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El Mercado Djinn

I

 Dejo que el viento limpie mis pensamientos. Aún me quedan unas horas de que el sol ponga sus reglas.

 ¿Qué sé yo de este asunto? Los elfos son cuentos, ensoñaciones. Gente hermosa y aristocrática, sabia y mágica. Mi padre me habló de todos y cada uno de los seres que solían ser confundidos con ellos. Otra cosa, claro, son los sidhe de Irlanda y las nereas del mediterráneo, pero la palabra elfo estaba vedada de su vocabulario. Para él, esa era una palabra humana, o quizás tenía un motivo ulterior para esa omisión.

 Para definir el mal que ahora nos acecha, mi padre traería de regreso una palabra medieval: huldufólk, la gente oculta. Según lo que recuerdo, no es una palabra bonita. Sé de ellos tanto como cualquier otro niño a quien le hayan contado historias de miedo.

 Era un pueblo antiguo que ocupaba islas que los humanos no podían o no querían conquistar, ya sea porque estaban muy al sur, muy al norte, o simplemente eran muy horribles. Cada cuarto de siglo bajaban de sus nevados castillos, dejando sus aristocráticas vidas para rapiñar a humanos y subterráneos por igual. Sus guerreros usaban perros sombríos para cazar a sus presas y capturaban a la gente del otoño como sus esclavos. Pero el más peligroso de todos era su rey. Se dice que este se escondía entre las llamaradas de un volcán, pero creo que eso puede ser mentira. Los cuentos orales son así, especialmente los que nos contamos los subterráneos.

 Recueros algunos de sus nombres: Yal el Conquistador, Snorri el Ardiente, Morro Escupidera y estoy segura de que alguna vez hubo uno llamado Otton el Oloroso. Probablemente el más conocido por los humanos es Oberón. Él era distinto: quiso unir a las hadas en un solo reino, lo que en principio parecía una buena idea, pero lo malo es que quería hacerlo bajo su puño de hierro. Con este fin, desposó a Titania de las tierras cálidas del sur. Lamentablemente, ni dichas tierras, ni su esposa cedieron con facilidad. Para colmo, el gran rey se vio preso de uno de los peores conjuros: un amor incontrolable por su reina. Su inteligencia —hasta entonces se le consideraba el mejor estratega militar—se contaminó por el demonio de los celos. ¿De dónde venía esta horrible inseguridad? Nadie supo explicar. Hasta se habló de una maldición, pero si eso es verdad no tengo la más minúscula idea.

 Si la gobernante admiraba un reino, el suspicaz rey buscaba un motivo para comenzar una disputa. Así fue ahogando la vida de muchos pueblos, algunos de los cuales ni siquiera tuvieron el tiempo para ganarse un lugar en la historia.

 Oberón, rey de reyes, señor ardiente, necesitaba un arma especial. Excusas había muchas: luchar contra la venida de los seres del otoño, vencer a magos mediasangre como Merlín o, peor aún luchar contra su misma esposa, en caso que esta se rebelara. Mandó al consejero de su casa real, el Dagda Mor, a buscar un material único con que forjar el arma. Así creó a Niur la espada, Muir el escudo y Suir la cadena. Cada una con una personalidad, un poder y una maldición. Así somos los subterráneos, todos los regalos que hacemos vienen con un precio.

 Titania creía en la libertad de cada pueblo y se opuso a su marido. Formó el primer Consejo en las Sombras y marchó hacia el oeste, con toda su gente, escapando del lecho de su tirano.

 Ella fue nuestra primera reina, la que dio la imagen a todas las que la seguirían por los siglos que vendrían. Pero el Rey Cornudo, como llegó a llamarse a Oberón, no iba a estar tranquilo. Hizo un pacto con los seres del otoño, alzando así a la bestia de la guerra y a sus elfos oscuros. Los reunió en los fiordos más helados, ahí en las islas flotantes, donde viven los viejos espíritus. Fue vencido en un evento al que mi padre llamaba Eyrbyggja, la liberación de las hadas o algo así. En tiempos humanos, esto pasó por ahí por el siglo IX.

 A pesar de su victoria, Titania no podía traicionar a su marido, ni por juramento, ni por sentimientos. En vez de decretar su ejecución, lo condenó a vagar entre los planos. Algunos dicen que se quedó entre los hombres por el resto de sus días, hasta que murió como uno de ellos. Otros dicen que viajó por los caminos que llevan al otoño, o incluso a la muerte, en la puerta del invierno. Lo cierto es que se le permitió conservar su espada, pues era un rey. El Consejo en las Sombras tiene el escudo que, modificado, fue el símbolo de nuestra raza. Las cadenas regresaron al fondo de donde el Dagda Mor las sacó.

 Poco después, las razas que no apoyaron al nuevo Consejo sufrieron su propio exilio. La casa de pu'ka, la tribu de golgotha y el culto de los ifritas dejaron de ser llamados subterráneos y formaron su propia corte, pero jamás pudieron encontrar a su amado tirano.

Hace unos años un grupo llamado «Cadenas» tomó a Oberón como su símbolo de libertad. «Ávalon libre» era la consigna que se gritaba por entonces. No hubiera tenido problemas en gritar con ellos, claro, si es que Ávalon hubiese existido alguna vez, y si «libre» no significara volver a ser presa de los nobles pura sangre y sus demandas demenciales.

 Me cansa todo este deambular épico. Me siento como un pequeño hobbit en una versión sin presupuesto de El Señor de los Anillos. Antes estaba molesta, pero ahora tengo miedo. Somos seres de cuentos de hadas, se supone que no nos deben contar historias a nosotros, mucho menos historias que nos aterran. Aunque sean de verdad.

 Salto de tejado en tejado, Uso todo mi glamur para esconder mi peso. Le digo al viento: soy una hoja seca; soy una pluma. No es volar, pero cuando cierro los ojos, siento como si lo fuera. Por un momento, mi pierna falsa deja de molestarme. Uso el bastón de mi padre para darme impulso y equilibrio. Un poco de magia, un poco de parkour y un poco de mi propia cosecha.

 La noche de verano brilla violeta. La acusaría de ser bella, pero a una noche así no se la puede acusar de nada.

 Veo el auto de Peter en el tráfico cruzando un semáforo aún en rojo. No podría alcanzarlo aunque quisiera, pero a diferencia de él, yo sé dónde buscar. Al menos sé donde retomar mi pista.

 Los subterráneos respetamos las reglas, en general, pero necesitamos espacio para hacerlas nuestras. Entre las libertades básicas que necesitamos están el vender, intercambiar y recordar las viejas tierras. No hay mejor lugar para eso que el Mercado Djinn. Corto camino cruzando viejas fábricas, pasajes y cornisas antiguas. Es pasado medianoche: el mercado debe estar en su apogeo.

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