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9. Efectos secundarios

Haus des Blicks, diciembre de 2022.

La forma como la mente viaja en el tiempo es singular. Algunos miran a los sueños, y otros a los recuerdos, como esos pasajes a través de los cuales es posible el tránsito que la ciencia considera improbable por ahora. Pero, en realidad, sueños y recuerdos solo son el efecto siguiente o, si se prefiere, el punto de encuentro de las conciencias aún más que la ventana al inconsciente. De eso estaba convencido Homero. Algo detonaba siempre el suceso, se le calificara como déja vu, premonición, videncia o remembranza. Es decir que para llegar al sueño o al recuerdo parecería necesario cruzar primero por alguna especie de umbral o pasaje. Así lo entendía el escritor, y por ello le resultaba lógico experimentar cosas como esta:

Homero había estado cosechando las últimas uchuvas de su huerto. Se dispuso a desayunar y las extrajo de sus secos capullos semejantes a diminutas lámparas chinas o a pulmones, si se prefiere la imagen. Sabiendo que se trata de una frutilla jugosa, rica en vitamina C y empatando la forma con el lema de la medicina homeopática: similia similibus curantur, supuso, no sin demasiada equivocación, que las propiedades de esas ballas fortalecían específicamente a los bronquios. Durante la pizca pensaba cuánto se parece la forma como el horticultor brinca de un fruto maduro a otro con la manera como los sueños y los recuerdos asaltan a la mente. El color anaranjado brillante de las agridulces y minúsculas uchuvas, también conocidas como golden cherries, a ciencia cierta no tenía por qué pero lo remitiría al recuerdo de una confesión hecha por su madre pocos meses antes de morir, trece años atrás.

* * *

Casa de la Mirada, septiembre a diciembre de 2008.

En septiembre de dos mil ocho, el aneurisma aórtico de Tere había crecido lo suficiente como para que los médicos consideraran la necesidad de internarla, tal vez intervenirla quirúrgicamente para recortar el tramo de arteria afectado y sustituirlo con una prótesis. Según explicaron en la consulta y con medias palabras, el problema principal radicaba ya en la avanzada edad de Terina y los delicados efectos colaterales del aneurisma, a su vez efecto nocivo, lento y paulatino de aquel hórrido feocromocitoma que, veintidós años atrás, motivó al cuerpo de doctores a tachar a la mujer de ser una salada con suerte, a tal punto que su caso quedó registrado en los anales de la medicina. Otro efecto derivado, la insuficiencia renal, era otro obstáculo complicado de resolver, uno que aumentaba de forma notable el riesgo de que la Burrita —como la llamaba cariñosamente su madre, la abuela Luisa— perdiera la vida en la plancha del quirófano; algo que ella en definitiva, harta de tantas cirugías, descartaba como posibilidad.

—Si hay necesidad de meterme cuchillo otra vez, hijo —habría dicho Tere a Homero—, prométeme que ya no lo permitirás. Ya no lo quiero.

Al recibir las indicaciones de los médicos, la mujer y su hijo se miraron como quien se reconoce atado bajo la espada de Damocles. Ella solicitó un tiempo para arreglar sus asuntos y firmó la carta responsiva correspondiente para, luego de ello, internarse en el hospital.

En los días siguientes, cuestión de una escasa semana, Homero hizo todo lo posible para, atendiendo los afanes de su madre, acelerar, facilitar y asegurarle a ella poner en orden sus asuntos, asimismo redactar su testamento ante un notario en los términos que habían acordado ella y Toño, el padre de Homero. El propio Homero aprovechó la ocasión para redactar su respectivo testamento y dar alguna certitud al futuro, aunque no tenía nada para heredar más allá de sus anécdotas, colecciones de libros, estampillas, monedas y discos, ni nadie más a quién hacerlo fuera de sus hermanas y sobrinos. La idea era que ambos. Tere y Toño, dictaran sus respectivos testamentos juntos para evitar problemas futuros. Pero Toño, agobiado entonces por un incisivo y constante dolor en la columna vertebral, se negó a presentarse ante el notario.

