IV
Hasta hace poco no eran muchos. Era fácil confundirlos con adictos y otra gente que vive al margen, pero la gente de otoño comenzó a hacerse más frecuente. Don frágiles. Sus cuerpos se consumen rápidamente. No sueñan. No esperan, ni tienen esperanzas. Su paso es rápido y su hambre devora el espacio de los sueños de otros. Comen glamur y en su lugar dejan algo muy parecido, pero corrupto: banalidad. Si se junta mucha banalidad en un plano, este se cerrará. Todo lo que viva en él se pudrirá en el mejor de los casos y se congelará en el peor.
Los subterráneos podemos ser terribles, hasta tétricos, pero siempre tenemos de nuestro lado el espíritu del verano, el crepuscular momento en que el sol toca la tierra con el tacto más suave. Nuestros niños son la fruta verde, nuestros ancianos son duraznos maduros, uva dulce y estival.
Lo más terrible de las gente de otoño es que, en su gran mayoría, no tienen idea de los que son: agentes de destrucción y tristeza. Agentes del otoño eterno que lo cubre todo, anunciando la llegada del invierno final, en el cual todo terminará. Una de las prioridades de la agencia es detectar a estos individuos, seguirlos y procurar que vivan una buena vida, que no decaigan, que no se entreguen al invierno. No hemos hecho un buen trabajo con Sebastián Yau que, por cierto, en estos minutos me está siguiendo.
Debí saberlo. Mi poco glamur no basta para evitar el escrutinio de una criatura del otoño. Él se supo vigilado y decidió regresarme el favor. No me gusta el rol de presa, más por vanidad que por miedo, de manera que acelero el paso. Mi perseguidor hace lo mismo.
Espero perderlo al cruzar una avenida, pero hay poca gente afuera esta noche. Es fácil verme, de manera que me interno por callejones pequeños, que sólo conozco yo. Salto a patios interiores y trastiendas.
Mi padre me enseñó una cosa importante sobre las persecuciones: no duran mucho, pero debes escoger el terreno donde te atraparán. En este instante busco un lugar donde ya he peleado antes y, de preferencia, ganado.
Es un almacén viejo y vacío. Aún huele a pan y abarrotes. Espero a mi enemigo ahí con los ojos fijos en la única entrada. Me imagino con qué clase de golpe debo recibirlo. Quizás un buen golpe bajo o un derechazo en la mandíbula. Me recuerda que la gente de otoño es delicada y mi idea es no machacarlo demasiado. Respiro profundo y espero, espero y luego espero un poco más. Nada. Nadie cruza el umbral de mi pequeña trampa.
Me relajo, pero sé que es muy pronto para bajar la guardia. Escucho un chirrido, como si estuviesen doblando metales. Luego un golpe, otro. Siento el glamur de la zona cambiar, volverse agrio.
Como una gran explosión mi enemigo se hace presente. No lo reconozco. Su piel es de piedra, su rostro parece el de una ave. Tiene alas, pero también son de piedra y claramente no podría volar.
—¿Una gárgola?
No sé a quién le pregunto, mis palabras se pierden en el aire. El bicho se lanza sobre mí. Intento esquivarlo, pero no alcanzaré. ¿Cómo puede ser tan rápido si es de piedra? Olvido mi consideración para con la gente de otoño y lanzo mi mejor golpe a su cara. Siento un dolor eléctrico subir por mi brazo. Su piel es dura y no consigo nada. Mi mano no solamente duele, sino que ha perdido un poco de movilidad. No es bueno reconocer un dolor en medio de una pelea. Lo mejor es seguir moviéndome, pero no es fácil.
La gárgola derriba uno, dos, tres muros interiores. Si sigue así acabará con el lugar y tendré que explicar qué hago ahí y qué demonios pasa. No me gusta la idea. Tampoco me gusta la idea de que me hagan puré.
