prisa para seguir su investigación sin mí. La madrina calma sus lágrimas y sujeta mi brazo. No es necesario escuchar ordenes alguna.
—Lo atraparé —digo alejándome.
Quiero respirar; volver a la noche, concentrarme y retomar mi investigación. Hay un elfo ahí afuera. Una criatura egoísta capaz de deshacer lo que nosotros, pobres plebeyos, hemos logrado. Esta vez no espero escaleras mágicas, pasajes secretos ni nada. Salto por la única ventana que parece llevarme al mundo real y me sumerjo en los mares invisibles que recorren las calles de mi ciudad.
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