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III

Decido esperar la noche, el momento en que mi gente se siente más libre para hablar. Además, debo atender la librería durante el día.

A veces es difícil distinguir a los locos normales de aquellos subterráneos legítimamente extraños. Conozco casos de ambos. Por ejemplo, la mujer que siempre quiere lavar tu parabrisas, el niño raro que siempre quiere hacer pipí en el mismo lugar frente a la Armería Italiana, o el viejo que siempre le grita a los árboles en Quinta Normal.

Aunque hay exhibicionistas, la mayoría de nosotros logra cubrir su apariencia con un poco de magia, inteligencia y mucho glamur. Aun así, necesitamos lugares donde podamos mostrar tranquilamente como somos. Debe haber una docena de ellos. Está el Wee Flok, que es básicamente un boliche de comida rápida supervisado por duendes; está el Centro Yakshini, un antro de lo más new age, con yoga, grupos de ayuda y toda esas cosas. El Houri es una pizzería atendida por sus dueños, una pareja de ratones de metro y medio. Los griegos tienen el Ethos. Ahí me dirijo ahora.

El lugar se ve bastante normal. Es bonito, con una pequeña entrada enmarcada en madera roja. Tiene corredores delgados, iluminados por una luz azulada. Está dividido en tres habitaciones y todas huelen a incienso. Es imposible ver lo que ocurre ahí.

Mi padre decía que debía tener cuidado con los griegos, pues se creen los dioses de sus tradiciones. Bueno, si yo fuese un niño que tira rayos por las manos y mis papás me llamaran Zeus, ¿qué podría pensar?

Me muevo hasta la trastienda. Un patio cubierto por un parrón bloquea la entrada de cualquier luz extraña. El lugar cumple su misión: esconder a quienes se sientan a hacer sus negocios, pero la oscuridad no logra esconder a las serpientes que se deslizan por el suelo. Son amuletos, anuladores de magia negra. Alguien está muy interesado en protegerse.

Sobre un pequeño estrado, una niña de pelo negro toca un bouzoki. A su lado, un niño de orejas puntiagudas juega con un theremin. Un par e meseras de aspecto gótico atienden las mesas. No son normales; probablemente sean mediasangre, como yo.

La cocina está llena de glamur. Los humanos que comen acá reciben al menos tres veces más calorías que las de un plato común y corriente. Un café con pastel puede acabar con el sistema circulatorio de un incauto comensal.

-¿Qué vas a comer? -me pregunta la pálida anfitriona.

Pido solamente un café y hablar con una de las dueñas. Las hermanas Antheia, Eudaimonia y Paidia poseen la concesión del lugar. Siempre se otorgan a tres mujeres: así se respeta el mito. La decoración es obra de la administración anterior: Aglaea, Euphrosyne y Thalia perdieron la administración del boliche después de que cinco humanos resultaran intoxicados por un trago demasiado «glamoroso».

Las hermanas leen la fortuna a los clientes. Una usa hojas de té, otra lee la palma de la mano y la tercera lee el tarot. Cada una de ellas dice una cosa diferente. Una siempre dice la verdad; otra esconderá el futuro detrás de acertijos y trampas; mientras que la tercera siempre mentirá. E l problema es que para eso toman turnos. Nunca sabes si lo que escuchas es verdad o un engaño. No es maldad: es su naturaleza.

Antheia está sacando la suerte en un rincón. Una pequeña boa juega en sus hombros.

-Bienvenida y bien hallada -me dice con una amplia sonrisa-. Eres Cali, la hija de Durán. ¡Eres igualita a tu viejo!

Doy las gracias, aunque no estoy segura de que fuese un cumplido.

-¿Vienes a conocer tu futuro? Es muy interesante, debo decirte.

Su voz parece como un estertor doloroso, corta como un cuchillo. Sus palabras no llegan a tus oídos, sino directamente a tu alma. Es la más vieja de las tres hermanas. Es difícil adivinar su edad, pero ya ha pasado los setenta hace un buen rato.

-No -digo resistiendo la tentación -, no me interesa el futuro, pero quiero hablar de cosas importantes.

Antheia sisea una protesta. Es difícil no caer en sus trampas; intento sonar seria y firme.

-Están desapareciendo niños otra vez.

-Qué mal -dice sin interés real.

Se levanta y me da la espalda. La digo a una pequeña cocina. Huele a incienso. Alguien trata de esconder olores. Antheia prepara un café. Le pone tanta azúcar que mi corazón salta de la felicidad. Maldita vicio.

-Niños de la calle -continuo-, humanos y mediasangre hasta ahora. Es cosa de tiempo antes de que un humano meta las narices y vaya con las autoridades. ¿Qué crees que pasará con tu negocio? ¿O con todos nuestros negocios?

-¿Nuestros? -pregunta violentamente-. Niña mestiza, sea lo que sea que estás tramando, no me incumbe.

Su cabello se agita y ondula hasta formar pequeñas víboras que me amenazan.

-Tranquila. Lo único que te pido es algo de información. Este es un buen momento para compartir. Sabes que soy una cazadora, aunque sea mitad Otro. Hice un voto de discreción cuando tomé este trabajo. ¿De verdad te gustaría que Nunca Jamás mandara a sus Peters, sus Wendys o peor, sus Hooks? No dejarían piedra sobre piedra en este lugar. ¿Y qué pasa si se enteran los humanos? ¿Dónde iríamos?