La dolencia que postró al padre de Homero en una silla de ruedas era el resultado de una antigua lesión que nunca fue atendida. Esta lesión fue descubierta tardíamente cuando Toño, tras tropezar y meter una pierna en una coladera de concreto rota en la calle, acudió al traumatólogo familiar para buscar ayuda y quejarse de problemas al caminar.

* * *

Sonnenblumendorf, 2005.

El traumatólogo entró en el consultorio con la radiografía de Toño en la mano, la colocó en la caja de luz y se sentó en su escritorio.

—Don Antonio, necesito hacerle unas preguntas. ¿Alguna vez tuvo un accidente aparatoso?

—¡Huy, doctor! Ya no sé cuántos —sonrió Toño entornando sus ojos al hacer memoria y recuento mental. —Me la vivo tropezando, —agregó con su caracaterístico buen humor que ni las molestias físicas conseguían amargar a sus setenta y cinco años.

—Me refiero a un accidente serio del que usted pudiera haber salido muy lastimado.

—Bueno, tal vez un choque automovilístico que tuvo mi esposa Tere, hace decenios, y yo venía en el asiento de atrás.

—¡Mmh! Lo mismo me dijo doña Tere cuando la examiné a ella hace una semana, cuando descubrimos la verdadera razón de sus dolores de cabeza.

—¡Ah, no eran migrañas? Siempre pensamos que eran migrañas, pero ninguno de los médicos que la vio pudo curárselas. Pobre Tere, era más fácil contar los días que no le dolía la cabeza. Y aprendió a vivir con el dolor. Solo cuando era intolerable se tomaba algún analgésico. ¿Y qué tiene ella entonces?

—Una desviación en la cuarta cervical. Es comprensible que no se la hayan notado entonces. Es una lesión progresiva. Con los años empieza a notarse más. En el caso de doña Tere, y considerando su avanzada osteoporosis, ahora se nota en la forma como se ha deformado ligeramente su cuello curvándose hacia el frente. Ello la pone en riesgo de quedar paraplégica, es decir paralítica del cuello hacia abajo.

—¡Qué barbaridad!

—A ella ya le indiqué los medicamentos y terapia que debe seguir para frenar el progreso. Aun está a tiempo. En cuanto a su caso, aparte de tener la pierna izquierda ligeramente más corta que la mayoría de las personas, permítame explicarle la dolencia que le aqueja y lo pone en riesgo de quedar paralítico. Antes de continuar, me gustaría conocer su versión del accidente para determinar el tratamiento más adecuado para su situación.

—¡Ah, caray! Pues verá, doctor...—. Toño hizo una breve pausa y comenzó a narrar los hechos.

* * *

Ciudad de México, 1967.

—Tere había cumplido treinta y cinco años de edad— dijo Toño y continuó contando que Homero ya había nacido cuatro años antes. Se acercaba el momento de que el pequeño asistiera por primera vez al jardín de niños e iba a ser necesario que Tere tuviera más movilidad, para llevar y recoger hacia y desde las escuelas a sus hijas Patricia, de quince años; Sandra, de diez, y al propio Homero. Pero también para acudir a tiempo al salón de belleza, un negocio que tenía poco de haber emprendido con su vecina y amiga, Marta López Cuenca, esposa del libanés casero de La Nena, la hermana menor de Toño. Así, con esos motivos en mente, este le había regalado a Tere un automóvil Mercedes Benz modelo mil novecientos cincuenta y siete, color gris. Para la pareja, se convirtió en un emblema representativo de las bendiciones recibidas a lo largo de diecisiete años de matrimonio, aun a pesar del aciago y triste fallecimiento de su hija Sandra Primera, la Picolina, a la tierna edad de diez meses de edad, doce años atrás.

A los pocos días de recibir el regalo, Tere aprendió a conducir en la escuela de manejo de la Asociación Mexicana de Automovilistas o A.M.A., por sus siglas. Toño, quien en cambio aprendió a conducir muy joven e instruido por alguna amistad, a veces solía ser impositivo y controlador, menospreciando las habilidades de Tere, sobre todo en las primeras experiencias al volante.