Se supone que soy una investigadora a contrato, que debo lidiar con robos, a lo más su muertito por ahí. Una gárgola no tiene nada de menor. De hecho, ¿no se supone que son una leyenda? Hasta ahora sólo las conocía en los adornos que los humanos ponen en sus edificios. Según el mito, el verdadero nombre de las gárgolas, al menos las que sí se mueven, es grigori. Se dice, entre susurros, que vinieron del viejo mundo. Imagino que llegaron después de que cavó el muro de Berlín. Se dice que eran mitad ángel, mitad bestia. Nadie ha estudiado su biología en profundidad, así que de cierta manera, soy una privilegiada.
—Has cambiado mucho Sebastián. ¿verdad?
Tampoco obtengo respuesta para eso. Es mi turno. Soy hija de un trol, de un hombre fuerte como cuatro caballos. Arremeto contra la gárgola, pero sólo logro aumentar el dolor en mis manos, hasta que mis nudillos comienzan a sangrar.
Para cuando siento su gran mano sobre mi cuello, ya estoy exhausta. El aíre me deja. Nunca pensé en ser destruida por un enemigo tan poco comunicativo. Trato de no perder el conocimiento. Recuerdo el rostro de mi padre, duro, cuadrado. Su piel morena y sus ojos casi grises y helados. Era un migrante. Había nacido en algún lugar de Finlandia y había escapado muy niño, antes de la guerra. Era ya mayor cuando conoció a mi madre. Él ya tenía su historia, sus culpas y sus crímenes. Ella nada, una niña normal, encandilada por el glamur de este hombre silencioso.
Mi madre era una criatura fuerte a pesar de su cuerpo pequeño y delicado. Ella era la que jamás se entregaba a la tristeza, no como mi padre, que sólo tuvo la suerte de tener un cuerpo de acero.
Por alguna razón, la criatura deja de ahorcarme. Me arroja al suelo. Se me estremece todo el espinazo con el golpe, pero estoy feliz de volver a respirar. Algo se roba la atención de la bestia. No logro verlo, pero la gárgola gruñe por primera vez. Eso significa miedo.
En un instante, salta y ataca al intruso. La frágil estructura del almacén retumba. Mis oídos también, pero entonces, en un simple movimiento, todo termina. La criatura se desmorona. Piedra a piedra, la armadura se destruye, dejando sólo el cuerpo débil y ya sin vida de Sebastián Yau, mi única pista.
—¡Yo estaba usando eso!—le digo a mi rescatador invisible—. ¡Lo rompiste! Por tu culpa ya no tengo pistas.
El polvo se disipa y puedo ver a un hombre. No tiene más de veinte años. Su pelo es ordenado, corto, prematuramente gris. Viste un traje plomo y una corbata lila, como todos los hombres de la agencia.
No sonríe mientras sacude sus manos, ni tampoco lo hace al mirarme. Se mantiene parco. Puedo adivinar el esfuerzo requerido para sostener esa postura.
—Debo imaginar que eres Peter, ¿no?
Asiente y hace un pequeño ademán para que me levante. No me ayuda ni me toca en ningún momento.
—Debiste haberte reportado hace un rato ya —dice—. Este asunto sobrepasa a las autoridades locales.
No es uno de nosotros. Hay muchos así en Nunca Jamás. Les llama hierros. Son humanos inmunes al glamur de primavera, a la decepción del otoño y a la pesadilla del invierno. Traspasan la magia como si fuese de papel. No sueñan ni se entregan a fantasía alguna. Son letales para los subterráneos.
He visto muchos Peter antes, pero sólo un par de ellos eran hierros. Por suertes.
Mi salvador me asusta más que mi enemigo. Destruyó a un grigori con un solo golpe. Ni toda mi fuerza bastaría para enfrentarlo si es que se tornara en mi contra.
—No necesito una compañera muerta —dice—. Te espero en el auto.
Por más temor que tenga, debo seguir. El miedo jamás me ha detenido. La parálisis es mala para el negocio.
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