Sus hombros se estremecen con el esfuerzo de no golpearme. No le gusta ser amenazada. A decir verdad, a mí no me gusta usar este recurso. Es barato y estresante. Pero funciona, de manera que sigo.

-¿Qué pasaría si culparan a los griegos? ¿Le darían este lugar a los italianos? Ya sabes, son parecidos... ¿No?

Siento su ira bullendo bajo esa apariencia de compostura. Entierra los dedos en el mesón, recordándome lo fuerte que es su linaje.

-Para -me ruega -. No es necesario que seas grosera. No sé nada de los niños, pero me ofrecieron una botella de ambrosía, vino de lágrimas.

Respiro y vuelvo a mirarla. Ella se acerca a mí. Sus serpientes hacen lo mismo, susurrando su bífida canción en mi oído. Un escalofrío recorre mi cuerpo.

-Los niños lloran, ¿sabes? Siempre hay una buena razón para hacerlo. Todas las lágrimas que un niño puede producir entre los tres y los catorce años apenas llenarían una copa de ambrosía. Cali, a mí me ofrecieron una botella. Mis hermanas no saben. Te rogaría mantener el secreto.

Hago un gesto con la mano para tranquilizarla. Una botella. Esos son muchos niños; esas son muchas lágrimas.

Las lágrimas no existen sólo en este plano. A diferencia de los subterráneos, los humanos tienen la habilidad de conectar reinos lejanos con sus emociones. Estas los llevan a mundos diversos. Desde Averno hasta Ávalon, pasando por Bajo Raíz y Plaza Sésamo. Cuando les quitas sus lágrimas, también les estás quitando la habilidad de sentir alegría, compasión y dolor. Les quitas esa conexión con los mundos distantes de donde brotan estas sensaciones.

-Ya -digo tratando de mantener la compostura-. ¿Quién podría estar ofreciendo tanta ambrosía?

Ella menea su cabeza hacia el espejo. Su imagen no se ve reflejada, pero sí la de un joven delgado sentado al fondo del patio. Está nervioso. Mueve sus manos como si fuesen impulsadas por baterías. Sus huesos son delgados, enjutos. Pareciera que se fuera a quebrar. Claramente está afectado por algún tipo de intoxicación. Tiene poco pelo y este ha perdido color.

-Es un normal - le digo a mi anfitriona.

Ella niega con la cabeza.

-No -afirma-, no es uno de nosotros, pero tampoco es un humano. Es un ser de otoño, querida, y él no lo sabe.

Viste apretados pantalones negros que no cubren sus tobillos y una chaquea del mismo color. Su piel está cubierta por pequeñas escaras y marcas que acusan su enfermedad.

-Si es un ser de otoño, ¿qué hace aquí?

-Paga y se comporta bien.

-Y te ofrece contrabando.

Ella asiente.

-¿Hace cuánto? -pregunto sin dejar de mirar a mi nuevo blanco.

Ella piensa su respuesta. Casi puedo escuchar cómo la ajusta en su cabeza. No miente, pero no quiere ser tan precisa.

-Dos meses atrás -dice-, un poco menos quizás.

-¿Y no pensaste que sería buena contarle a alguien?-pregunto sin dejar de pensar en las vidas que se perdieron durante ese silencio.

-¿Piensas que nadie en el Consejo ha tomado un par de copas? -pregunta ella levantando los hombros.

-El Consejo está de acuerdo con esta investigación.

-Porque la gente de la agencia lo pidió, pero el Consejo es un asunto complicado de entender...

Cuando regresamos al salón, me acomodo en una silla. Me da unos segundos para pensar. El problema es mucho más grande de lo que yo creía. No puedo reportar esto de inmediato: si alguien quiere tapar algo, nunca encontraremos a los niños. Debo terminar esta operación fuera del radar y rápido. Si hay corrupción en el Consejo... Bueno, ese será problema de Isabela y la agencia. Ya habrá tiempo para purgas o como quieran llamarlo. Ahora todo recae en mí.

Dejo el asombro y pregunto otra vez.

-¿Sabes cómo se llama?

La bruja duda y mira a su alrededor. Efectivamente hay gente observándonos. Aumento mi glamur. En unos segundos todos pierden interés en nuestra conversación. La mano de ella me acerca un nuevo café. No logré ver cuándo y cómo lo preparó. Su glamur es viejo, pero quema como el verano. Tengo la sensación de que no me quiere contar nada más, pero no puedo perder más tiempo.

En un instante, sujeto su brazo con toda mi fuerza. Antheia suelta un quejido de sorpresa. Cuando uso mi glamur, casi no hay ninguna señal visible que me delate como un trol, pero tengo su fuerza, su agilidad y su temperamento. Me gustaría retorcerle el cuello a esta gallina, pero no lo haré.

-Es Sebastián Yau -dice en voz baja-. No encontrarás nada sobre él. No es nada especial. Vive con sus padres.

Suelto su brazo sin olvidar a los niños. La miro a la cara. Sus ojos brillan pálidos de miedo.

-El servicio en este lugar deja mucho que desear-le digo.

Salgo del local algo mareada de tanto café y azúcar. Dejo que la noche me despierte. Es hora de echar a andar algo parecido a un plan.

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