Siendo publicista y a través de su agencia, Toño tenía la fortuna de enterarse, en ocasiones, de ofertas y promociones especiales de sus clientes antes de que fueran públicas. Esto le permitía disfrutar de ciertos privilegios al adquirir bienes y servicios. Así fue como se enteró de que, antes de Navidad, habría precios especiales de pretemporada en el reconocido Palacio de Hierro, una antigua tienda departamental. Por lo tanto, Tere, Toño y La Nena decidieron ir allí para comprar los regalos anticipados para las fiestas.

—Al regreso de las compras —narró Toño al traumatólogo—, estábamos por pasar un cruce de calles cuando un camión materialista alertó de su presencia con su estruendosa bocina. Tere venía al volante; en el asiento del copiloto, mi hermana; y yo estaba en el asiento trasero. Entonces no existían los cinturones de seguridad en los automóviles, solo en los aviones. Advertida, temerosa, mi hermana le gritó a Tere que acelerara intuyendo audaz que faltaban instantes para el cambio de luz en el semáforo de verde a rojo en nuestro sentido. Yo, en cambio, autoritario le grité que frenara. Tere, dudosa por la poca experiencia como conductora, luego de acelerar un instante frenó. El camión nos golpeó de lleno. «¡Qué bruto!», dijo La Nena cubriéndose con el brazo derecho e inclinándose hacia Tere por instinto. Yo hice lo propio recostándome en el asiento trasero para proteger mi cabeza. El armatoste pegó en la cajuela y nos lanzó girando como trompo hacia la calle transversal. La cajuela se abrió. Regalos y zapatos volaron por todas partes. Por fortuna, el hecho no pasó a mayores. Tere y La Nena tuvieron algunos moretones en brazos y rostro, yo tuve que guardar cama unos días, con un hematoma muy grande en el coxis y las nalgas, porque reboté contra la dura codera de la portezuela trasera deformándola.

Treinta y ocho años después, el traumatólogo familiar explicaría a Toño los detalles médicos de su dolencia y la de Tere recalcando la importancia de la fisioterapia, pues los efectos secundarios de "la voz del amo" no fueron menores como describiera Toño, sino trajeron a largo plazo consecuencias delicadas. Tere siguió el tratamiento al pie de la letra, hasta morir en condiciones de todavía caminar. En cambio Toño, voluntarioso, incómodo con las medidas que debía tomar para su caso, siempre rebelde, optó por no atenderse. Terminó sus días sin salir de su departamento y teniendo que ser desplazado con ayuda de una silla de ruedas.

* * *

Sonnenblumendorf, 2008.

Aquel había sido el motivo por el cual Toño se negó a acudir al notario, para efectuar el plan que pretendía dar certeza y tranquilidad a Tere, y en última instancia al conjunto de la familia. Prefirió no salir del departamento donde vivía desde hacía veintidós años con su amasia —nada que ver con aquella otra amante anterior, Elvira—, y ello ocasionó un fuerte enfrentamiento entre Homero y su padre.

No obstante, el plan se llevó a efecto a medias, y no justo en los términos previstos. Fue necesario elaborar un acta notarial en que se aclaraba la identidad de Tere en relación con sus diferentes apelativos en distintos documentos oficiales, un asunto que en mucha gente de su generación era más o menos común, pues eran conocidos de palabra y costumbre en sus círculos sociales de varias maneras, con distintas formas de firmar, con signaturas completas o abreviadas, y de ahí lo necesario de homologar su identidad porque, a efectos de los cambios en la ley al momento que eso sucedía, resultaba que Homero y sus hermanas, por tener apellidos distintos, figuraban a los ojos de las autoridades oficiales como personas no relacionadas ni descendientes de sus padres a no ser por los relatos familiares insuficientes para cualquier juez. Firmaron atestiguando los padres de dos queridos y viejos amigos de Homero: don Veny Rojo —por Venancio—, sufriendo los tembeleques efectos de la enfermedad de Parkinson; y también quien fue como un segundo padre para el escritor, don Bartolomé "Papá Sauto", el cual moriría muy poco tiempo después accidentándose al rodar escalera abajo en la casa de su hijo Jesús, ya entonces afincado en Houston. El hecho ocurrió el dos de octubre de ese dos mil ocho y, aparte de la masacre de mil novecientos sesenta y ocho en Tlatelolco, dio un motivo más para que Homero y su amigo, casi hermano, no olvidaran esa fecha. Para los casos de los testamentos de Toño y sus hermanos hubo de hacerse lo mismo tiempo después, salvo en los casos de sus dos medios hermanos, uno de los cuales abrazó determinada creencia por la cual desapareció misteriosamente del conocimiento del resto del mundo.

Resuelto el tema, Tere se internó en el hospital público conforme a lo acordado con los médicos. Ya ahí, señales premonitorias de mal fario no se hicieron esperar. En la cama frente a la de Tere, una paciente amputada de una pierna recibía los santos óleos y un día después falleció. Sobre la cama de Tere y contra lo acostumbrado en el hospital público había un crucifijo, y la media luz, más que tranquilizar, semejaba el clima lúgubre de un velatorio. En esa atmósfera, Homero dejó a su madre un lunes, y el miércoles por la mañana recibió la extraña llamada de la doctora a cargo de su madre, cosa de veras rara. A Homero le saltó el corazón y lo agobió el miedo.

—¿Señor Núñez?— se escuchó en el auricular del teléfono de casa. —Le hablo en relación a su mamá.

¿Qué había sucedido? Por la cabeza de Homero circularon en un santiamén cientos de imágenes, todas ellas escandalosas, terribles, angustiosas. Procuró guardar el aplomo. La voz calmada y suave del otro lado se limitó a decir que fuera por la anciana de setenta y seis años.

—Tranquilícese, la señora está bien. Es solo que ella misma decidió darse de alta. Le llamo para informarle del hecho y que puede pasar por ella en el horario de visitas—. El alma de Homero volvió a su cuerpo, pero sus manos y piernas temblaban. Agradeció la llamada y se alistó para ir al hospital.

* * *

Centro Médico La Raza, Ciudad de México, 2008.

En cuanto llegó al piso de angiología donde había sido registrada Tere, ella lo esperaba muy sentadita, como niña buena en las sillas del pasillo que hacía las veces de sala de espera. Sobre su regazo abrazaba un bolso con sus pertenencias y ya estaba vestida con su ropa normal, en vez de la delgada y horrenda bata con que la había dejado días atrás. Conforme se acercó Homero, los ojos de la mujer se rasaron de lágrimas.

—¡Ay! Cuando saliste del elevador y caminaste hacía acá fue como ver a mi madre, a tu abuela María Luisa, cuando fue a recogerme al internado poblano de Los Hijos del Ejército— dijo Tere visiblemente conmovida con la escena. Los dos se abrazaron fuerte. Homero se sintió más padre de su madre que hijo de una niña de cuatro años que recordó uno de los momentos más decisivos de su biografía personal, pero que es cosa de otro capítulo.

En el camino de regreso a su Casa de la Mirada en Sonnenblumendorf, el silencio fue el tercer pasajero en el automóvil conducido por Homero.

* * *

Casa de la Mirada, días después.

Transcurrieron las semanas y los días se llenaron de silencios incómodos. El aire solo transportaba los pensamientos de uno y otra. Las miradas apenas se cruzaban. Se acercaban las festividades decembrinas y tras la cena de cierto día, Homero y su madre miraban como era costumbre la telenovela estelar. En uno de los cortes comerciales Homero inició la charla y bastaron esos tres minutos de pausa para cambiarle en buena medida la existencia al escritor.

—No sé si es parte de la que llaman crisis de la mediana edad, Ma, pero últimamente me he preguntado si hice bien en optar por dedicarme a las Ciencias de la Comunicación. Digo, amo mi carrera y todo lo que he hecho y logrado con ella, pero...

—Hijo, ¿recuerdas cuando meses atrás nos encontramos con una ex alumna tuya que, al presentarme con ella, se vertió en halagos hacia ti? Esa vez te dije que me sentía orgullosa, y ahora te lo repito. Pero creo que es hora de confesarte algo.

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